El último sábado de la temporada de béisbol se pasó ocho horas encerrada en su casa, cocinando, empaquetando trucha en papel transparente, trebejando con media docena de ensaladas de col y emparejando el jugo de los riñones salteados con algún licor interesante. Más tarde, aquel mismo día, salió a dar un paseo y se encontró yendo hacia el oeste, para luego cruzar Broad Street y meterse en el gueto de Point Breeze donde Robin tenía su Proyecto.
Hacía buen tiempo. La entrada del otoño, en Filadelfia, traía aromas de mar fresco y mareas, el declive gradual de la temperatura, una callada abdicación del control por parte de las masas de aire húmedo que habían mantenido a raya las brisas marítimas durante todo el verano. Denise pasó junto a una anciana en bata que aguardaba en posición de firmes mientras dos hombres grisáceos descargaban comestibles Acmé de un cinco puertas Pinto. Los bloques de hormigón eran aquí el material preferido para cegar los vanos de la construcción. Había cafeterías y pizzerías destruidas por el fuego. Casas desmenuzables, con sábanas por cortinas. Tramos de asfalto fresco que parecían sellar el destino del barrio, más que prometer renovación.
A Denise no le interesaba mucho ver a Robin. Era casi mejor, en cierto sentido, anotarse el punto de manera sutil: que Robin se enterara por Brian de que se había tomado la molestia de acercarse andando hasta el Proyecto.
Llegó a un lote dentro de cuyos confines, señalados con una cadena, había pequeñas colinas de abono orgánico y grandes montones de vegetación marchita. En el extremo más apartado de la parcela, detrás de la única casa que allí quedaba en pie, había alguien trabajando el rocoso suelo con una pala.
La puerta principal de la casa solitaria estaba abierta. En la recepción había una chica negra, en edad de ir al
college,
y también un sofá a cuadros escoceses, grandísimo y espantosísimo y una pizarra con ruedas con una columna de nombres (Lateesha, Latoya, Tyrell) seguida de otras dos columnas (“horas hasta la fecha” y “dólares hasta la fecha”).
—Vengo a ver a Robin —dijo Denise.
La chica indicó con la cabeza la puerta trasera de la casa, también abierta.
—Está detrás.
No era un ameno huerto, aunque sí pacífico. Aparte de calabazas y similares, tampoco había muchas cosas sembradas, pero las parcelas de vid eran extensas, y el olor del abono y de la tierra, junto con la brisa marítima otoñal, venía repleto de recuerdos infantiles.
Robin arrojaba paletadas de escombros en un cedazo improvisado. Tenía los brazos muy delgados y un metabolismo de colibrí y cargaba pequeñas cantidades de escombro en cada paletada, haciéndolo muy de prisa, en lugar de cargar más cantidad e ir más despacio. Llevaba un pañuelo negro y una camiseta muy sucia con el rótulo
Guardería de calidad: pague ahora o pague más tarde.
No dio la impresión de que le sorprendiera ni le desagradara la aparición de Denise.
—Es un proyecto grande, éste —dijo Denise.
Robin se encogió de hombros, sujetando la pala en suspenso, con ambas manos, como para dejar muy claro que estaba siendo interrumpida.
—¿Necesitas ayuda? —dijo Denise.
—No. Esto iban a hacerlo los chicos, pero hay un partido junto al río. Sólo estoy limpiando.
Removió los escombros que ya había en el cedazo, para acelerar la caída de tierra. Atrapados en la malla había fragmentos de ladrillo y de mortero, pegotes de alquitrán para techumbres, ramitas de ailanto, caca de gato petrificada, etiquetas de Bacardí y de Yuengling pegadas a cristales rotos.
—Bueno, y ¿qué cultivas?
Robin volvió a encogerse de hombros.
—Nada que a ti pueda impresionarte.
—Ya, pero ¿qué?
—Calabazas y calabacines.
—Dos cosas que yo utilizo en la cocina.
—Sá.
—¿Quién es esa chica?
—Tengo un par de ayudantes a media jornada, con contrato. Sara es alumna de primer curso en Temple.
—Y ¿quiénes son los chicos que tendrían que haber estado aquí?
—Chicos del barrio, entre los doce y los dieciséis años.
Robin se quitó las gafas y se enjugó el sudor de la frente en la sucia manga de su camiseta. Denise se había olvidado de la boca tan bonita que tenía, o era la primera vez que se fijaba.
—Se les da el salario mínimo, más hortalizas, más una participación en cualquier suma de dinero que obtengamos.
—¿Deducís los gastos?
—Eso los desanimaría.
—Cierto.
Robin apartó la vista y miró hacia el otro lado de la calle, en dirección a una hilera de edificios muertos con cornisas de chapa, oxidándose.
—Brian dice que eres muy competitiva.
—¿De verdad dice eso?
—Dice que más vale no echarte un pulso.
Denise hizo una mueca de dolor.
—Dice que no querría trabajar en la misma cocina que tú.
—De eso no hay peligro —dijo Denise.
