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Authors: Edith Wharton

Las hermanas Bunner (3 page)

BOOK: Las hermanas Bunner
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Pero en esa ocasión en que a la excitación inusitada de la salida se le añadió el interés más intenso de la búsqueda de un regalo para Evelina, la agitación de Ann Eliza, aguzada por el ocultamiento, le impidió descansar, y hasta que no hubo entregado el regalo, hasta que no hubo confesado las experiencias relacionadas con la adquisición, no pudo recordar con cierta tranquilidad ese emocionante momento de su vida. No obstante, a partir de ese día empezó a obtener cierto placer sosegado al pensar en el pequeño establecimiento del señor Ramy, no muy distinto del suyo en lo referente a la penumbra rústica, aunque la capa de polvo que cubría el mostrador y las estanterías hacía que la comparación solo resultase aceptable superficialmente. En cualquier caso, no se mostró muy severa con el estado de la tienda, puesto que el señor Ramy le había contado que estaba solo en el mundo, y los hombres solos, como ella sabía muy bien, no sabían limpiar el polvo. Ella se afanó en adivinar por qué no se había casado o si, por el contrario, era viudo y había perdido a todos sus hijitos, y no sabía cuál de las dos opciones lo convertía en una persona más interesante. En todo caso, no cabía duda de que su vida era muy triste; Ann Eliza pasó muchas horas cavilando sobre la manera en que él debía de pasar las tardes. Sabía que el señor Ramy vivía en la trastienda porque había atisbado, al entrar, una habitación cochambrosa con una cama revuelta, y el omnipresente olor del aceite frío indicaba que, seguramente, él mismo se preparaba la comida. Pensó que era posible que muchas veces se hiciera el té sin que el agua llegara a hervir y se preguntó, casi con envidia, quién le cuidaría la tienda cuando él salía al mercado. Se le ocurrió que seguramente compraba en el mismo mercado que Evelina, y quedó fascinada al caer en la cuenta de que era probable que él y su hermana se vieran continuamente sin ser en absoluto conscientes del vínculo que los unía. Siempre que alcanzaba aquel punto en sus reflexiones alzaba la vista y miraba furtivamente el reloj, cuyo sonoro y entrecortado tictac se estaba convirtiendo en una parte de lo más íntimo de su ser.

La semilla plantada por esas largas horas de meditación germinó al fin en el deseo secreto de ir una mañana al mercado en lugar de Evelina. Cuando ese propósito subió a la superficie de sus reflexiones, Ann Eliza se negó a considerarlo con gran aprensión. Un plan con tantos visos de doblez nunca se había formado en su alma cristalina. ¿Cómo era posible que estuviera considerando dar un paso así? Y, además (aunque ella no disponía de los suficientes conocimientos de lógica para advertir la degradación implícita en ese «además»), ¿qué excusa podía poner que no despertase la curiosidad de su hermana? A partir de esa segunda pregunta resultaba muy fácil descender otro peldaño y llegar a la tercera: ¿cuándo conseguiría ir?

Fue la propia Evelina quien le brindó el pretexto necesario al amanecer con dolor de garganta el día en que de ordinario salía al mercado. Era sábado; dado que siempre comían carne los domingos, la expedición no podía retrasarse; pareció natural que Ann Eliza, mientras anudaba al cuello de su hermana una media vieja, anunciase su intención de acercarse a la carnicería.

—Ay, Ann Eliza, te van a engañar —protestó Evelina.

Ella rechazó esa acusación con una sonrisa y, al cabo de unos minutos, tras haber puesto orden en la habitación y recorrer la tienda con la mirada por última vez, se caló el sombrero con manos torpes y presurosas.

Era una mañana húmeda y fría; el cielo estaba lleno de nubes enfurruñadas que se negaban a dejar hueco al sol, pero que hasta entonces solo habían soltado algún que otro copo de nieve. Bajo la luz de esa hora temprana la calle ofrecía su aspecto más desfavorable y descuidado, pero a ella, a quien nunca preocupaba en exceso cualquier desaliño del que no fuera responsable, le pareció que mostraba un aspecto especialmente cordial.

Un paseo de pocos minutos la llevó hasta el mercado en el que Evelina compraba y en el que, de tener cierta sensatez topográfica, el señor Ramy también debía de conseguir sus provisiones.

Ann Eliza dejó atrás los barriles de patatas y los pescados flácidos de los primeros puestos y vio que en la carnicería solo estaba el carnicero, con el delantal ensangrentado, cortando chuletas al fondo.

Mientras ella se acercaba, pisando el mosaico de escamas de pescado, sangre y serrín, él dejó la cuchilla y le preguntó de forma bastante afectuosa:

—¿Se ha puesto enferma su hermana?

—Oh, no es nada, solo un resfriado —respondió ella con una sensación de culpabilidad, como si la enfermedad de Evelina hubiese sido fingida—. Queremos un solomillo, como siempre, y mi hermana me ha pedido que se cerciore usted de que sea tan bueno como si se lo comprase ella —añadió con un candor infantil.

