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Authors: Elaine Cunningham

Las esferas de sueños (26 page)

BOOK: Las esferas de sueños
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Todo eso ascendía directamente hacia él. De un modo instintivo, Elaith agachó la cabeza y tiró con fuerza de las riendas del pegaso. La yegua alada echó la cabeza hacia atrás. Elaith vislumbró fugazmente la enloquecida mirada de los ojos del animal, que

destacaban en su blanco cuerpo, y el feo objeto metálico que sobresalía de su cuello.

Se inclinó hacia delante y la arrancó. Era un abrojo: una esfera formada por terribles pinchos triangulares. Por suerte, se había clavado más en los arneses que en el caballo.

Las águilas gigantes no habían sido tan afortunadas, pues habían recibido de lleno la mortífera descarga. Dos de las portentosas aves yacían en el suelo como montones de andrajos. Una tercera caía en barrena, pues tenía un ala destrozada e inservible. Elaith oyó el furioso grito de batalla de Garelith Hojaenrama cuando el último de los jinetes de águila se lanzó en picado al ataque.

A esa primera descarga lanzada por las catapultas, le siguió rápidamente una segunda y una tercera. El pegaso que montaba Elaith remontó dificultosamente el vuelo con las alas por completo curvadas y con riesgo de quebrarse, para aprovechar las corrientes de aire ascendentes. Una vez que se estabilizó, empezó a volar en círculos, lanzando un relincho que sonaba preocupado. Elaith lo percibió, aunque ignoraba qué tipo de vínculos compartían los pegasos. También él, con los sentidos aguzados por la batalla, sentía la muerte de los jóvenes jinetes de águila como si hubiese recibido las heridas en su propia carne. Espoleó a la frenética yegua a que descendiera para evaluar la situación.

El caos se había apoderado del valle y del cielo por encima de él. Los tiros de pegasos se debatían furiosamente para liberarse de los tirantes que los enganchaban a los vehículos. Las cuadrigas aéreas giraban en el aire fuera de control, volcando contenidos y ocupantes, que se estrellaban en el suelo del valle. Los grifos se encabritaban y piafaban en el aire con sus leoninas zarpas, tratando de defenderse de las mortales descargas. Los bandidos acudían en enjambre al valle para rematar a los heridos y recoger el botín desparramado por el suelo. Pocos de los supervivientes podían plantarles cara. Viendo cómo su tesoro se le escapaba de las manos, Elaith azuzó con más insistencia al pegaso a descender.

El animal se sumergió en medio de una lluvia de tierra llena de piedras y empapada de sangre. En el último instante, se enderezó y describió un amplio círculo con las alas totalmente extendidas. Aterrizó al galope. Elaith tiró de las riendas para frenarlo y desmontó de un salto. Entonces, espada en mano, corrió hacia lo más encarnizado de la batalla.

—¡Dad la cara y luchad! —aulló una voz enana que al elfo le resultaba demasiado familiar—. ¿Qué pasa? ¿No os quedan más piedras en ese tirachinas monstruoso?

Elaith tuvo que agacharse para esquivar el pegaso de Ebenezer, que aterrizaba. El alado corcel apretaba los dientes en una mueca feroz. El jinete no esperó a que los cascos tocaran tierra, sino que se lanzó al aire con sus rollizos brazos estirados. El enano cayó encima de un trío de bandidos que huían con el botín, a los que derribó como flores pisoteadas.

Una figura esbelta y de tonalidades otoñales se alejó del tumulto, tambaleándose.

Usando un arnés roto a modo de látigo, impedía que los bandidos se acercaran a un elfo herido, mientras que con la mirada buscaba frenéticamente un arma más adecuada.

Elaith se abrió paso a tajos hacia Bronwyn, le puso una daga en la mano y se puso en guardia a su espalda.

La mujer arremetió contra un bandido bajo y de ojos negros. El hombre se agachó para eludir el ataque y, al salir huyendo, se le cayó el sombrero en el curso de la carrera.

Elaith reparó en la larga melena oscura que se derramaba de repente, así como en las sensuales curvas del bandido cuando se agachó para recuperar el sombrero. Un chorro de sangre lo obligó a concentrarse por entero en la batalla. De un empellón, apartó al hombre al que Bronwyn acababa de cortar el cuello.

—Gracias —jadeó la mujer mientras alzaba la daga ensangrentada.

—No me lo agradezcas —replicó el elfo fríamente—. Lo pienso cobrar.

Transcurrieron varios minutos sin tener oportunidad de hablar. Elaith paró con su cuchillo una estocada alta de cimitarra e inmediatamente alzó la espada hacia el fornido ladrón. Después de arrancar el arma del cuerpo del hombre con un puntapié, se lanzó hacia el siguiente atacante.

Cuatro rápidas estocadas le bastaron para trazar en el pecho del rival profundos tajos como relámpagos. El bandido cayó de cuatro patas. Bronwyn aprovechó la ventaja para subírsele encima. Usando el factor sorpresa y el peso extra, acabó fácilmente con el bandido que atacaba a continuación.

