Las correcciones (18 page)

Read Las correcciones Online

Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Narrativa

BOOK: Las correcciones
10.97Mb size Format: txt, pdf, ePub

Sonrió a los todoterreno que pasaban muy despacio por su lado, con los conductores en postura automovilística de hace mal tiempo y lo mismo hay que frenar. Los porteros del barrio riegan las aceras dos veces al día, y los camiones de limpieza, con unos cepillos como bigotes de guardia urbano, restriegan las calles tres veces por semana, pero en Nueva York nunca hay que andar mucho para encontrar suciedad y cabreo. Chip llegó a leer Filth Avenue, avenida de la porquería, en lugar de Fifth Avenue, quinta avenida, en un cartel callejero. Las cosas esas celulares estaban acabando con los teléfonos públicos. Pero, a diferencia de Denise, para quien un teléfono móvil era el complemento perfecto de la plebeyez, y a diferencia de Gary, que no sólo no los odiaba, sino que había dotado a sus tres hijos de sendos móviles, Chip odiaba los teléfonos móviles sobre todo porque él no tenía uno.

Bajo la escasa protección del paraguas de Denise, desanduvo parte de lo andado y cruzó a la acera de enfrente para meterse en una tienda de comestibles de la University Place. Habían colocado cartones en el umbral, para mejor agarre, pero estaban empapados de agua y parecían un montón de algas pisoteadas. Al lado de la puerta, los titulares, en sus cestas de alambres, daban cuenta de que ayer se habían hundido otras dos economías de América del Sur y de que ciertos mercados clave del Lejano Oriente volvían a reflejar graves recesiones. Detrás de la máquina registradora había un cartel de la lotería:
No es por ganar. Es por pasarlo bien.™

Con dos de los cuatro dólares que llevaba en la cartera Chip compró un regaliz 100% natural que le gustaba mucho. Por el tercer dólar el dependiente la entregó cuatro monedas de 25 centavos.

—Querría también un Leprechaun de la Suerte, por favor —dijo Chip.

El trébol de tres hojas, el arpa de madera y el caldero de oro que dejó al descubierto no formaban una combinación ganadora, ni divertida.

—¿Sabe usted si hay por aquí algún teléfono que funcione?

—No hay teléfono público —dijo el dependiente.

—Quiero decir si hay alguno por aquí cerca.

—No hay teléfono público —el dependiente sacó de debajo del mostrador un teléfono móvil—. ¡Este teléfono!

—¿Puedo hacer una llamada rápida?

—Ya es demasiado tarde para hablar con el broker. Haber llamado ayer. Haber comprado productos norteamericanos.

El dependiente se rió de un modo que resultaba aún más insultante por el buen humor que manifestaba. Pero también era cierto que Chip tenía sus motivos para estar muy sensible. Desde el momento en que lo despidieron del D—— College, el valor de mercado de las compañías norteamericanas con cotización en Bolsa se había incrementado en un treinta y cinco por ciento. En esos mismos veintidós meses, Chip había tenido que liquidar un fondo de jubilación, que vender un buen coche, que trabajar a media jornada por un salario situado entre el 20% de los más altos del país… y aún seguía a la cuarta pregunta. Eran años aquellos, en Estados Unidos, en que resultaba prácticamente imposible no hacer dinero, años en que los recepcionistas podían firmarles a sus brokers talones de MasterCard al 13,9% de interés anual y, aun así, obtener beneficio, años de Compra, años de Demanda, y Chip había perdido el tren. En su fuero interno, sabía que si alguna vez conseguía vender
La academia púrpura,
sería a la semana siguiente de que los mercados hubieran alcanzado su pico máximo, dando lugar a que él perdiese cualquier dinero que pudiera invertir.

Eso sí: teniendo en cuenta la reacción negativa de Julia ante el guión, la economía norteamericana no estaba al borde de la catástrofe.

