Las correcciones (23 page)

Read Las correcciones Online

Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Narrativa

BOOK: Las correcciones
6.43Mb size Format: txt, pdf, ePub

Denise levantó el puño de cuero para mirar el reloj.

—Estaré cinco días. Pero no creo que Gary haga lo mismo. Y quién sabe en qué andará Chip cuando llegue el momento.

—Denise —dijo Alfred impacientemente, como si su hija hubiese estado diciendo tonterías—, por favor, habla con Gary.

—De acuerdo, de acuerdo, hablaré con Gary.

Las manos de Alfred se levantaron en el aire.

—¡No sé cuánto tiempo me queda! Tu madre y tú tenéis que llevaros bien. Gary y tú tenéis que llevaros bien.

—Al, te queda mucho…

—¡Todos tenemos que llevarnos bien!

Denise nunca había sido de lágrima fácil, pero se le estaba contrayendo el rostro.

—Está bien, papá, ya hablaré con él —dijo.

—Tu madre quiere celebrar la Navidad en St. Jude.

—Hablaré con él. Te lo prometo.

—Bueno —Alfred se dio media vuelta súbitamente—. No se diga más.

El viento azotaba su impermeable negro, pero, aun así, Enid se atuvo a su esperanza de que el tiempo fuera perfecto para hacer un crucero, de que la mar se mantuviera en calma.

Con ropa seca, con una maleta plegable y un petate y con cigarrillos —Muratti, suave y letal, a cinco dólares el paquete— Chip llegó al Kennedy con Gitanas Misevicius y embarcó en el vuelo a Helsinki, donde, en flagrante violación de su acuerdo verbal, Gitanas y él no tenían reservada clase business, sino turista.

—Esta noche, a beber, y mañana, a dormir —dijo Gitanas. Tenían asientos de pasillo y ventanilla. Chip, mientras ocupaba el suyo, recordó el modo en que Julia había dejado colgado a Gitanas. La imaginó recorriendo rápidamente el avión y luego esprintando por el vestíbulo del aeropuerto para al final meterse de cabeza en un acogedor taxi amarillo, de los de toda la vida. Chip sintió una punzada de nostalgia —terror a lo ajeno, amor a lo conocido—, pero, a diferencia de Julia, no le vinieron ganas de salir huyendo. Se quedó dormido apenas había terminado de abrocharse el cinturón de seguridad. Despertó un instante durante el despegue y en seguida volvió a quedarse frito, hasta que la población entera de la aeronave, como un solo hombre, encendió los cigarrillos.

Gitanas sacó un ordenador de su funda y lo puso en marcha.

—Así que Julia —dijo.

Por un momento, alarmado entre las nubes de la modorra, Chip creyó que Gitanas lo estaba llamando Julia.

—Mi mujer —dijo Gitanas.

—Ah, sí, claro.

—Sí. Está con antidepresivos. Creo que fue idea de Edén. Tengo la impresión de que Edén le controla la vida en este momento. Se notaba que hoy no me quería en el despacho. Vamos, no quería ni que apareciese por Nueva York. Ahora soy un estorbo. Y, bueno, vale, Julia empieza a tomar esos medicamentos, y de pronto, un día, se despierta y resulta que se niega a estar con ningún hombre con quemaduras de tabaco en la ropa. O eso dice. Que está harta de hombres con quemaduras de tabaco. Que ha llegado el momento de cambiar. Se acabaron los hombres con quemaduras de tabaco.

Gitanas introdujo un CD en la ranura correspondiente del ordenador.

—Pero el apartamento sí que lo quiere. O, por lo menos, su abogado quiere que lo quiera. El abogado divorcista que le paga Edén. Alguien cambió las cerraduras, y tuve que sobornar al portero para que me dejara entrar.

Chip cerró la mano izquierda.

—¿Quemaduras de tabaco?

—Sí, sí. Yo siempre llevo unas cuantas.

Gitanas alargó el cuello para ver si había algún vecino a la escucha, pero todos los pasajeros de sus cercanías, menos dos niños con los ojos muy cerrados, estaban ocupadísimos fumando.

