Read Las ardillas de Central Park están tristes los lunes Online
Authors: Katherine Pancol
Tags: #Drama
—¡No hagas eso! —gritó—. ¡Te entrará pus en el ojo, te saldrá un absceso y habrá que extirpártelo! ¡Qué asco!
—¿Aceptas ir a cenar, esta noche, con una chica asquerosa? —preguntó ella aprovechando la ventaja.
—Esta noche no estoy libre...
—¿Y si yo te lo suplico?...
—Ceno con Anna Wintour...
—¿Solos los dos? —preguntó Hortense, estupefacta.
—No..., no exactamente. Pero me ha invitado a una gran cena que da en el Ritz. Y pienso ir...
—Conmigo.
—Tú no estás invitada...
—Pero dirás que soy tu novia. Me presentarás...
—¿Presentar a una chica con un ojo purulento? ¡Ni hablar!
—Me pondré las gafas.
Él dudó. Jugueteó con el nudo de su corbata naranja. Se inspeccionó las uñas.
—Di que sí —suplicó Hortense—. Di que sí y vuelvo al hospital a que me vuelvan a pinchar en el trasero para tener un ojo presentable...
Nicholas levantó la mirada al cielo.
—Hortense... Hortense... No ha nacido todavía el hombre capaz de resistírsete. A las nueve en punto en el Ritz. Te esperaré en la entrada... ¡y ponte guapa! ¡Que no tenga que avergonzarme!
—¡Como si pudiese ser de otra forma!
Volvió a su casa esbozando pasos de baile por los pasillos del metro. Tarareando «apartaos, gusanos, apartaos, lombrices, dejadme pasar». No había tenido que elegir, lo tenía todo. ¡Y más que todo! Un hombre de ojos apetitosos, una carrera que se desplegaba ante ella...
Miró a la gente con conmiseración. ¡Pobrecillos! ¡Pobres miserables! Y con ternura, pronto sólo oiréis hablar de mí, preparad los oídos...
Estuvo a punto de ayudar a una anciana a cruzar la calle y se arrepintió justo a tiempo.
Jean el Granulado dormitaba en el sofá delante de la televisión.
Ella atravesó el salón de puntillas.
Entró en la cocina para hacerse un té Detox. Una gran tetera para eliminar la fatiga de la víspera. Un litro y medio de Detox me dejará como nueva, dispuesta a enfrentarme a la gran sacerdotisa. ¿Qué me pongo? Voy a tener que impresionarla sin amenazarla. Debo vestirme con sutilidad. Peinarme con sutilidad, maquillarme con sutilidad. Y ser única...
Descanso hasta las siete y media, mientras pienso en la indumentaria, me ducho, me lavo el pelo, me arreglo y me voy en taxi hasta el Ritz.
Se llevó la tetera, olvidó su bolsito Lanvin en la cocina americana que daba al salón. No debo despertar al Granulado. He de subir de puntillas hasta mi habitación, tumbarme y soñar con mi glorioso porvenir.
Revivir la pasada noche... Gary, Gary...
Dejó escapar un suspiro de placer.
En el salón, Jean Martin abrió un ojo y vio la manoletina de Hortense que desaparecía por la escalera. Ella había invitado a todos los chicos de la casa a su presentación, a todos menos a él. Cruzó los brazos, hundió el mentón en el pecho, hizo una mueca, iba a pagar muy caro todo eso...
Lo pagaría. La factura engordaba y engordaba. Hortense estaba tejiendo su propio sudario...
Sonó el teléfono en el bolsito Lanvin.
Lo oyó, sorprendido. Hortense la Cruel había olvidado el móvil en la cocina.
Ofertas de trabajo que vibraban dentro del bolsito...
No se levantaría.
A las ocho de la tarde, oyó cómo ella se metía en la ducha.
El teléfono sonó varias veces más.
Acabó levantándose, agarró el bolsito, sacó el teléfono y escuchó los mensajes.
Felicitaciones, cumplidos, dos peticiones de citas para un trabajo... Un tipo de Vuitton y otro.