Elfo y humana se compenetraban en la lucha. Aunque Bronwyn no poseía ni el entrenamiento ni la habilidad de Elaith, tampoco estaba como él cegada por la ira. Cada vez que el elfo parecía dejarse llevar por la helada marea de la batalla, Bronwyn intervenía para poner fin a la lucha, haciendo gala de un crudo sentido práctico. Elaith no tardó en responderle del mismo modo, protegiéndola y desviando ataques que ella, por sí misma, no podría haber desviado.

Para su sorpresa, el calor de la batalla redujo a cenizas el deseo de vengarse de la taimada humana. Era casi imposible desearle la muerte después de haberse esforzado tanto por protegerla en la lucha. La Mhaorkiira tenía que ser suya y lo sería, pero si había modo de conseguirla sin tener que matar a Bronwyn, lo intentaría.

Por fin, Elaith y Bronwyn se quedaron solos en medio de un silencio únicamente roto por el débil entrechocar de armas ahí y allá, así como los gemidos de los heridos.

La mujer lo observó con fijeza; sus ojos parecían comprender y, por tanto, ratificar el cambio de planes del elfo. Antes de que pudieran decirse nada, Ebenezer se aproximó a ellos. Tenía un ojo hinchado y la túnica manchada de sangre.

—¿Esa sangre es tuya? —le preguntó Bronwyn, consternada.

—Ahora sí. Podíamos decir que me la he ganado. —El enano se llevó una mano al ojo hinchado y sonrió orgullosamente.

No era ése el momento ni la compañía que Elaith hubiese elegido para hablar con la mujer, pero no podía permitirse esperar.

—El rubí. Dámelo.

En los ojos color chocolate de Bronwyn asomó una leve mirada de suficiencia.

—No sabía que era tuyo cuando lo compré. Sea como sea, no lo tengo.

Viendo que el elfo no la creía, señaló con la cabeza una pequeña bolsa de cuero tirada en el suelo y vacía. Las cuerdas habían sido cortadas, y la bolsa se veía plana y fláccida. Bronwyn se acercó y la recogió. De repente, la expresión de su rostro cambió, abrió bruscamente la bolsa e introdujo una mano dentro.

—¡Piedras! —exclamó.

—¿Problemas? —preguntó enseguida el enano.

Bronwyn sacó de la bolsa un pequeño cristal de forma redondeada y se lo mostró.

—Problemas —corroboró el enano.

—¿Qué pasa? —inquirió Elaith.

Bronwyn sacudió la bolsa que tanto la había alterado.

—Se trata de una bolsa para efectuar envíos. Todo lo que meto dentro debería ir a parar a lugar seguro en Aguas Profundas. ¡Pero la magia no ha funcionado!

A Elaith se le ocurrió una posible explicación para ello, tan preñada de posibilidades que atemperaba la pérdida de la kiira.

—Dámelo —le pidió tendiendo una mano.

—A cambio de una tregua —replicó Bronwyn, regateando como siempre—.

Ambos hemos perdido lo que buscábamos. Ahora estamos en paz.

Puesto que ello encajaba con sus propias inclinaciones, Elaith accedió con un breve gesto de asentimiento. Bronwyn dejó caer la esfera en su mano. El pequeño cristal iridiscente se acurrucó en la palma de su mano como si estuviera vivo. Sus sentidos elfos percibieron la magia capturada. Rápidamente, lo guardó en una bolsa, plenamente consciente al fin del enorme riesgo que corría y también de la gran oportunidad.

Toda magia tenía una fuente. Esas esferas proporcionaban un sueño a cambio de arrebatar otro, pero la fuerza, la magia que hacía posible ese intercambio, era extraída de una magia cercana. Al parecer, las esferas de sueños robaban poder mágico, lo consumían y lo transformaban de un modo muy similar a la legendaria magia del fuego de hechizo.

Sin tener intención de consagrar la Mhaorkiira a un propósito distinto al inicial, de pronto comprendía todo el enorme potencial. No sólo todo ese conocimiento oculto podía ser suyo, sino que también podía llegar a poseer el poder para confundir los hechizos protectores y desconcertar a los magos. Lo único que necesitaba era la piedra kiira.

Estaba del todo decidido a conseguirla y derramaría la sangre de quien fuera para ello.

En una caverna oculta tras el salto de agua, en lo más profundo de las montañas que rodeaban el valle entonces empapado de sangre, los bandidos supervivientes se quitaron máscaras y capuchas, y comenzaron a examinar el botín.

Isabeau Thione se movía entre ellos con aire de reina pirata ataviada con polainas oscuras y camisa carmesí. Haciendo gala de un excelente humor muy poco habitual en ella, bromeaba con la banda de malhechores que había contratado y repartía generosamente parte del botín. Agazapada en el rincón más oscuro de la caverna, Lilly contemplaba la escena con repugnancia. Aunque no había participado directamente en la batalla, lo había presenciado todo escondida entre los árboles. Nunca había visto nada igual.

