Las brujas de Salem (5 page)

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Authors: Arthur Miller

Tags: #Teatro contemporaneo

BOOK: Las brujas de Salem
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Parris
(por fin se desahoga)
: En esta iglesia hay un partido. No estoy ciego; hay un bando y un partido.

Proctor
: ¿Contra vos?

Putnam
: ¡Contra él y toda autoridad!

Proctor
: ¡Ah! Si es así, debo encontrarlo y unirme a él.
(Hay conmoción entre los demás.)

Rebeca
: No quiso decir eso.

Putnam
: ¡Acaba de decirlo!

Proctor
: Lo sostengo solemnemente, Rebecca; no me huele bien esta «autoridad».

Rebeca
: No, no puedes quitarle el apoyo a tu párroco. Tú no eres de ésos, John. Estrecha su mano. Haced las paces.

Proctor
: Tengo grano que sembrar y leña que arrastrar a casa.
(Va enojado hacia la puerta y se vuelve hacia Corey con una sonrisa.)
Qué te parece, Giles, encontremos ese partido. Dice que hay un partido.

Giles
: John, he cambiado mi opinión sobre este hombre. Os ruego que me perdonéis, señor Parris; nunca pensé que en vos hubiese tanta fortaleza.

Parris
(sorprendido)
: ¡Cómo... gracias, Giles!

Giles
: Esto le hace pensar a uno en cuál ha sido la dificultad entre nosotros todos estos años.
(A todos.)
Pensadlo. ¿A qué se debe que todos andemos demandándonos los unos a los otros? Pensadlo bien. Es algo profundo y negro como un pozo. Este año he comparecido seis veces ante la justicia...

Proctor
(interrumpiéndolo familiarmente, cordialmente, aunque sabe que con esto se acerca al límite de la paciencia de Giles)
: ¿Es culpa del Diablo que uno no pueda decirte buen día sin que lo demandes por calumnia? Estás viejo, Giles, y no oyes tan bien como antes.

Giles
(no puede ser desviado)
: John Proctor, hace apenas un mes que cobré cuatro libras de daños y perjuicios porque decías en público que yo quemé el techo de tu casa, y yo...

Proctor
(riendo)
: Nunca dije tal cosa, pero te he pagado por ello, de modo que puedo llamarte sordo sin que me cueste. Ven, acompáñame Giles y ayúdame a arrastrar mi leña a casa.

Putnam
: Un momento señor Proctor, ¿qué leña es esa que arrastráis, si puedo preguntaros?

Proctor
: Es mi leña. De mi monte junto al río.

Putnam
: Vamos, nos hemos vuelto locos este año. ¿Qué anarquía es ésta? Ese trecho está dentro de mis límites, dentro de
mis
límites, señor Proctor.

Proctor
: ¡De vuestros límites!
(Indicando a Rebecca.)
Le compré ese pedazo al marido de la señora Nurse hace cinco meses.

Putnam
: El no tenía derecho a venderlo. En el testamento de mi abuelo dice claramente que todo el terreno entre el río y...

Proctor
: Vuestro abuelo tenía por costumbre legar tierras que nunca le pertenecieron, si es que puedo decirlo sin rodeos.

Giles
: Esta es la pura verdad; también había cedido mi pradera del norte; pero sabía que, antes de que alcanzase a firmar ese testamento, yo le hubiera roto los dedos. Vamos a llevar tu leña a casa, John. Siento que me vienen unas tremendas ganas de trabajar.

Putnam
: ¡Cargad uno solo de mis robles y tendréis que pelear para arrastrarlo a casa!

Giles
: Está bien, y además venceremos, Putnam... este bobo y yo. ¡Vamos!
(Se vuelve a Proctor e inicia la salida.)

Putnam
: ¡Tendrás que vértelas con mis hombres. Corey! ¡Te encajaré una denuncia!
(Entra el reverendo John Hale, de Beverly. Aparece abrumado bajo el peso de media docena de voluminosos libros.)

(El señor Hale, intelectual de ojos ávidos y terso cutis, tiene cerca de cuarenta años. La presente es una grata diligencia para él: al ser invitado a comprobar si aquí hay brujería, sintió el orgullo del especialista cuya singular sabiduría es, por fin, reconocida públicamente. Como casi todos los estudiosos, dedicó buena parte de su tiempo a reflexionar acerca del mundo invisible, especialmente desde que él mismo, no hace mucho, descubrió una bruja en su parroquia. Sin embargo, bajo su penetrante escrutinio, esa mujer resultó ser una simple charlatana y la criatura a la
que
pretendidamente había estado afligiendo recuperó su conducta normal después de que Hale le brindara su bondad y unos días de reposo en su propia casa. Pero esa experiencia no provocó en su mente la menor duda en cuanto a la realidad del trasmundo o la existencia de los multifacéticos lugartenientes de Lucifer. Fe que no lo desprestigia. Mejores cabezas que la de Hale hubo —y aún las hay
—,
convencidas de que más allá existe una sociedad de espíritus. No puedo dejar de señalar que una de sus frases no ha provocado risas en ningún público que ha visto esta obra; es su afirmación de que «No podemos caer en supersticiones. El Diablo es preciso». Evidentemente, ni siquiera hoy estamos muy seguros de que el diabolismo no sea cosa sagrada y de la que no hay que mofarse. Y no es por casualidad que estamos tan confundidos.

