Las corrientes del espacio (3 page)

BOOK: Las corrientes del espacio
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—Estoy seguro de que no. Pero ¿no comprendes que tengo que averiguarlo a fin de que los demás puedan estar seguros? No hay otro camino. Tengo que abandonar el molino, y el pueblo, y averiguar algo más acerca de mí.

—¡Rik! —exclamó ella sintiendo crecer su pánico—. ¡Puede ser peligroso! ¿Para qué? Incluso si analizabas Nada... ¿Por qué es tan importante saber algo más acerca de eso?

—A causa de lo otro que recuerdo.

—¿Qué más recuerdas?

—No quiero decírtelo... —susurró.

—¡Tienes que decírselo a alguien! ¡Puedes olvidarlo de nuevo!

—Tienes razón —dijo él cogiéndola del brazo—. No se lo dirás a nadie más, ¿verdad, Lona? ¿Serás sólo mi segunda memoria en caso de que lo olvidase?

—Palabra, Rik.

Rik miró a su alrededor. El mundo era muy bello. Valona le había dicho que a algunas millas encima de Ciudad Alta había un enorme letrero brillante que decía: «De todos los Planetas de la Galaxia, Florina es el Más Bello». Y cuando miraba a su alrededor le era fácil creerlo.

—Es una cosa terrible de recordar, pero cuando lo recuerdo, lo recuerdo perfectamente. Me ha ocurrido esta tarde.

—¿Y...?

Rik la estaba mirando horrorizado.

—Todos los habitantes del mundo van a morir. Todos los habitantes de Florina.

2
El Edil

Myrlyn Terens estaba sacando un libro-film de su sitio cuando sonó el timbre de la puerta. Las duras facciones de su rostro indicaban un profundo pensamiento, pero en el acto se desvanecieron, apareciendo una expresión más usual de ligera precaución. Apartó sus pensamientos con un gesto de la mano y exclamó:

—¡Un momento!

Volvió a dejar el film en su sitio y apretó el contacto que permitía a la sección móvil volver a su sitio sin distinguirse del resto de la pared. Para los simples obreros y trabajadores de los molinos, con quienes trataba, era un cierto orgullo que uno de ellos, por nacimiento por lo menos, poseyese films. Realzaba, por un tenue reflejo, la constante monotonía que cubría sus mentes. Y sin embargo no hubiera mostrado sus films abiertamente. Verlos hubiera estropeado las cosas. Hubiera enmudecido sus no demasiado articuladas lenguas. Podían vanagloriarse de los libros de su Edil, pero la exhibición ante sus ojos hubiera hecho que Terens se pareciese demasiado a un Noble.

Desde luego, también estaban los Nobles. No era probable que alguno de ellos fuese a hacerle una visita oficial a su casa, pero si entrase uno de ellos allí, una hilera de films a la vista hubiera resultado imprudente. Era un Edil y la costumbre le daba ciertos privilegios, pero no hubiera sido cuerdo abusar de ellos.

—¡Voy enseguida! —exclamó de nuevo.

Esta vez se dirigió hacia la puerta abrochándose parte de su túnica. Incluso su indumentaria era Noble. Algunas veces llegaba casi a olvidar que había nacido en Florina.

Valona March estaba en el umbral. Dobló las rodillas e inclinó la cabeza en un respetuoso saludo. Terens abrió la puerta de par en par.

—Entre, Valona. Siéntese. Debe ser ya pasado el toque de queda. Espero que las patrullas no la hayan visto.

—No lo creo, Edil.

—Bien, esperémoslo. Tiene usted un mal informe, ¿sabe?

—Sí, Edil. Le estoy muy agradecida por lo que ha hecho usted por mí en el pasado.

—No tiene importancia. Siéntese. ¿Quiere comer o beber algo?

—No, gracias, Edil. He comido ya.

Se sentó, se echó atrás en su sillón y movió la cabeza. Era de buena educación entre los habitantes ofrecerse refrescos. Era de mala educación aceptarlos. Terens lo sabía. No insistió.

