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Authors: Elaine Cunningham

Las esferas de sueños (46 page)

BOOK: Las esferas de sueños
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Había otro modo. Desde luego, tenía sus riesgos, pero Isabeau se dio cuenta de que era su única oportunidad.

Seleccionó la esfera más grande y brillante de la caja, sin que le pasara por alto la súbita mirada avariciosa y posesiva que apareció en los ojos de Myrna.

—Me encantaría probar una de estas maravillas —dijo Isabeau—. ¿Podríais elegir una para mí?

Myrna casi arrebató de manos de la visitante la potente y valiosa esfera.

—Ésta es para mi uso personal. Podéis coger cualquier otra.

—¿Qué os parece si compartimos la experiencia? —sugirió Isabeau—. Vos tenéis vuestro sueño, y yo, el mío. Sería un descanso bienvenido en la rutina diaria.

Myrna cabeceó ávidamente. Una vez que su huésped se proveyó de un sueño mágico menor, ella escogió la esfera grande.

Isabeau esperó hasta que la mujer estuvo profundamente sumida en el mágico trance para levantarse de forma silenciosa y guardarse en el bolsillo la caja con las esferas de sueños. A continuación, desabrochó cuidadosamente el collar de su anfitriona y lo añadió al botín.

Cuanto mayor y más reluciente era una esfera, tanto más largo y poderoso era el sueño. No obstante, Isabeau no corrió riesgos. Moviéndose tan silenciosa y rápidamente como un fantasma, desvalijó la sala de cualquier objeto de valor y huyó mientras Myrna seguía por completo inmersa en el trance.

Isabeau no había sido capaz de imaginarse que una visita a esa chismosa podía ser tan productiva. Gracias al dinero y las joyas que había conseguido, podría llegar fácilmente hasta la lejana Tethyr, ya fuese empleando el dinero lícitamente o con sobornos.

Sintiéndose eufórica por el éxito, salió a todo correr de la mansión y se subió al vehículo que la esperaba. Si al cochero le sorprendió oír que pusiera rumbo a la puerta sur, no lo dijo. Con una moneda de oro, aseguraba la discreción. Si tomaba precauciones y la acompañaba la suerte, estaba convencida de llegar sana y salva a las tierras meridionales.

Isabeau se recostó en el asiento y se permitió soñar con un futuro mucho más glorioso del que podría experimentar con uno de los juguetes mágicos de Oth.

Arilyn se despertó sobresaltada y se incorporó junto a su compañero dormido. No tardó más de un segundo en volver a respirar con normalidad, pero el sueño que la había despertado la perseguía.

Echó un vistazo a la hoja de luna, envainada al lado del lecho, y comprobó que se mantenía apagada y silenciosa. En el pasado, cuando una pesadilla la despertaba, la espada solía brillar con un resplandor verde, lo cual confirmaba que el sueño era una llamada de socorro de las remotas comunidades de elfos del bosque. Pero ese sueño era distinto. Era ella quien necesitaba ayuda, y sus amigos del lejano bosque de Tethyr acudían a prestársela.

No obstante, todo indicaba que no debía confiar en ese sueño. Cinco fantasmales figuras de elfos montaban guardia en el dormitorio; habían aprovechado que la voluntad de Arilyn se había debilitado para liberarse.

De hecho, la magia de la hoja de luna era cada vez más contradictoria. Arilyn

podía contar casi con que la espada hiciera justo lo contrario a lo que siempre había hecho. Los avisos ya no le llegaban, o le llegaban tarde. Y lo peor era que su comportamiento en la lucha resultaba impredecible: a veces, era demasiado rápida, y otras, ni siquiera atacaba. Si las cosas continuaban de ese modo, muy pronto ya no podría usarla en la batalla.

Un discreto golpe en la puerta despertó al hombre que dormía a su lado. Danilo se incorporó y se alisó el pelo con las manos.

—¿Qué ocurre, Monroe?

—Un mensaje para lady Arilyn —contestó el halfling detrás de la gruesa puerta.

—Entra y entrégalo.

El mayordomo entró y entregó a Arilyn un mensaje con el sello de la guardia. La semielfa rompió rápidamente el sello y leyó, sorprendida.

—Un grupo de elfos del bosque pregunta por mí en la puerta sur —anunció, y en pocas palabras explicó su teoría de que la espada, alterada en su funcionamiento, había invertido la dirección de los sueños que reclamaban ayuda—. Han venido a ayudar.

—¿Y? —la urgió Danilo, viendo en sus ojos que eso no era todo.

Arilyn le sostuvo la mirada.

—Son elfos del bosque de Tethyr. Debes saber que Foxfire está entre ellos.

Danilo asimiló la nueva en silencio.

—Supongo que querrás reunirte con ellos de inmediato —fue lo único que dijo.

Era la respuesta que Arilyn había esperado oír; sin preguntas ni recelos. Eso era parte de su vida, de su deber, y Dan lo aceptaba plenamente. No preguntó qué camino seguiría una vez que la investigación que realizaban concluyera. Un día Arilyn tendría que responder a eso, pero aún no sabía cómo.

