Las ardillas de Central Park están tristes los lunes (47 page)

BOOK: Las ardillas de Central Park están tristes los lunes
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—¿Estás seguro de que es bueno?

Nicholas suspiró.

—Hortense, ¿crees de verdad que tienes tiempo de discutir cada una de mis decisiones? No. Así que confía en mí...

E hizo entrar a Zhao Lu, que les estrechó la mano con efusión, se quedó mirando a Hortense, maravillado, comiéndose con los ojos a esa señorita tan guapa que le contemplaba desde lo alto y sin dejar de repetir
it’s wonderful, it’s wonderful
[49]
en cada frase que pronunciaba.

Esa noche, al volver a casa, Hortense estaba rendida, pero feliz. La jornada había sido buena, pataplum, Philippe iba a presentarle a un pichón forrado, cataplum, había encontrado a un fotógrafo, chimpum, habían seleccionado dos modelos altas y elegantes que aceptaban trabajar por la fama. Pataplum, cataplum, chimpum, el proyecto tomaba forma.

Encontró a Jean el Granulado solo en la penumbra del salón. Estaba viendo la tele, con los pies sobre la mesa baja. O más bien, constató Hortense, dormía delante de la tele. Ese chico se pasaba el día durmiendo. ¡Qué dejadez!, pensó al verlo así.

Al enterarse de la marcha de Sam, habían puesto un anuncio en gumtree.com Y habían empezado las visitas. Se había presentado una pareja de lesbianas, hola, somos dos lesbianas guays, buscamos un piso majo para compartir, ¿os molesta que seamos lesbianas? ¿No? Perfecto. También somos algo nudistas. Nos encanta pasearnos en pelotas y también nos gusta mucho que un hombre nos mire cuando... esto... ¿No os molesta? Sobre todo si es un indio. ¿Alguno de vosotros es indio?

Una estudiante de derecho que llevaba sandalias y una falda larga plisada que había recorrido la casa diciendo ¡qué sucio!, ¡qué sucio está esto! Sacaba un pañuelo del bolsillo y limpiaba los pomos de las puertas antes de entrar.

O ese otro que no se había desplazado y había respondido al anuncio por Internet.

«Encantado de saber que hay un gran armario empotrado en la habitación, pero no lo voy a necesitar puesto que soy 100% gay. Estoy loco por la moda y tiro la ropa después de habérmela puesto. No mencionáis en el anuncio si sois gays o no, porque si hay algún gay entre vosotros, estaría encantado. Tengo veinticinco años, vengo de Mali, vivo en Londres desde hace cuatro años. Acabo de romper con mi novio. ¿Os molestaría que trajese chicos a casa? Voy a necesitar divertirme para olvidar. Tengo unos colgantes rosas muy bonitos de mi país que podríamos poner en el salón. También tengo una colección de revistas porno que os prestaré encantado. ¡Respondedme si estáis interesados, chicos!».

Peter ponía cara de enfadado. Se limpiaba las gafas redondas y declaraba que no lo encontraba nada gracioso. Descartaron también a los candidatos que proponían venir con ratas, comadrejas, pitones o loros; a los vegetarianos, a una chica con burka y a otra que sólo comía curry y no se lavaba.

Cuando Jean el Granulado se presentó, fue aceptado enseguida. Les salvaba de los lunáticos, de las chicas exhibicionistas y del malí en celo.

Hortense decidió que no tenía ganas ni de despertarle ni de darle conversación. Se metió en su cuarto a pensar en todo lo que le quedaba por hacer.

Tenía que escribir la carta para Philippe...

* * *

Jean el Granulado, según su partida de nacimiento, se llamaba Jean Martin.

Jean Martin no dormía. Jean Martin estaba viendo la televisión. Cuando Hortense había entrado, había cerrado los ojos y los había vuelto a abrir en cuanto ella le había dado la espalda.

La Peste.

Lo pagaría. Todavía no sabía cómo, pero esa chica iba a pagarlo.

