Las corrientes del espacio (6 page)

BOOK: Las corrientes del espacio
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Eventualmente, desde luego, serían detenidos. Así, pues, el corazón de Terens latió con más fuerza cuando vio una puerta que decía: «A la Sección Indígena». El ascensor estaba a su nivel. Metió en él a Rik y a Valona y el zumbido del artefacto al arrancar fue la sensación más deliciosa del día.

En la Ciudad había tres clases de edificios. La mayoría eran edificios bajos, construidos enteramente en el nivel bajo. Alojamientos de obreros y trabajadores, generalmente de tres pisos. Fábricas, panaderías, oficinas. Otros eran edificios altos; domicilios de los sarkitas, teatros, la biblioteca, arenas para deportes. Pero unos pocos eran dobles, con pisos y entradas abajo y arriba; las estaciones de patrulleros, por ejemplo, y los hospitales.

Era, pues, posible trasladarse de Ciudad Baja a Ciudad Alta utilizando uno de los hospitales a fin de evitar los grandes ascensores de carga con sus lentas ascensiones y sus poco amables operadores. Para un indígena, hacerlo era completamente ilegal, desde luego, pero el delito era un acicate más para el culpable del delito de haber agredido a un patrullero.

Salieron por el nivel inferior. El esmalte aséptico de las paredes seguía allí, pero tenía un aspecto menos ligeramente opaco, como si lo hubiesen limpiado con menor frecuencia. Los bancos que se alineaban a lo largo de las paredes de Ciudad Alta habían desaparecido. La mayoría de ellos estaban en una sala de espera llena de hombres y mujeres cansados y temerosos. Un solo ayudante trataba de poner orden en aquel zafarrancho, consiguiendo pobres resultados.

La enfermera estaba hablando con un pobre viejo que doblaba y desdoblaba la rodillera de su raído pantalón y contestaba sus preguntas con tono plañidero.

—¿De qué se queja usted, exactamente?... ¿Desde cuándo estos dolores?... ¿Ha estado usted ya en algún hospital? Bien, escuche; no pretenderán ustedes venir a molestarnos por cualquier tontería. Siéntese y el doctor le verá y le dará alguna medicina.

Con voz aguda gritó:

—¡El siguiente! —Y murmuró algo en voz baja.

Terens, Valona y Rik salían cautelosamente de entre la muchedumbre. Valona, como si la presencia de sus compatriotas florinianos hubiese liberado su lengua de la parálisis, susurraba tensamente.

—Tenía que venir, Edil. Estaba tan inquieta por Rik. Creía que no volvería a traérmelo y...

—¿Cómo has subido a Ciudad Alta? —Preguntó Terens mientras se abría paso entre los indígenas.

—Les seguí y vi que tomaban el gran ascensor. Cuando volvió a bajar dije que iba con ustedes y me subió.

—¿Así, por las buenas?

—Tuve que sacudirle un poco.

—¡Diablos de Sark...! —gruñó Terens.

—Tuve que hacerlo —explicó Lona, plañidera—. Después vi a los patrulleros señalándoles un edificio. Esperé a que se hubiesen marchado y fui allá también. Pero no me atrevía a entrar. No hubiera sabido qué decir, de manera que me escondí como pude hasta que les vi volver a salir con el...

—¡Eh, ustedes, aquí! —gritó la aguda voz impaciente de la enfermera.

Ahora estaba de pie y el duro golpear de su estilete de metal sobre la superficie de su pupitre reducía a la tumultuosa muchedumbre a un jadeante silencio.

—¡Eh, estos que quieren marcharse, vengan aquí! No se puede salir sin ser visitado. Nada de evasiones del trabajo con falsas enfermedades. ¡Vengan aquí!

