Las cenizas de Ángela (3 page)

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Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

BOOK: Las cenizas de Ángela
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El amigo de mi padre, el señor MacAdorey, está ante nuestro edificio. Está al borde de la acera con su esposa, Minnie, mirando a un perro que está tendido en el arroyo. Alrededor de la cabeza del perro hay un charco de sangre. Es del color de la sangre de la boca de Malachy.

Malachy tiene sangre de perro y el perro tiene sangre de Malachy.

Tiro al señor MacAdorey de la mano. Le digo que Malachy tiene sangre como el perro.

—Ah, sí, desde luego, Francis. Los gatos también la tienen. Y los esquimales. Todos tienen la misma sangre.

—Déjalo, Dan —dice Minnie—. Deja de confundir a la criaturita.

Me dice que al pobre perrito lo había atropellado un coche y que se había arrastrado desde el centro de la calle antes de morir. Quería volver a su casa, el pobre animalito.

—Será mejor que vuelvas a tu casa, Francis —dice el señor MacAdorey—. No sé qué has hecho a tu hermanito, pero tu madre se lo ha llevado al hospital. Vuelve a casa, muchacho.

—¿Morirá Malachy como el perro, señor MacAdorey?

—Se ha mordido la lengua —dice Minnie—. No morirá.

—¿Por qué murió el perro?

—Le llegó su hora, Francis.

En el apartamento no hay nadie y yo vago por las dos habitaciones, el dormitorio y la cocina. Mi padre ha salido a buscar trabajo y mi madre está en el hospital con Malachy. Me gustaría tener algo para comer, pero en la nevera no hay más que unas hojas de repollo que flotan en el hielo fundido. Mi padre me dijo que no comiera nunca nada que flotara en el agua porque podría estar podrido. Me quedo dormido en la cama de mis padres, y cuando mi madre me zarandea ya es casi de noche.

—Tu hermanito va a dormir un rato. Casi se ha arrancado la lengua de un mordisco. Le han puesto un montón de puntos. Vete a la otra habitación.

Mi padre está en la cocina tomando té negro en su gran tazón blanco esmaltado. Me levanta y me sienta en su regazo.

—Papá, ¿me cuentas el cuento de Cu Cu?

—Cuchulain. Dilo conmigo: Cu-ju-lín. Te contaré el cuento cuando digas bien el nombre Cu-ju-lín.

Yo lo digo bien, y él me cuenta el cuento de Cuchulain, que cuando era un muchacho tenía un nombre diferente, Setanta. Se crió en Irlanda, donde vivía papá cuando era niño, en el condado de Antrim. Setanta tenía un palo y una pelota, y un día golpeó la pelota y ésta se metió en la boca de un perro grande que era de Culain y lo ahogó. Culain se enfadó mucho y dijo:

—¿Qué voy a hacer ahora sin mi perro grande para que guarde mi casa, a mi mujer y a mis diez hijos pequeños, además de numerosos cerdos, gallinas, ovejas?

—Lo siento —dijo Setanta—. Yo guardaré tu casa con mi palo y mi pelota y me llamaré Cuchulain, el Perro Guardián de Culain.

Y así lo hizo. Guardó la casa, y las regiones vecinas, y llegó a ser un gran héroe, el Perro Guardián de todo el Ulster. Papá decía que fue un héroe mayor que Hércules y que Aquiles, de los que tanto presumían siempre los griegos, y que podía medirse con el rey Arturo y con todos sus caballeros siempre que la pelea fuera limpia, cosa que, naturalmente, nunca podía esperarse cuando se luchaba contra un inglés.

Éste es mi cuento. Papá no puede contar este cuento a Malachy ni a ningún otro niño de los otros apartamentos del pasillo.

Termina el cuento y me deja probar su té. Está amargo, pero yo soy feliz sentado en su regazo.

