Dejó colgar todo el peso de su cabeza, levantó la barbilla hacia la izquierda cuanto pudo y la torció brutalmente describiendo un sermicírculo hacia la derecha.
Bale dio un paso atrás involuntariamente. Luego alargó el brazo y agarró del pelo al gitano. La cabeza colgaba floja, como si se hubiera soltado de sus amarras.
—No. —La dejó caer hacia delante—. Imposible.
Se apartó unos pasos, contempló el cuerpo un segundo y luego volvió a acercarse. Alargó el brazo y le cortó con el cuchillo una oreja. Le quitó luego la venda y le subió los párpados. Los ojos estaban vacíos. No había en ellos un solo destello de vida.
Limpió el cuchillo en la venda y se alejó meneando la cabeza.
El capitán Joris Calque, de la
Police Nationale
, se pasó el cigarrillo apagado bajo la nariz y volvió a dejarlo de mala gana en su pitillera rojo bronce. La guardó en el bolsillo de la chaqueta.
—Por lo menos el cadáver está fresco y en buen estado. Me extraña que no siga goteando sangre de esa oreja. —Calque clavó el pulgar en el pecho de Babel, lo retiró y se inclinó hacia delante para ver si había algún cambio—. Casi no hay lividez. Este hombre no lleva muerto más de una hora. ¿Cómo es que le hemos encontrado tan pronto, Macron?
—Por la furgoneta robada, señor. Estaba aparcada fuera. El dueño llamó para denunciar el robo y un guardia que estaba de patrulla se la encontró cuarenta minutos después. Ojalá todos los crímenes fueran tan fáciles de descubrir como éste.
Calque se quitó los guantes.
—No lo entiendo. Un asesino secuestra al gitano en plena calle, a la vista de todo el mundo, y en una furgoneta robada. Luego le trae aquí, le ata a un somier previamente clavado a la pared, le tortura un poco, le rompe el cuello y deja la furgoneta aparcada en la calle como si fuera un poste indicador. ¿Para usted tiene sentido?
—También tenemos una sangre que no cuadra.
—¿Qué quiere decir?
—Aquí. En la mano de la víctima. Estos cortes son anteriores a las otras heridas. Y hay sangre de otra persona mezclada con la de la víctima. Se ve claramente en el espectrómetro portátil.
—Ah. Así que, no contento con dejar la furgoneta como poste indicador, el asesino nos ha dejado también una marca de sangre. —Calque se encogió de hombros—. O es un imbécil o es un genio.
La farmacéutica acabó de vendar la mano de Sabir.
—Debía de ser cristal barato. Tiene suerte de no necesitar puntos. ¿No será usted pianista, por casualidad?
—No. Soy escritor.
—Ah. Entonces no le hace falta ninguna habilidad.
Sabir rompió a reír.
—Podría decirse así. He escrito un libro sobre Nostradamus. Y ahora escribo críticas de películas para una cadena de periódicos regionales. En fin, eso es todo. La suma total de una vida malgastada.
La farmacéutica se llevó una mano a la boca.
—Perdone. No quería decir eso. Claro que los escritores son hábiles. Me refería a destrezas manuales. De ésas en las que hay que usar los dedos.
—No pasa nada. —Sabir se levantó y se puso la chaqueta—. Los escritores de poca monta estamos acostumbrados a que nos insulten. Ocupamos el escalón más bajo de la jerarquía, no hay duda. A no ser que escribamos
best-sellers
o que consigamos hacernos famosos, claro. Entonces alcanzamos la cumbre por arte de magia. Después, cuando no damos más de nosotros, volvemos a hundirnos hasta el fondo. Es una profesión embriagadora, ¿no le parece? —Ocultó su amargura tras una amplia sonrisa—. ¿Qué le debo?
—Cincuenta euros. Si está seguro de que puede permitírselo, claro.
—Ah. Me conmueve. —Sabir sacó su cartera y hurgó en ella en busca de billetes. Una parte de él seguía luchando por entender el comportamiento del gitano. ¿Por qué atacaba alguien a un perfecto desconocido? ¿Y más aún a un desconocido al que esperaba venderle algo de valor? No tenía sentido. Algo le impedía acudir a la policía, sin embargo, a pesar de que el barman y los tres o cuatro clientes que habían presenciado la agresión le habían animado a hacerlo. Allí había algo más de lo que se veía a simple vista. ¿Y qué o quiénes eran Samois y Chris? Le dio a la farmacéutica su dinero.
—¿La palabra Samois le dice algo?
—¿Samois? —La farmacéutica sacudió la cabeza—. ¿Aparte del sitio, quiere decir?
—¿El sitio? ¿Qué sitio?
—Samois-sur-Seine. Está a unos sesenta kilómetros al sureste de aquí. Justo encima de Fontainebleau. Todos los aficionados al jazz lo conocen. Los gitanos celebran allí todos los años un festival en homenaje a Django Reinhardt. Ya sabe, el guitarrista
manouche
.
—¿
Manouche
?
