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Authors: Paul Hoffman

Tags: #Fantástico, Aventuras

Las cuatro postrimerías (46 page)

BOOK: Las cuatro postrimerías
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Al volver, Henri le dio a Cale la mala noticia. Cale estaba sentado ante una pequeña fogata que había encendido, que era lo que hacía cada vez que Henri se iba. La repugnancia que sentía por los purgatores y su negativa a tener nada que ver con ellos siempre que pudiera evitarlo eran interpretadas por ellos como signo de un espléndido aislamiento: una marca de santidad y no de hostilidad. Estaba leyendo la carta que Bosco le había dado antes de la segunda batalla del Golán, y que se había metido en uno de sus numerosos bolsillos para olvidarla a continuación ante la presencia de asuntos más apremiantes.

—¿Qué es eso? —preguntó Henri el Impreciso al tiempo que Cale levantaba la mirada de la lectura y apartaba rápidamente la carta.

—Nada.

—¿Y por qué te empeñas en esconder algo que no es nada?

—Lo que quise decir cuando dije que no era nada, es que no es nada que te importe.

La conversación que siguió sobre lo que Henri había encontrado en su expedición fue bastante agria, como era de prever. Cuando terminaron de hablar, Henri el Impreciso se separó para encenderse su propia fogata.

Partieron al alba. Intentaron pasar la frontera más adelante durante casi dos días, buscando algún punto débil por donde se pudiera entrar sigilosamente. Pero las zanjas, vallas y otros impedimentos que estaban poniendo dejaban claro que los suizos se estaban poniendo nerviosos y se preparaban para algo desagradable.

Al final decidieron buscar el paso más próximo y menos vigilado para cruzar al Leeds Español, y salir corriendo a toda mecha. Insomnes y nerviosos, tal vez los suizos se esperaran algo, pero no lo esperaban entonces, aquella misma noche. En cualquier caso, los guardias del paso de Wanderley carecían de experiencia, y la súbita aparición de la nada de ciento cincuenta soldados a las tres de la mañana los pilló completamente por sorpresa. Los guardias se rindieron de inmediato, y los purgatores los dejaron atados en el mismo puesto de guardia. A todos menos a uno, que se había escondido en el bosque cercano y que, cuando los purgatores ya se iban, disparó una desafiante flecha. Le dio a Henri el Impreciso en pleno rostro, justo cuando volvía la mirada para comprobar que todo el mundo había pasado sin contratiempos.

El redentor Gil estaba de pie, en silencio, en la Sala Vamiana, observando cómo Bosco contemplaba por la ventana la gran Capilla de las Lágrimas, donde habían quedado encerrados los príncipes de la Iglesia supervivientes. Se les había dicho que no se les dejaría salir hasta que llegaran a un sabio veredicto que estuviera en concordancia con la manifiesta voluntad de Dios. Ese sabio veredicto que había de estar en concordancia con la manifiesta voluntad de Dios era la elección de Bosco como Pontífice en sustitución del Papa Bento, que había muerto de un ataque cuando le comunicaron, en uno de sus breves lapsos de lucidez, la gran victoria que había tenido lugar en los Altos del Golán. Bento XVI también había sido informado de que Gant y Parsi habían conspirado para matarlo, pero estaban ahora muertos junto con gran parte de sus traicioneros seguidores antagonistas. Tanto júbilo seguido por tanto espanto había resultado una combinación excesiva para la frágil constitución del anciano.

Y de ese modo, para Bosco, el último gran obstáculo que quedaba en la persecución de su objetivo de convertirse en el supremo representante de Dios en la tierra se había desvanecido como la niebla matutina en Vallombrosa. Era como si se hallara erguido en lo alto de una montaña imposible, y hubiera llegado a la cima, contra todos los obstáculos de peñas, hielos y precipicios, tan sólo para mirar hacia abajo y ver con sus propios ojos el escalofriante horror de lo que había dejado atrás. Pero no era su vida lo que había estado en riesgo de una terrible caída y de romperse los huesos en ella, sino su alma inmortal. Al mirar la Capilla de las Lágrimas empezó a temblar. En realidad, ni siquiera el atento Gil percibió otra cosa que su habitual calma ensimismada. Pero el alma de Bosco vibraba como la gran campana de bronce de la iglesia de San Gerardo después de ser tañida, lo que sólo ocurría con ocasión de la elección de un nuevo Papa de la Iglesia Universal del Ahorcado Redentor. Se decía que si uno acercaba a ella un diapasón incluso una semana después de que hubiera sido tocada, hacía que el diapasón resonara a causa de las persistentes vibraciones. Pero en cuanto a Bosco, la vibración de los horrores que él mismo había desencadenado permanecería con él hasta el día de su muerte. Al fin y al cabo, seguía teniendo por delante el cumplimiento de su objetivo más terrible: la muerte purificadora de todas las cosas. Casi se desmaya al considerar la enormidad de lo que había hecho y de lo que todavía le quedaba por hacer. El raro ambiente de la sala incomodaba a Gil, pese a lo poco que comprendía de su origen. Al final, no pudo seguir soportándolo.