Al igual que el reverendo Hale y los demás personajes de este tablado, concebimos al Diablo como una parte necesaria a un enfoque respetable de la cosmología. El nuestro es un imperio dividido en el que ciertas ideas y emociones y acciones son de Dios, y las opuestas, de Lucifer. Es tan imposible para la mayoría de los hombres concebir una moralidad sin pecado como una tierra sin «cielo». Desde 1692 un cambio grande pero superficial borró las barbas de Dios y los cuernos del Diablo, pero el mundo continúa oprimido entre dos absolutos diametralmente opuestos. El concepto de unidad, en el que lo positivo y lo negativo son atributos de la misma fuerza, en el que el bien y el mal son relativos, eternamente cambiantes, y siempre unidos al mismo fenómeno, tal concepto continúa reservado a las ciencias físicas y a los pocos que han captado la historia de las ideas. Cuando se recuerda que hasta la era cristiana el Averno nunca fue considerado como un área hostil, que a despecho de traspiés ocasionales todos los dioses eran útiles y esencialmente amistosos para el hombre; cuando vemos la continua y metódica inculcación en la humanidad de la idea de la inutilidad del hombre —hasta su redención—, puede hacerse evidente la necesidad del Diablo como arma, arma ideada y utilizada una y otra vez, en toda época, para obligar a los hombres a someterse a una determinada iglesia o estado—iglesia.

Nuestra dificultad para creer —a cambio de una palabra mejor—, en la inspiración política del Diablo, se debe en gran parte al hecho de que él es invocado y condenado no sólo por nuestros antagonistas sociales sino por nuestro propio sector, cualquiera que sea. La iglesia católica, mediante su Inquisición, es famosa por cultivar a Lucifer como el archi—enemigo, pero los enemigos de la Iglesia no se apoyaron menos en el Diablo para mantener sojuzgada la mente humana.

Lutero mismo fue acusado de alianza con el Infierno y él a su vez acusó a sus enemigos. Para complicar más las cosas, creyó que había tenido contacto con el Diablo y que con él había discutido sobre teología. No me sorprende, porque en mi propia universidad, un profesor de historia —luterano, dicho sea de paso—, acostumbraba a congregar a sus discípulos graduados, correr las persianas y platicar en el aula con Erasmo. Por lo que sé, nunca fue oficialmente escarnecido por ello, pues, como la mayoría de nosotros, los funcionarios de la universidad son hijos de una historia que todavía chupa las tetillas del Diablo.

En el momento en que estoy escribiendo, sólo Inglaterra se ha detenido ante las tentaciones del diabolismo contemporáneo. En los países de ideología comunista, toda resistencia de cualquier origen es vinculada a los totalmente malignos súcubos capitalistas y en Norteamérica cualquier persona que no es reaccionaria en sus opiniones está expuesta a la acusación de alianza con el infierno rojo. Por lo tanto, a la oposición política se le da un baño de inhumanidad que justifica entonces la abrogación de todos los hábitos normalmente aplicados en las relaciones civilizadas. La norma política es igualada con el derecho moral, y la oposición a aquélla, con malevolencia diabólica. Una vez que tal ecuación es hecha efectiva, la sociedad se convierte en un cúmulo de conspiraciones y contraconspiraciones y el principal papel del gobierno cambia para transformarse de árbitro en azote de Dios.

Los resultados de este proceso no son diferentes hoy de lo que siempre fueron, salvo a veces en el grado de crueldad infligido y ni siquiera siempre en este orden. Normalmente, todo lo que la sociedad se permitía juzgar eran las acciones y los hechos de un hombre. La intención secreta de una acción se dejaba para los ministros, sacerdotes y rabinos. Pero cuando el diabolismo crece, las acciones son las manifestaciones menos importantes de la verdadera naturaleza de un hombre. El Diablo, como dijo el reverendo Hale, es astuto y, hasta una hora antes de caer, Dios mismo lo creyó hermoso en el Cielo.

La analogía, sin embargo, parece tambalear cuando uno considera que, mientras entonces no había brujas, sí hay comunistas y capitalistas ahora y en ambos campos hay algunas pruebas de que andan espías ocupados en minar al contrario. Pero ésta es una objeción petulante y para nada apoyada por los hechos. Yo no dudo de que la gente en Salem, sí platicaba con el Diablo y hasta lo adoraba, y si pudiese conocer toda la verdad en este caso, como sucede en otros, descubriríamos una regular y convencional propiciación del espíritu negro. Prueba innegable de esto es la confesión de Títuba, la esclava del reverendo Parris, y también lo es el comportamiento de las chicas que se asociaron a sus brujerías...