—¿Qué ocurre, Valona? ¿Otra vez Rik? —preguntó.

Valona asintió, pero pareció incapaz de dar más explicaciones.

—¿Le pasa algo en el molino?

—No, Edil.

—¿Otra vez las jaquecas?

—No, Edil.

Terens esperó, agudizando la intensidad de su mirada.

—Bien, Valona, no pretenderá usted que adivine lo que le pasa. Hable, o no podré ayudarla. Necesita usted alguna ayuda, supongo...

—Sí, Edil —dijo. Y entonces estalló—. ¿Cómo puedo decírselo, Edil? ¡Si casi parece cosa de locos!

Terens tuvo la tentación de acariciar su hombro, pero sabía que ella sentiría un estremecimiento a su contacto.

Permanecía sentada con sus grandes manos ocultas, como era su costumbre, en su traje. Se fijó en que sus gruesos dedos se entrelazaban y retorcían.

—Sea lo que sea, la escucharé —dijo él.

—¿Recuerda, Edil, el día que vine a verle y le hablé del doctor y de lo que había dicho?

—Sí, muy bien, Valona. Y le dije a usted parcialmente que no tenía que hacer nunca más una cosa así sin consultarme. ¿Lo recuerda?

Valona abrió los ojos. No necesitaba estímulos para lamentar su error.

—¡Y no volveré a hacerlo nunca más! Edil. Es sólo porque quiero recordarle que me dijo usted que haría cuanto fuese necesario por ayudarme a conservar a Rik...

—Y lo haré, Valona. Bien, entonces, ¿es que las patrullas han preguntado por él?

—¡Oh, no, Edil! ¿Cree que pueden?

—Estoy seguro de que no —dijo, empezando a perder la paciencia—. Venga, Valona, dígame ya lo que pasa.

—Edil, dice que quiere dejarme —dijo ella entornando los ojos—. Quiero que se lo impida.

—¿Y por qué quiere dejarla?

—Dice que está recordando cosas...

El interés apareció en el rostro de Terens. Se inclinó hacia delante y estuvo a punto de coger su mano.

—¿Recordando cosas? ¿Qué cosas?

Terens recordaba el día en que habían encontrado a Rik. Había visto un grupo de muchachos jóvenes reunidos cerca de uno de los canales de riego en las afueras del pueblo. Lanzaron sus estridentes voces para llamarle.

—¡Edil! ¡Edil! —¿Qué pasa, Rasie? —preguntó al llegar corriendo. Se había propuesto conocer los nombres de todos los muchachos cuando venía a la ciudad. Rasie parecía contrariado.

—Mire allí, Edil —dijo.

Señalaba algo blanco que se retorcía y era Rik. Los demás chiquillos le daba a gritos confusas explicaciones.

Terens consiguió entender que estaban jugando a un juego que comportaba correr, esconderse y perseguirse.

Le explicaban apasionadamente el nombre del juego, cómo se jugaba, el momento en que había sido interrumpido, con una ligera discusión adicional acerca de cuál era el bando que estaba «ganando». Todo eso no tenía importancia, desde luego.

Rasie, un muchacho moreno de doce años, había oído sollozar y se acercó cautelosamente. Esperaba encontrar algún animal, quizás una rata de los campos que hubiera resultado una buena caza y encontró a Rik.

Todos los muchachos se encontraban en un estado de entre fascinación y asco ante la extraña visión. Era un ser humano casi desnudo, con la barbilla húmeda de baba, gimiendo y gritando débilmente, agitando con desaliento brazos y piernas. Unos ojos azules y vagos parecían brotar de su rostro cubierto por una pelusa parda. Por un instante sus ojos parecieron fijarse en los de Terens y levantando lentamente el pulgar se lo metió en la boca.

—¡Mire, mire, Edil, se chupa el dedo! —gritó uno de los muchachos.