—Dice que no le gustaría jugar al Scrabble contigo.
—Ya.
—Dice que no le gustaría jugar al Trivial contigo. Vale, vale, pensó Denise. Robin respiraba pesadamente.
—Lo que sea.
—Sí, lo que sea.
—Y ¿sabes por qué no fui a París? —dijo Robin—. Porque me pareció que Erin era demasiado joven. Sinéad se lo estaba pasando muy bien en su campamento artístico, y yo tenía montones de cosas que hacer aquí.
—Así lo comprendí en su momento, sí.
—Y vosotros dos ibais a pasaros el día hablando de cocina. Y Brian dijo que era un viaje de negocios. Por eso.
Denise levantó la vista del suelo pero no logró mirar a Robin a los ojos.
—Era trabajo.
Robin, temblándole un labio, dijo:
—Da lo mismo.
Por encima del gueto, una escuadra de nubes con el fondo cobrizo —marca Reveré Ware— se había retirado hacia el noroeste. Era el momento en que el fondo azul del cielo adquiere el mismo tono de gris que las formaciones de estratos situadas delante, el momento en que la noche y el día se sitúan en equilibrio.
—La verdad es que no ando con hombre, sabes —dijo Denise.
—¿Perdón?
—Digo que no me acuesto con hombres. Desde que me divorcié.
Robin frunció el ceño como si aquello no tuviera el menor sentido para ella.
—¿Lo sabe Brian?
—No sé. No porque yo se lo haya dicho.
Robin se lo pensó un momento y luego se echó a reír. Dijo:
—¡Je je je!
Dijo:
—¡Ja ja ja!
Era una risa a mandíbula batiente y muy engorrosa y, al mismo tiempo, pensó Denise, encantadora. Hizo eco en las casas de las cornisas herrumbrosas.
—¡Pobre Brian! —dijo—. ¡Pobre Brian!
Robin optó inmediatamente por la cordialidad. Dejó la pala en el suelo y le enseñó la huerta —«mi pequeño reino encantado», lo llamaba— a Denise. Habiendo despertado, a su entender, el interés de Denise, ahora se arriesgaba al entusiasmo. Aquí un nuevo sembrado de espárragos, aquí dos hileras de manzanos y de perales jóvenes, que pensaba hacer crecer a espaldera, aquí las últimas cosechas de girasol, calabaza de bellota y col rizada. Este verano sólo había plantado cosas seguras, en la esperanza de atraerse un primer núcleo de chicos de la localidad y poder pagarles la ingrata tarea infraestructural de preparar los macizos, tender tubos de riego, ajustar los drenajes y conectar los recolectores de lluvia al tejado de la casa.
—En el fondo, es un proyecto egoísta —dijo Robin—. Yo siempre quise tener un jardín grande, y ahora todo el interior de la ciudad se está reconvirtiendo en terreno cultivable. Pero los chicos a quienes más falta haría trabajar con las manos y enterarse de a qué saben los productos frescos como éstos, son precisamente quienes no lo hacen. Son chicos que pasan mucho tiempo solos en casa, porque ambos padres trabajan. Están colocándose, están con el sexo, o los tienen encerrados en un aula, con un ordenador, hasta las seis de la tarde. Pero siguen en edad de divertirse jugando con tierra.
—Aunque quizá no tanto como jugando con las drogas o con el sexo.
—Sí, eso es lo que le ocurre al noventa por ciento de los chicos —dijo Robin—. Pero yo quiero que esto sea para el diez por ciento restante. Ofrecerles una opción que no implique ordenadores. Quiero que Sinéad y Erin estén con chicos que no son como ellas. Quiero que aprendan a trabajar. Quiero que se enteren de que trabajar no es sólo apuntar y hacer clic con el ratón.
—Lo tuyo es admirable —dijo Denise. Robin interpretó mal su tono y contestó:
—Da lo mismo.
Denise esperó sentada en el plástico de una bolsa de turba, mientras Robin se lavaba y se cambiaba de ropa. Quizá fuera porque podían contarse con los dedos de una mano las tardes de sábados otoñales que no se había pasado encerrada en la cocina, a partir de los veinte años, o quizá porque alguna faceta sentimental suya comulgara con aquel ideal igualitario que tan falso le parecía a Klaus von Kippel en St. Jude, pero el caso era que el calificativo que le apetecía aplicar a Robin Passafaro, que toda su vida había vivido en Filadelfia, era «del Medio Oeste». Con lo cual quería decir
optimista
o
entusiasta o con espíritu comunitario.
A fin de cuentas, no le daba tanta importancia al hecho de gustar o dejar de gustar. Ella se encontraba agradable. Cuando Robin salió y echó la llave a la casa, Denise le preguntó si tenía tiempo para que cenaran juntas.
—Brian y su padre han llevado a las niñas a ver a los Phillies —dijo Robin—. Volverán a casa con el estómago lleno de comida de estadio. O sea, que sí. Podemos cenar juntas.
—Tengo mucha comida en casa —dijo Denise—. ¿Te importa?
—Lo que sea. Da lo mismo.
