Read Las hermanas Bunner Online
Authors: Edith Wharton
Los pies de Evelina también acabaron cansándose, y se volvió para proponer que volvieran a casa. Su rostro arrebolado había palidecido por la fatiga, pero sus ojos seguían radiantes.
El regreso pervivió en el recuerdo de Ann Eliza con la persistencia de un mal sueño. La algarabía de los que retornaban llenaba a rebosar los ómnibus, y tuvieron que dejar pasar una docena antes de entrar a empellones en uno que ya estaba repleto. Ann Eliza nunca se había sentido tan agotada. Hasta el torrente de anécdotas de la señorita Mellins se secó: se quedaron sentadas y en silencio, apretujadas entre una mujer negra y un hombre con el rostro picado por la viruela y la cabeza vendada, mientras el coche traqueteaba lentamente por una avenida miserable hasta llegar a su esquina. Evelina y el señor Ramy se sentaron en la parte delantera; Ann Eliza solo pudo atisbar de vez en cuando el sombrero con los nomeolvides y el reluciente cuello del abrigo del relojero. Cuando los cuatro se apearon en su esquina la muchedumbre volvió a rodearlos, y caminaron los últimos pasos hasta el semisótano de las hermanas Bunner sumidos en el silencio espontáneo de unos niños cansados. Cuando la señorita Mellins y el señor Ramy se dispusieron a marcharse a sus respectivos domicilios, Evelina consiguió esbozar unas últimas sonrisas, pero Ann Eliza franqueó el umbral en silencio y notó que la quietud de la tiendecita le extendía unos brazos consoladores.
Esa noche no pudo dormir; mientras yacía fría y envarada al lado de su hermana, de pronto percibió la presión de los brazos de Evelina y que esta susurraba: «Ay, Ann Eliza, ¿verdad que ha sido una delicia?».
Durante los cuatro días posteriores a aquel domingo en el parque las hermanas Bunner no recibieron noticias del señor Ramy. Al principio ninguna de las dos confesó su decepción ni su angustia, pero a la quinta mañana Evelina, siempre la primera en obedecer a los sentimientos, dijo mientras se apartaba de los labios una taza de té que no había probado:
—Creo que ya deberías sacar ese dinero, Ann Eliza.
Esta comprendió y se sonrojó. Para ellas el invierno había sido bastante próspero, y sus ahorros lentamente reunidos habían alcanzado la nada desdeñable cifra de doscientos dólares. Sin embargo, la satisfacción que esa insólita opulencia les podría haber inspirado se había visto ensombrecida por la insinuación de la señorita Mellins de que corrían ominosos rumores sobre la caja de ahorros en la que habían ingresado esa cantidad. Sabían que la señorita Mellins era dada a las falsas alarmas, pero sus palabras, a fuerza de ser repetidas, habían perturbado tanto la tranquilidad de Ann Eliza que, tras largas horas de debates a medianoche, decidieron pedir consejo al señor Ramy; la responsabilidad recayó en Ann Eliza, como cabeza de familia que era. El señor Ramy, al ser consultado, no solo confirmó las informaciones de la modista, sino que también se ofreció a encontrarles alguna inversión segura que les brindase un tipo de interés más alto que el de la caja de ahorros bajo sospecha; Ann Eliza supo que Evelina se refería a esa transferencia sugerida.
—Sí, desde luego —repuso—. El señor Ramy aseguró que, de estar en nuestro lugar, no dejaría su dinero allí ni un minuto más de lo necesario.
—Pues lo dijo hace ya una semana —le recordó Evelina.
—Lo sé, pero me pidió que esperara hasta que él recabase una información más cabal sobre la otra inversión, y no lo hemos visto desde entonces.
Esas palabras desataron el miedo secreto de ambas.
—No sé qué le habrá pasado —comentó Evelina—. ¿Crees que se habrá puesto enfermo?
—Yo también me lo preguntaba —dijo Ann Eliza.
Las dos bajaron la vista.
—Creo que deberías ocuparte del dinero más pronto que tarde —repitió Evelina.
—Sí, lo sé. ¿Qué harías en mi lugar?
—Si estuviera en tu lugar —repuso la hermana menor, con un tono muy vehemente y arrebolándose—, iría de inmediato a ver si el señor Ramy está enfermo. Tú sí puedes.
Esas palabras la atravesaron como si fueran una espada.
—Sí, tienes razón —concedió.
—En el caso de que esté enfermo parecería solo una muestra de amistad. Si yo estuviera en tu lugar, iría hoy mismo —insistió Evelina.
Después de cenar, Ann Eliza emprendió la marcha. De camino tuvo que dejar un fardo donde el tintorero; tras haber cumplido con ese recado encaminó sus pasos a la tienda del señor Ramy. Nunca se había sentido tan vieja, tan desprovista de esperanza ni tan humillada. Sabía que estaba llevando a cabo una gestión amorosa para Evelina, y esa conciencia pareció secarle la última gota de sangre joven que corría por sus venas. También le arrebató esa desgastada timidez virginal, y, con un ademán enérgico, giró el pomo de la puerta del relojero.