—Presidio militar soviético —dijo—. Voy a enseñarte el recuerdo que tengo de mi agradable estancia allí.

Se sacó una manga de la cazadora roja y se arremangó la camiseta amarilla que llevaba debajo. Desde la axila, por la cara interna del brazo, y hasta el codo, le corría una cicatriz como de viruela, una especie de constelación de tejido dañado.

—Esto fue en 1990 —dijo—. Ocho meses en un cuartel del Ejército Rojo en el estado soberano de Lituania.

—Fuiste disidente —dijo Chip.

—Sí, eso, disidente.

Se volvió a meter la manga.

—Algo horrible, por supuesto. Agotador, aunque la verdad es que no notábamos el cansancio. El cansancio vino después.

De aquel año, 1990, lo que Chip conservaba en la memoria eran tragedias de la época Tudor, interminables riñas fútiles con Tori Timmelman, una secreta y nada saludable compenetración con determinados textos de Tori que ilustraban las objetificaciones deshumanizadoras de la pornografía, y poco más.

—Total —dijo Gitanas—, que me da un poco de miedo mirar esto.

En la pantalla del ordenador había una imagen en blanco y negro, una cama vista desde lo alto, con un bulto bajo las mantas.

—El portero dice que tiene un novio, y yo he reunido alguna información. El inquilino anterior dejó un sistema de vigilancia en el piso. Un detector de movimiento, rayos infrarrojos, fotografía digital. Puedes verlo si quieres. Lo mismo te interesa. Lo mismo se pone caliente la cosa.

Chip se acordó del detector de humo que había en el techo del dormitorio de Julia. Muchas veces se había quedado con la vista clavada en él, hasta que se le secaban las comisuras de la boca y los ojos se le iban hacia atrás. Siempre le pareció un detector de humos extrañamente complicado.

Se enderezó en su asiento.

—Quizá sería mejor que no lo mirases.

Gitanas movía el ratón y lo pulsaba intrincadamente.

—Voy a ladear la pantalla, para que no tengas que verlo si no quieres.

Nubarrones de humo se iban formando en los pasillos. Chip llegó a la conclusión de que tenía que encender un Muratti; pero la diferencia entre la inhalación de humo y la inhalación de aire no resultó digna de consideración.

—Lo que me parece —dijo, tapando con la mano la pantalla del ordenador— es que sería mejor para ti que sacases ese disco sin verlo.

Gitanas se quedó verdaderamente sorprendido.

—¿Por qué no voy a verlo?

—Bueno, vamos a pensar un poco por qué.

—Pues más vale que me lo digas tú.

—No, no, vamos a pensar los dos.

Por un momento, la situación se hizo furiosamente jocosa. Gitanas miró un hombro de Chip, luego las rodillas, luego la muñeca, como escogiendo dónde pegarle la primera dentellada. Luego sacó el disco y se lo arrojó a Chip a la cara.

—¡Que te den por el culo!

—Ya, ya.

—Quédate con él. Que te den por el culo. No necesito verlo otra vez. Quédatelo.

Chip se guardó el CD en el bolsillo de la camisa. Se sentía la mar de bien. Estupendamente. El avión había alcanzado su altitud de crucero y el ruido tenía el vago y sostenido rozamiento blanco de unos senos nasales resecos, el color de las ventanillas de plástico, con sus ralladuras, el sabor del café frío y pálido en vasos reutilizables. La noche del septentrión atlántico era oscura y solitaria, pero allí, en el avión, había luces en el cielo. Había sociabilidad. Era muy bueno estar despierto y sentir tanta gente despierta alrededor.

—O sea que tú también te quemas con el tabaco —dijo Gitanas.

Chip le enseñó la palma de la mano.

—No es nada —dijo.

—Una autolesión. Eres un americano patético.

—Otro tipo de presidio —dijo Chip.

