Las hermanas Bunner (11 page)

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Authors: Edith Wharton

BOOK: Las hermanas Bunner
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El viento matutino soplaba con fuerza; al doblar la calle y encontrarse con el viento de cara se sintió tan débil e inestable que se preguntó si sería capaz de llegar siquiera a Union Square, pero caminando muy lentamente, y deteniéndose de tanto en tanto, cuando podía hacerlo sin llamar la atención, llegó al fin a las enormes puertas de cristal de la joyería.

Era tan temprano que aún no había clientes en el establecimiento, y sintió que se convertía en el centro de innumerables miradas desocupadas mientras avanzaba junto a largas hileras de vitrinas en las que refulgían los diamantes y la plata.

Oteó en derredor con la esperanza de encontrar el departamento de relojes sin tener que abordar a uno de los imponentes caballeros que deambulaban por los pasillos vacíos, pero precisamente se fijó en ella uno de los más imponentes de todos.

La majestuosa benevolencia con que le preguntó en qué podía servirla a punto estuvo de hacerle creer que no podría explicarse, pero al fin logró dejar de farfullar una serie de presentaciones poco afortunadas y le pidió que le indicara dónde se hallaban los relojes.

El caballero la estudió con gesto reflexivo:

—¿Qué tipo de reloj anda buscando usted? ¿Se trata de un regalo de boda, o...?

La ironía de esa alusión le infundió una fuerza repentina:

—No quiero comprar ningún reloj. Quiero ver al encargado de ese departamento.

—¿Al señor Loomis? —Siguió calibrándola con la mirada; después pareció concluir que el problema que ella presentaba no era de su incumbencia—. Oh, desde luego. Suba en ascensor al segundo piso. El primer pasillo a la izquierda. —Le señaló con la mano la infinita perspectiva de vitrinas.

Ella siguió la dirección de ese gesto señorial, y un rápido ascenso la condujo a una gran sala en la que miles de relojes zumbaban y atronaban. Dondequiera que mirase, los relojes formaban unas filas que componían un panorama brillante e interminable: mecanismos de todos los tamaños y músicas, desde el gigante del pasillo que parecía tener una campana en la garganta hasta la chuchería para el tocador que gorjeaba como un pajarillo; altos relojes de caoba y latón con carillones catedralicios; relojes de bronce, de vidrio, de porcelana, de todos los tamaños, músicas y configuraciones posibles; y entre esas apretadas filas, por el suelo pulido de los pasillos, se desplazaban las lánguidas figuras de otros señoriales paseantes de aquella planta, que esperaban a que sus obligaciones dieran comienzo.

Uno de ellos no tardó en acercarse, y ella repitió la pregunta. Él reaccionó afablemente:

—¿El señor Loomis? Vaya usted a la oficina del fondo. —Le señaló una especie de caja compuesta de cristal esmerilado y unos paneles sumamente lustrosos.

Le dio las gracias; él se volvió hacia uno de sus colegas y le dirigió unas palabras entre las que ella distinguió el nombre del señor Loomis y que fueron recibidas con una sonrisita de complicidad. Sospechó que estaban gastando una broma a su costa y cuadró los estrechos hombros debajo del manto.

La puerta de la oficina se hallaba abierta; en el interior había un hombre de cabello canoso delante de un escritorio que levantó la mirada con amabilidad. Ella volvió a preguntar por el señor Loomis.

—Soy yo. ¿En qué puedo servirla?

El hombre se mostró mucho menos grandilocuente que los otros, aunque ella supuso que su autoridad era mayor; animada por ese tono de voz, se sentó en el borde de la silla que él le indicó con un ademán.

—Espero que me disculpe por molestarlo, señor. He venido a preguntarle si puede contarme algo referente al señor Ramy. Estuvo trabajando en este departamento de relojes hará unos dos o tres años.

Él no dio muestras de reconocer el nombre.

—¿Ramy? ¿Cuándo se marchó de aquí?

—No lo sé. Se puso muy enfermo, y cuando se recuperó lo habían sustituido. El mes de octubre pasado se casó con mi hermana, se marcharon a San Luis, y llevo más de dos meses sin recibir noticias de ellos; ella es mi única hermana, y estoy tan preocupada por ella que voy a perder la razón.

—Entiendo —dijo él con gesto reflexivo—. ¿Qué puesto ocupó aquí el señor Ramy? —inquirió al cabo de un instante.

—Nos contó..., nos contó que había sido uno de los encargados del departamento de relojes —farfulló Ann Eliza, de quien se había adueñado una súbita duda.

—Seguramente exageró un poco. Pero puedo darle referencias de él si consulto nuestros libros. ¿Cómo ha dicho que se llamaba?

—Ramy, Herman Ramy.

A continuación se produjo un prolongado silencio, solo interrumpido por el aleteo de las páginas cuando el señor Loomis pasaba las hojas de esos libros. Entonces él levantó la vista con un dedo metido entre los folios.

—Aquí está: Herman Ramy. Era un trabajador raso, y el pasado junio hizo tres años y medio que se marchó.

—¿Por enfermedad? —inquirió una titubeante Ann Eliza.