No, eso no era del todo cierto. Una vez, un antiguo cocinero de El Pescador Borracho había comprado varios pollos para hacer un asado. Para divertirse, los había encerrado en el callejón de atrás y los había despedazado con un machete. El cocinero había desaparecido mucho tiempo atrás. Circulaba el rumor de que había acabado en Los Brazos de Mystra, uno de los lugares en los que se atendía a los locos de Aguas Profundas. La mayor parte de los que acababan en tales asilos eran personas que habían perdido la razón por un hechizo que había salido mal, aunque también cuidaban de otros que caían en la locura tras recorrer un camino más intrincado. En esos momentos, Lilly temía volverse loca.

No había imaginado que las cosas fuesen de ese modo. La carta que ella e Isabeau habían robado del hombre fornido y barbudo la noche en que se conocieron detallaba la ruta que seguiría la caravana. Isabeau había argumentado que sería un simple robo, con la excepción de que no desplumarían a un noble solo, sino a toda una caravana. Lilly la había subestimado, y ello la hacía tan culpable de la sangre derramada como cualquiera de los asesinos que habían sido contratados.

Ya no quería que siguieran siendo socias. Isabeau era tan codiciosa como un troll y totalmente impredecible. Lilly tendría que alejarse de Isabeau y quizá también de Aguas Profundas. Necesitaba un lugar en el que esconderse y comenzar de nuevo; un lugar en el que perdonarse a sí misma lo que había hecho y hallar el modo de compensarlo.

Un claro y resonante tintineo la arrancó de sus culpables cavilaciones. Dos mercenarios, frente a frente y casi tocándose, contemplaban estúpidamente la mitad de una bolsa que acababan de partir por la mitad. Por un momento, se quedaron mirando

las monedas que rodaban por el suelo e inmediatamente comenzaron a pelearse a puñetazos. Isabeau gritó a los demás hombres que los separaran. En lugar de obedecerla, casi todos se unieron a la refriega.

El caos era general. Lilly sabía qué hacer en tales situaciones; algunos de sus mejores botines los había conseguido en reyertas de taberna.

Se metió en el tumulto y fingió que tropezaba. Con un rápido gesto de la mano, recogió algunas gemas y monedas, que se guardó en un bolsillo. Al levantarse, recibió un buen puñetazo.

Sintió cómo la mandíbula le estallaba de dolor, la cabeza se inclinó hacia atrás de forma brusca y fue a dar pesadamente con los huesos en el suelo.

La despertó el ruido del agua al gotear, que, misteriosamente, marcaba el mismo ritmo que el martilleo que le destrozaba las sienes. Abrió un ojo con cautela. Vio a Isabeau tendida junto a ella, con una leve sonrisa de suficiencia en el rostro y una pila de tesoros a su lado.

Lo que más destacaba era un montón de relucientes guantes blancos. Una oleada de nostalgia recorrió el cuerpo de Lilly y la curó en el acto. Se incorporó, cogió uno de ellos y lo apretó en una mano, sintiendo su reconfortante magia.

—¿Sabes qué son? —le preguntó Isabeau.

Lilly trató de mover la dolorida mandíbula, aunque en vano.

Isabeau sonrió.

—¿Te gustaría llevarte algunos por tu participación en el asunto? ¿Qué te parece siete?

Era un pago ridículamente bajo, y además la privaba de poseer esferas de sueños, sin embargo a Lilly le pareció una salida justa.

—Bastarán —murmuró.

Sus palabras resonaron en la caverna vacía. Tanto silencio la abrumó y la dejó paralizada. Como una sonámbula se levantó y caminó a trompicones por la silenciosa caverna. Lo que vio la horrorizó.

El suelo estaba sembrado de los cuerpos de los mercenarios en posiciones retorcidas y atormentadas. De la boca abierta en mudo grito sobresalían lenguas negras.

Tenían los bolsillos vueltos del revés, y alguien les había rasgado las bolsas para desvalijarlos.

Lilly se tapó la boca con una mano y se volvió rápidamente hacia Isabeau sin dar crédito a sus ojos.

—Supongo que te estás preguntando cómo nos las vamos a apañar para transportar la carga —dijo Isabeau, interpretando erróneamente la expresión consternada de su socia—. Tranquila; he contratado porteadores que conocen bien los túneles. Transportarán la mercancía hasta el subsuelo de Aguas Profundas más rápidamente de lo que lo haría una caravana que viajara por la superficie.

Una de las sombras se movió y entró en el círculo de luz que proyectaban las antorchas. Lilly retrocedió sacudiendo la cabeza, presa de una aterrada incredulidad ante la monstruosa aparición.

No pareció que a Isabeau la inquietara lo más mínimo la repentina visión de un enorme lagarto bípedo. Fue a su encuentro y le tendió una magnífica espada corta que exhibía el lustre de las armas acabadas de forjar.

—Una espada Amcathra —dijo—. Habrá cuatro más cuando lleguemos a Puerto Calavera.

Unas enormes garras asieron la empuñadura, y la criatura gruñó, satisfecha.

Isabeau miró a Lilly, divertida por la reacción de la camarera.

—Te presento a los tren —le dijo en tono informal—. Ya te puedes ir

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