Se cuenta de «klatches» similares en Europa, en donde, por la noche, las hijas de las ciudades se reunían, a veces con fetiches y a veces con algún joven seleccionado, y se entregaban al amor con determinados resultados bastardos. La Iglesia, avizora como debe serlo cuando se trae a la vida dioses muertos hace tiempo, condenó esas orgías como brujerías y las interpretó correctamente como un resurgimiento de las fuerzas dionisíacas que había aplastado mucho antes. El sexo, el pecado y el Diablo fueron vinculados desde la antigüedad y así continuaron en Salem y así continúan hoy.

Según todas las noticias, no hay en el mundo costumbres más puritanas que las impuestas por los comunistas en Rusia donde la moda femenina, por ejemplo, es tan prudente y púdica como podría desearlo cualquier bautista norteamericano. Las leyes de divorcio imponen una tremenda responsabilidad sobre el padre, en cuanto al cuidado de los hijos. Hasta la suavidad de los reglamentos de divorcio, en los primeros años de la revolución, fue indudablemente una reacción de la inmovilidad victoriana del matrimonio del siglo XIX y la hipocresía que consecuentemente se derivó de ella. Si no por otras razones, un estado tan poderoso, tan celoso de la uniformidad de sus ciudadanos, no puede tolerar por mucho tiempo la atomización de la familia. Y sin embargo, por lo menos a los ojos norteamericanos, persiste la convicción de que la actitud rusa hacia las mujeres es lasciva. De nuevo es el Diablo trabajando, tal como trabaja en la mente del eslavo que es sacudido por la mera idea de que una mujer se desvista en un espectáculo picaresco.

Nuestros adversarios siempre están envueltos en pecado sexual y es de esta convicción inconsciente de donde obtiene la demoniología su atractiva sensualidad así como su capacidad de enfurecer y asustar.

Volviendo a Salem ahora; el reverendo Hale se ve a sí mismo como un joven médico en su primera visita. Su penosamente adquirido arsenal de síntomas, palabras mágicas y procedimientos para el diagnóstico, por fin van a ponerse en uso. El camino de Beverly está inusitadamente concurrido esta mañana y él se ha cruzado con cien rumores que le hacen sonreír pensando en la ignorancia de la plebe acerca de esta ciencia tan exacta. Se siente aliado con las mejores mentalidades de Europa...: reyes, filósofos, hombres de ciencia y eclesiásticos de todas las iglesias. Su objetivo es la luz, la bondad y su preservación, y conoce la exaltación de los benditos cuya inteligencia, afinada por el minucioso examen de comarcas inmensas, es finalmente convocada para afrontar lo que tal vez sea una cruenta lucha con el Enemigo en persona.)

Hale
: Por favor, alguien que me ayude.

Parris
(complacido)
: Señor Hale..., es bueno veros de nuevo.
(Tomando algunos libros)
: ¡Oh, qué pesados!

Hale
(depositando sus libros)
: Así deben ser: tienen todo el peso de la autoridad.

Parris
(algo asustado)
: Ah, venís preparado, por lo que veo.

Hale
: Tendremos mucho que estudiar, si se trata de encontrar la pista del Viejo.
(Advirtiendo a Rebecca)
: ¿No seréis Rebecca Nurse, por ventura?

Rebeca
: Lo soy, señor. ¿Me conocéis?

Hale
: Es extraño que os reconociera; pero supongo que será porque vuestro semblante refleja la bondad de vuestra alma. En Beverly, todos hemos oído hablar de vuestra generosidad.

Parris
: ¿Conocéis a este caballero? El señor Thomas Putnam. Y su buena esposa Ann.

Hale
: ¡Putnam! No esperaba compañía tan distinguida, señor.

Putnam
(complacido)
: Hoy, esto no parece sernos muy útil, señor Hale. Confiamos en vos para que vengáis a casa a salvar a nuestra hija.

Hale
: ¿Vuestra niña también está enferma?

Ann
: Su alma, su alma parece haberse volado. Duerme, y sin embargo camina...

Putnam
: No puede comer.

Hale
: ¡No puede comer!
(Lo piensa. Luego, a Proctor y Giles Corey)
: ¿Tenéis, vosotros, hijos enfermos?

Parris
: No, no, éstos son campesinos. John Proctor...

Giles
:...que no cree en brujas.

Proctor
(a Hale)
: Nunca hablé de brujas en un sentido ni en otro. ¿Vienes, Giles?

Giles
: No, no, John, creo que no. Tengo algunas preguntas especiales que hacerle a este tipo.

Proctor
: He oído decir que sois una persona sensata, señor Hale. Espero que dejéis algo de ello en Salem.
(Proctor sale. Hale permanece embarazado un momento.)

Parris
(rápidamente)
: ¿Queréis examinar a mi hija, señor?
(Guía a Hale hacia el lecho.)
Trató de saltar por la ventana; la descubrimos esta mañana en el camino, agitando los brazos como si fuera a volar.

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