—No se preocupe. —El carnicero blandió su arma con una sonrisa—. Yo también sé distinguir un buen filete —replicó.

Al cabo de un instante, pensó Ann Eliza, el solomillo estaría cortado y envuelto, y no le quedaría otro remedio que volver defraudada a casa. Era demasiado tímida para intentar que el carnicero se demorara dándole conversación, cosa que en otras circunstancias sabía hacer, pero la llegada de una anciana sorda con un sombrero y un manto anticuados le brindó la ocasión.

—Atiéndala a ella primero, por favor—le susurró—. No tengo ninguna prisa.

El carnicero se acercó a la nueva clienta, y Ann Eliza, con el corazón desbocado al fondo de la tienda, vio que las dudas de la anciana, que se debatía entre el hígado y las chuletas de cerdo, podían prolongarse indefinidamente. Estas todavía no se habían resuelto cuando se vieron interrumpidas por la llegada de una vulgar muchacha irlandesa con una cesta colgada del brazo. La recién llegada causó una distracción momentánea, y, cuando se marchó, la anciana, que evidentemente aguantaba tan mal las interrupciones como un narrador profesional, se empeñó en volver al principio de su complicado pedido, sopesando de nuevo, con una inquieta apelación al discernimiento del carnicero, las respectivas ventajas del cerdo y del hígado. Pero ni esos titubeos, ni las disrupciones ocasionadas por dos o tres clientes, sirvieron de nada, puesto que el señor Ramy no se encontraba entre quienes entraron en la tienda; finalmente Ann Eliza, a quien la vergüenza impedía quedarse más tiempo, pidió el solomillo a regañadientes y volvió a casa atravesando una nevada cada vez más abundante.

Incluso para un pensamiento simple como el suyo la futilidad de sus esperanzas resultaba evidente, y bajo la luz clara que la decepción brinda a nuestros actos le maravilló haber sido tan necia para suponer que, por mucho que el señor Ramy acudiese a ese mercado en particular, iba a aparecer allí el mismo día y a la misma hora que ella.

A continuación transcurrió una semana anodina en la que no destacó ningún otro incidente. La media vieja curó la garganta de Evelina, y la señora Hawkins apareció un par de veces para hablar de los dientes de su hijo; recibieron algunos encargos para hacer calados y Evelina vendió un sombrero a una dama de mangas abullonadas. Esa dama de mangas abullonadas —que residía en «la plaza», lugar de cuyo nombre no se habían enterado, puesto que ella siempre se llevaba los paquetes en persona— constituía el personaje más distinguido e interesante de su entorno. Era más bien joven, elegante (tal y como daba a entender el título que le habían adjudicado), y exhibía una sonrisa dulce y triste en torno a la cual habían urdido muchas historias; pero ni siquiera la noticia de su regreso a la ciudad —aquella fue su primera aparición de aquel año— consiguió despertar el interés de Ann Eliza. Todos los pequeños acontecimientos cotidianos que hasta entonces habían bastado para llenar el tiempo le revelaban ahora su tediosa insignificancia, y, por primera vez en tantos años de trabajo pesado, se rebeló contra la monotonía de su vida. En Evelina, esos arrebatos de insatisfacción resultaban habituales y eran expresados sin ambages; Ann Eliza seguía disculpándolos al considerarlos uno de los atributos de la juventud. Además, la Divina Providencia no había dispuesto para Evelina una vida tan limitada y tan llena de anhelos; según se había esperado que fueran las cosas, Evelina tendría que haberse casado y haber sido madre, tendría que haberse puesto un vestido de seda los domingos y haber desempeñado un papel importante en la vida parroquial. Hasta el momento la fortuna se le había mostrado esquiva y, pese a sus aspiraciones superiores y a su cabello primorosamente ondulado, había recibido tan pocas atenciones y tan pocos pretendientes como Ann Eliza. No obstante, la hermana mayor, que llevaba mucho tiempo resignada a su suerte, no se había resignado en el caso de Evelina. En cierta ocasión un agradable joven que impartía clases en la escuela dominical le había hecho unas cuantas visitas tímidas a la menor de las señoritas Bunner. Desde entonces habían transcurrido varios años; él no había tardado en desaparecer de sus vidas, Ann Eliza no había llegado a saber si también se había llevado las ilusiones de Evelina, pero las atenciones del joven habían envuelto a la hermana menor en un aura de exquisitas posibilidades.

Ann Eliza, en aquella época, nunca había soñado con permitirse el lujo de la autocompasión: le parecía un derecho personal de Evelina, tanto como el cabello elaboradamente ondulado. Pero ahora empezó a dirigir hacia sí misma una parte de la compasión con que antes había contemplado a Evelina. Al fin había admitido su derecho a reconocer ciertas oportunidades perdidas que había tenido; una vez establecido ese peligroso precedente, empezó a recordarlas con frecuencia.

Fue en ese período de transformación de Ann Eliza cuando Evelina, una tarde, al levantar la vista de la labor, exclamó de pronto:

—¡Vaya! ¡Se ha parado!

