Read Las ardillas de Central Park están tristes los lunes Online
Authors: Katherine Pancol
Tags: #Drama
Yo me largo a Londres y no volveré a verte nunca más, ¡nunca más!
Se levantó, respiró hondo y recogió sus cosas.
Había un Eurostar cada cuarenta minutos.
Estaría a las cinco en punto en Londres, en el despacho de Miss Farland.
No debía olvidar el bolígrafo con una mujer que se vestía y se desvestía al darle la vuelta, que había comprado en Pigalle.
Un poco atrevido, quizás.
Pero a Paula le gustaría...
Debió haber sido una velada magnífica y fue un auténtico fracaso.
Cada año, el primer domingo de enero, Jacques y Bérengère Clavert daban una fiesta «muy informal». Nada de corbata, ni chaqueta, ni protocolo. Una reunión de amigos con niños revoloteando, pantalones arrugados y jerséis sobre los hombros. «Venid a celebrar el invierno a casa de Jacques y Bérengère», se podía leer en las invitaciones. Era una forma de cortejar a personajes importantes mezclándolos con las amistades, de dar al conjunto un aire de sencillez, de intercambiar tarjetas de visita y confidencias entre gritos de los críos y descripciones de las fiestas navideñas. Jacques y Bérengère podían así medir su nivel de popularidad y verificar si seguían «en estado de gracia».
Les bastaba con contar el número de invitados presentes y sopesar su valor. Un directivo importante valía por tres amigas de Bérengère, pero si una amiga de Bérengère venía acompañada por su marido directivo importante ganaba puntos suplementarios.
Y además...
Y además, se decía Bérengère, dar un toque alegre a este principio de año no le haría ningún daño a nadie. Las caras estaban tristes y las conversaciones, pesimistas. Se trataba casi de hacer una obra de caridad, pensó mientras se enfundaba un vestido de tubo negro y se felicitaba por su vientre plano, por sus caderas estrechas. ¡Ni un gramo de celulitis, ni una sola estría, a pesar de mis cuatro hijos! Todavía podré aguantar una buena temporada. A condición de encontrar al hombre que...
Su última cita romántica había terminado de forma repentina. Y sin embargo... Él era guapo, tenebroso, soltero, con mucho pelo. Sus muñecas bronceadas, salpicadas de vello negro, le atraían terriblemente. Un hombre que recorría los desiertos para instalar pozos de perforación vertical por cuenta de una empresa americana. Se imaginaba jugueteando con sus rizos morenos, rodando sobre sus pectorales, embriagándose con su olor a hombre fuerte que abate a la fiera que ronda las cercanías de la perforación. Había despertado de su fantasía de manera brusca cuando, en el momento de pagar la cuenta, él había sacado una tarjeta de crédito... azul. ¿Todavía existen?, se había preguntado, con los ojos como platos. Había bostezado y pedido al pocero que la llevara a su casa. Una migraña repentina. Un enorme hastío. Había pasado ya la edad en la que uno invierte sin pensar. Esa tarjeta de crédito azul la había devuelto a sus años jóvenes, cuando besaba al primero que se atrevía a frotarse con su aparato dental aunque no tuviera suficiente dinero para invitarle a una Coca-Cola. Tengo cuarenta y ocho años, debo invertir. Encontrar un sustituto, con una tarjeta Oro o Platino, o mejor, una Infinite negra por si Jacques me despide. Es una posibilidad cierta. No hay más que ver la hora, cada vez más tardía, a la que vuelve por las noches... Va a terminar no volviendo nunca más y yo me quedaré a dos velas. Acumulando polvo en la estantería de mujeres divorciadas. A mi edad, una mujer sola es una especie en peligro.
