La Yihad Butleriana (7 page)

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Authors: Kevin J. Anderson Brian Herbert

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: La Yihad Butleriana
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Recogió otra piedra afilada que le habían arrojado desde arriba. Cuando los contrafuertes montañosos se perdieron en la lejanía, encontró una tercera piedra que le pareció adecuada para lanzar. A la larga, se vería obligado a cazar. Podría chupar la carne húmeda de un lagarto y vivir un poco más.

Cuando se adentró en el desierto, Selim distinguió una larga península rocosa, lejos de las cavernas zensunni. Allí estaría lejos de la tribu, pero aún podría reírse de ellos cada día que sobreviviera en su exilio. Se mofaría de aquellos aldeanos y gritaría sarcasmos que el naib Dhartha no podría oír.

Selim hundió el bastón en las blandas dunas, como si azuzara a un enemigo imaginario. Dibujó en la arena un símbolo budislámico despreciativo, con una flecha que apuntaba a las viviendas de la montaña. Su desafío le deparó una satisfacción especial, aunque el viento borraría el insulto antes de que pasara un día. Ascendió una duna con paso más vivo y bajó patinando.

Empezó a canturrear una canción tradicional y aceleró el paso. La península rocosa distante rielaba a la luz de la tarde, e intentó convencerse de que su aspecto era invitador. Sus ánimos aumentaban a medida que se alejaba de sus torturadores.

Pero cuando se encontraba a un kilómetro de la roca negra, Selim notó que la arena suelta temblaba bajo sus pies. Alzó la vista, comprendió que se hallaba en peligro y vio las ondulaciones que indicaban el paso de un animal grande bajo las dunas.

Selim corrió. Resbaló y gateó pendiente arriba, procurando no caer, a sabiendas de que esta duna alta no significaría ningún obstáculo para el gusano de arena que se acercaba. La península rocosa estaba demasiado lejos, y el demonio continuaba acercándose.

Selim se obligó a parar, aunque su corazón estrujado por el pánico le animaba a continuar corriendo. Los gusanos seguían el rastro de cualquier vibración, y él había corrido como un niño aterrorizado en lugar de quedarse petrificado como la astuta liebre del desierto. El gigantesco animal ya le habría localizado a estas alturas. ¿Cuántos antes que él habían caído de rodillas para rezar una última plegaria, aterrados, antes de ser devorados? Nadie había sobrevivido a un encuentro con los monstruos del desierto.

A menos que pudiera engañarlo…, distraerlo.

Selim obligó a sus piernas y pies a adoptar una inmovilidad absoluta. Sacó la primera piedra que había cogido y la lanzó lo más lejos posible, entre las dunas. Aterrizó con un ruido sordo, y la senda ominosa del gusano se desvió apenas.

Arrojó otra piedra, y una tercera, con la intención de alejar al gusano. Selim lanzó el resto de las piedras, pero la bestia se alzó muy cerca de él.

Con las manos vacías, ya no contaba con más posibilidades de desorientar al animal.

El gusano engulló arena y piedras, en busca de un bocado de carne. La arena que pisaba Selim se desmoronó en el borde del sendero de la bestia, y comprendió que el monstruo le devoraría. Percibió un ominoso hedor a canela procedente del aliento del gusano, vio destellos de fuego en sus fauces.

Sin duda, el naib Dhartha se reiría de la suerte del joven ladrón. Selim gritó una maldición. Y en lugar de rendirse, decidió atacar.

El olor a especia se intensificaba cerca de la boca cavernosa. El joven aferró el bastón metálico y susurró una oración. Cuando el gusano se irguió desde debajo de la duna, Selim saltó sobre su lomo curvo. Levantó el bastón como si fuera una lanza y hundió la punta en la piel, que sospechaba dura y coriácea. En cambio, la punta resbaló entre dos segmentos y perforó carne blanda y sonrosada.

La bestia reaccionó como si le hubieran disparado con un cañón maula. Se elevó hacia atrás, se agitó y retorció.

Selim, sorprendido, hundió más el bastón y lo sujetó con todas sus fuerzas. Cerró los ojos, apretó los dientes y se preparó para conservar el equilibrio. Si se soltaba, todo habría acabado.

Pese a la violenta reacción del gusano, era imposible que el pequeño bastón le hubiera herido. Se trataba de un simple gesto de desafío humano, el ansia de ver una gota de sangre. En cualquier momento, el gusano se hundiría bajo la arena y arrastraría a Selim con él.

