Las hijas del frío (60 page)

Read Las hijas del frío Online

Authors: Camilla Läckberg

BOOK: Las hijas del frío
3.8Mb size Format: txt, pdf, ePub

Martin le tomó la palabra y fue a buscar un rincón en el que escudriñar.

Patrik se quedó con la sonrisa pintada en el rostro, pero se le borró tan pronto como evocó la imagen del cuerpecito de Maja en las manos de un asesino, y se encolerizó.

Dos horas después empezó a desanimarse. Ya habían registrado toda la planta baja y el sótano, y seguían sin encontrar nada. En cambio, constataron que Lilian era un ama de casa especialmente celosa con la limpieza. Tenían, eso sí, un montón de recipientes que entregar en el laboratorio para que los analizaran. ¿Y si, pese a todo, se equivocaba? Pero recordó el contenido de la cinta de vídeo que había estado viendo una y otra vez la noche anterior y recobró la confianza. No estaba en un error. No podía estarlo. Se hallaba allí. La cuestión era dónde.

—¿Seguimos por la planta de arriba? —preguntó Martin señalando la escalera.

—Sí, será lo mejor. No creo que se nos haya escapado nada aquí abajo. Lo hemos revisado milímetro a milímetro.

Subieron todos juntos como un pelotón. Niclas había salido de paseo con Albin, de modo que podían trabajar sin ser molestados.

—Yo empezaré por la habitación de Lilian —dijo Patrik.

Entró en el dormitorio que había a la derecha de la escalera y miró a su alrededor. Estaba tan limpio como el resto de la casa y la cama estaba hecha con tal perfección que habría superado la revisión del ejército. Por lo demás, se trataba de una habitación muy femenina. Stig no debía de sentirse muy cómodo allí antes de mudarse. Las cortinas y la colcha tenían volantes y tanto la mesita de noche como el secreter estaban cubiertos con paños de encaje. Había figurillas de porcelana por todas partes y las paredes estaban recubiertas de ángeles de cerámica y de cuadros, también con motivos angelicales. El color dominante era el rosa. Era un ambiente tan pasteloso que Patrik casi sintió náuseas. Le parecía más bien una habitación de la casa de muñecas de una niña pequeña. Una niña de cinco años decoraría así el dormitorio de su madre si le dieran rienda suelta y nadie se lo impidiera.

—¡Uf! —exclamó Martin cuando asomó la cabeza—. Es como si un flamenco hubiese vomitado aquí dentro.

—Sí, este dormitorio no es buen candidato para salir en la revista Nuevo estilo.

—En tal caso, sería como una imagen previa a la renovación total… —opinó Martin—. En fin, ¿quieres que te ayude con ella? Parece que hay mucho que revisar.

—Sí, por Dios, no quisiera estar aquí más tiempo del necesario.

Empezaron cada uno por un rincón. Patrik se sentó en el suelo para poder inspeccionar mejor la mesilla de noche y Martin abordó la hilera de armarios que cubría toda una pared.

Trabajaban en silencio. La espalda de Martin crujió cuando se agachó en busca de unas cajas de zapatos que había en la última balda de uno de los armarios. Las dejó sobre la cama y se quedó un rato de pie, masajeándose la columna. Tanto traslado de cajas y muebles durante la mudanza había dejado huella en su espalda, y empezó a pensar que tal vez debiera visitar al quiropráctico.

—¿Qué es eso? —preguntó Patrik alzando la vista.

—Unas cajas de zapatos.

Le quitó la tapadera a la primera de las cajas, examinó el contenido con cuidado y lo volvió a dejar en su lugar antes de taparla

—Un montón de fotografías antiguas, nada más.

Destapó la siguiente y sacó una pequeña caja de madera pintada de azul. La tapadera se había atascado, así que tuvo que tirar con fuerza para quitarla. Al oír su exclamación, Patrik volvió a mirar.

—¡Bingo!

Patrik sonrió:

—¡Bingo! —exclamó en tono triunfante.

