Si le parecen aceptables los términos del Acuerdo de Licencia adjunto, firme usted y eleve a documento público las tres copias y haga el favor de enviárnoslas en fecha no posterior al 30 de septiembre próximo.
Con nuestros mejores saludos,
Joseph K. Prager
Miembro Asociado Preferente
Bragg Knuter & Speigh
Cuando el cartero les llevó esta carta, en agosto, y Enid bajó al sótano a despertar a Alfred, éste se encogió de hombros y dijo:
—No vamos a vivir ni mejor ni peor con cinco mil dólares más.
Enid sugirió entonces que podían escribir a la Axon Corporation pidiendo más dinero, pero Alfred negó con la cabeza.
—Antes de que nos demos cuenta nos habremos gastado los cinco mil dólares en abogados —dijo—, y ¿qué habremos conseguido?
Enid dijo que el «no» ya lo tenían, sin embargo.
—No voy a pedir nada —dijo Alfred.
Pero si lo único que tenía que hacer era contestar pidiéndoles diez mil dólares, insistió Enid… La mirada que le dirigió Alfred la obligó a guardar silencio. Fue como si le hubiera pedido que hiciesen el amor.
Denise había sacado una botella de vino del frigorífico, como para subrayar su indiferencia ante cualquier cosa que pudiera importarle a Enid. Ésta, a veces, tenía la impresión de que Denise no dudaría en desdeñar hasta la cosa más insignificante que a ella le importara. La ceñidura sexual de los vaqueros de Denise, al cerrar un cajón con la cadera, bien transmitía ese mensaje. La seguridad con que insertó el sacacorchos en el corcho, bien transmitía ese mensaje.
—¿Te apetece un poco de vino?
Enid se encogió de hombros.
—Es muy temprano.
Denise se lo bebió como agua del grifo.
—Conociendo a Gary —dijo—, seguro que trató de empujaros a que les sacarais los ojos.
—No, mira —Enid indicó la botella de vino con ambas manos—. Una gotita, échame un traguito de nada, nunca bebo a esta hora de la mañana, nunca… Mira, a Gary le gustaría saber para qué quieren la patente, si están aún en un estadio tan inicial del desarrollo del producto. Creo que lo normal es no respetar las patentes ajenas… No te pases, Denise. No quiero tanto vino… Porque, mira, la patente expira dentro de seis años, de modo que, según Gary, la compañía piensa ganar dinero en poco tiempo.
—¿Firmó papá el acuerdo?
—Sí, claro. Fue a ver a Schumpert e hizo que Dave se lo elevara a documento público.
—Entonces no te queda más remedio que respetar su decisión.
—Denise, es que se ha vuelto muy cabezota y muy falto de sentido común, últimamente. Yo no puedo…
—¿Estás diciendo que es un problema de incapacidad?
—No, no, es una cuestión de carácter, totalmente. Lo que pasa es que yo no puedo…
—Puesto que ya ha firmado el acuerdo —dijo Denise—, ¿qué se figura Gary que puede hacerse?
—Nada, supongo.
—¿Para qué estamos hablando, entonces?
—Para nada. Tienes razón —dijo Enid—. No hay nada que podamos hacer.
Aunque, de hecho, sí que lo había. Si Denise hubiera disimulado algo más su postura a favor de Alfred, Enid quizá le habría confesado que cuando Alfred le puso en las manos el acuerdo elevado a documento público para que lo echara al correo, de paso que iba al banco, ella lo escondió en la guantera del coche, y allí lo tuvo retenido, irradiando culpabilidad, durante varios días; y que más tarde, aprovechando una cabezada de Alfred, metió el sobre en un escondite más seguro, en el cuarto de la lavadora, detrás del armario, lleno éste de frascos de mermelada indeseable y de pastas para untar que se iban poniendo grises con el tiempo (naranjas chinas con pasas, calabaza con brandy, queascobuesas coreanas) y jarros y cestos y cubos de arcilla de florista demasiado valiosos para tirarlos, pero no lo suficiente como para usarlos; y que, como consecuencia de tal acto de deslealtad, aún podían sacarle a la Axon un buen pellizco por la licencia, y que por consiguiente era de vital importancia que encontrara la segunda carta certificada de la Axon y la escondiera antes de que Alfred la encontrara y se diera cuenta de su desobediencia y su traición.
—Bueno, pero, ya que estamos—dijo, tras haber vaciado su vaso—, hay otra cosa en la que sí quiero que me ayudes.
Denise vaciló un momento antes de contestar con un cortés y cordial «¿Sí?». La vacilación vino a confirmar a Enid en su ya antiguo convencimiento de que Alfred y ella se habían equivocado en algo al educar a Denise. No habían logrado inculcar a su hija pequeña el adecuado espíritu de generosidad y de alegría en el servicio.
—Bueno, pues, como sabes —dijo Enid—, llevamos ocho años seguidos pasando las Navidades en Filadelfia, y los chicos de Gary ya son lo suficientemente mayores como para que a lo mejor les apetezca tener el recuerdo de una Navidad en casa de sus abuelos, de modo que he pensado…
—¡Maldita sea!