Sin embargo, el animal corrió hacia delante, erguido sobre las dunas, para que la arena no rozara el delicado tejido expuesto.

Selim, aterrorizado, se aferró al bastón, y después rió, al caer en la cuenta de que estaba montando a Shaitan. ¿Alguien había obrado alguna vez tamaña hazaña? En cualquier caso, ningún hombre había vivido para contarlo.

Selim selló un pacto entre él y Budalá: nunca sería derrotado, ni por el naib Dhartha ni por este demonio del desierto. Hizo presión sobre su lanza improvisada y abrió aún más el segmento carnoso, de modo que el gusano saltó sobre la arena, como si pudiera correr más que el molesto parásito clavado en su lomo…

El joven exiliado nunca llegó a la franja rocosa donde había pensado establecer su campamento. El gusano le arrastró hacia las profundidades del desierto, lejos de su antigua vida.

9

Aprendimos algo negativo de los ordenadores, que fijar las directrices es tarea de los humanos, no de las máquinas.

R
ELL
A
RKOV
, asamblea
fundadora de la Liga de Nobles

Después de ser rechazada en Salusa Secundus, la flota de máquinas pensantes regresó a su lejana base de Corrin. A la supermente electrónica no le gustaría escuchar el informe de su fracaso.

Como lacayos de Omnius, los restantes neocimeks siguieron a la flota derrotada. No obstante, los seis supervivientes de los primeros titanes (Agamenón y su estado mayor) preparaban una maniobra de diversión. Era la oportunidad de dar un empujón a sus planes contra la opresiva supermente…

Mientras las naves de batalla dispersas surcaban el espacio transportando sus ojos espía, Agamenón desvió su nave en una ruta diferente. Después de escapar de la milicia salusana, el general había trasladado su contenedor cerebral de una forma bélica móvil a esta elegante nave blindada. Pese a la derrota, se sentía alegre y vivo. Siempre habría otras batallas que librar, tanto contra humanos salvajes como contra Omnius.

Los antiguos cimeks mantenían sus sistemas de comunicación en silencio, temerosos de que una onda electromagnética extraviada fuera detectada por alguna nave de la flota. Habían pensado en una ruta más rápida y peligrosa, que les acercaría a los obstáculos celestes evitados por las naves robóticas. El atajo proporcionaría tiempo suficiente a los cimeks rebeldes para encontrarse en privado.

Cuando su ruta se cruzó con una estrella enana roja, los titanes se acercaron a una roca deforme que orbitaba cerca del sol. Una cellisca de viento estelar y partículas ionizadas, combinada con potentes campos magnéticos, les ocultaría de los espías robóticos. Después de un milenio de servir a Omnius, Agamenón había aprendido maneras de burlar a la maldita supermente.

Los seis cimeks se desviaron hacia el planetoide utilizando sus habilidades humanas, en lugar de los sistemas de navegación electrónicos. Agamenón eligió un lugar situado cerca de un cráter bostezante, y los demás titanes aterrizaron junto a su nave, tras detectar terreno estable en una llanura ondulada.

Dentro de la nave, Agamenón guió los brazos mecánicos que extrajeron el contenedor cerebral de su cavidad y lo instalaron en otro cuerpo terrestre móvil, provisto de seis robustas piernas y un núcleo corporal. Después de conectar los mentrodos, probó las piernas relucientes, levantó los pies metálicos y ajustó el sistema hidráulico.

Bajó por la rampa hasta la roca blanda. Los demás titanes se reunieron con él, todos provistos de cuerpos móviles con órganos internos visibles y sistemas de mantenimiento vital impermeables al calor y la radiación. La enana roja colgaba en el cielo negro.

El primer titán superviviente se adelantó para apoyar botones sensores sobre el cuerpo mecánico del general, a modo de caricia romántica. Juno era el genio de la estrategia que había sido amante de Agamenón cuando ambos poseían cuerpos humanos. Ahora, un milenio después, continuaban su relación, pues necesitaban poco más que el afrodisíaco del poder.

—¿Actuaremos pronto, mi amor? —preguntó Juno—. ¿O hemos de esperar uno o dos siglos más?

—Tanto no, Juno. Ni mucho menos.

A continuación llegó Barbarroja, lo más parecido a un amigo humano que Agamenón había conocido durante los últimos mil años.

—Cada momento es como una eternidad —dijo.

Durante la conquista inicial de los titanes, Barbarroja había descubierto la forma de manipular las ubicuas máquinas pensantes del Imperio Antiguo. Por suerte, el modesto genio también había tenido la precaución de implantar restricciones de programación que impedían a las máquinas pensantes perjudicar a los titanes, restricciones que habían mantenido con vida a Agamenón y sus compañeros después de que Omnius tomara el poder a traición.