Charlotte llevaba un buen rato pasando una y otra vez delante del expendedor de caramelos. Y al fin capituló. ¿Cuándo iba a permitirse una un poco de chocolate si no en un momento como aquél?

Introdujo las monedas por la ranura y apretó el botón que haría caer una chocolatina Snickers. Una de las grandes, por si acaso.

Sopesó la posibilidad de engullirla antes de volver, pero sabía que le sentaría mal si se la comía demasiado deprisa. Así que se contuvo y entró en la sala de espera, donde la aguardaba Lilian. Y en efecto, los ojos de su madre recalaron enseguida en la chocolatina que llevaba en la mano antes de dedicarle a Charlotte una mirada acusadora.

—¿Sabes cuántas calorías tiene una de ésas? Tendrías que perder peso, no ganarlo, y ese trocito de chocolate se asentará en tus posaderas de inmediato. Ahora que por fin has perdido unos kilos…

Charlotte dejó escapar un suspiro. Llevaba toda la vida oyendo la misma cantinela. Lilian nunca permitió que hubiese dulces en casa. Ella misma se contenía siempre y nunca, nunca pesó un gramo de más. Pero quizá por eso era tan tentador, y Charlotte se dedicaba a comer a escondidas. Rebuscaba monedas sueltas en los bolsillos de sus padres. Luego se iba sin decir nada al quiosco del centro para comprar bolas de chocolate y gominolas, y las devoraba con fruición de regreso a casa. De ahí que tuviese sobrepeso ya en primaria. Lilian se ponía furiosa. A veces obligaba a Charlotte a desnudarse, la colocaba ante el espejo y le pellizcaba los michelines sin piedad.

—¡Mira! ¡Pareces un cerdo! ¿De verdad quieres parecer un cerdo, eh? ¿Es eso lo que quieres?

En esos momentos, Charlotte la odiaba. Además, Lilian sólo se atrevía a comportarse así cuando Lennart no estaba en casa. Él jamás lo habría consentido. Su padre era su seguridad. Cuando murió, ella ya era adulta, pero sin él se sentía como una niña indefensa.

Observó a su madre, que estaba en el asiento de enfrente. Como de costumbre, su cuidado aspecto contrastaba con el suyo, que no tenía con qué cambiarse. Lilian, en cambio, había tomado la precaución de llevarse una pequeña maleta de fin de semana y pudo mudarse de ropa y retocar su maquillaje.

Con un gesto retador, Charlotte se metió el último trozo de la gran chocolatina en la boca sin hacer caso de las miradas displicentes de Lilian. ¿Cómo podía pensar en los hábitos alimentarios de su hija cuando la vida de Stig pendía de un hilo? Su madre no dejaba de asombrarla nunca. Claro que, teniendo en cuenta cómo era la abuela, quizá no fuese tan extraño.

—¿Por qué no podemos entrar a verlo? —preguntó Lilian exasperada—. No lo entiendo. ¿Cómo pueden impedir las visitas de los familiares?

—Seguro que tienen sus razones —intentó calmarla Charlotte, aunque recordó la curiosa expresión del médico cuando fue a preguntar—. Me imagino que no haríamos más que estorbar.

Lilian resopló airada, se levantó de la silla y empezó a caminar de un lado a otro.

Charlotte suspiró. Se esforzaba por conservar la compasión que había sentido por su madre la noche anterior, pero ella se lo ponía tan difícil… Sacó el móvil del bolso para comprobar que estuviese encendido. Le resultaba un tanto extraño que Niclas no la hubiese llamado. La pantalla estaba apagada y comprendió que no tenía batería. Mierda. Se levantó para llamar desde un teléfono público que había en el pasillo, pero estuvo a punto de estrellarse contra dos hombres que venían en sentido contrario. Sorprendida, vio que eran Patrik Hedström y su pelirrojo colega. Bastante serios, miraban al interior de la sala de espera.

—¡Hola! ¿Qué hacen ustedes aquí? —preguntó antes de caer en la cuenta—. ¿Han descubierto algo? ¿Algo sobre Sara? Seguro que es eso, ¿verdad? ¿Qué…?