Y un mensaje de un chico, un tal Gary, que decía «Hortense, guapísima, me voy a Nueva York mañana por la tarde en el vuelo de las siete y diez. Ven conmigo. Me dijiste que te proponían un trabajo allí. Acabo de hablar con mi abuela, estoy saliendo del palacio real, ¡ja, ja, ja! Me financia un piso y los estudios. Yo iré a la Juilliard School y tú conquistarás la ciudad. ¡La vida nos pertenece! No vale la pena que me contestes... ¡Sólo piensa sí y sal corriendo! Te esperaré en el aeropuerto, te he reservado un billete. Hortense, no seas idiota y ven. Y escúchame bien, te voy a decir una cosa, una cosa que no repetiré nunca más, salvo si coges el avión conmigo: Hortense, I LOVE YOU!».
El chico había gritado las últimas palabras antes de colgar.
Jean Martin esbozó una sonrisita y borró uno por uno todos los mensajes.
¡Dos meses!
Habían pasado dos meses desde su comida con Gaston Serrurier...
Había salido corriendo...
Había corrido entre los coches, corrió por los pasillos del metro, se había quedado de pie en el vagón, apoyada contra un asiento plegable, impaciente por llegar a su casa, abrir el cuaderno negro. Impaciente por volver a encontrar en esas páginas torpes el aliento de un adolescente que descubría el amor y se libraba a él sin cálculo. Sus tentativas por atrapar la mirada del hombre al que ama, el corazón que se estremece, la vergüenza de no saber contenerse...
Y en dos meses ¿qué había hecho? Había releído y corregido una decena de capítulos redactados por colegas y escrito un prefacio de diez páginas para el libro de las mujeres durante las cruzadas... Triste botín. Diez páginas en dos meses, es decir, ¡cinco páginas por mes! Se pasaba horas inmóvil delante de la pantalla de su ordenador, cogía una hoja de papel en blanco, garabateaba palabras, «ardor», «fuego», «fiebre», «embriaguez», insectos peludos, círculos, cuadrados, el hocico rosado de Du Guesclin, su vidrioso ojo de bucanero, y su mano iba en busca del cuaderno negro en el cajón, se decía sólo unas páginas y vuelvo a las cruzadas, a las catapultas, a los arqueros, a las mujeres con armadura.
Leía una, contenía el aliento, asustada. El Jovencito se ofrecía, a corazón desnudo. Ella tenía ganas de gritarle ¡imprudente! No lo des todo, da un paso atrás... Se inclinaba sobre el texto, veía un mal presagio en los finales deformes de las palabras. Como alas carcomidas.
No había tenido tiempo de echarse a volar.
El cuaderno había terminado en la papelera. Sin alas.
Y siempre la misma pregunta: ¿quién era el autor? ¿Un vecino del edificio B, del edificio A? Cuando uno se instala en un piso, comprueba si hay amianto, plomo en la pintura, termitas, verifica los metros cuadrados, el gasto eléctrico, el aislamiento... Nunca verifica el buen estado de los vecinos. Si son enfermizos o gozan de buena salud. Si tienen un espíritu sano o acosado por los fantasmas. No sabemos nada de ellos. Ella se había relacionado sin saberlo con dos criminales: Lefloc-Pignel y Van den Brock
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. Reuniones de propietarios, conversaciones en el portal, buenos días, señor, buenos días, señora, feliz Navidad y próspero año, ¿y si cambiásemos la moqueta de las escaleras?
¿Qué sabía de los recién llegados? El señor y la señora Boisson, Yves Léger y Manuel López. Se los había cruzado en el portal o en el ascensor. Se saludaban. El señor Boisson, pulido, frío, desplegaba el periódico. Parecía que se hubiera tragado los labios. La señora Boisson saludaba con sequedad, sus cabellos cenicientos recogidos en un moño, el cuello camisero abrochado con dos botones. Parecía una urna funeraria. Los dos llevaban el mismo abrigo. Debían de comprarlos a pares. Un abrigo beige adamascado para el invierno, un abrigo beige más ligero cuando llegaba la primavera. Eran como hermano y hermana. Cada domingo, venían a comer sus dos hijos. El pelo aplastado, envarados en su traje gris, uno rubio albino, orejas rojas, despegadas; el otro triste, castaño, nariz en forma de champiñón y ojos azul apagado. Como si la vida les hubiera evitado. Un, dos, un, dos, subían las escaleras levantando mucho las rodillas, con un paraguas colgado del codo. Era imposible adivinar su edad. Ni su sexo.