Pero los tres estaban ya fuera en las sombras de Ciudad Baja. En torno a ellos se percibían los olores y ruidos de lo que los sarkitas llamaban el «Barrio Indígena» y la Ciudad Alta era nuevamente tan sólo un techo para ellos. Pero por muy aliviados que Valona y Rik pudiesen sentirse al estar ya fuera de la oprimente riqueza del ambiente sarkita, Terens no sentía aliviarse su ansiedad. Habían ido demasiado lejos y por consiguiente podían no encontrar ya seguridad en ninguna parte.

Esta idea cruzaba todavía su turbulento cerebro cuando Rik gritó:

—¡Mirad!

Terens sintió que se le secaba la garganta. Era quizá la visión más aterradora que los habitantes de Ciudad Baja podían ver. Por una de las aberturas de Ciudad Alta podía ver flotar una especie de pájaro gigante. Tapaba el sol y aumentaba la amenazadora oscuridad de esta parte de la Ciudad. Pero no era un pájaro. Era una de las naves armadas de los patrulleros.

Los indígenas gritaban y empezaron a correr. Podían no tener ninguna razón específica de temor, pero de todos modos corrían. Un hombre que seguía el mismo camino que el vehículo se echó a un lado con desgana. Había estado corriendo por alguna razón particular cuando la sombra le alcanzó. Miró a su alrededor, como una roca en la calma del desierto. Era de media estatura, pero de una amplitud de hombros casi grotesca. Una de las mangas de su túnica estaba desgarrada de arriba abajo, mostrando un brazo como el muslo de otro hombre.

Terens vacilaba y Rik y Valona no podían hacer nada sin él. La incertidumbre de Terens había llegado a un grado casi febril. Si huían, ¿dónde podrían ir? Si se quedaban donde estaban, ¿qué podrían hacer? Era posible que los patrulleros anduviesen detrás de alguien más, pero con un patrullero sin conocimiento en el vestíbulo de la biblioteca las probabilidades de salvación eran escasas.

El hombre ancho se acercaba a un trote corto. Se detuvo un momento al pasar por su lado, como inseguro de lo que tenía que hacer. En un tono completamente natural, dijo:

—Panadería de Khorow, segundo izquierda, más allá de la lavandería. —Y retrocedió corriendo.

—¡Venid! —dijo Terens.

Sudaba copiosamente al correr. A través del terrible tumulto oía las órdenes bruscas que salían con naturalidad de las gargantas de los patrulleros. Dirigió una mirada por encima de su hombro. Media docena de ellos se apeaban del vehículo abriéndose en abanico. No les pasaría nada, lo sabía. Con aquel maldito uniforme de Edil era tan importante como uno de los pilares que soportaban Ciudad Alta.

Dos de los patrulleros corrían en dirección a ellos. No sabía si le habían visto o no, pero no tenía importancia.

Ambos chocaron con el hombre que acababa de dirigirse a Terens. Los tres estaban suficientemente próximos para oír el aullido del hombre y las brutales maldiciones de los patrulleros. Terens hizo dar la vuelta a la esquina a Rik y Valona.

La panadería de Khorow podía reconocerse por el nombre escrito en un letrero luminoso tubular en diferentes lugares y el agradable olor que se filtraba por la puerta abierta. Bastaba con entrar, y eso fue lo que hicieron.

Un hombre de edad les miró desde la habitación interior, en la cual podían ver el resplandor de la harina oscurecida en los hornos de rayos. No tuvo ocasión de preguntarles qué deseaban.

—Un hombre gordo... —empezó Terens. Abría los brazos a fin de dar a entender qué quería decir, cuando fuera empezaron a oírse los gritos de «¡Patrulleros! ¡Patrulleros!»

—¡Por aquí! ¡Pronto! —dijo el hombre con voz ronca.

—¿Aquí dentro? —dijo Terens echándose atrás.

—Esto es falso —dijo el hombre.

Primero Rik, después Valona y por fin Terens se metieron por la puerta del horno.

Se produjo un leve chasquido en la pared posterior del horno y se abrió girando sobre sus goznes superiores. La empujaron y se encontraron en una diminuta habitación tenuemente iluminada.