La hermana mayor, ocupada con una media de lana merina de color marrón, también alzó la mirada y la dirigió al mismo lugar que Evelina, al otro lado de la habitación. Era lunes, y siempre daban cuerda al reloj los domingos.

—¿Estás segura de que le diste cuerda ayer, Evelina?

—Segura, no: segurísima. Se ha debido de estropear. Voy a echar un vistazo.

Dejó el sombrero que estaba ribeteando y cogió el reloj de la estantería.

—¡Ah, lo sabía! ¡Todavía le queda muchísima cuerda! ¿Qué crees que le habrá pasado?

—Ni idea —respondió la mayor, limpiándose las gafas para después examinar atentamente la máquina.

Con cabezas gachas e impacientes las dos mujeres la zarandearon y le dieron la vuelta, como si quisieran resucitar a un ser vivo, pero el reloj no reaccionó al manoseo, y Evelina acabó dejándolo con un suspiro.

—¡Es como si hubiera muerto! ¿Verdad, Ann Eliza? ¡Qué silenciosa se ha quedado la habitación!

—¡Desde luego!

—Voy a devolverlo a su sitio —prosiguió Evelina, con el tono de una persona que cumple con los últimos ritos de un finado—. Y supongo —añadió— que mañana tendrás que pasar por la tienda del señor Ramy a ver si puede arreglarlo.

Ann Eliza se sonrojó profundamente:

—Sí... No quedará otro remedio —farfulló mientras se agachaba para coger un carrete de algodón que había caído al suelo. Una repentina palpitación estiró las costuras de su lisa pechera de alpaca y se le despertó un latido en ambas sienes.

Esa noche, mucho después de que Evelina se hubiera dormido, Ann Eliza todavía permanecía despierta en ese silencio extraño, más nítidamente consciente de la cercanía del reloj inútil que cuando este marcaba los minutos sin interrupción. A la mañana siguiente se despertó en medio de un sueño inquietante, en el cual había llevado el reloj al establecimiento del señor Ramy, para descubrir que tanto él como la tienda habían desaparecido; a lo largo del día, mientras realizaba sus quehaceres, el recuerdo de ese sueño la estuvo oprimiendo.

Convinieron en que llevaría el aparato para que fuese arreglado en cuanto comieran; sin embargo, cuando aún seguían a la mesa, una niña miope con un delantal negro atravesado por innumerables alfileres irrumpió en la sala y exclamó:

—¡Ay, señorita Bunner, tenga la bondad! A la señorita Mellins le ha vuelto a dar un ataque.

La señorita Mellins era la modista del piso superior, y la niña miope, una de sus jóvenes aprendizas. Ann Eliza se levantó de un respingo:

—Voy enseguida. ¡Rápido, Evelina, el cordial!

Aquel era el eufemismo con el que las hermanas se referían a una botella de licor de cerezas, la última de la docena que habían heredado de su abuela y que guardaban bajo llave en el armario para emergencias como esa. Un instante después, con el cordial en la mano, Ann Eliza subía a toda prisa al piso de arriba siguiendo a la niña miope.

El «ataque» de la señorita Mellins fue lo bastante grave para entretener a Ann Eliza durante casi dos horas, y ya anochecía cuando recogió la consumida botella de cordial y bajó de nuevo a su establecimiento. Este se hallaba vacío, como de costumbre, y Evelina se encontraba delante de la máquina de calar, en la trastienda. Ann Eliza seguía inquieta por los esfuerzos invertidos en la recuperación de la modista; pese a la preocupación, se sorprendió nada más entrar al oír el sonoro tictac del reloj, que seguía en el estante en el que ella lo había dejado.

—¡Pero si funciona! —exclamó con un grito ahogado antes de que Evelina pudiera preguntarle por la señorita Mellins—. ¿Se ha puesto en marcha él solo?

—Oh, no, pero no saber la hora me resultaba insoportable, me he acostumbrado completamente a él; justo después de que subieras ha aparecido la señora Hawkins, así que le he pedido que se ocupara de la tienda durante un minuto, me he abrigado con rapidez y me he acercado donde el señor Ramy. Resulta que al reloj no le pasaba nada, solo tenía una mota de polvo en el mecanismo; él me lo ha arreglado en un instante y he vuelto enseguida. ¿No es una maravilla volver a escucharlo? ¡Pero cuéntame cómo está la señorita Mellins, a qué esperas!

Durante un momento Ann Eliza se quedó sin palabras. Hasta que supo que había perdido su oportunidad no se percató de cuántas esperanzas había depositado en ella. Pero ni siquiera entonces comprendió por qué había deseado volver a ver al relojero con tanta intensidad.

«Me figuro que es porque nunca me ha sucedido nada», pensó con una punzada de envidia por esa fortuna que brindaba a Evelina todas las oportunidades que se cruzaban en el camino de ambas. «El profesor de la escuela dominical también fue para ella», se dijo; pero había alcanzado una gran perfección en el arte de la renuncia, y, tras un silencio apenas perceptible, empezó a ofrecer una descripción detallada del «ataque» de la modista.

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