Miraba ansiosa e inquieta a uno y a otro, pero sin obtener respuesta. Finalmente, Patrik le contestó:

—Por ahora no tenemos nada concreto que decirle sobre Sara.

—Pero, entonces, ¿por qué…? —inquirió desconcertada, sin concluir la frase.

Tras otro silencio, Patrik volvió a tomar la palabra:

—Hemos venido porque necesitamos hablar con su madre.

Charlotte se quedó perpleja, pero se hizo a un lado cuando ellos le indicaron que querían entrar en la sala de espera. Como a través de una ligera bruma, vio que los demás familiares que aguardaban allí contemplaban tensos la representación: los policías se acercaron y se colocaron delante de Lilian que, de brazos cruzados, los miró enarcando una ceja.

—Queremos que nos acompañe.

—No puedo, como comprenderá —dijo Lilian retadora—. Mi marido está moribundo y no puedo abandonarlo —explicó con un zapatazo para subrayar su postura, aunque no pareció impresionar a ninguno de los policías.

—Stig sobrevivirá y, por desgracia, usted no tiene otra opción; sólo se lo pediré amablemente una vez —le advirtió Patrik.

Charlotte no daba crédito. Debía de tratarse de un error enorme. Si Niclas estuviese allí…, él habría sabido tranquilizarlos a todos y resolver el asunto en un momento. Ella se sentía impotente. La situación le resultaba simplemente absurda.

—Pero ¿qué pasa? —bufó Lilian antes de repetir en voz alta lo que Charlotte acababa de pensar—. Debe de tratarse de un error.

—Esta mañana hemos desenterrado a Lennart. Los forenses están extrayendo muestras de su cuerpo para analizarlas, las mismas que le están extrayendo a Stig. Además, hemos llevado a cabo otro registro en su casa hoy mismo y hemos… —Patrik se dio la vuelta para mirar a Charlotte, pero enseguida dirigió de nuevo la vista a Lilian—, hemos encontrado algunas cosas. Podemos discutir el asunto aquí mismo, si lo desea, en presencia de su hija, o en la comisaría.

Habló sin rastro alguno de sentimientos en la voz, pero sus ojos denotaban una frialdad de la que Lilian nunca lo habría creído capaz.

Las miradas de Lilian y de Charlotte se cruzaron un segundo. Charlotte no comprendía nada de lo que decía Patrik. Un extraño destello fugaz en los ojos de su madre vino a incrementar su desconcierto y se estremeció con un frío repentino. Algo pasaba, no cabía duda.

—Pero mi padre padecía el síndrome de Guillain-Barré. Murió de una enfermedad neurológica —le dijo a Patrik, explicando y preguntando a un tiempo.

Patrik no respondió. Llegado el momento, Charlotte averiguaría algo que habría preferido no saber jamás.

Lilian apartó la vista de su hija y, como si hubiese tomado una decisión, le dijo a Patrik con total serenidad:

—Iré con ustedes.

Y allí se quedó Charlotte, sin saber qué hacer, preguntándose si debía quedarse o acompañar a su madre. Finalmente su indecisión decidió por ella y los vio alejarse por el pasillo.

Capítulo 33

Hinseberg, 1962

Era la única visita que tenia intención de hacerle a Agnes. Ya no pensaba en ella como su madre, sólo como Agnes.

Acaba de cumplir dieciocho años y, sin mirar atrás, dejó su ultima casa de acogida. Ella no los añoraba y ellos a ella tampoco

A lo largo de los años recibió muchas cartas. Largas cartas con olor a Agnes. No abrió ni una sola, pero tampoco las tiró. Estaban en un cofre, a la espera de ser leídas un día.

Y eso fue lo primero que Agnes preguntó:

—Darling, ¿leíste mis cartas?

Mary la observaba sin responder. Llevaba cuatro años sin verla y, antes de hablar, necesitaba aprenderse de nuevo sus rasgos.

