—Habéis sido Maestro de Ceremonias —le dijo Vipond a IdrisPukke más tarde, aquella misma noche— en una gran cantidad de desastres, pero éste debe de haber sido de los más estrepitosos.
—En absoluto. Me he visto envuelto en cosas mucho peores que una riña entre amantes.
—Sabéis que ha sido mucho más grave que eso. Bose Ikard quiere echarnos, y podéis tener por seguro que mientras hablamos estará en camino hacia el rey de Suiza un informe sobre la reyerta que ha tenido lugar entre los herederos Materazzi y vuestro joven amigo el Malo Malísimo. Y será un informe muy adornado.
—El rey Zog puede ser más mojigato que una vieja, pero no nos va a echar por una pelea como ésta, por mucho que se empeñe Ikard.
—Lo hará si le dice que hay dudas sobre la paternidad del hijo de Arbell.
—¿Qué pensáis vos al respecto?
—¿Y vos, qué pensáis?
—Que es posible.
—Eso está claro. El caso es que los rumores se están filtrando por debajo de las puertas de cada casa del Leeds Español. El rey Zog tiene un punto de vista muy tonto sobre el comportamiento promiscuo, sobre todo cuando tiene lugar entre una aristócrata y el pilluelo que le lleva el carbón a sus aposentos.
—Cale es mucho más que eso.
—No para el rey Zog de Suiza. Dios no ha hecho jamás un esnob tan rematado como ése. Su única lectura consiste en pasarse horas ante el Almanaque de Gotha, suspirando de placer cada vez que se entera de un nuevo cotilleo relativo a su ascendencia.
—Por si no lo habéis notado, hermano —IdrisPukke no lo llamaba nunca así, salvo que estuviera muy enfadado con él—, los Materazzi hemos descendido hasta convertirnos en una especie de nada. Sin Cale para contenerlos, los redentores están listos para arrasar con los antagonistas, los lacónicos, con Suiza y con todo lo demás, como quien enrolla una vieja alfombra. Y al pasar se harán pis encima del rey Zog.
—Conn Materazzi no deja de ser una esperanza para el futuro.
Cale diseñó la estrategia de nuestra destrucción, y después la de los lacónicos. No está mal para ser el pilluelo que le lleva el carbón a la princesa. Si pensáis que Conn Materazzi es capaz de algo remotamente parecido, entonces sois el tonto más tonto del mundo.
—Acerca de la derrota de los lacónicos, no tenemos más que su palabra.
—Sin embargo, en el monte Silbury estábamos allí, viendo lo que nos hacían los planes de Cale.
—Dejando las excusas a un lado, eso se debió tanto a la suerte como a la inventiva.
—¿Y qué no?
—Vos no podéis controlarlo.
—No.
—Ni él se controla a sí mismo.
—Tampoco será el primero al que le pasa. Es joven, lo superará.
—En eso os equivocáis. Le oí amenazarla al abandonar Menfis, y de nuevo esta noche. Nunca se liberará de ella. La gente habla de los niños como si fueran de alguna manera distintos a los adultos. Pero no hay ninguna diferencia, realmente no. No son más que almas que necesitan con locura ser amadas. El amante y el asesino están en él entretejidos. No se puede separar uno del otro.
—Entonces habrá que sacar a Arbell del Leeds Español, y a Conn con ella. Ojos que no ven, corazón que no siente. Después podremos contar con Cale para que idee un plan para hacer frente a los redentores.
—¿Y por qué tendría que ayudarnos?
—Cale odia a Arbell porque la amaba y la salvó, y pese a todo ella le entregó.
—Eso lo hicimos todos.
—Hablad por vos. Además, Cale no veneraba el suelo que pisabais vos. A él le interesa llegar a un acuerdo con nosotros porque no hay ningún otro sitio al que pueda ir. Con Cale dirigiendo un ejército suizo, al menos hay una oportunidad para nosotros y para él. Cale terminará comprendiéndolo. Con Arbell o sin ella, la supervivencia ha estado siempre en su mente.
¿No es un peligro para todo el mundo?
—Entonces tenemos que ayudarle a enfocar su atención allí donde pueda hacer más daño.
—Eso no llega a ser un plan.
—Pero no tenemos otro mejor.
—¿Sabíais que ha estado hablando con Kitty la Liebre?
—Sí.
—¡Mentiroso! —le dijo en el tono en que le chilla esta exclamación un niño pequeño a otro, sin ánimo de ofender. Y Vipond no se ofendió.
—¿Le habéis contado a alguien más todas vuestras idas y venidas?
—Soy célebre por mi cándida naturaleza.
—Eso es exactamente. Si a los que quedamos va a salvarnos Cale de los redentores, espero que tenga mucha suerte.