—Es una tribu gitana. Emparentada con los sinti. Proceden de Alemania y del norte de Francia. Eso lo sabe todo el mundo.
Sabir hizo una reverencia burlona.
—Pero olvida usted,
madame
, que yo no soy todo el mundo. Sólo soy un escritor.
A Bale no le gustaban los camareros. Eran una especie detestable; se alimentaban de las debilidades ajenas. Pero, aun así, estaba dispuesto a hacer concesiones con tal de reunir alguna información. Volvió a guardarse el carné robado en el bolsillo.
—Entonces, ¿el gitano le atacó con un cristal?
—Sí. Nunca he visto nada igual. Entró chorreando sudor y se fue derecho al americano. Rompió un cristal y lo aplastó con la mano.
—¿Con la del americano?
—No. Eso es lo raro. Lo aplastó con su propia mano. Fue después cuando atacó al americano.
—¿Con el cristal?
—No, no. Le cogió la mano y se la apretó contra los cristales, como había hecho con la suya. Luego se la pegó a la frente. Había sangre por todas partes.
—¿Y eso fue todo?
—Sí.
—¿No dijo nada?
—Bueno, no paraba de gritar. «Recuerda estas palabras. Recuérdalas».
—¿Qué palabras?
—Eh, bueno, ahí me ha pillado. Sonaba algo así como
Sam, moi et Chris
. Puede que sean hermanos.
Bale reprimió una sonrisa exultante. Asintió con la cabeza sagazmente.
—Hermanos. Sí.
El barman levantó las manos melodramáticamente.
—Pero si acabo de hablar con uno de sus oficiales. Ya se lo he contado todo. ¿Quieren que también les cambie los pañales?
—¿Y qué aspecto tenía ese oficial?
—El que tienen todos. —El barman se encogió de hombros—. Ya sabe.
El capitán Calque se volvió hacia el teniente Macron.
—¿Como él?
—No. No se parecía en nada.
—¿Como yo, entonces?
—No. Como usted tampoco.
Calque suspiró.
—¿Como George Clooney? ¿Como Woody Allen? ¿Como Johnny Halliday? ¿O llevaba peluca, quizá?
—No, no. No llevaba peluca.
—¿Qué más le dijo a ese hombre invisible?
—No hace falta ponerse sarcástico. Estoy cumpliendo con mi deber cívico. Intenté defender al americano…
—¿Con qué?
—Bueno… con mi palo de billar.
—¿Dónde guarda esa arma ofensiva?
—¿Que dónde la guardo? ¿Dónde cree usted que la guardo? Detrás de la barra, claro. Esto es Saint-Denis, no el Sacré-Coeur.
—Enséñemela.
—Mire, no di a nadie con él. Sólo amenacé al gitano.
—¿Y el gitano le respondió?
—Ah,
merde
. —El barman rajó un paquete de Gitanes con el picahielo de la barra—. Supongo que ahora me denunciarán por fumar en un lugar público. Qué gente. —Expelió una nube de humo desde el otro lado del mostrador.
Calque le cogió un cigarrillo. Dio unos golpecitos con él en el dorso del paquete y se lo pasó lánguidamente bajo la nariz.
—¿No va a encenderlo?
—No.
—La puta. No me diga que lo ha dejado.
—Estoy mal del corazón. Cada cigarrillo que me fumo me quita un día de vida.
—Pero vale la pena.
Calque suspiró.
—Tiene razón. Déme fuego.
El barman le ofreció la punta de su cigarrillo.
—Mire, acabo de acordarme. De lo de ese oficial.
—¿De qué se ha acordado?
—Tenía algo raro. Muy raro.
—¿Y qué era?
—Bueno, no va a creerme si se lo digo.
Calque levantó una ceja.
—Póngame a prueba.
El barman se encogió de hombros.
—No tenía blanco en los ojos.
—Se llama Sabir. S-a-b-i-r. Adam Sabir. Un estadounidense. No. No puedo darle más información en este momento. Búsquenlo en sus ordenadores. Debería bastar con eso. Créame.
Achor Bale colgó el teléfono. Se permitió una breve sonrisa. Aquello solventaba lo de Sabir. Cuando la policía francesa acabara de interrogarle, él ya se habría marchado haría tiempo. Siempre era conveniente sembrar el caos. El caos y la anarquía. Fomentándolos, se obligaba a las fuerzas de la ley y el orden a ponerse a la defensiva.
La policía y los poderes públicos estaban entrenados para pensar linealmente: en forma de reglas y normativas. En lenguaje informático, lo opuesto a lineal era «hiper». Muy bien. Bale se enorgullecía de su capacidad de
hiperpensar
, saltando y brincando de acá para allá cuando se le antojaba. Hacía lo que quería y cuando quería.
Cogió un mapa de Francia y lo desplegó pulcramente sobre la mesa, delante de sí.
Adam Sabir se enteró de que la policía le buscaba cuando encendió el televisor del piso alquilado de la Île-Saint-Louis y vio su cara en primer plano mirándole desde la pantalla de plasma.