Sin embargo, al entrar, el corazón le empezó a palpitar, pues vio al señor Ramy, con el rostro hundido entre las manos, sentado detrás del mostrador con una extraña actitud de abatimiento. Al oír el chasquido del pestillo, él levantó la vista lentamente y clavó en Ann Eliza una mirada sin brillo. Durante un instante ella pensó que no la reconocía.
—¡Oh, está usted enfermo! —exclamó.
Ante el sonido de su voz él pareció recobrar la compostura perdida.
—Caramba, la señorita Bunner —dijo en voz baja y poco inteligible; pero no hizo ademán de moverse, y ella advirtió que su rostro presentaba un color ceniciento y amarillo.
—Está usted enfermo, no cabe duda—insistió ella, envalentonada por su evidente necesidad de ayuda—. Señor Ramy, ha sido usted muy desconsiderado al no avisarnos.
Él siguió contemplándola con una mirada inexpresiva:
—No he estado enfermo —aseguró—. Al menos, no mucho: solo he tenido uno de los ataques de siempre. —Hablaba de modo lento y trabajoso, como si le costara articular las palabras.
—¿Es reumatismo? —aventuró ella al ver lo mucho que le costaba moverse.
—Pues... algo parecido, quizá. No sé cómo denominarlo.
—Ah, si se parece al reumatismo, mi abuela preparaba una infusión... —empezó a decir Ann Eliza; se le había olvidado, en el calor del momento, que solo había ido a transmitir el mensaje de Evelina.
Ante la mención de la tisana, una expresión de repugnancia incontrolable se adueñó del rostro del señor Ramy:
—Oh, no se moleste. Hoy solo me duele la cabeza.
La valentía de Ann Eliza se vio mermada por el tono de rechazo en la voz de él.
—Lo lamento —dijo afectuosamente—. Mi hermana y yo habríamos estado más que dispuestas a hacer todo lo que pudiéramos por usted.
—Se lo agradezco mucho —repuso él cansinamente; cuando ella se daba la vuelta para marcharse, añadió con esfuerzo—: Es posible que mañana me pase a verlas.
—Nos gustaría mucho —aseveró Ann Eliza, que miraba fijamente un polvoriento reloj de bronce juntó a la ventana. En ese momento no era consciente de estar mirándolo, pero poco después recordó que representaba a un terranova con una pata sobre un libro abierto.
Al regresar vio en la tienda a una clienta, que manoseaba corchetes bajo la distraída supervisión de Evelina. Pasó a la trastienda sin detenerse, pero al cabo de un instante oyó que su hermana se le acercaba.
—¡Deprisa! Le he dicho que iba a buscar corchetes más pequeños... ¿Cómo se encuentra? —le preguntó entrecortadamente.
—Ha estado algo pachucho —respondió Ann Eliza lentamente, sin apartar la mirada del gesto de entrega de Evelina—, pero dice que mañana por la noche vendrá seguro.
—¿Vendrá? ¿No me estás mintiendo?
—¿Cómo te voy a mentir, Evelina Bunner?
—¡Ah, si a mí me da igual! —exclamó la joven impetuosamente, y volvió a la tienda a toda prisa.
Ann Eliza quedó sumida en un estado febril por la vergüenza que le producía que su hermana hubiera quedado en evidencia. Le sorprendió que Evelina hubiera mostrado sin ambages la intensidad de sus emociones, aunque fuese delante de ella, e intentó pensar en otra cosa, como si ese recuerdo le hiciera partícipe de la degradación de la joven.
El señor Ramy reapareció a la tarde siguiente, aún algo cetrino y con los labios rojos, pero por lo demás como siempre. Ann Eliza le preguntó por la inversión que había recomendado, y, después de que decidieran que él se encargaría del asunto, el invitado cogió el volumen ilustrado de Longfellow —puesto que, según habían descubierto las hermanas, sus intereses culturales no se limitaban a los periódicos— y leyó en voz alta, confundiendo las consonantes de forma repetida, el poema titulado
La doncellez
. Evelina bajó la mirada mientras él leía. Fue una velada muy hermosa, y Ann Eliza pensó después que su vida podría haber sido muy distinta junto a un hombre que leyera poesía, como el señor Ramy.
Durante las semanas posteriores el señor Ramy, pese a que sus visitas se hicieron tan frecuentes como antes, no recobró el mismo ánimo de siempre. Se quejaba con frecuencia de que le dolía la cabeza, pero rechazaba los remedios que Ann Eliza le brindaba titubeante y evitaba toda investigación minuciosa de sus síntomas. Había llegado el mes de julio con una repentina llamarada de calor, y una noche en que los tres estaban sentados junto a la ventana abierta de la trastienda Evelina dijo:
—No sé qué daría, en una noche como esta, por respirar un poco de aire puro del campo.
—Yo también —declaró él mientras limpiaba la ceniza de la pipa—. Ahorra mismo me gustarría muchísimo estar en un cenador.
—Sería maravilloso, ¿verdad?
—A mí me parece que aquí estamos fresquísimos —adujo Ann Eliza—. Pasaríamos un calorazo mucho mayor si estuviéramos en el piso de la señorita Mellins.
