Las alas de la esfinge (14 page)

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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policial, Montalbano

BOOK: Las alas de la esfinge
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—Quería hablar urgentemente con usía personalmente en persona. Dice que a ver si usía lo llama; total, él está en la casa.

—Lo llamo más tarde.

Augello y Fazio ya estaban esperándolo en su despacho.

—¿Qué me cuentas, Mimì?

—¿Qué te voy a contar? La segunda fábrica de muebles también hace mobiliario moderno y no utiliza purpurina.

—¿Y tú, Fazio?

—¿Puedo usar los apuntes?

—Basta con que no me sueltes datos del registro civil.

—La sociedad Mirabilis de Montelusa, que desarrolla su actividad desde hace unos diez años, está debidamente registrada. Se encarga de comprar, y de revender o alquilar posteriormente, grandes inmuebles tipo hoteles, edificios destinados a uso exclusivamente comercial, palacetes para congresos, naves industriales y cosas por el estilo.

—¿Entonces la Mirabilis no es la propietaria del chalet, tal como me dijo Piro?

—Piro le dijo la verdad. El chalet es de la Mirabilis y se trata de una excepción; no tienen ningún otro. Se lo compraron hace menos de cinco años a la agencia de Guglielmo Piro, que a su vez se lo había comprado a los marqueses de Torretta por una miseria porque estaba medio en ruinas.

—¡Qué curiosa coincidencia! —exclamó Montalbano.

—¿Cuál?

—La Buena Voluntad se constituye hace cinco años, y la Mirabilis encuentra inmediatamente un chalet a la medida en la agencia de Piro, lo compra y se lo alquila a la asociación. ¿Has conseguido averiguar lo que cobran?

—Siete mil euros mensuales.

—Una bonita suma, el doble que el precio corriente en Montelusa. ¿Tienes el nombre de los miembros del consejo de administración?

—Pues claro —contestó Fazio riendo.

—¿Por qué te ríes?

—Usted también se reirá en cuanto oiga un nombre. Bueno, actualmente están el presidente y administrador delegado Carlo Guarnera y los consejeros Musumeci, Terranova, Blandino y Piro.

—¿Cómo Piro?

—Emanuele Piro,
dottore
.

—¿Es pariente de…?

—Es el hermano menor de Guglielmo. Emanuele entró en el consejo de administración dos meses antes de que la Mirabilis adquiriera el chalet. ¿Qué pasa? ¿No se ríe?

—No.

—¿Ni siquiera si le digo que Emanuele Piro está considerado un idiota que se pasa todo el día jugando con cometas y se echa a llorar cuando el viento se le lleva alguna?

—¡Coño! —exclamó Mimì.

—Está claro por tanto que Emanuele es un testaferro de su hermano el
cavaliere
—dijo Montalbano echándose a reír.

—¿Por qué se ríe ahora?

—Porque me ha acudido a la memoria, aunque no tiene nada que ver con nuestra investigación, que otros
cavalieri
utilizan a los hermanos menores como testaferros. A estas alturas, ya es una costumbre muy arraigada.

—¿Y qué podemos hacer? —preguntó Augello.

—¿Qué quieres hacer, Mimì? No tiene nada de ilegal. Es más, de penalmente relevante, tal como se suele decir ahora. E incluso un homicidio, con estas nuevas leyes, puede ser irrelevante desde el punto de vista penal. Dejémoslo correr. Me di cuenta enseguida de que esa asociación debe de ser toda ella un chollo de no te menees. Y no sólo eso. Tenemos que andar con cuidado en cómo nos movemos.

—¿Qué quería el jefe superior? —preguntó Augello.

—Mimì, pero qué listo eres. ¿Cómo te has enterado de que fui a ver a los de La Buena Voluntad? ¿Quién te lo ha dicho?

—Se lo dije yo —respondió Fazio.

—Pues el
cavaliere
Piro ha armado un escándalo. El jefe superior está dispuesto a cubrirnos durante cuatro días más, después nos deja tirados.