Calle arriba, en la Cedar Tavern, encontró un teléfono público en buen estado. Era como si hubieran pasado años desde las dos copas que se había tomado en ese mismo local la noche antes. Marcó el número del despacho de Edén Procuro y colgó nada más oír la voz del servicio de mensajería, pero cuando ya había caído la moneda. El servicio de información pudo facilitarle el número de teléfono del domicilio de Doug O'Brien, y éste contestó la llamada, pero estaba cambiándole los pañales a su criatura. Tuvieron que pasar varios minutos para que Chip pudiera preguntarle si Edén había leído ya el guión.

—Fenomenal. Es un proyecto con una pinta fenomenal —dijo Doug—. Creo que lo llevaba consigo cuando salió de casa.

—¿Y adonde iba?

—Tú sabes que no puedo decirle a nadie dónde está, Chip. Lo sabes muy bien.

—Creo que la situación merece el calificativo de muy urgente.

Por favor deposite-ochenta centavos-para los próximos-dos minutos.

—¡Dios del cielo! ¡Un teléfono público! —exclamó Doug—. ¿Estás en un teléfono público?

Chip cebó el aparato con sus dos últimas monedas de cuarto de dólar.

—Tengo que recuperar el guión antes de que ella lo lea. Hay una corrección…

—No es cosa de tetas, ¿verdad? Según Edén, a Julia le parecían demasiadas tetas. Pero yo, en tu lugar, no me preocuparía. Por lo general, demasiado no existe. Julia está pasando una semana muy intensa.

Por favor deposite-treinta centavos-en este momento…

—… que tú… —dijo Doug.

… para los próximos-dos minutos-en este momento…

—… el sitio más lógico de…

… de otro modo su llamada quedará interrumpida-en este momento.

—¡Doug! —dijo Chip—. ¡No te he oído lo último que has dicho, Doug!

Lamentamos…

—Sí, sí, te digo que por qué no…

… adiós y muchas gracias,
dijo la voz de la compañía, y el teléfono enmudeció, con los cuartos de dólares resonándole en las tripas. La placa de identificación era del color de la Baby Bell, pero decía: «Orfic Telecom, 3 MINUTOS 25 centavos, cada minuto adicional 40 centavos».

El sitio más lógico donde encontrar a Edén era su despacho de Tribeca. Chip se acercó a la barra preguntándose si la chica nueva, una rubia con mechas y con pinta de líder de una de esas bandas que tocan en los bailes de colegio, lo recordaría de la noche anterior lo suficiente como para aceptar su permiso de conducir a título de garantía por un préstamo de veinte dólares. Ella y dos clientes sueltos permanecían atentos a un nebuloso partido de fútbol americano que daban por la tele, algo de la liga colegial, los Nittany Lions, figurillas de color castaño, como garabatos, en un charco blanquecino. Y junto al brazo de Chip, muy cerca, apenas a un palmo de distancia, había un manojo de billetes de un dólar. Ahí encima, a la vista. Se preguntó si una transacción de tipo tácito (echarse el dinero al bolsillo, no volver a asomar la gaita por ese local, reintegrar el préstamo dentro de un sobre sin firmar, más adelante) no implicaría menos riesgos que pedir un préstamo: podía ser, de hecho, la trasgresión que preservara su cordura. Hizo una bola con los billetes y se situó más cerca de la chica, que era bastante guapa, la verdad; pero la pelea en pantalla de los hombrecillos de cabeza redonda y de color castaño seguía acaparando su atención, de modo que Chip se dio media vuelta y salió de la taberna.