—El ritual del Argentuln Pango ha sido oficiado sobre el difunto Pontífice. Se lo han llevado a la sala mortuoria para los preparativos del funeral.

El Argentum Pango era una prueba, cuyo origen se perdía en las nieblas de la tradición redentora, que incluía golpear tres veces la frente del Pontífice con un martillo de plata para asegurarse de que había muerto. El redentor que dio el primero de los tres golpes nunca había oficiado antes ese ritual, pues había pasado mucho tiempo desde la muerte del anterior Papa, y golpeó la frente del cadáver con tal vigor que dejó marca. Gil, de bastante mal humor, le hizo ver que su cometido consistía en despertarlo, no rematarlo, y cogiéndole el martillo acabó él la tarea con dos leves golpecitos.

También confirmó (ya que interpretaba erróneamente que Bosco parecía más tranquilo de lo normal) otra información más importante: que Cale había aprovechado la persecución a los lacónicos para escapar, y que se creía que se encontraba ya en el Leeds Español, con sus purgatores.

Había habido un claro enfriamiento de la relación entre Gil y Bosco después de que el primero sugiriera que le fuera permitido apresurar la muerte del Papa. Gil seguía ofendido por la negativa, aun cuando la situación se hubiera resuelto de modo tan conveniente sin necesidad de dar un paso tan peligroso. «Simple suerte —fue lo que pensó Gil—, pero yo tenía razón». Bosco no había tratado en ningún sentido de recalcarle al otro el hecho de que la buena suerte había terminado haciendo innecesaria la intervención propuesta por Gil. Pero en estos casos el resentimiento es tal, que Gil no necesitaba que le recalcaran nada.

Bosco observó la chimenea sin humo de la Capilla de las Lágrimas, que se empleaba como señal de la elección de un nuevo Pontífice.

—Que se retrasen más —dijo—, y les daré un buen motivo para las lágrimas.

Pero lo que realmente estaba en la mente de ambos no era la elección del Pontífice, sobre la que no cabía albergar dudas, sino la huida de Thomas Cale. Tan sólo unos días antes, Gil se habría ofrecido a perseguir a aquel cerdo traidor hasta el fin del mundo y más allá, y le hubiera encantado secarse el sudor de la frente con el corazón aún latiente del impío ingrato.

Por lo visto, ahora su viejo señor se había vuelto demasiado orgulloso para escuchar lo que él tenía que decirle. Aun así, no pudo dejar pasar la oportunidad de echar un poco de sal en las heridas de Bosco:

—¿Qué queréis que se haga con respecto a Cale?

Sin mirar a Gil, Bosco habló con voz suave:

—Nada. Dejemos que el cielo decida. Nuestro Padre lo ha cogido con un gancho y un hilo invisible lo bastante largo para permitirle caminar por las márgenes del mundo. En su momento el Señor lo traerá de vuelta dándole un simple tirón al hilo.

«Eso es lo que os pensáis vos», quiso decir el padre Gil. Opinaba que ninguno de los dos volvería a ver a Cale nunca, aunque vivieran más años que Matusalén. No a este lado de la tumba. A menos que llegara para acarrearles un desastre.

En la puerta sonaron fuertes golpes, como si el que estuviera al otro lado intentara desesperadamente escapar de la persecución de algún demonio hambriento de almas:

—¡Padre Bosco! ¡Padre Bosco! ¡Abrid la puerta! ¡Abrid la puerta!

No era tan fácil alarmar a Bosco, pero incluso a través de los quince centímetros de madera, la confusión y el temor del que estaba al otro lado resultaban patentes. Bosco hizo una seña a Gil, quien, alarmado por el terror que manifestaba la voz, abrió la puerta con una mano y se llevó la otra a la empuñadura del cuchillo. Abrió rápidamente y se retiró.

Al principio le costó reconocer al hombre, tan distorsionado tenía el rostro por la estupefacción y el terror.

—¿Qué demonios ocurre? Sois Burdett, ¿no?

—Sí, señor —dijo el afligido redentor.

—Calma —le recomendó Gil, volviéndose hacia Bosco—. Éste es el redentor encargado de los ritos funerales del Pontífice.

—Señor... —comenzó Burdett. Estaba claro que aquello lo superaba. Empezó a emitir jadeos tan estruendosos que parecían los sollozos de un niño aterrorizado.

—Controlaos, padre —dijo Bosco en voz baja—. Estarnos aguardando.