La sorprendió lo poco que la cárcel parecía haberla transformado. Contra la vestimenta no podía hacer nada, así que los elegantes trajes y vestidos no eran más que un recuerdo, pero por lo demás se notaba que seguía cuidándose y cuidando su físico con la misma entrega que antes. El cabello recién arreglado, con la melena cardada según la moda, y el perfilador de ojos también a la moda, en un trazo grueso dividido en dos en la comisura. Las uñas largas, tal y como Mary las recordaba. Agnes tamborileaba con ellas sobre la mesa impaciente por oír la respuesta.

Pero Mary tardo aún unos minutos en contestar.

—No, no las leí. Y no me llames darling —le dijo volviendo a guardar silencio, llena de curiosidad ante su reacción.

Ya no le tenía miedo a aquella mujer. El monstruo que llevaba dentro fue devorando su temor a medida que iba creciendo el odio. Y tanto odio no dejaba espacio al miedo.

Agnes no dejo pasar aquella oportunidad tan perfecta para uno de sus accesos dramáticos.

—¿No las has leído? —grito—. Yo aquí encerrada, mientras tú estas libre y te diviertes haciendo Dios sabe que, y la única alegría que me queda es saber que mi querida hija lee las cartas que tantas horas dedico a escribir. Y tú no me has escrito una sola carta, ni una sola llamada telefónica en cuatro años.

Agnes sollozaba chillona, aunque sin derramar una lágrima, por no arruinar la línea perfecta del perfilador de ojos.

—¿Por que lo hiciste? —preguntó Mary quedamente.

Agnes dejo de lloriquear en el acto, sacó un cigarrillo y lo encendió con calma . Después de dar varias caladas, respondió con la misma calma espantosa.

—Porque me traicionó. Creyó que podía abandonarme.

—¿Y no pudiste simplemente dejarlo marchar?

Mary estaba inclinada hacia delante para no perderse una sola palabra. Se había hecho aquellas preguntas tantas veces. Ahora quería oír bien cada silaba.

—A mi no me abandona nadie —repitió Agnes—. Hice lo que tenía que hacer —aseguró y, posando su fría mirada en Mary, añadió—. Tú lo sabes bien, ¿verdad?

Mary apartó los ojos. El monstruo que llevaba dentro se revolvía inquieto. Le dijo con brusquedad:

—Quiero que pongas a mi nombre la casa de Fjällbacka. Pienso mudarme allí.

Agnes pareció dispuesta a protestar, pero Mary se apresuro a añadir:

—Si quieres mantener algún contacto conmigo en el futuro, has de hacer lo que te pido. Si pones la casa a mi nombre, te prometo leer tus cartas y también te escribiré.

Agnes parecía dudar y Mary prosiguió:

—Soy lo único que te queda. Puede que no sea mucho, pero soy lo único que te queda.

Durante unos segundos interminables, Agnes sopesó las ventajas y los inconvenientes reflexionando sobre lo que le convenía más. Al fin, tomó una decisión.

—Bien, de acuerdo. Aunque no comprendo para que quieres ese cuchitril pero si es lo que deseas.

Agnes se encogió de hombros y Mary se sintió muy satisfecha.

Llevaba un año forjando aquel plan. Empezaría desde el principio. Se convertiría en una persona totalmente nueva. Se desharía de ese antiguo yo que llevaba pegado como una vieja capa maloliente. Ya había cursado la solicitud del cambio de nombre, conseguir la casa de Fjällbacka era el segundo paso y ya había comenzado a modificar su aspecto físico. Llevaba un mes sin consumir una sola caloría de más y el paseo diario de una hora también había surtido su efecto. Todo sería distinto. Todo sería nuevo.

Other books

Heartthrob by Suzanne Brockmann
The Graves at Seven Devils by Peter Brandvold
Balas de plata by David Wellington
Trust Me on This by Jennifer Crusie
On This Foundation by Lynn Austin
The Vagrant by Newman, Peter
The Descent to Madness by Gareth K Pengelly