—Pero ¿podemos saber qué has descubierto? —preguntó Mimì.

Montalbano se lo contó y añadió:

—Irina Ilic, Katia Lissenko y Sonia Mejerev, las tres bailarinas procedentes de Chelkovo y las tres con la misma mariposa tatuada, se hospedan durante algún tiempo en el chalet alquilado por la asociación. Se presentaron espontáneamente, no las convenció ni Tommaso Lapis ni Anna Degregorio. Por lo menos eso me dijo Piro. El cual añadió que llegaron muertas de miedo pero no le explicaron el motivo. Aunque vete a saber si esa historia de que estaban asustadas es cierta o no. Al cabo de una semana, Sonia desaparece. Katia se va a hacer de cuidadora del señor Graceffa, pero cuando ya no la necesitan, desaparece. Irina, en cambio, se va a trabajar como asistenta en casa de mi amiga Ingrid, le roba unas joyas y también desaparece. Pero hay una cuarta ex bailarina con la misma mariposa. Su novio, un delincuente llamado Peppi Cannizzaro, la llama Zin, que a lo mejor es un diminutivo de Zinaida. Esta chica es la única que no pasó por La Buena Voluntad.

—O pasó, pero Piro no quiso decírtelo —terció Mimì.

—Exactamente. En cualquier caso, a Peppi Cannizzaro y Zin no hay manera de encontrarlos.

—Pero ¿cuántas bailarinas de Chelkovo con una mariposa tatuada van a salir en esta historia? —preguntó Augello.

—Creo que, aparte de estas cuatro, no hay ninguna más.

—¿Por qué?

—No lo sé con seguridad. Pero… ¿las alas de la mariposa no son cuatro?

—En resumen, la chica asesinada no puede ser más que Sonia o Zin —dijo Fazio.

—Exacto.

—Pero ¿por qué la mataron? —preguntó Mimì.

—Yo estoy empezando a tener cierta idea —dijo el comisario.

—¿Y a qué esperas?

—Es una telaraña demasiado confusa.

—¡Pero dilo de todos modos!

—Irina es una ladrona. Zin se junta con un ladrón. Katia, en cambio, le confiesa a Graceffa que quiere mantenerse al margen de cierto ambiente. Y, en efecto, no roba en casa de Graceffa aunque sigue hablando por teléfono con una tal Sonia.

—¿Adónde quieres ir a parar?

—Déjame terminar, Mimì. Detengámonos en Irina. Ésta roba una bonita cantidad de joyas, pero es extranjera. ¿Qué contactos quieres que tenga con el mundo del hampa local para venderlas? ¿A quién puede haber conocido en el poco tiempo que lleva en Montelusa?

—Bueno, una hipótesis podría ser… —empezó Mimì.

—No he terminado. Veamos ahora la chica asesinada. Pasquano le encontró en el interior de la cabeza unos hilos de lana negra. No pueden ser de un jersey grueso o de una bufanda. Entonces yo digo: ¿y si, en el momento que la asesinaron, la chica llevaba puesto un pasamontañas para que no la reconocieran?

—¿Dices que pudieron sorprenderla mientras robaba?

—¿Y por qué no? Alguien la sorprende y le pega un tiro. ¿Te dice algo esa ley tan bonita acerca de la legítima defensa aprobada por nuestro Parlamento soberano?

—Pero ¿no era mejor para el que le pegó el tiro dejarla donde estaba sin armar todo el jaleo de desnudarla e ir a arrojarla al vertedero? —intervino Fazio.

—Desde luego que sí —reconoció Montalbano—. Pero ya os he advertido que ésta es una hipótesis débil. Sin embargo, si conseguimos demostrar que la asesinada es Sonia (la cual es rubia, he visto la fotografía del pasaporte) yo os pregunto, siguiendo el dicho popular: ¿que hay en el cesto?

—Requesón —contestó Mimì.