Malachy tiene la lengua hinchada durante varios días y apenas puede emitir sonidos, mucho menos hablar. Pero aunque pudiera nadie le prestaría atención, porque tenemos dos niños recién nacidos nuevos que trajo un ángel en plena noche. Los vecinos dicen:

—Oh, ah, son unos niños preciosos: mirad qué ojos tan grandes.

Malachy está de pie en el centro de la habitación, levantando la vista a todos, señalándose la lengua y diciendo: «Uk, uk». Cuando los vecinos le dicen: «¿No ves que estamos mirando a tus hermanitos?», él se pone a llorar hasta que papá le da unas palmaditas en la cabeza.

—Métete la lengua, hijo, y sal a jugar con Frankie. Vamos.

En el parque infantil hablo a Malachy del perro que murió en la calle porque alguien le había metido una pelota en la boca. Malachy niega con la cabeza.

—No uk pelota. Coche uk mató perro.

Llora porque le duele la lengua y apenas puede hablar, y es terrible no poder hablar. No me deja que lo empuje en el columpio.

—Tú uk me matas uk en balancín —me dice. Pide a Freddie Leibowitz que lo empuje y está contento, se ríe cuando sube con el columpio hacia el cielo. Freddie es mayor, tiene siete años, y yo le pido que me empuje.

—No —dice—: tú has intentado matar a tu hermano.

Intento impulsar el columpio yo mismo, pero lo único que consigo es moverlo para delante y para atrás, y me enfado porque Freddie y Malachy se están riendo de mí porque no sé columpiarme. Ahora son grandes amigos, Freddie, de siete años, y Malachy, de dos. Se ríen constantemente, y la lengua de Malachy mejora con la risa.

Cuando se ríe se puede ver lo blancos, lo pequeños y lo bonitos que tiene los dientes y se le ven brillar los ojos. Tiene los ojos azules, como mi madre. Tiene el pelo dorado y las mejillas rosadas. Yo tengo los ojos castaños, como papá. Tengo el pelo negro y mis mejillas se ven blancas en el espejo. Mi madre dice a la señora Leibowitz, del apartamento del fondo del pasillo, que Malachy es el niño más feliz del mundo. Ella dice a la señora Leibowitz, del apartamento del fondo del pasillo, que Frankie tiene el aire raro de su padre. Yo me pregunto qué es eso del aire raro, pero no puedo preguntarlo porque no debería estar escuchándolas.

Me gustaría poder subir en el columpio hasta el cielo, hasta las nubes. Quizás pudiera volar por todo el mundo y dejar de oír a mis hermanos, Oliver y Eugene, llorar en plena noche. Mi madre dice que siempre tienen hambre. También ella llora en plena noche. Dice que está agotada de cuidar a los niños, de darles el pecho y de cambiarlos y que cuatro niños son demasiados para ella. Le gustaría tener una nena sólo para ella. Daría cualquier cosa por tener una nena.

Estoy en el parque infantil con Malachy. Yo tengo cuatro años; él tiene tres. Me deja que lo empuje en el columpio porque no se le da bien columpiarse solo y Freddie Leibowitz está en la escuela. Tenemos que quedamos en el parque infantil porque los gemelos están dormidos y mi madre dice que está agotada.

—Id a jugar —dice—, y concededme un descanso.

Papá ha salido otra vez a buscar trabajo y a veces vuelve a casa oliendo a whiskey, cantando todas las canciones que hablan de la sufrida Irlanda. Mamá se enfada y dice que se pasa a Irlanda por el culo. Él dice que ésa no es manera de hablar delante de los niños y ella dice que se deje de maneras de hablar, que lo que le hace falta es comida en la mesa y no la sufrida Irlanda. Dice que el día que suprimieron la Ley Seca fue aciago porque papá consigue beber pasándose por las tabernas y prestándose a barrer los bares y a mover barriles a cambio de un whiskey o de una cerveza. A veces trae a casa restos de la comida que le dan gratis, pan de centeno, carne en conserva, pepinillos en vinagre. Deja la comida en la mesa y él bebe té. Dice que la comida es un choque para el sistema y que no sabe cómo podemos tener siempre tanto apetito.

