—Oiga, ¿me oye? —preguntó Leontini.
—Sí, claro. Siga.
—Bueno, pues al ver en la televisión esa imagen le he dicho a mi suegro que a lo mejor yo podría… pero quizá usted ya lo sepa todo.
El señor Leontini necesitaba que lo animaran.
—Yo no sé nada, puede creerme.
—Bien. Esa mariposa es con toda seguridad una esfinge.
Virgen santa, pero ¿qué tenía que ver la Esfinge con la mariposa? ¿La Esfinge no estaba en Egipto? Lo que faltaba.
—¿Una esfinge en qué sentido, perdone?
—Los esfíngidos constituyen una especie particular de mariposas; se conocen más de ciento veinte mil especies, ¿sabe?, pero esencialmente los lepidópteros se subdividen en dos subórdenes, los homoneuros, cuya familia principal son los hepiálidos, y los heteroneuros…
—¿Es una cuestión de tipo sexual? —preguntó Montalbano, completamente aturdido.
—No entiendo.
—Verá, es que como usted ha dicho homoneuros y heteroneuros, he pensado que…
—Aquí el sexo no tiene nada que ver.
—Perdone.
—A los heteroneuros pertenecen las familias de los tineidos, los tortrícidos, los alucítidos y los pirálidos…
¿Y la de los atridas no?
—… en resumen, los conocidos como microlepidópteros; y también pertenecen a ellos las polillas…
Montalbano se rebeló, negándose a considerar mariposa a una miserable polilla.
—Oiga, señor Leontini, ¿le importaría volver a la esfinge?
—Pues claro, perdone la digresión. Los esfíngidos se caracterizan por un cuerpo grueso y peludo y por el hecho de que las alas posteriores son más pequeñas que las anteriores.
—Pero ¿cuántas alas tienen las mariposas?
Leontini vaciló antes de contestar. Seguramente se estaba preguntando cómo era posible que hubiese en el mundo personas que nunca se hubieran molestado en mirar bien una mariposa.
—Cuatro.
Montalbano no había reparado en ello y sintió un poco de vergüenza.
—Los esfíngidos son migratorios —añadió Leontini.
—¿Cómo migratorios? ¿No tienen una vida muy breve?
—Esta especie es capaz de sobrevolar incluso el océano.
—¡Pero qué me dice!
—Así es, muchos no lo saben. En fase de migración vuelan en línea recta, y nada más llegar vuelven a volar con una manera característica, en breves líneas quebradas y un tanto inciertas y confusas. Ah, lo olvidaba: son mariposas nocturnas, se mueven de noche; seguro que las ha visto.
¡Pero si las mariposas no se veían ni siquiera en una mañana de primavera!
—Dígame, señor Leontini, ¿sabe si tienen un país de origen o de preferencia?
—Verá, muchas mariposas son, ¿cómo diría?, estacionarias. Encuentra usted, por ejemplo, la
Catopsilia argante
en Perú, la
Morpho Cypris
en Colombia, la
Papilio deiphontes
en las Molucas, la
Lycorea cleobaea
también en Colombia, la…
¡Virgen santa, aquello era el diluvio!
—¿Y los esfíngidos dónde los encuentro?
—A esas mariposas les va bien cualquier sitio, con tal que haya campos de patatas.
—¿Por qué?
—Porque las orugas de los esfíngidos viven sobre las patatas.
Montalbano le dio las gracias a Leontini, le dio las gracias al director Burgio y colgó.
Ahora habría podido escribir un trabajo merecedor de un aprobado justito sobre las mariposas. Pero no habría podido añadir ni una sola línea al informe sobre la investigación. La conversación telefónica había sido tan larga como inútil. Trataba de averiguar si el dibujo de esa mariposa en concreto tenía algún tipo de significado, pero la respuesta había sido negativa. A lo mejor la chica había elegido la mariposa al azar, hojeando quizá un catálogo. Ya llevaba una hora fumando en la galería y contemplando las luces lejanas de un par de barcas cuando, al ver que Livia no llamaba, decidió irse a la cama.
Antes de quedarse dormido, lo hirió un pensamiento repentino.
El amor entre Livia y él había sido exactamente igual que el vuelo de una esfinge.
Al principio y durante muchos años, recto, seguro, preciso y determinado, había sobrevolado todo el océano.
Después, en determinado momento, aquel espléndido vuelo en línea recta se había transformado en líneas quebradas. Mejor dicho, ¿cómo lo había expresado Leontini?, inciertas y confusas.
Ese pensamiento lo llenó de angustia y le hizo pasar una mala noche.
En el aparcamiento de la comisaría encontró un Ferrari a su lado. ¿De quién sería? Seguramente de algún imbécil, aunque el nombre del propietario que figuraba en el carnet podía ser de cualquiera.
Porque sólo un imbécil podía ir a dar un paseo por el pueblo con un coche como aquél. Y había también una segunda categoría de imbéciles, parientes cercanos de los imbéciles del Ferrari, integrada por aquellos que, para ir a hacer la compra al supermercado, cogían el todoterreno con tracción a las cuatro ruedas, catorce luces y lucecitas, pico y pala, escalerita de emergencia, brújula y limpiacristales especiales contra posibles tormentas de arena. ¿Y los dementes recién llegados, los de los vehículos deportivos utilitarios?