—Bravo. Y el requesón no es más que la asociación benéfica.

—De acuerdo. Pero ¿cómo hacemos para…?

—Fazio, ¿qué otras noticias me traes de Guglielmo Piro?

—No me ha dado tiempo,
dottore
.

Montalbano sacó un papel del bolsillo.

—Esto me lo dio monseñor Pisicchio. Están los nombres de todos los que trabajan en la asociación. Aquí se indica el nombre y el apellido, la dirección y el número de teléfono. No es suficiente. Quiero saberlo todo, pero lo que se dice todo, acerca de ellos. Guglielmo Piro, Michela Zicari, Tommaso Lapis, Anna Degregorio, Gerlando Cugno y Stefania Rizzo. Ahorraos a la telefonista y al personal de servicio. Repartíos el trabajo, pero mañana al mediodía quiero las primeras noticias.

Llamó a Graceffa sin pasar por la centralita. Al primer timbrazo, contestó.

—¿Dígame?

—Señor Graceffa, soy Montalbano.

—Gracias, abogado, estaba esperando su llamada.

—Señor Graceffa, no soy el abogado sino el comisario Montalbano.

—Sí, ya me he dado cuenta.

—¿Qué quería decirme?

—¿No sería mejor que fuera yo a su despacho, abogado?

Entonces el comisario lo entendió. La sobrina de Graceffa debía de estar por allí y el pobre hombre no quería que lo oyera.

—¿Es una cosa delicada? —preguntó Montalbano como si fuera un conspirador.

—Pues sí.

—¿Puede venir ahora mismo a la comisaría?

—Sí. Muchas gracias.

Beniamino Graceffa entró en el despacho del comisario con la misma actitud que debía de mostrar un seguidor del patriota Giuseppe Mazzini cuando acudía a una reunión secreta de la Joven Italia en favor de la proclamación de la República.

—¿Me permite hacer una llamada urgente?

—Utilice este teléfono.

—¿Abogado Marzilla? Soy Beniamino Graceffa. Si llama mi sobrina Cuncetta, yo estoy acudiendo a su despacho. No, no voy a ir, pero usted tiene que decirle eso, por favor. ¿De acuerdo? Muchas gracias.

—Pero ¿es que su sobrina lo vigila? —preguntó Montalbano.

—Cada vez que salgo.

—¿Por qué?

—Tiene miedo de que me gaste el dinero yendo de putas.

A lo mejor la sobrina Cuncetta no estaba totalmente equivocada.

—¿Qué quería decirme?

—Que esta mañana he ido a Fiacca en el autocar de línea.

—¿Por negocios?

—¡Qué negocios ni qué historias! ¡Yo ya estoy jubilado! He ido… es una cosa muy delicada.

—Pues no me lo diga. Pero ¿por qué quería hablar conmigo?

—Porque a la salida de haber hecho la cosa delicada y cuando iba a tomar el autocar de línea para regresar, vi a Katia.

Montalbano pegó un respingo.

—¿Seguro que era ella?

—Pongo la mano en el fuego.

—¿Y Katia lo vio a usted?

—No. Estaba abriendo el portal de una casa, donde entró.

—¿Por qué no la llamó y le dijo algo?

—No tenía mucho tiempo. Si perdía el autocar de línea, buena la hubiera armado mi sobrina.

—¿Recuerda la calle y el número de esa casa?

—Claro. Via Mario Alfano, número catorce. Es un chalecito de dos plantas. En la puerta hay una pequeña placa que dice «Ettore Palmisano. Notario».

Doce

Cuando se fue Graceffa, Montalbano le dijo a Catarella que quería ver enseguida a Fazio y Mimì. Pero Augello ya se había ido. Al parecer, lo había llamado Beba porque al chiquillo volvía a dolerle la tripa.

Fazio escuchó atentamente el informe del comisario y después preguntó:

—¿Vamos enseguida a Fiacca?

—Pues no sé.