El señor Léger llevaba grandes carpetas de dibujo bajo el brazo. Vestía chalecos rosa, violeta o de un bonito marfil que acababan en una puntita sobre su vientre redondo. Se deslizaba como un patinador nervioso, con sus carpetas bajo el brazo. Gruñía cuando se apagaba la luz de la escalera o cuando el ascensor, algo viejo, tardaba en arrancar. Su compañero, mucho más joven, silbaba cuando cruzaba el vestíbulo, saludaba a Iphigénie con un «Buenos días, señora», algo teatral, y aguantaba la puerta para dejar pasar a las personas mayores. La señora Pinarelli parecía apreciarle. Ni el señor Boisson ni el señor Léger le recordaban la fogosidad inocente del Jovencito...
Zoé, Josiane, Iphigénie, Giuseppe y todos los demás la interrumpían continuamente.
Rompían el flujo tranquilo de su fantasía, compartiendo con ella sus estados de ánimo, sus desgracias, sus decepciones, esos accidentes de la vida que Hortense habría considerado una verdadera colección de bobadas. Joséphine escuchaba. No sabía comportarse de otra forma.
Josiane, sentada en el salón, se lamentaba mientras se comía la tarta de manzana que había traído. Hecha con todo mi amor, había precisado sacando el pastel de debajo de un gran paño blanco. Du Guesclin, firme ante ella, acechaba cualquier pedazo que pudiese caer. Debía de estar pensando que si se quedaba inmóvil se volvería invisible y podría hacerse con las migas sin llamar la atención.
Al día siguiente, 6 de mayo, Junior cumplía tres años y Josiane había renunciado a celebrar una fiesta.
—¡No tiene amigos! Una fiesta sin amiguitos ¡es como un ramo hecho con tallos! Sería triste. ¡Y no voy a invitar a las dos víboras con gafas que hemos contratado como profesores! ¡Yo que soñaba con fiestas con magos, cuentacuentos, globos de todos los colores y chiquillos corriendo por todos lados!
—¿Quieres que vaya yo? —preguntó Joséphine, a disgusto.
Josiane no respondió y continuó lamentándose.
—¿Y ahora qué hago? ¿Eh? Marcel ya no me necesita. Vuelve del trabajo cada vez más tarde y habla casi exclusivamente con Junior... Y Junior tiene los días completamente ocupados con sus estudios. ¡Come un sándwich leyendo un libro! Ni siquiera me pide que le pregunte la lección... ¡Aunque creo que sería incapaz! Espera a que llegue su padre y, por las noches, yo hago de carabina entre mis dos hombres. Ya no sirvo para nada, Jo... ¡Mi vida ha terminado!
—No, mujer... —aseguraba Joséphine—. No ha terminado, está cambiando. La vida no es algo fijo, cambia a todas horas, debes adaptarte si no quieres acabar como una vaca enorme que se pasa el día rumiando el mismo pasto.
—Me gustaría ser una vaca enorme sin pizca de cerebro debajo de la permanente... —suspiró Josiane masticando su tarta de manzana, la mirada en el vacío.
—¿No puedes encontrar una ocupación, un trabajo?
—Marcel no quiere que vuelva al despacho... Le noto reticente. El otro día fui a ver a Ginette al almacén y ¿a quién me encontré por allí? ¡No lo adivinarás nunca! ¡A Chaval! Fisgoneando y presumiendo. Y he de decirte que parecía satisfecho. ¡Y no es la primera vez! Me pregunto si Marcel le ha vuelto a contratar. Él me jura que no, pero me resulta raro que se pasee por la empresa...
—Busca en los anuncios de los periódicos...
—¡Con los tiempos que corren y un paro galopante! ¡Es igual que decirme que me dedique al patinaje artístico!
—Estudia algo...
—No sé hacer otra cosa que ser secretaria...
—Cocinas muy bien...
—¡Pero no me voy a convertir en una cocinillas!
—¿Y por qué no?
—Eso es fácil de decir —rumió Josiane jugueteando con los botones de su rebeca rosa—. Y además qué quieres que te diga, Jo, estoy amodorrada... Me he convertido en una mujer gorda, en una mantenida. Antes estaba seca como un palo y luchaba...