—Nos vendría de perlas que los redentores volvieran a amenazar a Arbell. Sería una buena excusa para animar a Arbell a que se fuera.
—¿Y se iría Conn con ella?
—Eso es mucho esperar. Además, Zog no pondrá a un granuja al frente del ejército que paga él, penséis lo que penséis.
—Entonces es un imbécil.
—Eso nadie lo pone en duda.
—¿Podríais controlar a Conn?
—Sí —respondió Vipond.
—¿Lo suficiente para que se convirtiera en la mera fachada de alguien que podría ser el padre de su primogénito?
—No pensaba yo en eso. Además, él tiene una ventaja.
—¿Que es...?
—Que no quiere creerlo. Tenernos que potenciar todo lo posible ese deseo natural.
Pero aquel plan, endeble o no, tenía un defecto imprevisto. Aunque eso es algo que no habría sorprendido a ninguno de los dos.
Una parte de las estratagemas que utilizaba Bose Ikard para hacer que los Materazzi se sintieran mal recibidos se basaba en asegurarse de que se les ofrecía un alojamiento inadecuado. En lo que se refería a Arbell, esto incluía un mensaje claro, que consistía en ponerla en habitaciones diseñadas doscientos años antes corno residencia de la nueva novia del rey, la
infanta
[13]
Pilar. La infanta no llegó a crecer más allá de dos codos y medio (siendo un codo la distancia entre la punta de los dedos extendidos y el codo de una persona de tamaño normal). Adorada por su buen carácter, ingenio y generosidad con los pobres, la infanta inspiró numerosos edificios en la subsiguiente afición por todo lo español que había terminado dando a lo que hasta entonces se había llamado Leeds a secas su extraño nombre adicional. En otro tiempo el nombre de la ciudad había sido sinónimo de sombrío («Tienes pinta de Leeds» era una antigua broma con la que se mortificaba a los infelices, y también a Leeds), pero el deseo de agradar a la infanta había llevado a una explosión de exóticas casas públicas y privadas contruidas al estilo español. Los aposentos personales de la infanta fueron mandados hacer por su amantísimo marido a escala de ella, y no a la de los gigantes que la rodeaban. El resultado para Arbell era que aunque los aposentos resultaban ciertamente adecuados para una reina, lo eran solo para una reina muy pequeña, que no llegara al metro diez de estatura. Para la infanta el techo había sido alto, pero Arbell se veía obligada a agachar ligerísimamente su hermoso cuello en muchas partes de sus aposentos.
Era la noche posterior al horrible banquete. Conn y Arbell estaban sentados en sus aposentos. Dado que los dos eran altos, su postura daba a las proporciones de la estancia un aspecto cómico, como si estuvieran sentados en un lugar a medio camino entre un camarote de barco y una gran casa de muñecas.
Arbell se observaba los pechos y el vientre.
—Me siento —le dijo a Conn con tristeza— como si tuviera en el cuerpo las cabezas de tres calvos. Tres calvos cabezotas. Dios mío, ¿durará esto mucho más?
—Estáis muy hermosa.
—Eso os he obligado yo a decirlo.
Conn sonrió.
—Es verdad que me habéis obligado. Pero sigue siendo cierto.
—Mentís de manera tan dulce que casi es un placer dejarse engañar por vos.
—Tomáoslo como queráis —dijo cogiéndola de la mano.
—Prometedme que os mantendréis a distancia de Thomas Cale —le pidió ella.
—Me preguntaba cuánto tardaríais en sacarlo a relucir.
—Pues ahora ya lo sabéis. Prometédmelo.
—Os olvidáis de que me salvó la vida. No es tan fácil matar a alguien al que se le debe tanto. También os salvó a vos, y eso lo hace aún más duro. Así que lo prometo, aunque haya sido tan grosero con vos.
—Lo soportaré. Pero quiero pediros otra cosa mucho más difícil.
Qué?
—Él no es tan cortés. Quiero que no entréis al trapo si él os busca las vueltas.
—Eso es más difícil.
—Hacedlo por mí.
—¿Y mi orgullo?
—Eso no es nada. Se pasará. El orgullo no es nada.
—Decís eso porque sois mujer.
¿O sea que yo no tengo orgullo?
—Lo que alimenta vuestro orgullo es muy diferente. Y lo que es posible o imposible para vos también es muy diferente.
¿Y os enorgullece a vos hacer lo que Cale quiera? No será lo bastante tonto como para provocaros cuando tengáis la armadura puesta, porque sabe que tendríais ventaja. —Un poco de halago, que tal vez fuera justo, se hacía necesario aquí, puesto que le estaba presionando demasiado.
—¿Y qué se supone que tendré que hacer si me desafía?
—¡Dios mío, parece que habla un niño pequeño!