—¡Ah,
dottori
! —exclamó Catarella—. Hay uno que lo espera desde las nueve porque quiere hablar con usía personalmente en persona.
—¿Tenía cita?
—No, siñor. Pero dice que es importante. Se llama… —Examinó un papel—. Aquí me lo ha escrito. Inoto.
¿Sería posible? ¿Ignoto, como el soldado desconocido?
—¿Seguro que se llama así, Catarè?
—Pongo la mano sobre el fuego,
dottori
. Y después hay dos llamadas de dos pirsonas que buscaban…
—Me lo dices luego.
Como es natural, el cuarentón que se presentó tenía un nombre que significaba casi lo contrario de lo que había escrito y dicho Catarella: Francesco di Noto. Vestido de Armani, mocasines de marca sin calcetines, Rolex, pulsera, camisa desabrochada que permitía entrever un crucifijo de oro macizo asfixiado por un densa maraña de trepadores pelos negros.
Seguro que era el imbécil que andaba por ahí con el Ferrari. Montalbano quiso confirmarlo.
—Me encanta ese coche tan bonito que tiene.
—Gracias. Es un Modena trescientos sesenta. También tengo un Porsche Carrera.
Imbécil por partida doble.
—¿En qué puedo servirlo?
—Espero servirlo yo a usted.
—Ah, ¿sí? Dígame.
—Anteayer volví de un mes de estancia en Cuba. Voy a menudo a Cuba.
—¿De vacaciones o porque es comunista?
El hombre lo miró perplejo y después se echó a reír.
—¿He dicho alguna cosa graciosa, señor Di Noto?
—¿Comunista yo? Con un Ferrari, un Porsche… Pero ¿me ve en ese papel?
—Pues yo, la verdad, lo veo muy bien. Vaya si lo veo. Precisamente porque tiene dos coches como ésos, viste de Armani, luce un Rolex… Pero dejémoslo correr, será mejor. ¿O sea que va a Cuba por intereses culturales? —Lo hacía a propósito para provocarlo, pero Di Noto ni siquiera era capaz de captarlo.
—Voy porque en Cuba tengo tres novias.
—¡¿Tres?! ¿Simultáneamente?
—Sí. Pero sin que ellas lo sepan, naturalmente.
—Naturalmente. Tengo una curiosidad que no es profesional: ¿aquí cuántas tiene?
Di Noto se echó a reír.
—Aquí tengo mujer y un hijo de dos años. Y mi suegro es el que me ha dado el capital para crear mi empresa. ¿Me explico? Aquí no puedo bromear, he de ir más recto que una escoba.
«Espero que tu mujer también tenga tres novios —pensó Montalbano—. Y, naturalmente, sin que tú lo sepas.» Pero se limitó a preguntar:
—Disculpe, pero ¿a qué se dedica su empresa?
—A la exportación de pescado.
¡Por eso el precio del pescado había alcanzado cotas estratosféricas! ¡Para mantener los coches y las novias de aquel cabrón!
—Me estaba hablando de Cuba.
—Pues sí. Precisamente la última noche que estuve en La Habana, o sea, hace tres días, Myra, una de mis tres novias, y yo estuvimos en un local nocturno. De pronto vi entrar y sentarse a una mesa que teníamos al lado a un tipo acompañado de una rubia de aspecto respetable, bastante borracho. Me pareció que lo conocía. En efecto, cuando ya llevaba un rato mirándolo, me vino a la mente quién era.
—¿Quién era?
—Arturo Picarella.
Montalbano pegó un brinco en la silla.
—¿Está seguro?
—Segurísimo. Yo no sabía nada de lo que le había ocurrido, pero ayer mi mujer me dijo que lo habían secuestrado y que no se tenían noticias de él. Me extrañó, pero no le conté nada a mi esposa. Quería verlo a usted para saber qué tengo que hacer.
—Ha hecho bien. Oiga, señor Di Noto, antes de ir al local donde cree haber visto a Picarella, ¿había estado en otros lugares?
—Pues claro. De las siete a las nueve en casa de Anja, que es la novia digamos más mayor, de las nueve y media a las once y media en casa de Tania, que es la novia digamos mediana, y desde las doce de la noche a las dos en casa de Myra, que es…
—… digamos la…
—… la nueva novia.
—Comprendo. Pero ¿al otro local cuándo fue?
—Hacia las dos y media de la madrugada.
—Naturalmente, en casa de las novias habría bebido.
—Claro. Ya entiendo adónde quiere ir a parar. No, señor, no estaba borracho. El hombre que vi era justamente Arturo Picarella. Hace años que juego con él en el Círculo.
—¿Por qué no se acercó a saludarlo?
—¿Está de guasa? Igual lo ponía en un aprieto.
—El suyo, señor Di Noto, es un testimonio ciertamente importante. Pero no basta para…
—Mire esto. —Sacó una fotografía del bolsillo y se la entregó.