Pagaría primero por su propia maldad, y por todos los que le llamaban bubón ambulante o col rellena. Su infierno había empezado a la edad de catorce años, cuando apareció el primer grano purulento. Primero, una ligera hinchazón que pica, después una costra roja que se extiende, se infla, surge una punta blanca, llena de pus, y el pus que se derrama, infectando otras partes de la piel y transformando su cara en una cadena de cráteres infectados. Hasta los catorce años, era un chico al que las mujeres de la familia besaban, mimaban, llenaban de cariño. Al que miraban con arrobo su prima, la vecinita y las chicas del colegio. No es que fuese guapo, era incluso un poco «abollado», pero era el hijo único del señor y la señora Martin, fabricantes de nougat en Montélimar, empresa familiar que se transmitía de padres a hijos desde 1773, año en el que el nougat se había convertido en el florón de la ciudad, en una especialidad mundialmente apreciada. Montélimar, ciudad del nougat, tres mil toneladas de producción anual. Jean Martin dirigiría el negocio como lo hicieron, antes que él, su padre, su abuelo, su bisabuelo, conduciría un Mercedes, viviría en «la» hermosa casa y se casaría con una chica de buena posición. ¿Quizás una alianza con otra familia de confiteros? Jean Martin era un buen partido.

Y entonces estalló el primer bubón.

No le volvieron a mirar a la cara y la gente se acostumbró a desviar la vista. Su madre le miraba con lástima y murmuraba mi pobre hijo, mi pobre hijo cuando creía que él no la oía. En su familia se ignoraba a los dermatólogos. Decían que eso pasaría, que era la edad, que con la primera chica... —su padre y sus amigos reían con malicia y se daban codazos— se le pasaría, los granos desaparecerían como por encanto. Pero ninguna chica se dejaría besar por un apestado, protestaba Jean Martin en su interior. Se encerraba en el cuarto de baño, se plantaba delante del espejo, seguía el rastro de lava amarillenta, el tachonado de puntos rojos y se lamentaba. Cuando le picaba demasiado, se rascaba hasta sangrar y se sentía bien..., pero dejaba en su piel heridas de cicatrices indelebles.

Entonces se masturbaba vigorosamente... En vano.

Leyó todo lo que pudo encontrar sobre el acné. Se aplicó sobre la cara gelatina de cerdo, arcilla verde, agua del mar Muerto, peróxido benzoico, pomadas con plomo negro, con cobre amarillo, se friccionó con alcohol yodado, con alcohol de 90º, tragó isotretinoína y se puso enfermo...

Y volvió a masturbarse vigorosamente.

Todos los chicos tenían novia, menos él.

Todos los chicos iban a fiestas, menos él.

Todos los chicos exhibían sus torsos desnudos, menos él.

Todos los chicos se afeitaban y después se rociaban de loción, menos él. El aftershave le quemaba la piel.

Se hinchaba, enrojecía, ardía, se cubría de costras, se pelaba y volvía a empezar. Tenía heridas supurantes en el rostro, el torso y la espalda. Ya no salía de su casa.

Se concentró en sus estudios. Sacó el bachillerato con matrícula. Hizo un año de preparación para ingresar en la Escuela Superior de Comercio. Sus padres, maravillados por el éxito escolar de su hijo, le regalaron una moto y cogió la costumbre de correr a tumba abierta con el rostro al viento para secar los granos.

Por la noche, veía la televisión junto a su madre, que era una asidua del cineclub del canal France 3. Durante un ciclo de «cine inglés contemporáneo», se quedó subyugado. Por fin, veía chicos como él en la pantalla: feos, colorados, cubiertos de granos. Los actores ingleses no se parecían en nada a los actores americanos de piel tersa y sonrosada; se parecían a él, Jean Martin. Decidió estudiar en Inglaterra. Sus padres se opusieron: debía permanecer en Montélimar y dirigir la fábrica de nougat. Era hijo único, le recordaban en cada comida. Debía aprender la profesión.

Le aceptaron en la prestigiosa LSE, London School of Economics, y se fue de su casa dando un portazo. Sin un céntimo. Su vida iba a cambiar.