La noche transcurrió sin que Elaith llegara a una conclusión sobre si su campaña para desviar la atención de los nobles sobre su persona había sido un éxito o un fracaso.

Cierto era que la magia combinada de la Mhaorkiira y las esferas de sueños le había proporcionado importante información. Sin embargo, los rumores acerca de la existencia de las esferas de sueños circulaban con mucha rapidez, con excesiva rapidez, y los poderes de la ley y el orden comenzaban a fijarse.

Ese mismo día, tres de sus vendedores de esferas de sueños habían sido arrestados. Los magos de Aguas Profundas estaban furiosos ante ese empleo de la magia para fines disolutos, y Elaith sabía que trataban de seguir las esferas hasta su origen con medios mágicos.

Se preguntó adónde conduciría esa investigación. Dada la distorsión de la magia que habían causado las esferas de sueños, podría llevarlos a casi cualquier parte. Tal vez Elaith no podía compararse con Oth Eltorchul en lo que a manipular la magia se refería, pero sabía lo suficiente como para asegurarse de que nadie pudiera relacionarlo directamente con la venta de las esferas de sueños.

Desde luego a nadie se le ocurriría buscarlo allí. El Foso de los Monstruos era uno de los secretos mejor guardados del distrito de los muelles.

A través de un cristal que funcionaba como espejo por un lado y como ventana por otro, el elfo observó ese establecimiento de su propiedad con una mezcla de asco y satisfacción. Los locales dedicados a las luchas de gladiadores eran ilegales en Aguas Profundas, pero ése en concreto era muy popular. Era un establecimiento subterráneo situado varios metros por debajo de una forja y de una escandalosa taberna. Por el día, el repiqueteo de los martillos que batían el metal, el silbido de los fuelles, así como los ásperos gritos de los herreros y sus casi constantes canciones, ahogaban por completo el ruido de las luchas y los vítores de los espectadores. Por la noche, esa función la cumplía la taberna.

El Foso de los Monstruos era una caverna redonda y de grandes dimensiones, que había sido excavada en el esquisto. Las paredes estaban revestidas de madera para impedir que los clientes arrancaran fragmentos de roca para arrojárselos a los combatientes.

Como de costumbre, la caverna estaba atestada de una multitud indisciplinada, que se emborrachaba con potentes licores y disfrutaba de una variedad de diversiones que no estaban disponibles en el mercado. El humo procedente de las pipas formaba una densa nube azulada. En su mayor parte, los clientes contemplaban la lucha gritando y agitando los puños, aunque unos pocos se perdían en las habitaciones traseras en las que se realizaban apuestas privadas o se jugaba.

Esa noche las apuestas oscilaban, pues pocos clientes eran capaces de valorar las capacidades de los extraños monstruos que se enfrentaban. Era un duelo ciertamente inusual. Al elfo le había costado mucho esfuerzo y dinero conseguirlo.

El mayor de los luchadores era un fomoriano: una insólita raza de monstruos que se caracterizaban porque no existían dos iguales. Ese, en concreto, era un macho enorme con cuatro musculosos brazos y un vasto torso, que iba menguando hasta dar paso a dos patas cortas y arqueadas. Pese a tan raquíticos apéndices, el fomoriano medía casi dos metros. Tenía una cara deforme, dominada por un enorme ojo, que por un lado caía exageradamente hacia la mejilla. Más que nariz tenía hocico de oso, y el segundo ojo era pequeño, rojo y astuto.

Se enfrentaba a un yuan-ti, una criatura semejante a una serpiente, pero con la cabeza y los brazos de un hombre. En esos momentos, el hombre serpiente llevaba las de ganar; se había enrollado alrededor del fomoriano y apretaba con tanta fuerza que al bruto se le salían los ojos de las órbitas. No obstante, seguía luchando y, con dos de sus manos, trataba de estrangular a la serpiente, mientras que con las otras dos intentaba desesperadamente librarse de los apéndices que lo estrujaban.

Los rostros de ambos monstruos mostraban un parecido inquietante, pues ambos poseían una boca tan grande como la de un sapo. Sus feroces muecas dejaban al descubierto los colmillos, y agitaban desesperadamente la lengua, tratando ambos de respirar. «Es un espectáculo nauseabundo —se dijo Elaith—, pero muy provechoso para mí.» El sonido del cuerno de la guardia, que resonó por encima del barullo, puso fin a las cavilaciones del elfo. Tres patrullas —doce soldados en total— descendieron con estrépito por la escalera de madera. Elaith descubrió, consternado, que se dirigían directamente a los magos que flanqueaban la caverna y cuya magia impedía que los monstruos abandonaran el cuadrilátero.

—Estúpidos —murmuró.

En el caos que se desató a continuación, el yuan-ti inmediatamente soltó al rival y huyó arrastrándose por el suelo hasta meterse en el agujero que conducía a su cubil. El fomoriano rugió y embistió con la furia de una bestia enjaulada que va a recuperar su libertad. Tres guardias corrieron para contenerlo. El monstruo resistió, levantó en vilo fácilmente a dos de ellos y luego los lanzó por los aires. El tercero fue barrido por la batalla campal que se desató en la caverna.