Mostraba a Di Noto besándose con una chica. Pero el fotógrafo también había captado una parte de la mesita de al lado. El rostro del hombre al que una rubia estaba lamiendo la oreja izquierda era sin asomo de duda el del desaparecido Picarella, que Montalbano había visto montones de veces en decenas de fotografías facilitadas por la señora Ciccina.
O sea que Augello y Fazio sólo se habían equivocado respecto al país a donde el tío se había ido a disfrutar a lo grande con la amante: Cuba. Nada de Maldivas ni las Bahamas.
—¿Puede dejarme esta fotografía?
—Es complicado.
—¿Por qué?
—
Dottore
de mi alma, con mucho gusto se la dejaría, pero si después usted la utiliza, sale en la televisión y la ve mi mujer, ¿comprende la que se va a armar?
—Mire, le prometo que me encargaré de que en la fotografía usted resulte totalmente irreconocible.
—Estoy en sus manos,
dottore
.
En cuanto el Ferrari se fue con un rugido que hasta hizo temblar el suelo del despacho, el comisario llamó a Catarella.
—Ve a Montelusa a ver a tu amigo el fotógrafo. ¿Cómo se llama?
—Cicco De Cicco,
dottori
.
—Dale esta fotografía y dile que imprima varias copias tras haber modificado los rasgos de este señor que está besando a la chica. Ten cuidado: sólo los de éste, por lo que más quieras, no los del otro. Ve enseguida.
—A sus órdenes,
dottori
. Pero ¿me da una explicación?
—Dime.
—¿Los rasgos quiere decir la cara?
—Bravo.
—Gracias. En el teléfono dejaré a Galluzzo. Ah, quería decirle que han llamado dos personas por la mariposa.
—¿Tenemos que llamarlas nosotros o volverán a llamar?
Catarella lo miró perplejo.
—No han dicho nada.
—Pero te habrán dejado un número de teléfono, ¿no?
—Sí, señor. Los tengo escritos en esta hojita. —Se la entregó.
—Muy bien, ahora vete y envíame a Galluzzo antes de que se haga cargo de la centralita.
En el papel figuraban los nombres de un tal siñor Gracezza y una tal siñora Appuntata. Seguían dos números, en los cuales no se conseguía distinguir si los cincos eran seises y los treses, ochos.
Le tendió la hoja a Galluzzo.
—A ver si entiendes algo de estos números. Llama primero al hombre y después a la mujer.
Mientras esperaba, decidió llamar a Pasquano.
Eran sólo las diez, pero Pasquano solía empezar las autopsias hacia las cinco de la madrugada.
—Soy Montalbano. ¿Está el doctor?
—Si es por estar, está.
Como respuesta, no era muy alentadora.
—¿Puede pedirle que se ponga un momento al teléfono?
—¿Está de guasa?
—Soy el comisario Montalbano, haga el favor de avisarlo.
—Comisario, lo he reconocido por la voz, pero sinceramente no me atrevo. Esta mañana el doctor no está para bromas; puede creerme.
—¿Sabe si ya le ha practicado la autopsia a la chica encontrada ayer?
—Sí, señor, ya la ha hecho.
—Muy bien, gracias.
Lo único que podía hacer era ir personalmente, a riesgo de quedar sepultado bajo el habla soez de Pasquano e incluso de tener que esquivar el lanzamiento de un bisturí o unos trozos de cadáver.
Sonó el teléfono.
—
Dottore
, tengo al habla al señor Graceffa; se llama así y no como ha escrito Catarella. ¿Se lo paso?
—¿Señor Graceffa? Soy el comisario Montalbano. ¿Me ha llamado esta mañana?
—Sí. Ayer por la noche llamé a Retelibera y el periodista Zito me dijo que lo llamara a usted.
—Se lo agradezco. Dígame.
Silencio.
—¿Oiga?
Nada.
Virgen santa, ¿se habría cortado la línea? Cada vez que hablaba, a Montalbano se le cortaba la línea, vete tú a saber por qué, y entonces le entraban sudores fríos y se sentía como un chiquillo repentinamente huérfano.
—¡Oiga! ¡Óigame! —se puso a gritar.
—Estoy aquí.
—Pues entonces, ¿por qué no habla?
—Es que la cosa es muy delicada.
—¿Prefiere no hablar de ello por teléfono?
—Sí, porque de un momento a otro puede regresar mi sobrina, que se ha ido a hacer la compra.
—Comprendo. ¿Puede venir aquí?
—No antes del mediodía.
—Muy bien, lo espero.
—¿Das tu permiso? —dijo Augello desde la puerta.
—Entra y siéntate, Mimì. ¿Salvo te ha dejado dormir esta noche?
—Por suerte sí. Pero me he retrasado porque Beba ha ido al médico y yo he tenido que quedarme al cuidado del niño.
—¿Qué tiene Beba?
—Cosas de mujeres. ¿Alguna novedad?
—Esencialmente, ninguna. Pero podría haber alguna dentro de poco. Aunque se refiere a otra cosa.