—Si elegís no comprender... —Le molestaba que le hablaran de aquel modo, pero había que ser indulgente con las mujeres, y especialmente con una mujer que se halla en las últimas semanas de embarazo—. Si yo huyo de él, entonces mi reputación, lo que yo soy, huirá de mí al mismo tiempo. Me decís que seguiréis respetándome, ¿pero lo haríais de verdad?
—Por supuesto que sí.
—Eso es lo que decís ahora. Y no tendré el respeto de nadie más.
Ella lanzó un suspiro, y no dijo nada más durante un rato.
—Yo sé lo que sois: vos sois valiente, hábil y osado. —Más halagos, y también justos—. Pero él no lo es. —Buscó desesperadamente la palabra adecuada, pero no la encontró—. Él no es normal. No es que Cale acarree la catástrofe, es que él es la catástrofe. Su amigo Kleist, a quien nunca le gustó, decía que Cale tenía funerales en el cerebro. Pues bien: es cierto.
—¿Cómo puede vivir alguien sin respeto? ¿Y de qué le serviría vivir?
Arbell volvió a suspirar, movió hacia los lados el cuello agarrotado, y profirió un gruñido.
«Miraos —pensó—, tan gordo como la propia gula».
—¿Cuándo terminará esto? —preguntó en voz alta, mirando de soslayo a su marido—. Vos le debéis la vida.
—Sí.
—Entonces, ¿cómo podríais matarlo de manera honorable? Yo de vos, dejaría que se supiera que se comportó de modo valeroso. Es más, yo elogiaría su valor, para que la gente os admire más a vos de lo que le admira a él. Dejad claro que estáis en deuda con él, y todo el mundo os respetará por esquivar el enfrentamiento si él os provoca. ¡Qué valor! ¡Qué cosa tan honorable, que Conn Materazzi, pudiendo tan fácilmente luchar, arriesgue su honor por portarse honradamente! Al fin y al cabo es cierto, lo dijisteis vos mismo...
—¿No significará eso que él gana reputación...?
Tenía que pensar en ello: ¿se trataría de un rechazo honorable, dadas las circunstancias? ¿Adquiriría reputación de valiente?
—No os preocupéis por eso —respondió Arbell—. Cale no tardará en echar a perder la buena opinión que cualquiera pueda tener de él. Cale piensa que le rebaja ser admirado por personas a las que desprecia. Y desprecia a todo el mundo.
—Sois muy inteligente.
—Sí que lo soy. —Él le apretó la mano—. Ahora marchaos y dejadme dormir.
Conn se levantó y se machacó la cabeza en el techo.
—¡Aaay!
Arbell se estremeció de dolor por simpatía con él, aunque se dio cuenta de que en realidad no estaba herido. Se movió para poder besarlo mejor, cosa que en su estado era una proeza.
—Quedaos donde estáis —le dijo él.
No necesitaba que se lo repitiera.
—Lo haré, ya que no os importa.
Él se inclinó y la besó suavemente en la boca. Entonces, con un cuidado cómicamente exagerado, se dirigió a la puerta y salió. Arbell se recostó mejor en el sofá, retorciéndose de un lado al otro para colocar mejor la dolorida espalda. Decidió esperar otros diez minutos antes de hacer el esfuerzo de irse a la cama. Cerró los ojos, disfrutando la paz y la tranquilidad.
Y entonces, procedente de la penumbra que envolvía la parte de atrás de la estancia, dijo una voz suave:
—Sigo rondándoos.
Alguien ha dicho que el mundo terminará en hielos. Si es así, tuvo que ser el inicio de esos fríos finales lo que congeló el vello de la nuca de la joven y futura madre. Se movió lo más rápido que os podáis imaginar, teniendo en cuenta el dolor de la espalda y el enorme bulto, y se volvió horrorizada al tiempo que Cale salía a la luz de la vela.
—Por si os lo estáis preguntando —dijo mencionando justamente lo que ella más temía—. He oído todo lo que habéis dicho. No ha sido muy amable.
—Voy a gritar.
—Yo no lo haría. Las cosas no le irían nada bien al que cruzara la puerta cuando lo hicierais.
—¿Esperais que muera sin una queja?
—No, por Dios. Yo no esperaría ni que os peinarais sin quejaros. —Eso no era justo: Arbell no era en absoluto una persona quejica—. Quejaos cuanto queráis, majestad, pero hacedlo en voz baja.
—¿Me vais a matar?
—Lo estoy pensando.
—Sé que pensáis que os he ofendido, pero ¿cómo ha ofendido mi bebé?
—Por eso es por lo que estoy pensando si mataros.
—Es vuestro.
—Me imaginaba que lo diríais.
—Es la verdad.