Los desiguales ojos del fomoriano recorrieron la multitud en busca de Elaith, el elfo que lo había capturado y lo mantenía preso. Arremetió contra el espejo y lo destrozó, golpeándolo con tres puños. En sus ojos deformes brilló una mirada de deleite al descubrir a Elaith. Retrocedió unos pasos y se lanzó a la carga.

Su avance quedó frenado por una centelleante espada elfa. Elaith observó con perplejidad cómo Arilyn cortaba el paso al fomoriano.

—Si tienes un arma, te aconsejo que la empuñes —dijo la semielfa al monstruoso

ser.

—No lo dirás en serio. —Elaith no daba crédito.

—No pienso matar a una criatura desarmada —declaró Arilyn severamente—.

Dale tu espada.

Elaith dudaba, pero el fomoriano zanjó el asunto arrancando un arma —y de paso el brazo de quien la empuñaba— de un cliente que había por allí. Arilyn alzó la hoja elfa en gesto de desafío. El fomoriano arremetió pensando únicamente en acabar con el elfo situado detrás de esa nueva rival. Pero Arilyn no le permitió llegar hasta él. Durante varios minutos, lucharon. Dos miembros de la guardia se apercibieron del duelo y comenzaron a acercarse a ambos combatientes. Uno de ellos se detuvo, atónito.

—Abandono —dijo—. Mi contrato no decía nada de esto. —El hombre dio media vuelta y se encaminó a la escalera.

Elaith siguió la dirección de su mirada y lanzó un ahogado grito de sorpresa. Una elfa alta y delgada había aparecido al borde del cuadrilátero. Empuñaba una espada translúcida, y su fantasmagórico rostro desafiaba a cualquiera a osar interferir en el duelo que se libraba. Muchos de los clientes lo tomaron por un espíritu vengativo y corrieron hacia las salidas.

Por el contrario, Elaith se quedó paralizado. Sabía quién era esa elfa. Era, o había sido, Thassitalia, una guerrera a la que conoció en Siempre Unidos. Era la poseedora de una hoja de luna que legó a Amnestria —la testaruda y audaz princesa que Elaith amaba—, y ésta, a su vez, se la había dejado a Arilyn, su hija. Pero eso había ocurrido mucho tiempo atrás. ¿Qué hacía allí Thassitalia? ¿Iba a ayudarlo o a castigarlo por sus muchas fechorías? ¿O pensaba reclamar la Mhaorkiira y destruir al elfo que osaba poseerla?

Antes de llegar a una conclusión, la fantasmal elfa desapareció. Arilyn acabó el duelo y corrió junto a Elaith.

—¿Cómo se sale de aquí? —le preguntó.

Ese regreso a cuestiones prácticas tranquilizó al villano. Con las dagas, Elaith se fue abriendo paso entre la muchedumbre, hasta llegar a una recámara trasera. Allí, el elfo apartó una pequeña alfombra y abrió la trampilla que se ocultaba debajo.

Ambos se introdujeron en el agujero y huyeron en silencio por los túneles.

Cuando finalmente hicieron un alto para recuperar el aliento, Arilyn no se anduvo por las ramas.

—¿Qué tienes tú que ver con las esferas de sueños?

Ya fuera por la aparición de Thassitalia o porque Arilyn había alzado la hoja de luna en su defensa, Elaith fue sincero. Además, sospechaba que Arilyn ya lo sabía.

—Las tengo yo —admitió—. Se me presentó la oportunidad y la aproveché. En cierto modo, fue un acto en defensa propia: las estoy utilizando para enfrentar a mis enemigos entre sí.

—¿Eres consciente de lo que has hecho?

—Tal vez las cosas se me han ido un poco de las manos.

Hacía muchos años que Elaith no se sentía tan vulnerable y franco mientras describía algunos de los sueños verdaderamente desagradables que habían llegado hasta él a través de las esferas mágicas.

—Ni siquiera sé de dónde provienen algunos de ellos.

Arilyn reflexionó sobre ello y, de pronto, tuvo una sospecha.

—Déjame ver la Mhaorkiira —le pidió.

En vista de que el elfo vacilaba, Arilyn desenvainó la espada, la arrojó a un lado y, a continuación, hizo lo mismo con el cuchillo que escondía en una bota, así como con el de caza que le pendía del cinto.

—Estoy desarmada —anunció—. Podrás recuperarla fácilmente.

—No es eso lo que me preocupa.

—Sé qué te preocupa. Aunque lo que creo no sea cierto, no me corromperé sólo por tocarla —replicó ella secamente.

Con una expresión de desconcierto, el elfo se sacó el rubí de un bolsillo de la chaqueta y se lo tendió.

Arilyn estudió cuidadosamente la gema desde todos los ángulos y pasó los dedos sobre las relucientes caras. Era una gema preciosa, de un rojo intenso y perfectamente tallada. Incluso ella percibió que transmitía una vibración mágica. Pero al mismo tiempo supo que no se trataba de la gema oscura de la que hablaba la leyenda.

—¿Cuánto pagaste por ella? —preguntó.

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