Las 52 profecías (2 page)

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Authors: Mario Reading

Tags: #Intriga

BOOK: Las 52 profecías
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—¿Eres
manouche o rom
? ¿O calé, quizá?

—¿A ti qué te importa?

—Por tu bigote, yo diría que
manouche
. Un descendiente de Django Reinhardt, quizá.

—Me llamo Samana. Babel Samana.

—¿Tu nombre gitano?

—Eso es secreto.

—Yo me llamo Bale. No es ningún secreto.

El tamborileo de los dedos del gitano sobre la mesa se aceleró. Miraba a todas partes: sus ojos volaban de un cliente del bar a otro, vigilaban las puertas, calibraban las dimensiones del techo.

—¿Cuánto quieres por él? —Directo al grano. Así tenía que ser con tipos como aquél. Bale vio que el gitano sacaba la lengua y se humedecía la boca de labios finos y virilidad prestada.

—Medio millón de euros.

—Ni más ni menos. —Bale sintió que una profunda calma se apoderaba de él. Bien. Era cierto que el gitano tenía algo que vender. No era todo un cuento—. Por esa suma, tendríamos que inspeccionar el manuscrito antes de comprarlo. Asegurarnos de su viabilidad.

—¡Y memorizarlo! Ya. He oído hablar de esas cosas. Tengo una cosa bien clara. En cuanto se sepa lo que contiene, no valdrá nada. Es su secreto lo que le da valor.

—Tienes razón. Me alegra mucho que te lo tomes así.

—Hay otra persona interesada. No creas que eres el único.

Bale cerró los ojos. Ah, así que tendría que matar al gitano después de todo. Torturarlo y matarlo. Era consciente de que un tic sobre su ojo derecho le delataba.

—¿Nos vamos a ver el manuscrito?

—Primero voy a hablar con el otro. A lo mejor tenéis que pujar.

Bale se encogió de hombros.

—¿Dónde vas a encontrarte con él?

—No voy a decírtelo.

—¿Qué quieres que hagamos, entonces?

—Tú quédate aquí. Yo me voy a hablar con el otro. A ver si va en serio. Y luego vuelvo.

—¿Y si no va en serio? ¿Me bajas el precio?

—Claro que no. Medio millón.

—Me quedo aquí, entonces.

—Eso es.

El gitano se levantó tambaleándose. Respiraba trabajosamente, el sudor le mojaba la camisa a la altura del cuello y el esternón. Cuando se dio la vuelta, Bale vio la marca de la silla en el cuero barato de su chaqueta.

—Si me sigues, lo sabré. No creas que no.

Bale se quitó las gafas de sol y las dejó sobre la mesa. Levantó la vista con una sonrisa. Conocía desde hacía tiempo el efecto que sus ojos cuajados surtían sobre las personas fácilmente impresionables.

—No voy a seguirte.

El gitano se quedó boquiabierto de asombro. Miró horrorizado la cara de Bale. Aquel hombre tenía el
ia chalou
, el ojo del diablo. La madre de Babel le había advertido contra aquella gente. Cuando uno los veía, cuando clavaban en ti sus ojos de basilisco, estabas perdido. En algún lugar, en lo más recóndito de su inconsciente, Babel Samana se estaba dando cuenta de su error. Se estaba dando cuenta de que se había equivocado al dejar entrar en su vida a ese hombre.

—¿Vas a quedarte aquí?

—Descuida. Te estaré esperando.

Babel echó a correr en cuanto salió del café. Se perdería entre la gente. Se olvidaría del asunto. ¿En qué estaba pensando? Ni siquiera tenía el manuscrito. Sólo una vaga idea de dónde estaba. Cuando las tres
ursitory
[Parcas] se posaron sobre su almohada siendo un bebé para decidir su destino, ¿por qué eligieron las drogas como debilidad? ¿Por qué no la bebida? ¿O las mujeres? Ahora
O Beng
se le había metido dentro y le había mandado aquel basilisco como castigo.