Y su vida cambió. En fin, creyó que había cambiado. Mejoró. Le miraban de frente, le hablaban normalmente, le daban palmaditas en la espalda. Aprendió a sonreír con sus dientes torcidos. Le invitaron incluso al pub. Prestaba sus apuntes, un poco de dinero, su abono de metro. Le sisaban barras de nougat que su madre le enviaba a escondidas. Él no protestaba, se sentía feliz, tenía amigos. Pero seguía sin tener amigas. En cuanto se acercaba a besar a una chica, ella se apartaba, se contraía, decía no, no puede ser, tengo novio, es celoso...

Se concentró de nuevo en sus estudios. En sus barras de nougat y en Scarlett Johansson. Estaba loco por ella. Era rubia, guapa, con una tez delicada y rosada, una sonrisa deslumbrante, él pensaba un día seré rico, me curará un gran dermatólogo y me casaré con ella. Se dormía agarrado a una barra de nougat. El esfuerzo de estudiar en la universidad y los trabajillos que aceptaba para pagarse las clases, el alquiler, la comida, el teléfono, el gas y la electricidad le dejaban agotado. Sin tiempo para pensar en sus problemas de piel, y seguía masturbándose vigorosamente.

Hasta la noche en la que se cruzó con Hortense. En una recepción en casa del señor y la señora Garson para su hija, Sybil. Él servía en la barra, Hortense se había acercado al bufet y había derramado las botellas de champaña en la cubitera. Él había protestado y ella le había asesinado con su desprecio. Le había hablado como no se le habla ni a un perro. Él había recibido cada frase como un gancho de izquierda en el mentón.

Ya se había peleado con otros chicos en Montélimar, había recibido golpes, golpes tremendos, pero nunca le habían hecho tanto daño como las palabras pronunciadas por Hortense. Palabras subrayadas con una mirada de desdén, una mirada que apenas resbaló sobre él, como si fuera basura, que le negaba el estatus de ser humano. La miró fijamente, grabó su cara en su memoria y prometió no olvidarla jamás. Si un día volvía a encontrarse con esa Peste, se vengaría. A su lado, el conde de Montecristo sería un pelele. No la tocaría físicamente, ¡eso no! No quería ir a la cárcel por culpa suya, pero la arruinaría, la destruiría, la aplastaría moralmente. No tenía prisa. Tenía todo el tiempo del mundo.

Y sin embargo... Cuando la había visto, esa noche, cuando derramó la primera botella de champaña, no pudo creer lo que estaba viendo: esa chica era una copia exacta de Scarlett Johansson. Su Scarlett. Se había quedado mirándola, atónito. Dispuesto a no decir nada. A dejar que vaciara todas las botellas de champaña. Scarlett en persona, con su pelo castaño cobrizo, sus ojos verdes rasgados, y una sonrisa que mataría a un gato de un infarto. La misma naricita respingona, los mismos labios ligeramente hinchados, pidiendo a gritos un beso, la misma piel enviando rayos de luz, el mismo porte de reina. Scarlett...

Ella le había insultado. Su sueño le había insultado.

La primera vez que había visitado la casa en Angel, ella estaba en París. Al final, le eligieron a él. Habían chocado esos cinco
high five, low five
, y tema cerrado. Habitación por setecientas cincuenta libras, más gastos.

Una noche, al volver de un trabajito —todos los días paseaba a dos adorables Jack Russel que le lamían la cara cada vez que iba a buscarles para llevarles al parque—, se había encontrado frente a frente con Hortense. Había estado a punto de desmayarse.

¡La Peste!

Por lo visto ella no le había reconocido.

Desde entonces tenía una cita con el destino. Como Montecristo. Y, como Montecristo, iba a tomarse todo su tiempo para destilar su venganza. Esa chica tenía sin duda una falla. Un recodo secreto en el que hundir la daga que la atravesaría. La dejaría exangüe, desfigurada por el dolor y, sólo entonces, él se quitaría la máscara y le escupiría en la cara.