Decoraban las mesas, diseminaban velas perfumadas y ramos de flores, desplegaban bonitos manteles blancos, colocaban cubiteras para el champaña, golosinas ácidas, sorbetes multicolores, pero sobre todo, sobre todo, se esperaba la entrada en escena de las pirámides de buñuelos de crema que Bérengère fingía preparar en persona, y que Jacques iba a buscar a escondidas a una panadería-pastelería del distrito quince. En el establecimiento de una tal señora Keitel, una austriaca jovial sin cuello ni barbilla, pero con una sonrisa eterna grabada en tres collares de grasa.
Jacques Clavert refunfuñaba. Con el paso de los años le resultaba cada vez más penoso participar en aquella mascarada. Iba de mala gana, maldiciendo a su mujer, a las mujeres en general, por su mezquindad y su hipocresía, los hombres somos unos enanos, gruñía, unos pobres enanos a los que las mujeres tienen agarrados de las orejas. Rozaba el alerón del Rover al salir del aparcamiento, se pillaba un dedo con una caja de buñuelos, renegaba, sentía que le espoleaba el aguijón del odio y se marchaba del establecimiento de la señora Keitel prometiéndose que no volvería a hacerlo, que un día se chivaría.
Y así salvaría su alma.
—Ah, pero ¿tú tienes alma? —decía Bérengère encogiéndose de hombros.
—¡Tú búrlate! Uno de estos días, te delataré...
Bérengère sonreía mientras lanzaba un chorro de laca sobre su flequillo moreno y tamborileaba un dedo irritado sobre tres nuevas arruguitas alrededor de sus ojos castaños.
Su marido amenazaba, pero nunca pasaba a la acción
Su marido era un gallina.
Ella lo sabía desde hacía mucho tiempo.
Los buñuelos de crema de Bérengère eran la apoteosis de la velada.
Se hablaba de ellos antes y después, los imaginaban y los esperaban con ansia, los anunciaban y contemplaban y, por fin, los cogían y los degustaban, con los ojos cerrados, erguidos y serios, emocionados, casi apasionados; y toda mujer ambiciosa, todo hombre sin piedad se convertía, durante el momento del buñuelo, en un ser inocente y dulce. Para optar al derecho de probar los buñuelos de crema de Bérengère Clavert, se reconciliaban enemigos irreductibles, las mejores amigas volvían a convertirse en amigas de verdad, las lenguas aceradas se cubrían de miel. Todo el mundo se preguntaba cómo hacía Bérengère para obtener esa cremosidad, esa mezcla, ese caramelizado tan fino..., pero la pregunta no flotaba demasiado tiempo en el aire: una sacudida de placer borraba todo espíritu crítico.
Esa tarde, mientras el servicio estaba en plena tarea, Bérengère Clavert entró en la habitación conyugal y se extrañó de encontrar a su marido tumbado sobre la cama, en calzoncillos y calcetines negros. Leía
Le Monde Magazine
, suplemento que apartaba cada viernes para que le ocupara el domingo. Su mayor empeño era resolver el sudoku «experto» o «muy difícil» que publicaba la revista en las últimas páginas. Cuando lo conseguía, lanzaba un grito animal, golpeaba el aire con los puños y vociferaba
I did it, I did it
[44]
, únicas palabras en inglés que había conseguido aprender.
—¿No vas a buscar los buñuelos? —preguntó Bérengère, intentando dominar la cólera que nacía dentro de ella al ver a su esposo en tan negligente indumentaria.
—No iré nunca más a buscar los buñuelos —respondió Jacques Clavert sin levantar la nariz de su sudoku.
—Pero...
—No volveré a buscar los buñuelos... —repitió colocando un 7 y un 3 en una casilla.
—Pero ¿qué van a decir nuestros amigos? —consiguió balbucear Bérengère—. ¿Sabes hasta qué punto...?
—Se sentirán terriblemente decepcionados, ¡y tendrás que contarles alguna mentira!, ¡y de las gordas!
Levantó la cabeza hacia ella y añadió con una gran sonrisa:
—¡Y yo me moriré de risa!
Y volvió a su tarea de rellenar el casillero.