Babel aflojó el paso. No había rastro del payo. ¿Serían imaginaciones suyas? ¿Había imaginado la malevolencia de aquel hombre? ¿El efecto de aquellos ojos terribles? Tal vez estaba alucinando. No sería la primera vez que le entraba el canguelo por culpa de una droga mal cortada.

Miró la hora en un parquímetro. De acuerdo. Quizás el otro todavía estuviera esperándole. Y tal vez fuera más benevolente.

Al otro lado de la calle, dos prostitutas se enzarzaron en una acalorada discusión sobre sus territorios respectivos. Era sábado por la tarde. Día del chulo en Saint-Denis. Babel se vio reflejado en un escaparate. Se lanzó una sonrisa trémula. Si el trato le salía bien, quizás él también pudiera llevar a un par de chicas. Y tener un Mercedes. Se compraría un Mercedes color crema con asientos de cuero rojo, posalatas y aire acondicionado, e iría a que le hicieran la manicura en uno de esos sitios en los que payas rubitas con delantal blanco te miran con cara de deseo desde el otro lado de la mesa.

Chez Minette
estaba a dos minutos andando. Lo menos que podía hacer era asomarse y echarle un vistazo al otro. Picarle, a ver si le daba una señal en prueba de su interés.

Y luego volvería quejándose al campamento cargado de dinero y regalos y haría las paces con la
hexi
de su hermana.

2

Adam Sabir había deducido hacía tiempo que su búsqueda estaba abocada al fracaso. Samana llegaba cincuenta minutos tarde. Lo único que le mantenía en su sitio era la fascinación que le producía el turbio ambiente del bar. Mientras observaba, el barman empezó a bajar los cierres metálicos de la entrada.

—¿Qué pasa? ¿Va a cerrar?

—¿A cerrar? No. Voy a encerrarnos aquí dentro. Es sábado. Hoy bajan todos los chulos al centro en tren. Arman jaleo en la calle. Hace tres semanas me rompieron las lunas. Si quiere irse, salga por la puerta de atrás.

Sabir levantó una ceja. Bien. Aquélla era una forma ciertamente novedosa de conservar la clientela. Echó mano de su tercera taza de café y la apuró. Notaba ya el aguijoneo de la cafeína en el pulso. Diez minutos. Daría a Samana otros diez minutos. Luego, aunque técnicamente todavía estaba de vacaciones, se iría al cine a ver
La noche de la iguana
de John Huston y pasaría lo que quedaba de tarde con Ava Gardner y Deborah Kerr. Otro capítulo que añadir a su libro (invendible, no había duda) sobre las cien mejores películas de todos los tiempos.

—Una caña, por favor. No tengo prisa.

El barman se dio por enterado con un ademán y siguió bajando los cierres. En el último momento, un tipo delgado y ágil se deslizó bajo la puerta y se irguió apoyándose en una mesa.

—Hola. ¿Qué quieres tomar?

Babel hizo caso omiso del barman y miró frenético a su alrededor. Tenía la camisa empapada bajo la chaqueta, y el sudor le chorreaba por la barbilla angulosa. Achicando los ojos para defenderse del reverbero de la luz del bar, fue fijando la mirada en cada mesa con intensidad obsesiva.

Sabir levantó un ejemplar de su libro sobre Nostradamus, como habían acordado, con su fotografía a la vista. Así pues, el gitano había llegado por fin. Ahora llegaría el chasco.

—Estoy aquí,
monsieur
Samana. Venga a sentarse conmigo.

Babel tropezó con una silla en su afán por llegar hasta Sabir. Se enderezó y siguió cojeando con la cara vuelta hacia la entrada del bar. Pero estaba a salvo de momento. Los cierres estaban bajados del todo. Se había librado de aquel payo mentiroso con ojos de loco. El payo que le había jurado que no le seguiría. El payo que luego le había seguido hasta
Chez Minette
, sin molestarse siquiera en ocultarse entre la gente. Babel todavía tenía una oportunidad.

Sabir se levantó con expresión inquisitiva.

—¿Qué ocurre? Parece que haya visto un fantasma. —De cerca, la brutalidad que creía haber detectado en la mirada del gitano se había transformado en una hueca máscara de terror.