—Tienen tanto apetito porque se están muriendo de hambre casi siempre —dice mamá.

Cuando papá consigue un trabajo, mamá está alegre y canta:

Cualquiera entenderá por qué quería yo tu beso,

Tenía que ser, y la razón es ésta,

¿Puede ser cierto que alguien como tú

Pueda amarme a mí, amarme a mí?

Cuando papá trae a casa el sueldo de la primera semana, mamá está encantada porque puede pagar al italiano simpático de la tienda de comestibles y puede volver a llevar la cabeza bien alta, pues en el mundo no hay nada peor que tener deudas y tener que deber favores a nadie. Limpia la cocina, lava los tazones y los platos, quita de la mesa las migas y los restos de comida, limpia la nevera y encarga a otro italiano un nuevo trozo de hielo. Compra papel higiénico para que lo llevemos al retrete que está en el pasillo y que, como ella dice, es mejor que mancharse el culo de negro con los titulares del
Daily News.
Hierve agua en el fogón y pasa un día entero lavando en un gran barreño de estaño nuestras camisas y calcetines, los pañales de los gemelos, nuestras dos sábanas, nuestras tres toallas. Lo tiende todo en el tendedero de la parte trasera del edificio de apartamentos y vemos bailar la ropa al viento y al sol. Dice que a nadie le gusta que los vecinos se enteren por la colada de la ropa que tiene uno, pero que no hay nada como la suavidad de las ropas secadas al sol.

Cuando papá trae a casa el sueldo de la primera semana, la noche del viernes, sabemos que el fin de semana será maravilloso. La noche del sábado mamá pondrá agua a hervir en el fogón y nos bañará en el gran barreño de estaño y papá nos secará. Malachy se dará la vuelta para enseñarnos el trasero y papá fingirá que se escandaliza y todos nos reiremos. Mamá preparará chocolate de taza y podremos quedarnos levantados mientras papá nos cuenta un cuento que se inventa. Basta con que le digamos un nombre, el del señor MacAdorey o el del señor Leibowitz, el del apartamento del fondo del pasillo, y papá nos contará que los dos van remando por un río del Brasil, perseguidos por indios que tienen las narices verdes y los hombros de color pardo rojizo. Las noches como ésas podemos dejarnos caer dormidos sabiendo que habrá un desayuno con huevos, tomates fritos y pan frito, té con abundante leche y azúcar, y, más tarde, una gran comida a base de puré de patatas, guisantes y jamón, y un bizcocho borracho que hace mi madre con capas de fruta y natillas calientes y deliciosas sobre un bizcocho empapado de jerez.

Cuando papá trae a casa el sueldo de la primera semana y hace buen tiempo, mamá nos lleva al parque infantil. Se sienta en un banco y charla con Minnie MacAdorey. Cuenta a Minnie anécdotas de personajes de Limerick y Minnie le habla de personajes de Belfast y se ríen, porque en Irlanda hay gente divertida, tanto en el Norte como en el Sur. Después se enseñan mutuamente canciones tristes, y Malachy y yo dejamos los columpios y los balancines para sentarnos con ellas en el banco y cantar:

Un grupo de soldados jóvenes, una noche en un campamento,

Hablaban de las novias que tenían.

Todos parecían muy alegres salvo un muchacho

Que estaba abatido y triste.

Ven con nosotros, dijo uno de los mozos,

Seguro que tienes a alguien.

Pero Ned levantó la cabeza y dijo con orgullo:

Estoy enamorado de dos que son como madres para mí;

Y no voy a dejar a ninguna de las dos.

Pues una es mi madre, que Dios la bendiga y la ame,

Y la otra es mi novia.