El grito hizo estremecerse a la extraña figura. Su rostro se puso colorado y se contorsionó. Se oía un leve gemido no acompañado de lágrimas, pero el dedo seguía donde estaba. Aparecía rojo y húmedo en contraste con el resto de la pringosa mano. Terens trató de salir de su propio asombro ante la visión.

—Bueno, bueno, muchachos; estáis corriendo por aquí y vais a pisotear el campo de trigo. Estáis estropeando la cosecha y ya sabéis lo que significa como os pesquen. Seguid vuestro camino y no digáis nada de todo esto. Y oye, Rasie, corre a casa de Jencus y que venga enseguida.

Jencus era lo más parecido a un doctor que la población disponía. Había pasado algún tiempo haciendo el aprendizaje con un verdadero doctor de la ciudad y debido a esto había sido relevado de todo trabajo en las granjas o los molinos. La cosa no salió del todo mal. Sabía tomar la temperatura, poner inyecciones, recetar píldoras y, lo más importante, podía decir cuándo algún trastorno era suficientemente importante para merecer un viaje al hospital de la ciudad. Sin este apoyo semiprofesional, los alcanzados por meningitis espinal o apendicitis aguda hubieran sufrido atrozmente pero, en general, por poco tiempo. Tal como era, los capataces murmuraban y acusaban a Jencus, de todas las formas posibles menos con palabras, de ser cómplice de una superchería.

Jencus ayudó a Terens a subir al enfermo en un scooter y, tan disimuladamente como fue posible, lo llevaron a la ciudad.

Juntos lo lavaron de toda la suciedad y porquería que se había acumulado sobre su cuerpo. Con el cabello no había nada que hacer. Jencus lo afeitó de pies a cabeza y lo reconoció lo mejor que supo.

—No veo infección alguna, Edil —dijo Jencus—. Ha sido alimentado. Las costillas no salen mucho. No sé qué hacer con él. ¿Cómo supone que llegó hasta allí, Edil?

Hizo la pregunta en el tono pesimista del que no cree que Terens pudiese tener contestación a nada. Terens lo aceptó filosóficamente. Cuando una población ha perdido el Edil a que estaba acostumbrada durante cincuenta años, el Edil joven que lo sustituye tiene que resignarse a un período de desconfianza y recelo.

—No lo sé, desde luego —dijo Terens.

—No puede andar. No puede dar un paso, sabe usted. Habrá que meterlo aquí. Por lo que puedo juzgar, lo mismo podría ser un chiquillo. Parece haber perdido las facultades mentales.

—¿Hay alguna enfermedad que produzca estos efectos?

—Que yo sepa no. La perturbación mental podría producirlo, pero no veo nada que lo justifique. Será cosa de mandarle a la ciudad. ¿Había visto usted ya algún otro caso, Edil?

—Llevo sólo un mes aquí —dijo Terens sonriendo amablemente.

Jencus era un hombre rollizo. Tenía todo el aspecto de haber nacido así y, si a esta constitución natural se le añade el efecto de una vida sedentaria, no era sorprendente que tuviese la tendencia de apoyar siempre sus breves frases con el inútil gesto de secarse la brillante frente con un pañuelo rojo.

—No sé qué decir exactamente a los patrulleros —dijo.

Los patrulleros llegaron, desde luego. Era imposible evitarlo. Los chiquillos se lo dijeron a sus padres; los padres se lo dijeron a otros.

La vida de la ciudad era bastante tranquila. Incluso un hecho como aquél era digno de que se contase con todas las combinaciones posibles entre narrador y narrado. Y ante esta narración, era imposible que los patrulleros no se enterasen.

Los patrulleros, así llamados, eran miembros de la Patrulla Floriniana. No eran indígenas de Florina y, por otra parte, no eran tampoco compatriotas de los Nobles del planeta Sark. Eran simples mercenarios con los cuales se podía contar para mantener el orden a cambio de la paga que recibían sin dejarse jamás arrastrar por una simpatía, mala consejera, hacia los florinianos por lazos de sangre o cuna.

Acudieron dos de ellos acompañados por uno de los capataces del molino, en pleno uso de su limitada autoridad.