Era un reniego procedente del salón.
Enid depositó su vaso y salió corriendo. Alfred permanecía sentado al borde de la tumbona, como si alguien lo hubiera castigado, con las rodillas en posición más elevada de lo normal y con la espalda un poco encorvada, y observaba el lugar en que se había estrellado su tercera pieza de aperitivo. La góndola de pan se le había escurrido entre los dedos durante la maniobra de aproximación a la boca y había impactado primero en su rodilla, desperdigando trocitos sueltos por doquier, y luego en el suelo, yendo a parar debajo de la tumbona. Un húmedo jirón de pimiento asado se había quedado adherido a un lateral del mueble. En torno a cada trozo de aceituna se iba formando en la tapicería una oscura sombra de aceite. La góndola vacía descansaba sobre un costado, dejando al descubierto su blanco interior, empapado de amarillo y con manchas de color marrón.
Denise, con una esponja húmeda en la mano, se deslizó entre Enid y la tumbona y se arrodilló junto a Alfred.
—Ay, papá —dijo—, es que son muy difíciles de manejar, estas cosas. Tendría que haberme dado cuenta.
—Dame un trapo, que yo lo limpio.
—No, deja —dijo Denise.
Poniendo una mano en cuchara, retiró los trocitos de aceituna de las rodillas y los muslos de su padre. A él le temblaban las manos, por encima de la cabeza de Denise, en un gesto como de estar a punto de apartarla, pero ella actuó con mucha presteza y no tardó en haber recogido todos los trocitos de aceituna del suelo, para en seguida regresar a la cocina con los restos del canapé; allí estaba Enid, a quien le habían venido ganas de echarse otra gotita de vino y que, en su prisa por que no la pillaran, se había servido una gotita de bastante consideración y se la había bebido al momento.
—Total —dijo—, que si a ti y a Chip os apetece, podríamos pasar todos las últimas Navidades en St. Jude. ¿Qué te parece la idea?
—Yo iré adonde vosotros dos queráis —dijo Denise.
—No, pero prefiero preguntarte. Quiero saber si hay algo especial que te apetezca hacer. Si tendrías un interés especial en pasar por última vez la Navidad en la casa donde te criaste. ¿Crees que te podría divertir el asunto?
—Mira, vamos a no darle vueltas —dijo Denise—: Caroline no va a dejar su Filadelfia de ninguna de las maneras. Pensar otra cosa es pura fantasía. De modo que si quieres ver a tus nietos tendrás que venirte al este.
—Denise, te estoy preguntando qué es lo que tú quieres. Gary dice que él y Caroline no han descartado la posibilidad. Yo lo que necesito es saber si unas Navidades en St. Jude son algo que de verdad, de verdad, te apetece. Porque si todo el resto de la familia está de acuerdo en la importancia de reunimos todos en St. Jude por última vez…
—Por mí, estupendo, mamá, si puedes apañártelas.
—Sólo necesitaré un poco de ayuda en la cocina.
—Yo te echaré una mano en la cocina. Pero sólo puedo quedarme unos días.
—¿No te puedes tomar una semana?
—No.
—¿Por qué?
—Mamá…
—¡Maldita sea! —volvió a gritar Alfred desde el salón, inmediatamente después de que algo de cristal, tal vez un jarrón con girasoles, se estrellase contra el suelo haciendo un ruido de cascarse y romperse—. ¡Maldita sea, maldita sea!
Enid tenía los nervios igual de astillados, de modo que a punto estuvo de caérsele de las manos el vaso de vino; y, sin embargo, una parte de ella se alegraba de aquel nuevo percance, fuese lo que fuese, porque así tendría Denise un anticipo de lo que iba a tener que sobrellevar, todos los días y a todas horas, durante su estancia en St. Jude.
La noche del septuagésimo quinto cumpleaños de Alfred sorprendió a Chip en su soledad de Tilton Ledge, celebrando un congreso sexual con su tumbona roja.
Era a principios de enero y los bosques de alrededor de Carparts Creek estaban empapados de nieve fundida. Sólo el cielo del centro comercial, sobre la parte central de Connecticut, y las pantallas digitales de sus aparatos electrónicos caseros arrojaban luz sobre sus labores carnales. Estaba de hinojos a los pies de su tumbona y olisqueaba minuciosamente el tapizado, centímetro a centímetro, con la esperanza de que en él persistiera algún olorcillo vaginal, transcurridas ocho semanas desde el día en que Melissa estuvo tendida en aquel mueble. Los olores generalmente distintos e identificables —el olor a polvo, a sudor, a orina, el tufo del tabaco, el perfume fugitivo de los productos limpiadores— acabaron por resultarle abstractos e indiscernibles, de tanto olfatear, y por consiguiente se veía obligado a hacer una pausa de vez en cuando, para refrescarse las fosas nasales. Apretó los labios contra los botones que sellaban cada uno de los ombligos de la tumbona y besó las pelusas y la arenisca y las miguitas y los pelos que debajo de ellos se habían ido acumulando. Ninguno de los tres sitios en que creyó haber olfateado a Melissa olía a ella sin ambigüedad posible, pero, tras exhaustivas comparaciones, acabó eligiendo el menos cuestionable de los tres, junto a un botón situado cerca de donde empezaba el respaldo, y en él concentró plenamente su atención nasal. Toqueteó otros botones con las dos manos, mientras la frescura del tapizado, rozándole las partes bajas, le ofrecía un pobre remedo de la piel de Melissa, hasta que por fin consiguió convencerse suficientemente de la realidad del olor —convencerse suficientemente de que poseía una reliquia de Melissa— como para consumar el acto. Luego se dio la vuelta en su complaciente antigualla y fue a parar al suelo, con la bragueta abierta y la cabeza en el cojín, una hora más cerca de haberse olvidado de llamar a su padre para felicitarlo por su cumpleaños.