Malachy y yo cantamos esta canción y mamá y Minnie se ríen hasta que se les saltan las lágrimas de risa cuando Malachy hace una profunda reverencia y extiende los brazos hacia mamá al final. Dan MacAdorey llega de vuelta del trabajo y dice que Rudy Vallee debería empezar a preocuparse por la competencia.

Cuando volvemos a casa, mamá prepara té y pan con mermelada o puré de patatas con mantequilla y sal. Papá se bebe el té y no come nada. Mamá dice:

—Dios del cielo, ¿cómo puedes trabajar todo el día sin comer?

—Con el té basta —dice él.

—Vas a arruinarte la salud —dice ella, y él vuelve a decirle que la comida es un choque para el sistema. Se bebe el té y nos cuenta cuentos y nos enseña letras y palabras en el
Daily News
o se fuma un cigarrillo, contempla la pared, se pasa la lengua por los labios.

Cuando papá llega a la tercera semana de trabajo, no trae a casa el sueldo. La noche del viernes lo esperamos y mamá nos da pan y té. Cae la noche y en la avenida Classon se encienden las luces. Otros hombres que tienen trabajo están ya en sus casas y están tomando huevos para cenar, porque los viernes no se puede comer carne. Se oye a las familias hablar arriba, abajo y por el pasillo, y Bing Crosby canta en la radio: «Hermano, ¿me das diez centavos?».

Malachy y yo jugamos con los gemelos. Sabemos que mamá no cantará «Cualquiera entenderá por qué quería yo tu beso». Se queda sentada hablando sola, «¿qué voy a hacer?», hasta que es tarde y papá sube tambaleándose por las escaleras cantando
Roddy McCorley.
Abre la puerta y nos llama:

—¿Dónde está mi tropa? ¿Dónde están mis cuatro guerreros?

—Deja a esos niños en paz —dice mamá—. Se han acostado casi con hambre porque tú tenías que llenarte la tripa de whiskey.

Se planta en la puerta del dormitorio.

—Arriba, muchachos, arriba. Cinco centavos para todo el que prometa morir por Irlanda.

En un espeso bosque canadiense nos encontramos,

venidos de una isla reluciente.

Grande es la tierra que pisamos, pero

Nuestros corazones están en la nuestra.

—Arriba, muchachos, arriba. Francis, Malachy, Oliver, Eugene. Los caballeros de la Rama Roja, los hombres fenianos, el IRA. Arriba, arriba.

Mamá está sentada junto a la mesa de la cocina, temblando, con el pelo suelto y húmedo, con la cara mojada.

—¿No puedes dejarlos en paz? —dice—. Jesús, María y José, ¿no te basta con llegar a casa sin un centavo en el bolsillo? ¿Tienes que obligar a los niños a hacer el tonto, encima?

Se dirige a nosotros y nos dice:

—Volved a la cama.

—Yo quiero que estén levantados —dice él—. Quiero que estén preparados para el día en que Irlanda sea libre de costa a costa.

—No me hagas enfadar —dice ella—, porque entonces será un día triste en casa de tu madre.

Él se cala la gorra cubriéndose la cara y exclama:

—Mi pobre madre. Pobre Irlanda.
Och,
¿qué vamos a hacer?

—Estás loco rematado, de atar —dice ella, y nos manda otra vez a la cama.

En la mañana del cuarto viernes de trabajo de papá, mamá le pregunta si volverá a casa por la noche con su sueldo o si se lo beberá todo otra vez. Él nos mira y sacude la cabeza como diciendo a mamá:
«Och,
no deberías hablar así delante de los niños».

Mamá sigue acosándolo.

—Te estoy preguntando si vas a volver a casa para que podamos cenar algo o si llegarás a medianoche sin dinero en el bolsillo, cantando
Kevin Barry
y todas las demás canciones tristes.

Él se pone la gorra, se mete las manos en los bolsillos de los pantalones, suspira y levanta la vista al techo.

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