Los patrulleros se mostraban contrariados e indiferentes. Un enajenado idiota podía formar parte del trabajo cotidiano pero difícilmente podía provocar interés. Uno de ellos le dijo al capataz:

—¿Cuánto tiempo necesitas para hacer una identificación? ¿Quién es este hombre?

—No le he visto en mi vida —dijo el capataz moviendo la cabeza enérgicamente—. No es de por aquí.

—¿Llevaba papeles encima? —le preguntó un patrullero a Jencus.

—No. No llevaba más que unos harapos. Los he quemado para evitar la infección.

—¿Y qué le pasa?

—Ha perdido el juicio. Eso es todo lo que puedo ver.

En aquel momento Terens se llevó a los patrulleros aparte. Puesto que estaban contrariados serían manejables. El patrullero que había estado haciendo preguntas dejó su libretita y dijo:

—Bien, no vale siquiera la pena de dar parte. No tiene nada que ver con nosotros. Líbrense de él como puedan.

Y se marcharon.

El capataz se quedó. Era un hombre pecoso, de cabello rojo y un gran bigote hirsuto. Llevaba cinco años de capataz de rígidos principios, lo cual quería decir que la responsabilidad del exacto cumplimiento de los reglamentos pesaba sobre él.

—Bien —dijo—. ¿Y qué vamos a hacer con todo esto? La gente está tan ocupada hablando que nadie trabaja.

—Mandarlo al hospital de la ciudad, me parece; es lo único que se puede hacer —dijo Jencus agitando afanosamente su pañuelo—. No puedo hacer nada.

—¡A la Ciudad! —dijo el capataz preocupado—. ¿Y quién va a pagar? ¿Quién se hará cargo de las tarifas? No es uno de los nuestros, ¿verdad?

—Que yo sepa, no —dijo Jencus.

—Entonces, ¿Por qué tenemos que pagar? Averigüen a quién pertenece. ¡Qué pague su ciudad!

—¿Y cómo quiere que lo averigüemos? ¡Dígamelo!

El capataz reflexionó. Su lengua comenzó a juguetear con la frondosa vegetación de su labio superior.

—Entonces limitémonos a librarnos de él. Como ha dicho el patrullero.

—¡Oiga! —interrumpió Terens—. ¿Qué quiere decir con eso?

—Lo mismo podría estar muerto —dijo el capataz—, sería un favor.

—¡No se puede matar a una persona viva!

—Entonces diga usted qué se puede hacer.

—¿No podría hacerse cargo de él alguien del pueblo?

—¿Y quién quiere que se haga cargo? ¿Lo aceptaría usted?

Terens pasó por alto la actitud abiertamente insolente:

—Tengo otras cosas que hacer.

—Como todo el mundo. No puedo dejar que nadie olvide el trabajo del molino para ocuparse de este pobre chiflado.

Terens lanzó un suspiro, y con rencor dijo:

—Vamos a ver, capataz, seamos razonables. Si hace usted que uno de sus hombres se ocupe de este pobre infeliz hablaré en su favor a los Nobles, de lo contrario diré solamente que no veo ninguna razón por la cual no podía ocuparse de él.

El capataz reflexionó. El Edil llevaba allí sólo un mes pero había intervenido ya en asuntos de personal que llevaban en la ciudad toda su vida. Sin embargo, tenía apoyos entre los Nobles y no convenía enfrentarse con él mucho tiempo:

—Pero ¿quién va a aceptarlo? —dijo. Una horrible sospecha se apoderó de él—. ¡Yo no puedo! Tengo tres chiquillos y mi mujer está enferma.

—No le he insinuado que lo hiciese.

Terens miró hacia la ventana. Una vez los patrulleros se marcharon, la muchedumbre se acumuló, cada vez más numerosa, frente a la casa del Edil. La mayoría era gente joven, demasiado jóvenes para ser obreros; otros eran mozos de labranza de las granjas próximas. Algunos eran obreros de los molinos que no estaban de turno.

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