—Desde luego, pero estaríamos más frescos en otro sitio —replicó su hermana: no era infrecuente que la exasperaran los intentos furtivos de Ann Eliza de conformarse con lo dictado por la providencia.
Unos días más tarde el señor Ramy se presentó con una propuesta que complació enormemente a Evelina. El día anterior había visitado a una amiga suya, la señora Hochmüller, que vivía a las afueras de Hoboken, y esta amiga le había sugerido que, el domingo siguiente, llevara también a las hermanas Bunner para que pasaran allí el día.
—Tiene un jarrdín de verrdad —explicó—, con árboles y toda una pérrgola para sentarse; también hay gallos y gallinas. El paseo hasta allí, en transbordador, es muy elegante.
Esa propuesta no obtuvo ninguna respuesta por parte de Ann Eliza, a quien aún oprimía el recuerdo de aquel domingo interminable en el parque; sin embargo, obedeciendo a una mirada imperiosa de Evelina, finalmente accedió de forma desganada.
Ese domingo hizo mucho calor; ya en el transbordador, Ann Eliza revivió al apreciar la brisa salina y el espectáculo que brindaban las atestadas aguas; sin embargo, cuando alcanzaron la otra orilla y pisaron el sucio embarcadero, empezó a notar un cansancio adelantado y doloroso. Subieron a un ómnibus y fueron traqueteando de una calle miserable a otra, hasta que el señor Ramy tiró al conductor de la manga y bajaron; se quedaron bajo un sol abrasador, cerca de la puerta de una cervecería atestada, esperando la llegada de otro ómnibus, que los llevó a un barrio poco poblado pasando junto a solares vacíos y estrechas casas de madera que se alzaban en una soledad sin apoyos, hasta que al final llegaron a una zona casi rural de casitas desperdigadas y de edificios bajos de madera que parecían tiendas de pueblo. Allí fue donde el vehículo se detuvo al fin, sin que lo pidieran; se internaron en un camino lleno de baches y pasaron junto al patio de un picapedrero en el que había una valla alta tapizada de anuncios de funciones teatrales; llegaron a una pequeña casa roja con contraventanas verdes y una empalizada en torno al jardín. El señor Ramy no las había engañado en absoluto. Varios macizos de corazoncillos y de lirios de día florecían detrás de la empalizada, y un olmo torcido se inclinaba románticamente encima del gablete del edificio.
La señora Hochmüller, una mujer corpulenta con un vestido de lana merina de color marrón ladrillo, los recibió en la puerta sonriendo y saludando con la cabeza, mientras su hija Linda, una muchacha de cabello rubísimo, de pecosas mejillas encarnadas y que no miraba de frente, se colocaba inquisitiva detrás de ella. La señora los llevó al interior y condujo a las hermanas Bunner al dormitorio. En él las invitó a dejar en una montañosa y blanca cama de plumas los mantos de cachemira bajo los cuales la solemnidad de la ocasión las había impulsado a cocerse, y, después de que dieran a sus vestidos de seda negra los tirones necesarios para recolocarlos y de que Evelina se ahuecara el cabello delante de un espejo decorado con conchas de color rosa, la anfitriona las hizo pasar a un salón poco aireado que olía a galletas de jengibre. Tras otra pausa ceremoniosa, interrumpida por corteses preguntas y tímidas exclamaciones, accedieron a la cocina, donde la mesa ya estaba preparada: en ella se veían bizcochos especiados de aspecto extraño y compota de frutas, y allí acabaron sentándose las hermanas entre la señora Hochmüller y el señor Ramy, mientras Linda, que no dejaba de mirarlas, iba y volvía de los fogones sosteniendo unos platos humeantes con poca maña.
A Ann Eliza la comida le pareció interminable, y las sustanciosas viandas, curiosamente, poco tentadoras. Se sintió cohibida por la espontánea intimidad de la voz y la mirada de la anfitriona. Con el señor Ramy, la señora Hochmüller se mostraba casi descaradamente familiar; Ann Eliza no pudo perdonar que lo llamara «Ramy», sin más aditamentos, hasta que imaginó el cuerpo generoso de ella agachado al lado de la cama donde él había estado enfermo. En una de las pausas de la comida la anfitriona apoyó el cuchillo y el tenedor en el borde del plato y, con la vista clavada en el relojero, dijo en tono acusador:
—Has vuelto a tener uno de tus ataques, Ramy.
—No, que yo sepa —replicó él, evasivo.
Evelina miró alternativamente a uno y a otra:
—Es cierto que el señor Ramy ha estado enfermo —declaró al fin, como si quisiera demostrar que ella también se hallaba en una posición desde la que podía hablar con autoridad—. Se queja de frecuentes dolores de cabeza.
—¡Ja! A este ya me lo conozco yo —repuso la señora Hochmüller con una carcajada, sin apartar la vista de él—. ¿No te da vergüenza, Ramy?
Él, que contemplaba su plato, soltó de pronto una palabra que las hermanas no entendieron; a Ann Eliza le pareció que decía algo semejante a «svain».
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