Lo normal, cuando a uno lo invita a cenar un
chef
de cocina, es considerarse una persona con mucha suerte, y manifestarlo. Pero Robin parecía resuelta a no dejarse impresionar.
Había caído la noche. El aire de Catharine Street olía a último fin de semana con béisbol. Mientras caminaban hacia el este, Robin le contó a Denise la historia de su hermano Billy. Denise ya la conocía, por Brian, pero en la versión de Robin había partes nuevas para ella.
—Espera, espera —dijo—. Brian vendió su programa a W—, y entonces Billy agredió al vicepresidente de W—, ¿y tú crees que existe una relación entre ambas cosas?
—Cielos, sí —dijo Robin—. Eso es lo horrible.
—Este aspecto de la cuestión no me lo había mencionado Brian.
Una estridencia brotó de Robin.
—¡No me lo puedo creer! ¡Pero si ahí está
todo
el problema!
¡Cielos! Es muy, muy propio de Brian no habértelo mencionado. Porque, seguramente, esa parte podría dificultarle las cosas a él, comprendes, ponérselas tan difíciles como a mí. Podría haberle aguado la fiesta en París, o una cena con Harvey Keitel, o lo que sea. No me puedo creer que no te lo mencionara.
—Explícame el problema.
—Rick Flamburg quedó incapacitado de por vida —dijo Robin—. Mi hermano tiene para diez o quince años de cárcel, esa espantosa compañía está corrompiendo los colegios de la ciudad, mi padre está en tratamiento antipsicótico, y Brian, mientras, huy, mira lo que W—— ha hecho por nosotros, vámonos a vivir a Mendocino.
—Pero tú no has hecho nada malo —dijo Denise—. Nada de eso es culpa tuya.
Robin se dio la vuelta y la miró de frente.
—¿Para qué vivimos?
—No lo sé.
—Yo tampoco. Pero no creo que sea para triunfar.
Caminaron en silencio. Denise, a quien triunfar importaba muchísimo, hubo de observar que, para colmo de su colmada suerte, Brian estaba casado con una mujer de principios y con carácter.
Pero también observó que Robin no se distinguía por su lealtad.
El salón de Denise no contenía muchas más cosas de las que allí quedaron tres años antes, tras haberlo vaciado Emile. En el concurso a ver quién renunciaba más, en aquel Fin de Semana de las Lágrimas, Denise disfrutó de una doble ventaja: la de sentirse todavía más culpable que Emile y la de haber dado ya su acuerdo para quedarse con la casa. Al final, consiguió que Emile se llevara prácticamente todas las cosas que poseían en común y a ella le gustaban o valoraba, y muchas otras cosas que no le gustaban, pero a las que habría podido sacar algún partido.
La vaciedad de la casa le había molestado mucho a Becky Hemerling. Era
fría,
rezumaba
odio de sí misma,
era un
monasterio.
—Muy agradable y muy despejada —comentó Robin.
Denise la instaló ante la media mesa de ping-pong que hacía las veces de mesa de cocina, abrió un vino de cincuenta dólares, y procedió a darle de comer. Denise rara vez había tenido que luchar con su peso, pero se habría puesto como una foca en un mes si alguna vez hubiese comido como Robin. Miró con espanto reverencial mientras su invitada, con mucho vuelo de codos, devoraba dos riñones y una salchicha casera, probaba cada una de las ensaladas de col y untaba mantequilla en la tercera rebanada del muy artesano y muy saludable pan de centeno.
Ella, en cambio, tenía mariposas en el estómago, y apenas comió nada.
—San Judas es uno de mis santos preferidos —comentó Robin—. ¿Te ha dicho Brian que últimamente estoy yendo a la iglesia?
—Sí que lo ha mencionado, sí.
—Seguro que sí. ¡Y seguro que te lo contó con mucha comprensión y mucha paciencia! —Robin hablaba en tono alto y tenía la cara roja de vino. Denise sintió que algo se le apretaba en el pecho—. Total, que una de las cosas buenas de ser católico es tener a tu disposición un santo como san Judas Tadeo.
—¿Patrón de las causas imposibles?
—Exacto. ¿Para qué están las Iglesias, sino para las causas imposibles?
—Lo mismo me pasa a mí con el deporte —dijo Denise—. Los ganadores no necesitan que los ayudes. Robin asintió.
—Ya me entiendes. Pero cuando vives con Brian no te queda más remedio que pensar que en los perdedores hay algo que no está bien. No es que llegue a criticarte. Nunca le faltarán ni la comprensión ni la paciencia. ¡Es grandioso, Brian! ¡Es intachable, Brian! Lo que pasa es que si tiene que quedarse con alguien, prefiere que sea un ganador. Y yo no soy tan ganadora. Ni quiero serlo.
Denise nunca se habría expresado así, hablando de Emile. Ni siquiera ahora.
—Tú, en cambio, sí que eres una ganadora —dijo Robin—. Por eso vi en ti una posible sustituía. Como si me estuvieras pidiendo la vez.
—Na.