Una vez dentro de un taxi, mientras contemplaba la sucesión de actividades húmedas que discurrían por la ventanilla, se metió el regaliz en la boca. Si no había modo de recuperar a Julia, iba a necesitar de mala manera una sesión de cama con la chica del bar. Que tendría unos treinta y nueve años, también. Quería llenarse las manos de su pelo fumoso. La imaginó viviendo en un edificio rehabilitado de la East Fifth Street, bebiéndose una cerveza antes de irse a dormir y metiéndose en la cama con una camiseta desteñida y sin mangas y con pantaloncillos de gimnasia; la imaginó en actitud cansada, con un piercing discreto en el ombligo, con el cono como un guante de béisbol muy zurrado, con las uñas de los pies pintadas de un color rojo muy normalito. Quería sentir contra los hombros las piernas de la chica, quería escuchar el relato de sus cuarenta y tantos años de vida. Le habría gustado saber si de verdad cantaba rock and roll en bodas y bar mitzvahs.

Por la ventanilla del taxi leyó juegos patéticos donde ponía juegos atléticos. Y leyó
Vituperio
donde ponía
Villa Imperio.

Estaba enamorándose de una persona a quien nunca volvería a ver. Le había robado nueve dólares a una honrada trabajadora aficionada a ver fútbol por la tele. Aun suponiendo que regresase más adelante y le devolviera el dinero y le pidiese perdón, nunca dejaría de ser el hombre que la había desvalijado cuando no miraba. Había quedado excluida de su vida para siempre, nunca podría recogerle el pelo entre los dedos, y no era buena señal que esta última pérdida le estuviese provocando hiperventilación; que el dolor lo desbarajustase de tal manera que no fuese capaz ni de seguir comiendo regaliz.

Leyó
Putas Cross
donde ponía
Plumas Cross,
leyó cobras donde ponía obras.

El escaparate de un óptico ofrecía: posturas gratuitas.

El problema era el dinero, y lo indigna que sin él resultaba la vida. Cada transeúnte, cada móvil, cada gorra de los Yankees, cada todoterreno que veía eran motivo de tormento. Chip no era ambicioso, no se dejaba llevar por la envidia. Pero el caso es que sin dinero apenas podía considerarse un hombre.

¡Cuánto había cambiado desde que lo despidieron del D—— College! Su anhelo ya no consistía en habitar un mundo diferente; ahora quería vivir en éste, pero con dignidad. Y puede que Doug tuviera razón, puede que los pechos de su guión no importaran gran cosa. Acababa de comprender —por fin se le había hecho la luz— que le bastaba sencillamente con cortar
en toda su integridad
el monólogo de apertura. Una corrección que podía efectuar en diez minutos, en el despacho de Edén.

Una vez frente al edificio le dio al taxista los nueve dólares recién robados. A la vuelta de la esquina, en una calle empedrada, había un equipo de rodaje de seis capitonés, haciendo una película, con los focos abrasando y los generadores apestando bajo la lluvia. Chip conocía las claves de seguridad del edificio de Edén, y el ascensor estaba desbloqueado. Pidió a los cielos que Edén todavía no hubiera leído el guión. La nueva versión corregida que tenía en la cabeza era el único y verdadero guión; pero el viejo monólogo de apertura, por desgracia, seguía vivo en el papel marfil del ejemplar de Edén.

Por la puerta cristalera exterior del quinto piso vio luz en el despacho de Edén. Que llevara los calcetines empapados y que su cazadora oliese como una vaca mojada a orillas del mar y que no tuviera modo de secarse las manos ni el pelo era, todo ello, muy desagradable, pero aún tenía que agradecer que las dos libras de salmón noruego no siguieran dentro de sus pantalones. Por comparación, se encontraba bastante a gusto.

Llamó a la puerta de cristal hasta que Edén salió del despacho y se quedó mirándolo. Edén tenía los pómulos altos y unos grandes ojos azul pálido y una piel traslúcida. Cualquier caloría extra que ingiriese comiendo en Los Ángeles o bebiendo martinis en Manhattan quedaba anulada en su bicicleta estática casera, o en la piscina de su club de natación, o en el propio frenesí de ser Edén Procuro. Normalmente, era una mujer eléctrica y flamígera, un manojo de cobre ardiente; pero ahora, mientras se acercaba a la puerta, se le veía una expresión dubitativa o contrariada. Caminaba con un ojo puesto en su despacho.