—¡Pero bueno! ¡Jacques! ¡Te has vuelto loco!
—Para nada. Al contrario, acabo de recuperar la cordura. No volveré a ir a buscar los buñuelos nunca más y, mañana mismo, me voy de esta casa...
—¿Y se puede saber adónde vas? —interrogó Bérengère, cuyo corazón se aceleró.
—He alquilado un apartamento de soltero, en la calle Martyrs; me voy a retirar allí, con mis libros, mi música, mis películas, mi trabajo y mi perro. Te dejo a los niños... Los recogeré los domingos por la mañana y te los volveré a traer por la noche. No tengo sitio para alojarles.
Bérengère se dejó caer sobre el borde de la cama. La boca abierta, los brazos inertes. Sentía cómo la desgracia invadía la habitación.
—¿Y eso lo sabes desde hace mucho?
—Desde hace tanto tiempo como tú... No me digas que te sorprende. Ya no nos llevamos bien, ya no nos soportamos, fingimos que... Nos mentimos como bellacos. Es agotador y estéril. A mí todavía me queda mucho tiempo que vivir, y a ti también, aprovechémoslo, en lugar de destrozarnos la vida mutuamente...
Había pronunciado esas palabras sin levantar la cabeza de la revista, con la mente todavía inmersa en el misterio de las cifras japonesas.
—¡Eres odioso! —consiguió decir Bérengère.
—Ahórrate los insultos, los llantos y el rechinar de dientes... Te dejo a los niños, la casa, pagaré los gastos corrientes y Dios sabe que ese nombre les viene al pelo porque ¡hay que ver cómo corren! Pero lo que quiero es estar en paz con P mayúscula...
—¡Esto te va a costar caro!
—Me costará lo que me dé la gana que me cueste. Tengo un informe de tus diferentes adulterios. No me gustaría tener que utilizarlo... Para ahorrárselo a los niños.
Bérengère apenas escuchaba. Pensaba en sus buñuelos. Una velada en casa de los Clavert sin buñuelos de crema sería un fracaso. Sus buñuelos eran famosos en el mundo entero. No existían adjetivos suficientes para calificarlos. Iban desde «encantador» hasta «milagroso», pasando por «lo nunca visto», «Oh, mon Dieu! Oh! My God!», «knock out», «maravillosos», «deliziosi», «diviiiinos», «köstlich», «heerlijk», «wunderbar». Una noche, un hombre de negocios ruso había soltado un sonoro «kraputchovski» que significaba, según le habían dicho, «pasmoso» en lenguaje samovar. Sus buñuelos eran su medalla al mérito, su diploma universitario, su danza del vientre. Le habían propuesto mucho dinero para que revelase la receta. Ella se había negado, asegurando que se transmitía de madre a hija y que tenía prohibido contársela a un extraño.
—Te propongo un trato: nos separamos pacíficamente, pero me vas a buscar los buñuelos...
—¡No volveré a ir a buscar tus buñuelos! Y te interesa que nos separemos pacíficamente, querida. Te recuerdo que cuando me casé contigo te llamabas Bérengère Goupillon
[45]
... ¿Quieres volver a esa miseria?
Bérengère Goupillon. Había olvidado que, antaño, llevaba ese apellido. Se irguió, herida en lo más profundo. ¡Goupillon! ¡Él podía exigir que recuperase su apellido de soltera!
Bajó la cabeza y musitó:
—No quiero volver a llamarme Goupillon.
—Por fin entras en razón... Podrás conservar mi apellido si continúas en buena disposición —declaró, haciendo un gran gesto con la mano, como Nerón perdonando al gladiador destrozado por los leones—. Y puedes ir tú a buscar los buñuelos... Yo recibiré a los invitados cuando haya terminado el sudoku.
Eso era impensable. No podía marcharse así. No tenía las uñas secas, no había terminado de dibujarse el contorno de los ojos ni había elegido los pendientes. Debía encontrar a alguien que le hiciese ese favor.