Fazio consultó el reloj.

—Si salimos ahora mismo, estaremos allí sobre las ocho y media —dijo—. Es una buena hora; igual encontramos a la mesa al notario con su mujer, y a Katia sirviéndoles la cena.

—¿Y si por casualidad Katia no está de servicio por la tarde y, por consiguiente, no duerme en casa del notario Palmisano sino en otro sitio?

—Les pedimos a los Palmisano que nos den la dirección donde se aloja la chica y vamos a verla.

—Siempre que el notario conozca la dirección. Y siempre que Katia le haya facilitado la auténtica.

—Pues entonces llamamos ahora mismo a Palmisano, hablamos con él, vemos cómo está la situación y actuamos en consecuencia.

Cuanto más decidido se mostraba Fazio, tanto más dudaba Montalbano. Pero la verdad era, y lo sabía muy bien, que no le apetecía para nada pegarse aquella paliza vespertina.

—¿Y si contesta Katia?

—Le digo que me llamo Filippotti y que quiero hablar urgentemente con el notario. Si contesta el notario en persona, mejor todavía.

—¿Y al notario qué le dices?

—Me identifico y le pregunto si Katia Lissenko duerme en su casa o se aloja en otro sitio. Si duerme en su casa, no hay problema, le digo que en cuestión de una hora estamos allí y le ruego que no le diga nada a la chica; si en cambio Katia pasa la noche fuera, le pido que me facilite la dirección. ¿He superado el examen?

—Muy bien, prueba a ver. Llama con el directo y pon el altavoz.

Fazio buscó el nombre en la guía y llamó.

—¿Diga? —contestó la voz de una anciana.

Fazio miró perplejo al comisario y éste le hizo señas de que siguiera.

—¿Ca… sa Palmisano?

—Sí, pero ¿con quién hablo?

—Filippotti. ¿Está el notario?

—No ha regresado todavía. Ha salido a dar una caminata. Si quiere, dígame a mí de qué se trata y yo se lo digo; soy su esposa.

—No, gracias, buenas tardes.

Y colgó.

—Pero ¿no podías haberte inventado cualquier chorrada para saber si estaba Katia o no?

—Disculpe,
dottore
, me he desconcertado. La presencia de la esposa no se había contemplado como materia de examen.

—¿Sabes una cosa? Con esta idea de llamar, es posible que hayamos hecho daño.

—¿Por qué?

—Estoy seguro de que Katia lo sabe todo, incluso lo del asesinato de una chica que pertenecía al mismo grupo de la mariposa. Está muerta de miedo y se esconde.

—Yo también lo he pensado. Pero ¿por qué, según usted, hemos hecho daño?

—Porque si Katia, mientras sirve la mesa, oye que la mujer del notario dice que ha llamado un tal Filippotti y el notario contesta que no sabe quién es, puede que sospeche algo y vuelva a desaparecer. Pero a lo mejor me preocupo demasiado.

—Yo creo que sí. ¿Qué hacemos?

—Mañana por la mañana, a las ocho como máximo, pasa a recogerme con un coche y nos vamos a Fiacca.

—¿Y lo de los nombres de La Buena Voluntad que me ha dado?

—Te encargas cuando volvamos.

Tras comerse en la galería los salmonetes encebollados que Adelina le había dejado preparados, se sentó delante del televisor.

El telediario de Retelibera dio unas noticias que parecían calcadas de las de la víspera y la antevíspera.

Es más, bien mirado, hacía años que siempre daban las mismas noticias, lo único que cambiaba eran los nombres: los de los pueblos donde ocurrían los hechos y los de las personas. Pero la esencia era siempre la misma.

En Giardina habían incendiado el coche del alcalde (la mañana anterior, en cambio, habían incendiado el coche del alcalde de Spirotta).

En Montereale, detenido un concejal por alteración de subasta, extorsión y corrupción (la víspera habían detenido a un concejal de Santa Maria bajo las mismas acusaciones).

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