Cuanto más lo pensaba, más se enfadaba

Los provechosos tejemanejes de Gary Lambert con la Axon Corporation tuvieron principio unas tres semanas antes, una tarde dominical que Gary invirtió en su nuevo laboratorio de revelado en color, haciendo copias de dos viejas fotografías de su padre y tratando de tomar placer en ello, para de ese modo, si lo conseguía, quedarse tranquilo en lo tocante a su salud mental.

Gary llevaba mucho tiempo preocupado con su salud mental, pero aquella tarde en concreto, cuando salió de la casa de Seminole Street, grande y de dos aguas, y cruzó el no menos grande jardín trasero y trepó por las escaleras exteriores de su espacioso garaje, en su cerebro hacía un tiempo estupendo, esplendoroso y cálido, como el que suele hacer en el noroeste de Filadelfia. El brillo de un sol septembrino atravesaba una mezcla de neblina y pequeñas nubes de peana gris, y Gary, hasta donde llegaba su capacidad para seguir y comprender su propia neuroquímica (recordemos que desempeñaba el cargo de vicepresidente del CenTrust Bank, lo que quiere decir que de psicoanalista no tenía nada), estaba en la impresión de que sus principales indicadores mostraban una situación más bien saludable.

Gary, en general, aplaudía la moderna tendencia a la autogestión individual de los fondos de retiro y los planes de llamadas a larga distancia y la disponibilidad de colegios privados, pero la verdad era que no lo emocionaba mucho que dejaran en sus manos la gestión de su propia química cerebral, sobre todo teniendo en cuenta que ciertas personas de su entorno vital su padre, en concreto— se negaban rotundamente a aceptar ninguna responsabilidad en tal sentido. Aunque a Gary se le podía acusar de cualquier cosa menos de no hacer las cosas a conciencia. Al entrar en el cuarto oscuro, calculó que sus niveles de Neurofactor 3 (es decir: serotonina, un factor importantísimo) venían indicando picos de siete días o incluso treinta, que también su Factor 2 y su Factor 3 se situaban por encima de las expectativas, y que el Factor 1 se recuperaba del hundimiento de primera hora de la mañana, relacionado con la copa de Armagnac de antes de irse a la cama. Se movía con pasos mullidos, con una agradable consciencia de su estatura por encima de la media y de su bronceado de finales de verano. El resentimiento contra Caroline, su mujer, se mantenía bajo control, a nivel moderado. Los descensos solían predecir incrementos en los índices clave de paranoia (por ejemplo: la persistente sospecha de que Caroline y sus dos hijos mayores se burlaban de él), y su evaluación estacional de lo fútil y breve de la vida guardaba consistencia con la robustez general de su economía mental. Lo suyo no era manía depresiva. Para nada.

Corrió las cortinas de terciopelo, a prueba de luz, y cerró los postigos, sacó una caja de papel 18x24 del voluminoso refrigerador de acero inoxidable y metió dos tiras de celuloide en el limpiador de negativos motorizado —un cachivache muy pesado y muy gustoso de utilizar.

Estaba positivando imágenes del desdichado Decenio de Golf Conyugal que vivieron sus padres. En una se veía a Enid inclinada en terreno muy irregular y de hierba alta, con el ceño fruncido tras las gafas de sol, en la demoledora calorina propia de su tierra natal, estrujando con la mano izquierda el cuello de su muy asendereada madera 5, con el brazo derecho borroso, forzando la postura del hombro, en el intento de enderezar la pelota (una mancha blanca en el lado derecho de la foto) hacia la calle. (Alfred y ella sólo habían jugado anteriormente en campos públicos nada accidentados, rectos, cortos y baratos). En la otra foto se veía a Alfred con unos pantalones cortos muy ceñidos y una gorra de visera de la Midland Pacific, calcetines negros y unos prehistóricos zapatos de golf, y apuntando con una madera prehistórica a un marcador de tee del tamaño de un pomelo, y sonriendo a la cámara con cara de decir:
A una cosa tan grande sí que le atino.

Tras haber pasado las ampliaciones por el fijador, Gary dejó entrar la luz y descubrió que ambas fotos estaban cubiertas de unas manchas amarillas muy peculiares.