Pensó con rapidez.
¿Los filipinos contratados para la velada?
Jamás les dejaría, jamás, las llaves de su Mini. Ni las del Rover de Jacques. Y podrían irse de la lengua...
¿Su mejor amiga?
Hacía muchísimo tiempo que no tenía ninguna...
Cogió su móvil. Leyó la lista de nombres. Encontró a Iris Dupin y se dio cuenta de que no la había borrado de la agenda. Iris Dupin. Había sido lo más parecido a una «mejor amiga». Algo mordaz, cierto, se podría decir incluso que era realmente despiadada..., pero bueno... Ella nunca habría ido a buscar los buñuelos. Se habría cruzado de brazos y habría contemplado cómo se hundía. Con la misma sonrisita complacida que Jacques en calcetines sobre la cama. Se le escapó una risita nerviosa. Se calmó. Iris quizás no, pero su hermana... La buena de Joséphine... La hermanita de los pobres y desamparados. Siempre dispuesta a prestar servicio. Joséphine irá a buscarme los buñuelos.
La llamó. Le explicó de qué se trataba. Confesó su culpa. A ti puedo decírtelo porque eres buena, buena de verdad, pero los demás... si supiesen... no volverían a dirigirme la palabra... Joséphine, por favor, ¿irías a buscarme los buñuelos de la señora Keitel? No está lejos de tu casa... En recuerdo de Iris... Sabes cuánto nos queríamos, ella y yo... Me salvarías la vida... y Dios sabe que mi vida no va a ser fácil, si Jacques me abandona... ¡Porque me abandona! Acaba de decírmelo, hace dos minutos y medio...
—¿Te abandona? —repitió Joséphine, mirando la hora. Las seis y diez... Zoé estaba en casa de Emma. Tenía previsto cenar un plato de sopa y meterse en la cama con un buen libro.
—¡No sé lo que voy a hacer! ¡Sola con cuatro niños!
—Se sobrevive, ¿sabes? Yo he sobrevivido...
—¡Pero tú eres fuerte, Jo!
—No más que cualquiera...
—¡Sí, eres fuerte! Iris decía siempre «Jo es una luchadora escondida bajo un corazoncito de oro...».
Había que engatusarla, seducirla discretamente, cubrirla de cumplidos. Para que vaya deprisa, deprisa a buscar los malditos buñuelos. Dentro de una hora, los primeros invitados empezarían a colgar sus abrigos en el guardarropa.
—Me sacarías de un auténtico atolladero, ¿sabes?...
Y Joséphine recordó a Iris pronunciando exactamente las mismas palabras, «un auténtico atolladero»
[46]
... Iris, suplicándole que escribiese el libro en su lugar. Los grandes ojos azules de Iris, la voz de Iris, la sonrisa irresistible de Iris, Cric y Croc se comieron al Gran Cruc que creía poder comérselas...
Aceptó. Si puedo servirte de ayuda, Bérengère, iré a buscar los buñuelos... Dame la dirección.
Anotó la dirección de la señora Keitel. Anotó que todo estaba pagado. Que había que pedir factura para que Jacques pudiese deducir los buñuelos de los impuestos, muy importante, Joséphine, muy importante, si no ¡se va a poner como una fiera! Debes coger las cajas grandes. Colocarlas horizontalmente sobre el asiento trasero y conducir despacio para que no se desplacen, se aplasten o se derramen.
—Y además... Oye, Jo, ¿te importaría entrar por la puerta de servicio? Preferiría que no te vieran...
—No hay problema. ¿Tiene código?
Apuntó el código.
—Y después, te unirás a nosotros en la fiesta.
—¡Oh, no! Me vuelvo a casa... Estoy cansada.
—¡Venga! ¡Beberás una copita de champaña con nosotros!
—Ya veremos, ya veremos —dijo Joséphine, sin comprometerse.
Los primeros invitados llegaron a las siete y diez.