—¿Usted es el escritor?

—Sí. ¿Ve? Ese soy yo. El de la solapa del libro.

Babel alargó el brazo hacia la mesa contigua y cogió un vaso vacío de cerveza. Lo rompió sobre la mesa, entre ellos, y aplastó con la mano los cristales rotos. Luego su zarpa ensangrentada se apoderó de la mano de Sabir.

—Lo siento. —Antes de que Sabir tuviera tiempo de reaccionar, el gitano le apretó la mano contra los cristales rotos.

—¡Dios! Serás cabrón… —Sabir intentó retirar la mano.

El gitano se la sujetó con fuerza y le obligó a pegarla a la suya, hasta que las manos de ambos quedaron unidas entre el engrudo que formaba la sangre. Después se dio un golpe en la frente con la palma ensangrentada de Sabir, dejando una mancha difusa sobre la piel.

—Ahora escúcheme. ¡Escúcheme!

Sabir se desasió de la zarpa del gitano. El barman salió de detrás de la barra blandiendo un palo de billar cortado.

—Dos palabras. No las olvide. Samois. Chris. —Babel retrocedió para apartarse del barman y levantó la palma manchada de sangre como si lanzara una bendición—. Samois. Chris. ¿Se acordará? —Arrojó una silla al barman y aprovechó la confusión para orientarse respecto a la salida—. Samois. Chris. —Señaló a Sabir con los ojos desquiciados por el miedo—. No lo olvide.

3

Babel sabía que corría para salvar la vida. Nunca había estado tan seguro de una cosa. Tan convencido de algo. Sentía en la mano un palpito doloroso y violento. Le ardían los pulmones, y cada bocanada de aire le desgarraba por dentro como si fuera cargada de clavos.

Tras él, a cincuenta metros de distancia, Bale le observaba. Tenía tiempo. El gitano no tenía adonde ir. Nadie con quien hablar. La Sûreté le pondría una camisa de fuerza al primer vistazo. La policía de París no era muy caritativa con los gitanos, y menos aún con los gitanos cubiertos de sangre. ¿Qué había pasado en el bar? ¿A quién había visto? Bueno, no tardaría mucho en descubrirlo.

Vio la furgoneta Peugeot blanca casi inmediatamente. El conductor estaba pidiendo indicaciones a un limpiacristales. El limpiacristales señaló hacia Saint-Denis y encogió los hombros con desconcierto galo.

Bale arrojó al conductor a un lado y subió al taxi. El motor seguía ronroneando. Metió la marcha y aceleró. No se molestó en mirar por el retrovisor.

Babel había perdido de vista al payo. Se volvió y miró hacia atrás mientras corría de espaldas. Los transeúntes se apartaban, repelidos por su cara y sus manos ensangrentadas. Se detuvo. Se quedó parado en la calle, resollando como un ciervo acorralado.

El Peugeot blanco se subió al bordillo y golpeó su muslo derecho, aplastándole el hueso. Babel rebotó en el capó y cayó a plomo en la acera. Casi inmediatamente sintió que unas manos fuertes lo agarraban de la chaqueta y la culera de los pantalones y lo levantaban en vilo. Se abrió una puerta y fue arrojado dentro del taxi. Oía un chillido agudo y terrible; comprendió entonces que aquel ruido procedía de él. Levantó los ojos en el instante en que el payo lo golpeaba debajo de la barbilla con la parte inferior de la palma de la mano.

4

Lo despertó un dolor horrendo en piernas y hombros. Levantó la cabeza para mirar alrededor, pero no vio nada. Sólo entonces se dio cuenta de que tenía los ojos vendados y de que estaba atado en posición vertical a una especie de bastidor metálico del que colgaba hacia delante, con las piernas y los brazos en cruz y el cuerpo combado en un semicírculo involuntario, como si proyectara hacia fuera las caderas en una danza obscena. Estaba desnudo. Bale le tiró del pene otra vez.