—¡Haz un régimen! —sugería Joséphine sonriendo.
Josiane sopló, desesperada, sobre un mechón rubio que se interponía en su mirada.
—Creía haber encontrado un trabajo con Junior. Ser madre es una bonita ocupación... ¡Había imaginado tantos sueños! ¡Él me los ha confiscado todos!
—Imagina otra cosa... Hazte astróloga, dietista, abre una tienda de bocadillos, haz joyas, véndelas pasando por Casamia. Tienes un hombre que puede ayudarte, no estás sola, inventa, inventa... ¡Pero no te quedes sentada todo el día torturándote!
Josiane había dejado de triturar los botones de su rebeca y murmuró:
—Has cambiado, Joséphine, ya no escuchas a la gente como lo hacías antes... Te estás volviendo como todo el mundo, egoísta y con prisas...
Joséphine se mordió los labios para no responder. El cuaderno del Jovencito la esperaba sobre su mesa, sólo tenía un deseo: abrirlo, sumergirse en él, encontrar un hilo conductor para contar esa historia. Tendría que ir a WH Smith, de la calle Rivoli, a comprar una biografía de Cary Grant. Y luego, volvía siempre la misma pregunta: ¿por qué ese cuaderno había acabado en la basura? ¿Su autor había empezado una vida nueva y quería hacer punto y aparte con su pasado? ¿Temía acaso que el cuaderno cayese en manos extrañas que divulgaran su secreto?
—Me voy —dijo Josiane levantándose y arreglándose la falda—. Está claro que te aburro...
—Claro que no —protestaba Joséphine—, quédate un rato más... Zoé está a punto de llegar y...
—Tienes suerte... Tú, al menos, tienes dos...
—¿Dos? —decía Joséphine, preguntándose a qué se refería Josiane.
—Dos hijas... Hortense se ha marchado, pero te queda Zoé. No estás sola... Mientras que yo...
Josiane volvió a sentarse, reflexionó un momento y después se le iluminó la cara y murmuró:
—¿Y si tuviese otro hijo?
—¡Otro hijo!
—Sí... No un genio, sino un niño que respetase las etapas de la vida, a quien yo pudiese seguir paso a paso... Tendré que hablarlo con Marcel, no es seguro que quiera, a su edad... Tampoco es seguro que a Junior le guste la idea...
Estaba inmersa en sus pensamientos. Ya se imaginaba con un bebé agarrado al pecho con un hilillo de leche en la comisura de los labios. Mamando con glotonería mientras ella cerraba los ojos.
—Pues claro... Otro niño... Un niño que me quedaría para mí, para mí sola.
—¿Crees de verdad que...?
Josiane ya no la escuchaba. Se levantó, abrazó a Joséphine, dobló el paño, cogió su molde para tartas y se marchó dándole las gracias, rogándole que perdonase su cambio de humor. Prometiéndole un pastel de chocolate para la próxima vez...
¡Uf!, se dijo Joséphine cerrando la puerta del piso detrás de Josiane. Al fin sola...
Sonó el teléfono. Giuseppe. Estaba preocupado. Ya no nos vemos, Joséphine, ¿qué pasa? ¿Te han devorado en la universidad? Ella se echó a reír y se rascó la cabeza. Estoy en Parigi, ¿cenamos esta noche? Ella dijo no, no, no he terminado el prólogo, tengo que entregarlo dentro de una semana... ¡Al diablo tu prólogo! He descubierto un pequeño restaurante italiano en Saint-Germain, ¡venga, te llevo! Di que sí. Hace demasiado tiempo que no te veo... Ella dijo no. Oyó un largo silencio. Se inquietó y añadió más adelante, más adelante, cuando haya terminado..., ¡pero yo me habré marchado,
amore mio
! Y ella pensó ¡pues peor para mí! No podía decirle la verdad, estoy preñada de un libro que crece dentro de mí, que ocupa todo mi espacio, él le habría hecho un montón de preguntas a las que no quería, no podía responder. Entonces murmuró perdóname, como si la hubiese cogido en falta... Él preguntó por las niñas. Ella suspiró, aliviada por cambiar de tema de conversación. Están bien, están bien.