Chip hizo gesto de que lo dejara entrar.

—No está aquí —dijo Edén, a través del cristal.

Chip repitió el gesto. Edén abrió la puerta y se puso la mano en el corazón.

—Chip, de veras que siento mucho que Julia y tú…

—Vengo a buscar mi guión. ¿Lo has leído?

—¿Yo? A toda prisa. Tengo que volver a leerlo y tomar unas cuantas notas.

Hizo un gesto de apuntar algo, a la altura de la sien, y se rió.

—El monólogo de apertura —dijo Chip—. Queda suprimido.

—Ah, muy bien, me encanta la gente con propensión a cortar. Me encanta —miró de nuevo hacia su despacho.

—¿Crees tú, sin embargo, que sin el monólogo…?

—¿Necesitas dinero, Chip?

Edén le sonrió con una franqueza y una alegría tan raras, que era como si Chip la hubiese sorprendido borracha, o con las bragas en los tobillos.

—Bueno, no estoy totalmente arruinado —dijo.

—No, por supuesto; pero aún así.

—¿Por qué lo dices?

—Y ¿qué tal se te da Internet? —dijo ella—. ¿Sabes algo de Java, de HTML?

—No, por Dios.

—Bueno, da igual, ven un momento conmigo al despacho. ¿No te importa? Es un momento.

Chip, en pos de Edén y camino del despacho, pasó junto a la mesa de Julia, donde el único artefacto juliano era una rana de trapo puesta encima del monitor.

—Ahora que ya no estáis juntos —dijo Edén—, no hay motivo alguno para que tú no…

—No hemos roto, Edén.

—Que sí, que sí, créeme: se terminó —dijo Edén—. Por completo. Y estoy pensando que a lo mejor te viene bien un cambio de aires, para empezar a superarlo…

—Mira, Edén, Julia y yo estamos pasando por una situación transitoria…

—No, Chip, perdóname, pero de transitoria no tiene nada. Es permanente —Edén volvió a reírse—. Julia puede andarse con todos los rodeos que quiera, pero yo no. Así que, pensándolo bien, no hay razón alguna para que no te presente a… —entró en el despacho antes que Chip—. ¿Gitanas? Acabamos de tener una suerte increíble. Acaba de presentarse la persona ideal para lo que tú quieres.

Recostado en un sillón del despacho de Edén había un hombre de la misma edad que Chip, con una cazadora de cuero rojo con rayas paralelas en bajorrelieve y unos vaqueros blancos muy ceñidos. Tenía la cara ancha y mofletes de niño pequeño y llevaba el pelo tallado en una especie de concha rubia.

Edén estaba a punto del orgasmo, de puro entusiasmada.

—Mira que me he estado devanando los sesos, Gitanas, y no se me ocurría nadie que pudiera echarte una mano, y resulta que el hombre mejor cualificado de Nueva York llama de pronto a nuestra puerta… Te presento a Chip Lambert. ¿Te acuerdas de Julia, mi ayudante? —le guiñó el ojo a Chip—. Bueno, pues este señor es el marido de Julia, Gitanas Misevicius.

En casi todos los aspectos —coloración, forma de la cabeza, altura, constitución y, sobre todo, la sonrisa apocada que ahora mismo exhibía—, Gitanas se parecía más a Chip que cualquier otra persona con quien éste se hubiera encontrado antes. Era igual que Chip, sólo que mal compuesto y con los dientes torcidos. Dijo que sí con la cabeza, muy nervioso, sin ponerse en pie ni tenderle la mano a Chip.

Other books

Affinity by Sarah Waters
Hot Wire by Carson, Gary
The Winter Knights by Paul Stewart
Blue Ribbon Champ by Marsha Hubler
Final Patrol by Don Keith