El señor Loomis pareció dudar; después dijo:

—Aquí no se menciona ninguna enfermedad. —Ella notó que la miraba de nuevo con compasión—. Quizá lo mejor sea que le diga la verdad. Lo despidieron por consumo de estupefacientes. Trabajaba bien, pero no pudimos impedir que se desviara. Lamento tener que decírselo, pero creo que es lo más justo, ya que dice usted que está preocupada por su hermana.

Ann Eliza dejó de ver los paneles lustrosos y percibió las risas burlonas de los innumerables relojes como si fueran los aullidos de las olas en una tormenta. Intentó responder, pero no pudo; intentó ponerse en pie, pero el suelo había desaparecido.

—Lo lamento enormemente —repitió el señor Loomis, cerrando el libro—. Ahora recuerdo perfectamente a ese hombre. Desaparecía de vez en cuando y volvía a aparecer en un estado que le impedía hacer nada útil durante varios días.

Al escuchar aquello, se acordó del día en que había encontrado al señor Ramy sentado y sumido en un abyecto abatimiento detrás del mostrador. Volvió a vislumbrar esa mirada turbia y perdida que le había dirigido, la capa de polvo que cubría toda la tienda y el reloj verde de bronce de la ventana que representaba a un terranova con la pata encima de un libro. Se levantó con lentitud.

—Gracias. Perdón por haberlo molestado.

—No ha sido molestia. ¿Dice usted que Ramy se casó con su hermana el pasado mes de octubre?

—Sí, señor, e inmediatamente se marcharon a San Luis. No sé cómo encontrarla. Había pensado que quizá hubiera alguien aquí que supiese algo de él.

—Es posible que alguno de los empleados sepa algo. Déjeme su nombre y le mandaré un recado si descubro su paradero.

Le tendió un lapicero y ella anotó su dirección; después se marchó a ciegas atravesando los relojes.

XI

El señor Loomis, fiel a su palabra, escribió al cabo de unos días para decir que había preguntado en el taller si alguien tenía noticias de Ramy, sin resultado; mientras doblaba la carta y la dejaba entre las páginas de la Biblia, Ann Eliza sintió que su última esperanza se había desvanecido. Hacía mucho tiempo, claro está, que la señorita Mellins le había propuesto la mediación de la policía, recurriendo a su literatura favorita para citar ejemplos convincentes de la capacidad sobrenatural del detective Pinkerton; pero el señor Hawkins, al ser consultado, rechazó esa idea observando que los detectives cuestan en torno a veinte dólares al día; y un vago temor a los agentes de la ley, una imagen imprecisa de Evelina en las garras de un agente de chaqueta azul, impidieron a Ann Eliza pedir ayuda a la policía.

Tras la llegada de la nota del señor Loomis, las semanas se sucedieron sin incidente alguno. Ann Eliza no se desprendió de la tos hasta bien entrada la primavera; su reflejo en el espejo se volvió más encorvado y enjuto; su frente adquirió dimensiones mayores, acercándose más al remolino de pelo que tenía detrás de la raya y que ella domaba con un peine de goma de la India.

Cuando se acercaba la primavera, una dama encinta se instaló en el hotel familiar Mendoza y, gracias a la amistosa intervención de la señorita Mellins, a Ann Eliza le encomendaron la confección de algunas ropitas para el bebé. Eso le aplacó la angustia referente al futuro inmediato, pero tuvo que realizar un esfuerzo para percibir la sensación de alivio. Su bienestar personal era lo que menos le preocupaba. A veces sopesaba cerrar la tienda, y solo el miedo de que, si cambiaba de dirección, Evelina no pudiera encontrarla le impidió llevar a cabo ese plan.

Dado que había perdido la esperanza de hallar a su hermana, toda la actividad de su imaginación solitaria se había concentrado en la posibilidad de que Evelina volviera junto a ella. El descubrimiento del secreto de Ramy le había infundido unos espantosos temores. En la desolación de la tienda y la trastienda la torturaban unas imágenes confusas de los sufrimientos de Evelina. ¿Qué horrores se ocultarían bajo el silencio de su hermana? Su mayor miedo era que la señorita Mellins le sonsacase lo que el señor Loomis le había revelado. Estaba segura de que la señorita Mellins podría contar una gran cantidad de anécdotas nefandas sobre toxicómanos, anécdotas que ella no tenía fuerzas para escuchar. «Toxicómano»: la palabra misma resultaba demoníaca; casi oía a la señorita Mellins pronunciarla con delectación. Aunque la imaginación de Ann Eliza, por sí sola, ya había empezado a llenar las largas horas con visiones luctuosas. A veces, por la noche, le parecía que la llamaban: la voz era la de su hermana, muy débil a causa de un terror innombrable. Los momentos de mayor sosiego le llegaban cuando conseguía convencerse de que Evelina había muerto. En esas ocasiones pensaba en ella con tristeza, pero, más serenamente, la imaginaba sepultada bajo el túmulo descuidado de un cementerio desconocido, sin una lápida que recordase su nombre, sin ningún doliente que, al llevar un ramo a otra tumba, se detuviese compasivo para depositar una flor en la suya. No obstante, muchas veces aquella imagen no le brindaba un alivio negativo, y siempre, bajo esos contornos difusos, subyacía la convicción oscura de que Evelina vivía, de que se hallaba en circunstancias penosas y de que anhelaba su compañía.