—Bueno. ¿Por fin me haces caso? Bien. Escúchame, Samana. Hay dos cosas que debes saber. Primera, que vas a morir. No puedes convencerme para que te suelte, ni conseguir que te perdone la vida a cambio de información. Segunda, que tu forma de morir depende completamente de ti. Si te portas bien, te cortaré el cuello. No sentirás nada. Sé hacerlo de tal manera que te desangrarás en menos de un minuto. Si me haces enfadar, te haré daño, mucho más del que te estoy haciendo ahora. Para demostrarte que pienso matarte, y que no tienes forma de escapar de ésta, voy a cortarte el pene. Luego te cauterizaré la herida con un hierro candente para que no te desangres antes de tiempo.

—¡No! ¡No lo hagas! Te diré todo lo que quieras saber. Todo.

Bale posó el cuchillo sobre la piel tersa del miembro de Babel.

—¿Todo? ¿Tu pene por lo que quiero saber? —Bale se encogió de hombros—. No lo entiendo. Sabes que no vas a volver a usarlo. Te lo he dejado claro. ¿Para qué quieres conservarlo? No me digas que todavía tienes esperanzas.

Un hilillo de saliva caía por la comisura de la boca de Babel.

—¿Qué quieres saber?

—Primero, el nombre del bar.


Chez Minette
.

—Bien. Es correcto. Te vi entrar. ¿A quién viste?

—A un americano. Un escritor. Adam Sabir.

—¿Para qué?

—Para venderle el manuscrito. Quiero dinero.

—¿Se lo enseñaste?

Babel soltó una risa fragmentada.

—No lo tengo. Nunca lo he visto. Ni siquiera sé si existe.

—Oh, vaya. —Bale soltó el pene de Babel y empezó a acariciarle la cara—. Eres guapo. Gustas a las mujeres. La vanidad es la mayor debilidad de un hombre. —Le cruzó la mejilla derecha con el cuchillo—. Ahora no estás tan guapo. Por un lado, todavía sí. Por el otro… qué desastre. Mira, por este agujero me cabe el dedo.

Babel empezó a gritar.

—Para. Para o te marco el otro lado.

Babel se calló. El aire se colaba entre los colgajos de su mejilla.

—Anunciaste el manuscrito. Dos interesados respondieron al anuncio. Yo soy uno. Sabir es el otro. ¿Qué pensabas vendernos por medio millón de euros? ¿Aire caliente?

—Te he mentido. Sé dónde está. Te llevaré.

—¿Y dónde está?

—Está escrito.

—Recítamelo.

Babel sacudió la cabeza.

—No puedo.

—Pon la otra mejilla.

—¡No! ¡No! No puedo. No sé leer…

—Entonces, ¿cómo sabes que está escrito?

—Porque me lo han dicho.

—¿Quién tiene ese escrito? ¿Dónde está? —Bale ladeó la cabeza—. ¿Lo tiene escondido un pariente tuyo? ¿O es otra persona? —Hubo un silencio—. Sí. Eso me parecía. Te lo noto en la cara. Es un pariente, ¿no? Quiero saber quién. Y dónde. —Cogió el pene de Babel—. Dame un nombre.

Babel dejó caer la cabeza. Del agujero practicado por el cuchillo de Bale manaba sangre y saliva. ¿Qué había hecho? ¿Qué había revelado por culpa del miedo y la confusión? Ahora el payo iría en busca de Yola. La torturaría a ella también. Sus difuntos padres lo maldecirían por no haber sabido defender a su hermana. Su nombre quedaría manchado; sería un
mahrimé
. Lo enterrarían en una tumba sin marcar. Y todo porque su vanidad era más fuerte que su miedo a la muerte.

¿Había comprendido Sabir las dos palabras que le había dicho en el bar? ¿Sería acertada su intuición respecto a aquel hombre? Babel sabía que había llegado al final del camino. Se había pasado la vida levantando castillos en el aire; conocía muy bien sus propias flaquezas. Treinta segundos más y su alma se iría al infierno. Sólo tendría una oportunidad de hacer lo que se proponía. Sólo una.

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