Esperaron. La ventilación era mala y el olor del pan aumentaba el hambre sin satisfacerla. Valona estaba mirando a Rik acariciándole la mano de cuando en cuando. Rik la miraba también sin expresión. Alguna que otra vez pasaba la mano por el rostro encarnado de la muchacha.

—Edil... —empezó Valona.

—¡Ahora no, por favor, Valona! —susurró Terens. Se pasó el dorso de la mano por la frente y trató de ver los nudillos en la penumbra.

Se oyó un chasquido, aumentado por el estrecho confinamiento de su escondrijo.

Terens se puso rígido, y sin casi darse cuenta cerró con fuerza los puños.

Era el hombrecillo ancho que metía sus inmensos hombros por el intersticio. Casi no cabían. Miró a Terens y sonrió.

—¡Vamos, hombre! No es momento de luchar.

Terens miró sus puños y los dejó caer.

El hombrecillo estaba visiblemente en peor estado que cuando lo habían visto la primera vez. Su camisa era casi inexistente en la espalda y un cardenal reciente con su irisación roja y purpúrea marcaba su pómulo derecho. Sus ojos, ya pequeños, eran casi invisibles entre los dos párpados superior e inferior.

—Se han detenido a registrar —dijo—. Si tienen hambre, el precio aquí no es ninguna tontería, pero hay tanto como quieran. ¿Qué les parece?

En la Ciudad era ya de noche. En Ciudad Alta había luces que iluminaban el cielo a lo largo de muchas millas, pero en Ciudad Baja reinaba una tétrica oscuridad. Las sombras rodeaban la ilegal panadería ocultando las luces del interior una vez pasado el toque de queda.

Rik se sintió mejor cuando hubo comido algo caliente. Sus dolores de cabeza empezaron a disminuir. Fijó su mirada en la sien del hombrecillo ancho.

—¿Le han hecho daño, señor? —preguntó tímidamente.

—Un poco —dijo el otro—, pero no tiene importancia. En mi negocio ocurre todos los días.

Se echó a reír mostrando unos grandes dientes.

—Tuvieron que reconocer que no había hecho otra cosa que ponerme en su camino mientras iban buscando a alguien más. El sistema más sencillo de quitarse un indígena de en medio...

Su mano se levantó, sosteniendo un arma invisible, apuntando.

Rik retrocedió y Valona protegió su rostro con un brazo. El hombrecillo se echó atrás, chupando sus dientes para extraerles partículas de comida.

—Soy Matt Khorow —dijo—, pero me llaman sólo el Panadero. ¿Quiénes sois vosotros, muchachos?

—Pues... —dijo Terens vacilando.

—Ya os veo venir —dijo el Panadero—. Lo que no sé si herirá a nadie. Quizá sí, quizá sí. Aparte de esto, podéis tener confianza en mí. Os he salvado de los patrulleros, ¿no?

—Sí, gracias. —A Terens le era difícil dar cordialidad a su voz, y añadió—: ¿Cómo has adivinado que andaban detrás de nosotros? Había mucha gente corriendo...

—Ninguno de los demás ponía la cara que poníais vosotros —dijo el hombrecillo sonriendo—. Las vuestras podían removerse y ser utilizadas como cal.

Terens trató de sonreír a su vez, pero le fue difícil conseguirlo.

—Te juro que no sé por qué has arriesgado tu vida salvándonos, pero gracias de todos modos. No es que baste con decir «gracias...», desde luego, pero de momento veo difícil hacer algo más.

—No tenéis que hacer nada —dijo el Panadero apoyando sus anchos hombros contra la pared—. Lo hago tan a menudo como puedo. No es nada personal. Si los patrulleros andan detrás de alguien hago lo que puedo por él. Odio a los patrulleros.

—¿Y no tienes disgustos? —preguntó Valona.

—¡Seguro! Mira eso. —Puso su dedo en la sien lesionada—. Pero no creerás que esto va a detenerme, espero. Para eso construí este falso horno. Así los patrulleros no pueden pescarme y hacerme cosas demasiado feas.