Burdett lo miró fijamente, con los ojos corno platos, completamente destrozado.

—Tenéis que venir, señor.

Viendo que al alteradísimo redentor no podrían sacarle nada más en claro, Bosco le mandó ir delante, y los dos lo siguieron en silencio, sintiendo como si hubiera martillos, y no precisamente de plata, golpeándoles en la cabeza. El silencio era interrumpido tan sólo por los jadeos aún desenfrenados del redentor, que los conducía hacia el interior de la cripta de la gran catedral. Al cabo de no más de cinco minutos, se encontraron en una parte de un complejo que nunca habían imaginado que existiera, un lugar feo, soso y oscuro, con interminables corredores que partían de su camino levemente iluminado para perderse en la vasta oscuridad.

Al cabo de unos minutos, Burdett se detuvo ante una puerta morada y la abrió de par en par sin llamar antes. La mantuvo abierta para los dos hombres cuya presencia parecía aterrorizarlo aún más a cada instante. Ambos estaban acostumbrados a que otros sintieran miedo ante ellos, pero había algo profundamente inquietante en aquel hombre, algo que implicaba más pavor que simple miedo.

Entraron con recelo y aprensión, Bosco delante, sin hacerse la más leve idea de cuál sería la catástrofe que les aguardaba, aunque lo que estaba claro era que se trataba de una catástrofe. La estancia no tenía ventanas, pero estaba bien iluminada con los mejores cirios, entre los cuales había uno que tenía casi el grosor de la cintura de un hombre, y se encontraba al lado de algo que parecía una carea pero no lo era.

En la mesa de embalsamar, tapado hasta el cuello con una sábana de lino, estaba el difunto Papa. A ambos lados había, como quedaba claro por los delantales y guantes que llevaban, dos embalsamadores cuyos rostros tenían el blanco amarillento del marfil antiguo, y expresaban el mismo nerviosismo intensísimo. Burdett cerró la puerta detrás de ellos, pero siguió sin decir nada.

—Vale ya —dijo Bosco—. ¿Qué es lo que sucede?

Burdett miró a los dos embalsamadores como si hiciera esfuerzos para no desmayarse, y asintió con la cabeza. Los embalsamadores cogieron la sábana de lino que cubría el cuerpo del Papa, y rápidamente la doblaron hasta los pies del difunto para quitarla a continuación sin ninguna ceremonia. El cuerpo del difunto Papa estaba desnudo, delgado, pálido, arrugado y fofo de ancianidad. Sus piernas, sin embargo, estaban inusitadamente separadas, bastante más de lo que esperaría uno al ver el cuerpo desnudo de un Papa. Hubo un silencio terrible, como tal vez no haya habido nunca en toda la historia del silencio. Fue Gil el primero en abrir la boca:

—¡Dios mío, le han robado la verga al Papa!

25

—¡N
o seáis idiota! —le contestó Bosco, frío y airado—. Es una mujer.

Terrible. No era culpa de Gil ser un completo ignorante de la anatomía femenina. ¿Cómo iba a ser de otro modo? Y si la conclusión a la que había llegado parecía estrafalaria, sin duda no era tan monstruosa como la realidad: que la roca en la que se había asentado durante los últimos veinte años la Santa Iglesia del Ahorcado Redentor era en realidad una criatura vista por muchos teólogos moderados como carente de alma. Antes de que la apoplejía hubiera echado a perder la mente del Pontífice, Bosco la había admirado grandemente por su claridad y falta de misericordia. Incluso entre las nieblas de un cerebro roto, aquel Papa había dispuesto con pasión y gran entusiasmo la terrible muerte de la doncella de los ojos de mirlo. Gil estaba casi demasiado asombrado, pero faltaba el casi, para ser insultado.

—Dadme las llaves de esta estancia —le ordenó Bosco a Burdett.

Hubo mucho tintineo mientras Burdett extraía la llave de la sala mortuoria de su amplio llavero.

—¿Le habéis comentado a alguien más algo sobre esto?

—No, señor —respondió Burdett.

Bosco miró al primer embalsamador.

—¿Le habéis contado algo a alguien más?

—No, señor.

Miró al segundo:

—¿Le habéis contado a alguien más algo sobre esto?

El hombre negó con la cabeza, enmudecido de espanto.

—Permaneceréis aquí hasta que envíe por vosotros al redentor Gil. Y tapad esa monstruosidad. —Hizo pasar a Gil por la puerta, y cerró con llave desde fuera.

Pasó media hora, pues se perdieron por dos veces en los subterráneos de Chartres, antes de que Bosco y Gil regresaran a la Sala Vamiana. Aun entonces transcurrieron otros diez minutos antes de que ninguno de los dos hablara: un terremoto seguía sacudiendo sus cerebros.

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