El verano siguió transcurriendo de ese modo. Ann Eliza era consciente de que la señora Hawkins y la señorita Mellins la vigilaban con una cariñosa congoja, pero esa certeza no la alivió. Ya no le importaba lo que sintieran ni lo que pensaran de ella. Su dolor se situaba en un lugar que los desvelos humanos no podían alcanzar, y, al cabo de cierto tiempo, advirtió que ellas se habían dado cuenta de que no podían ayudarla. Seguían visitándola con toda la frecuencia que sus atareadas vidas les permitían, pero las estancias eran cada vez más cortas y la señora Hawkins siempre aparecía con Arthur o con el bebé para que tuvieran algo de que hablar y alguien a quien regañar.

Llegó el otoño y después el invierno. El negocio había vuelto a decaer; muy pocas clientas entraban a la tiendecita de la planta baja. En enero Ann Eliza empeñó el mantón de cachemira de su madre, el broche de mosaico y la estantería de palisandro en la que siempre había estado el reloj; también habría vendido el armazón de la cama de no haber sido por la persistente imagen de una Evelina que volvía débil y extenuada y que no tenía dónde apoyar la cabeza. También pasó el invierno, y volvió a aparecer marzo con sus galaxias de junquillos amarillos en las ventosas esquinas de las calles, cosa que trajo a la memoria de Ann Eliza aquel día de primavera en que su hermana había llegado a casa con un ramo de esas flores en la mano. Pese a que estas habían conferido a las calles una enorme y prematura luminosidad, el mes aún era duro y tormentoso, y Ann Eliza tenía el frío metido en los huesos. Sin embargo, empezó a reanudar sin darse cuenta las rutinas reparadoras de la vida. Poco a poco se había ido acostumbrando a estar sola, había empezado a interesarse sin demasiado entusiasmo por una o dos clientas nuevas que la temporada le había traído, y, aunque el recuerdo de Evelina le resultaba tan doloroso como siempre, no constituía el eje de sus pensamientos de un modo tan persistente.

Una tarde, a última hora, estaba detrás del mostrador envuelta en un mantón y preguntándose si podía bajar ya las persianas y retirarse a la comodidad relativa de la trastienda. No pensaba en nada en particular; solo, quizá de un modo impreciso, en la dama de mangas abullonadas, la cual, después de un largo eclipse, había vuelto a aparecer el día anterior con unas mangas de un corte nuevo y le había comprado cintas y agujas. Todavía iba de luto, aunque resultaba evidente que de forma menos rigurosa, lo que infundió en Ann Eliza la esperanza de futuros encargos. La dama se había marchado alrededor de una hora antes: había dirigido sus gráciles pasos a la Quinta Avenida. Se había despedido de ella con la afabilidad habitual, y a Ann Eliza le pareció extraño que se conocieran desde hacía tanto tiempo sin que ella supiera el nombre de aquella señora. A partir de esta reflexión sus pensamientos divagaron y se fijaron en el corte nuevo de las mangas de la dama, y se enfadó consigo misma por no haberlas estudiado con mayor detenimiento. Le pareció que a la señorita Mellins le habría gustado conocer los detalles. Su capacidad de observación nunca había sido tan penetrante como la de Evelina, cuando esta no estaba demasiado distraída para ponerla en práctica. Tal y como siempre decía la señorita Mellins, Evelina era capaz de «aprender patrones con los ojos»: ¡podría haber reproducido esa manga nueva utilizando un periódico viejo en un periquete! Mientras cavilaba sobre aquello, Ann Eliza deseó que la señora regresase para volver a estudiar la manga. No resultaba improbable que pasase por allí, pues no cabía duda de que vivía en la plaza o en las inmediaciones. De pronto advirtió que había un pañuelito pulcro en el mostrador: a la dama se le debía de haber caído del bolso y seguramente volvería a recogerlo. Ann Eliza, complacida con esa idea, se sentó detrás del mostrador y miró la calle en penumbra. Siempre prendía el gas lo más tarde posible; se dejaba una caja de cerillas cerca del brazo, de modo que, si alguien entraba, podía acercar rápidamente la llama a la lámpara. Al fin, en el ocaso cada vez más oscuro, distinguió una figura delgada y negra que bajaba los escalones que llevaban a la tienda. Con una ligera sensación de calor placentero en el corazón se incorporó para encender la luz. «Creo que esta vez le preguntaré el nombre», pensó. Puso la llama lo más fuerte posible y vio a su hermana en la puerta.

Al fin había llegado, una pálida y desgraciada sombra de Evelina: de su rostro demacrado había desaparecido la leve tonalidad rosada, su cabello ya no lucía aquellos rizos duros, y le cubría la espalda estrecha un mantón más harapiento que el de Ann Eliza. El brillo del gas la iluminó por completo mientras ella observaba a Ann Eliza.

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