Maldijo un poco, no tanto porque le importaran las fotografías como porque deseaba seguir de buen humor, con su talante rico en serotonina, y para tal fin necesitaba un mínimo de cooperación por parte del mundo de los objetos.

Fuera, el tiempo iba estropeándose. Había un gorgor de cañerías, la percusión en el techo de las gotas que se desprendían de los árboles altos. A través de las paredes del garaje, mientras efectuaba otro par de ampliaciones, Gary oía a Caroline y a los chicos jugar al fútbol en el jardín trasero. Le llegaba un ruido de balonazos y patadas, algún grito suelto, el retumbo sísmico del balón al chocar con el garaje.

Cuando emergió del fijador el segundo juego de copias con las mismas manchas amarillas, Gary fue consciente de que debía dejarlo. Pero entonces hubo unos golpes en la puerta, y su hijo pequeño, Jonah, entró deslizándose por un lado de la cortina.

—¿Estás revelando? —dijo Jonah.

Gary, apresuradamente, dobló en cuatro las copias fallidas y las sepultó en la papelera.

—Acabo de empezar —dijo.

Volvió a mezclar las soluciones y abrió una caja nueva de papel fotográfico. Jonah se sentó junto a una de las luces de seguridad y se puso a musitar mientras volvía las páginas de un volumen de las crónicas de Narnia,
El príncipe Caspian,
de C.S. Lewis, regalo de Denise, la hermana de Gary. Jonah estaba en segundo grado, pero ya leía como un chico de quinto. Solía leer las palabras escritas en una especie de susurro articulado que encajaba a las mil maravillas con su osadía personal, muy de Narnia. Tenía unos ojos oscuros y brillantes y una voz de oboe y un pelo más suave que el visón y podía parecer, incluso a ojos de Gary, más un animalito sensual que un niño.

A Caroline no acababa de gustarle Narnia: C.S. Lewis era un conocido propagandista católico, y el héroe de la serie, Aslan, era un Cristo de cuatro patas y muy peludo. A Gary, en cambio, de pequeño le había encantado la lectura de
El león, la bruja y el armario,
y no por ello se había convertido, con la edad, en ningún meapilas. (De hecho, era de un gran rigor en su materialismo).

—O sea que matan un oso —informó Jonah—, pero no de los que hablan; y vuelve Aslan, pero la única que puede verlo es Lucy, y los demás no la creen.

Gary, ayudándose de unas pinzas, introdujo los positivos en el baño de paro.

—Y ¿por qué no la creen?

—Porque es la más pequeña —dijo Jonah.

Fuera, bajo la lluvia, Caroline reía y gritaba. Había adquirido la costumbre de ir vestida como una trapera, para ponerse de igual a igual con los chicos. Durante los primeros años de matrimonio ejerció la abogacía, pero, tras el nacimiento de Caleb, habiendo heredado un dinero familiar, empezó a trabajar media jornada, por un salario filantrópicamente bajo, para el Fondo de Protección de la Infancia. Su auténtica vida se centraba en los chicos. Los llamaba sus mejores amigos.

Seis meses atrás, en vísperas del cuadragésimo tercer cumpleaños de Gary, mientras éste y Jonah les hacían una visita a los abuelos, en St. Jude, se presentaron en la casa dos contratistas de la localidad, cambiaron la instalación eléctrica y las cañerías y rehabilitaron toda la segunda planta del garaje, como regalo de cumpleaños de Caroline a Gary. Éste había hablado alguna vez de sacar copias nuevas de sus viejas fotos familiares más queridas, para tenerlas todas juntas en un álbum de cuero, una especie de Los Doscientos Mejores Momentos de los Lambert.

Other books

The Colonel's Man by Mina Carter, J. William Mitchell
Fantasyland 04 Broken Dove by Kristen Ashley
Butter Wouldn't Melt by Penny Birch
Bad Blood by Sandford, John
Nash (The Skulls) by Crescent, Sam
Wind Dancer by Jamie Carie
Still Me by Christopher Reeve
Messenger by Moonlight by Stephanie Grace Whitson