En los anchos ojos de Valona brillaba el terror y la fascinación.

—¿Por qué no? —prosiguió el Panadero—. ¿Sabes cuántos nobles hay en Florina? Diez mil. ¿Sabes cuántos patrulleros? Quizá veinte mil, y nosotros, los indígenas, somos cinco millones. Si nos juntásemos todos contra ellos... —hizo chasquear los dedos.

—Nos juntaríamos contra pistolas de aguja y cañones explosivos, Panadero —dijo Terens.

—Sí —respondió el Panadero—. Tendríamos que tener algunos nosotros también. Vosotros, Ediles, habéis vivido demasiado cerca de los Nobles. Les tenéis miedo.

El mundo de Valona se volvía hoy cabeza abajo. Aquel hombre luchaba contra los patrulleros y hablaba sin la menor desconfianza con el Edil. Cuando Rik la sujetó por la mano, ella se liberó amablemente y le dijo que durmiese. Apenas le miró. Quería oír lo que decía aquel hombre, este seguía diciendo:

—Incluso con pistolas de aguja y cañones, la única forma que tienen los nobles de mantener Florina en su poder es con la ayuda de cien Ediles.

Terens pareció ofenderse, pero el Panadero prosiguió:

—Por ejemplo, tú. Bonitas ropas. Limpias. Elegantes. Debes tener además una linda residencia, supongo, con libros films, coche privado y nada de toque de queda. Puedes incluso ir a la Ciudad Alta si quieres. Los nobles no hacen esto por nada...

Terens no se sentía en situación de perder la calma.

—Bien —dijo—. ¿Qué quieres que hagamos los Ediles? ¿Empezar a luchar contra los patrulleros? ¿De qué serviría? Reconozco que hago cumplir los reglamentos en la ciudad, pero les evito también disgustos. Trato de ayudarlos, hasta donde la ley lo permite. ¿No es ya algo eso? Algún día...

—¡Ah, algún día...! ¿Quién puede esperar ese algún día? Cuándo tú y yo estemos muertos, ¿qué nos importará quién gobierne Florina? Para nosotros, quiero decir.

—En primer lugar —dijo Terens—, odio a los Nobles más que tú. Sin embargo... —se detuvo, sonrojándose.

—Sigue —dijo el Panadero riendo—. Dilo otra vez. No te delataré porque odies a los Nobles. ¿Qué habías hecho para tener a los patrulleros detrás de ti?

Terens permanecía silencioso.

—Podría adivinarlo —dijo el Panadero—. Cuando los patrulleros cayeron sobre mí estaban muy molestos. Molestos personalmente, quiero decir, no porque algún Noble les dijese que tenían que estarlo. Los conozco y puedo decirlo. De manera que calculo que sólo puede haber ocurrido una cosa. Has debido atacar a algún patrullero. O le has matado, quizá.

Terens seguía silencioso. El Panadero no había perdido su tono divertido.

—Bien está permanecer tranquilo, pero hay una cosa que se llama ser demasiado cauteloso, Edil. Vas a necesitar ayuda. Saben quién eres.

—No la saben —dijo Terens precipitadamente.

—Tienen que haber visto tu carnet en Ciudad Alta.

—¿Quién ha dicho que estaba en Ciudad Alta?

—Una suposición. Apostaría a que estabas.

—Vieron mi carnet, pero no la suficiente para leer mi nombre.

—Lo suficiente para saber que eras un Edil. Lo único que tienen que hacer es buscar un Edil ausente de su ciudad o uno que no pueda explicar lo que ha hecho hoy. Los telégrafos de todo Florina deben estar probablemente funcionando ya. Me parece que estás en mala situación.

—Quizá sí.

—Ya sabes que no hay quizá que valga. ¿Necesitas ayuda?

Hablaban en voz baja. Rik se había acurrucado en un rincón y dormía. Los ojos de Valona iban siguiendo a los de los dos que hablaban.

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