Hasta ese día soñado, ese día que volvería a iluminar su insulsa vida cotidiana, debía permanecer incógnito.

Empezó dejándose bigote. Declaró que venía de Aviñón, para que el nougat de Montélimar no le traicionara, y decidió no pronunciar ni una palabra en francés para disimular su acento. Esperaría el tiempo que hiciese falta. Se dice que la venganza es un plato que se come frío. Él lo congelaría para poder comérselo helado.

* * *

Gary ya no reconocía su vida. Era como si se hubiese convertido en una cometa de cola larga y multicolor que volaba alto, muy alto en el cielo, y él tuviese que correr detrás de ella. Como si todo lo que una vez había sido importante ya no lo fuera. O se borrara. Él seguía al borde del camino, con las manos vacías, el corazón inquieto, sintiendo por primera vez en mucho tiempo ataques de miedo, de un miedo terrible, que le dejaban jadeante, dubitativo, al borde del llanto.

El miedo. Sabía bien lo que era. Cuando su madre y él se abrazaban fuerte uno contra otro y ella le murmuraba que le quería, que le quería más que a nada, con ese tono de quien se siente en peligro, de quien habla en voz baja para que no le oigan. Añadía que sabía que él había adivinado el secreto, el secreto de la dama que veía en las monedas y los billetes con una corona de reina, que sobre todo no había que decirlo, nunca, nunca, que los secretos no había que compartirlos con nadie y que ese secreto, sobre todo, no se debía ni mencionar. Incluso las palabras para nombrarlo eran peligrosas y ella se ponía un dedo en los labios repitiéndolo: peligrosas. Los dos, encerrados en el mismo secreto, en el mismo peligro. Pero por encima de todo, por encima de todo, él debía saber que le querría siempre, que le protegería con todas sus fuerzas, que no debía olvidarlo, nunca, y entonces le abrazaba con más fuerza aún y él sentía aún más miedo. Temblaba, todo su cuerpo temblaba, ella le abrazaba para alejar el peligro, le estrujaba contra ella y formaban un solo cuerpo, frente al peligro. Él no sabía de qué tenía miedo, pero sentía cómo el peligro le cubría como un gran manto blanco que le asfixiaba. Y las lágrimas se acumulaban, hasta el borde de los ojos. Era una emoción demasiado grande que no podía controlar porque no podía identificarla, nombrarla con palabras para hacerla retroceder... El gran manto blanco lo cubría todo y les ataba a ambos, presos del silencio.

El miedo, él lo había conocido también cuando ella iba a encontrarse con el hombre de negro, en cualquier sitio, en cualquier momento, en medio de una frase, en medio de un baño caliente, de un yogur natural, con azúcar, que ella le daba de comer con cucharita. Bastaba con que el teléfono sonase, ella descolgaba y cambiaba de voz; su voz sonaba avergonzada y temblorosa, decía sí, sí, se vestía a toda velocidad, le envolvía en un gran abrigo y se marchaban dando un portazo y, a veces, olvidaba las llaves en el interior. Llegaban a un hotel, casi siempre un hotel de lujo, un hotel con botones en la entrada, botones sentado en un banco, botones cerca del ascensor, un botones en cada esquina. Ella le instalaba en recepción sin volverse hacia el señor de uniforme detrás del gran mostrador, que la miraba con cierto desagrado, y le daba a leer un prospecto que cogía de una mesa y le decía ¡toma!, aprende a leer o mira las imágenes, vuelvo enseguida, no te muevas de aquí, ¿de acuerdo? No te muevas bajo ningún pretexto, ¿me has entendido? Y se alejaba como una ladrona, volvía con los ojos llenos de lágrimas y afirmaba como si estuviese hablándose a sí misma, como si discutiera con su conciencia, afirmaba te quiero, ¿sabes?, te quiero con locura, es sólo que... y ¡hala! Volvía a marcharse. El señor de uniforme la miraba alejarse sacudiendo la cabeza, le miraba con lástima y él se quedaba allí esperándola. Sin moverse. Con el estómago encogido de miedo a que no volviese nunca más.

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