Sabir era escritor y periodista ocasional: tenía que mantenerse informado. En las noticias acechaban historias. Bullían ideas. El estado del mundo repercutía en el estado de su clientela potencial, y aquello le preocupaba. En los últimos años se había acostumbrado a un tren de vida muy confortable, gracias a un libro que se había convertido en un fenómeno de ventas excepcional, titulado
La vida privada de Nostradamus
. Su contenido original era prácticamente nulo; el título, en cambio, había sido un golpe de genio. Ahora necesitaba urgentemente una continuación, o el grifo del dinero se cerraría, aquel lujoso tren de vida se agotaría y su público acabaría por disolverse.
Así pues, el anuncio de Samana en aquel ridículo periodicucho, dos días antes, había captado su atención por ser no sólo estrafalario sino también absolutamente inesperado:
Necesito dinero. Tengo algo que vender. Los versos perdidos de Notre Dame [sic]. Todos escritos. Vendo en metálico al primer comprador. Auténticos.
Sabir había soltado una carcajada al ver el anuncio: era tan evidente que lo había dictado un analfabeto… Pero ¿qué sabía un analfabeto de los versículos perdidos de Nostradamus?
Era de dominio público que el vidente del siglo
XVI
había escrito un millar de estrofas de cuatro versos, ordenadas y publicadas en vida del autor, y que había predicho, con precisión casi sobrenatural, el rumbo de la historia. Menos conocido era, en cambio, el hecho de que Nostradamus había retirado en el último momento 58 cuartetas que nunca llegaron a ver la luz. Si alguien encontrara aquellos versos, se haría millonario en el acto: las ventas serían potencialmente estratosféricas.
Sabir sabía que, para asegurarse un negocio así, a su editor no le dolerían prendas: adelantaría cualquier suma. La noticia del hallazgo generaría por sí sola cientos de miles de dólares en exclusivas periodísticas, y garantizaría una cobertura de primera plana en todo el mundo. ¿Y qué no daría la gente, en estos tiempos de incertidumbre, por leer los versículos y descifrar sus revelaciones? Era una idea alucinante.
Hasta ese día, Sabir imaginaba un grato escenario en el que, como los libros de Harry Potter, su manuscrito se guardaría en el equivalente editorial de Fort Knox, para ser desvelado ante las hordas impacientes y esclavizadas el día de su publicación. Él ya estaba en París. ¿Qué le costaba comprobar si la historia era cierta? ¿Qué podía perder?
Tras la tortura y brutal asesinato de un varón cuya identidad se desconoce, la policía busca al escritor estadounidense Adam Sabir para interrogarle en relación con el crimen. Se cree que Sabir está de visita en París, pero los ciudadanos de a pie no deben acercarse a él bajo ningún concepto, puesto que podría ser peligroso. El crimen es de índole tan grave que la Police Nationale ha dado prioridad a la identificación del asesino, que se cree podría estar preparándose para asestar un nuevo golpe.
—Santo Dios. —Parado en medio de su cuarto de estar, Sabir miraba el televisor como si éste pudiera de pronto soltarse de sus ataduras y arrastrarse por el suelo, hacia él. La pantalla mostraba en toda su extensión una foto promocional suya, de hacía tiempo, en la que sus rasgos aparecían tan exagerados que hasta él mismo casi se convenció de que representaba a un criminal buscado por la policía.
A continuación venía una fotografía acompañada de la leyenda «¿Conoce usted a este hombre?» en la que Samana aparecía muerto, con la mejilla y la oreja cortadas y los ojos abiertos y vacíos, como sometiéndose al juicio de los millones de mirones de sillón que extraían un consuelo fugaz del hecho de que otro y no ellos apareciera así mostrado en pantalla.
—No es posible. Tiene sangre mía por todas partes.
Sabir se sentó en un sillón, boquiabierto, mientras el latido doloroso de su mano replicaba extrañamente, como un eco, a la sintonía electrónica que acompañaba los titulares de cierre del telediario nocturno.
Tardó diez minutos frenéticos en recoger todas sus pertenencias: el pasaporte, el dinero, los planos, la ropa y las tarjetas de crédito. En el último momento rebuscó en el escritorio por si había allí algo que pudiera serle útil.
El piso se lo había prestado John Tone, su agente inglés, que estaba de vacaciones en el Caribe. El coche era también de su agente y, por tanto, imposible de identificar. Su anonimato bastaría, al menos, para sacar a Sabir de París. Para darle tiempo para pensar.
Se guardó apresuradamente en el bolsillo un carné de conducir británico antiguo a nombre de Tone y unos cuantos euros sueltos que encontró en el cilindro vacío de un carrete fotográfico. El carné no tenía foto. Podía serle útil. Cogió una factura de la luz, y también los papeles del coche.
Si la policía le detenía, fingiría no saber nada: se disponía a emprender un viaje de investigación a Saint-Rémy-de-Provence, el pueblo natal de Nostradamus. No había escuchado la radio ni visto la televisión: no sabía que la policía andaba tras él.