Se fumó dos cigarrillos, encendiendo el segundo con la colilla del primero. Conectó el televisor por un canal en que emitían una maratón de dibujos animados de la Warner Bros. Justo al borde del charco de resplandor túbico se veían las cartas que llevaba tirando al suelo, sin abrir, desde hacía casi una semana. En el montón había tres cartas del nuevo rector en funciones del
college,
también unas cuantas, de muy mal agüero, del fondo de jubilación de profesores, y una carta de la oficina de alojamiento del
college
con las palabras aviso de desalojo en el haz del sobre.
Antes, más temprano, mientras mataba el tiempo rodeando con un círculo de tinta azul todas las
emes
mayúsculas de la primera página de un
New York Times
con fecha de hacía un mes, Chip había llegado a la conclusión de que estaba comportándose como una persona deprimida. Ahora, cuando el teléfono empezó a sonar, lo primero que pensó fue que una persona deprimida debía permanecer con los ojos fijos en la pantalla del televisor, haciendo caso omiso de la llamada; y encender un cigarrillo; y, sin dar la menor muestra de afecto sentimental, verse otro episodio de dibujos animados, mientras el contestador se hacía cargo del mensaje de quienquiera que fuese.
Que su impulso consistiera, sin embargo, en ponerse en pie de un brinco y contestar el teléfono —que pudiera traicionar tan a la ligera todo un día de arduo desperdiciar el tiempo— ponía muy en tela de juicio la autenticidad de sus padecimientos. Pensó que le faltaba capacidad para quedarse sin volición y perder por completo el contacto con la realidad, como hacían todos los deprimidos en los libros y en las películas. Pensó, mientras quitaba el sonido del televisor y acudía corriendo a la cocina, que estaba fracasando hasta en la mísera tarea de fracasar como es debido.
Se subió la cremallera, prendió la luz y levantó el auricular.
—¿Diga?
—¿Qué está pasando, Chip? —dijo Denise, sin preámbulo alguno—. Acabo de hablar con papá y dice que no has dado señal de vida.
—Denise. Denise. ¿Por qué gritas?
—Grito —dijo ella— porque estoy enfadada, porque hoy cumple papá setenta y cinco años y no lo has llamado por teléfono ni le has mandado una tarjeta de felicitación. Estoy enfadada porque llevo doce horas trabajando sin parar y acabo de llamar a papá y resulta que está preocupado por tu culpa. ¿Qué está pasando?
Chip se dio la sorpresa de reírse.
—Lo que está pasando es que me he quedado sin trabajo.
—¿No te han nombrado titular?
—No, me han despedido —dijo él—. Ni siquiera me han permitido dar las dos últimas semanas de clase. Otro profesor se ocupó de mis exámenes. Y no puedo apelar la decisión sin presentar un testigo. Y si trato de hablar con mi testigo, no haré sino añadir pruebas de mi delito.
—¿De qué testigo hablas? ¿Y testigo de qué?
Chip agarró una botella del cubo de reciclables, comprobó por dos veces que estaba vacía, y la devolvió al recipiente.
—Una ex alumna mía dice que estoy obsesionado con ella. Dice que tuve una relación con ella y que le escribí uno de sus trabajos trimestrales en una habitación de motel. Y a menos que acuda a un abogado, lo cual no puedo permitirme, porque me han dejado sin sueldo, no estoy autorizado a hablar con esa alumna. Si intento verla, será acoso por mi parte.
—¿Miente esa chica? —preguntó Denise.
—Tampoco es un asunto como para que se lo cuentes a papá y mamá.
—¿Miente esa chica, Chip?
Sobre la encimera de la cocina estaba una sección del
New York Times
en cuya primera página se había dedicado a marcar con un círculo todas las
emes
mayúsculas. Volver a ver ese artefacto, horas más tarde, era como recordar un sueño, salvo por el detalle de que los sueños no tienen capacidad para envolver de nuevo en su interior a alguien que está despierto, de modo que la visión de un texto sobre nuevos recortes importantes en los servicios de atención médica y salud, repleto de marcas, provocó en Chip esa misma sensación de malestar y de deseo sexual insatisfecho que lo había lanzado antes a oler y sobar la tumbona. Ahora le costó un gran esfuerzo recordar que ya había pasado por la tumbona, que ya había ensayado ese camino hacia el sosiego y el olvido.