—Aún no sé si prefiero aplastar ordenadores o humanos —dijo Ajax.

El más cruel de los viejos cimeks se adelantó a grandes zancadas en una forma móvil particularmente enorme, como si aún estuviera flexionando los músculos de su antiguo cuerpo orgánico.

—Cada vez que trazamos un plan, hemos de borrar nuestro rastro dos veces.

Dante, un contable y burócrata experto, dominaba con facilidad los detalles complejos. Nunca había sido el más llamativo o atractivo de los titanes, pero la caída del Imperio Antiguo no habría sido posible sin sus inteligentes manipulaciones de los asuntos burocráticos y administrativos. Carente de la fanfarronería de los demás conquistadores, Dante había llevado a cabo una división igualitaria del liderazgo, lo cual había permitido a los titanes gobernar sin problemas durante un siglo.

Hasta que los ordenadores les habían arrebatado el poder de las manos.

Jerjes fue el último cimek que entró en el cráter. El titán de menor rango había cometido mucho tiempo atrás la imperdonable equivocación que permitió a la mente electrónica recién nacida dominarles a todos. Aunque los titanes todavía le necesitaban en su grupo, cada vez más menguado, Agamenón nunca le había perdonado. Durante siglos, el abatido Jerjes no abrigó otro deseo que enmendar su error. Creía que Agamenón le aceptaría de nuevo si encontraba una forma de redimirse, y el general cimek se aprovechaba de tal entusiasmo.

Agamenón guió a sus cinco camaradas hasta las sombras del cráter. Las máquinas de mente humana se miraron entre rocas desmenuzadas y peñascos medio fundidos para hablar de sus traicioneros proyectos y planear la venganza.

Jerjes, pese a sus defectos, nunca les traicionaría. Mil años antes, después de su victoria, los primeros titanes habían accedido a la transformación quirúrgica antes que aceptar la mortalidad, con el fin de que sus cerebros incorpóreos vivieran eternamente y consolidaran su dominio. Había sido un pacto dramático.

Ahora, Omnius recompensaba de vez en cuando a sus seguidores humanos convirtiéndoles en neocimeks. En todos los Planetas Sincronizados, miles de cerebros nuevos con cuerpos mecánicos servían a la supermente.

Sin embargo, Agamenón no confiaba en nadie que se plegara a las órdenes de la supermente.

El general cimek transmitió sus palabras en una banda de frecuencia que conectaba directamente con los centros de procesamiento mental de los titanes.

—No se nos espera en Corrin hasta dentro de unas semanas. He aprovechado esta oportunidad para poder trazar un plan contra Omnius.

—Ya sería hora —gruñó Ajax.

—¿Crees que la supermente se ha confiado, amor mío, como los humanos del Imperio Antiguo? —preguntó Juno.

—No he observado la menor señal de debilidad —intervino Dante—, y siempre estoy atento a esas cosas.

—Siempre hay debilidades —dijo Ajax, al tiempo que retorcía una de sus pesadas piernas blindadas y hacía un agujero en el suelo—, si estás decidido a explotarlas.

Barbarroja golpeó la roca con una de sus piernas delanteras.

—No os dejéis engañar por la inteligencia artificial. Los ordenadores no piensan como los humanos. Incluso después de mil años, Omnius no se descuida. Cuenta con más potencia de procesamiento y ojos espía de los que imaginamos.

—¿Sospecha de nosotros? ¿Duda Omnius de nuestra lealtad? —Jerjes ya parecía preocupado, y la reunión no había hecho más que empezar—. Si cree que estamos conspirando contra él, ¿por qué no nos elimina?

—A veces pienso que tienes un escape en el contenedor cerebral —dijo Agamenón—. El programa de Omnius contiene restricciones que le impiden matarnos.

—No hace falta que me insultes. Omnius es tan poderoso que, a veces, parece capaz de superar todo lo que Barbarroja cargó en su sistema.

—Aún no lo ha hecho, y nunca lo hará. Sé lo que me llevaba entre manos, créeme —dijo Barbarroja—. Recuerda que Omnius anhela ser eficaz. No tomará decisiones innecesarias, no desperdiciará recursos. Para él, nosotros somos recursos.

—Si Omnius está tan empeñado en gobernar con eficiencia —dijo Dante—, ¿por qué tiene esclavos humanos por todas partes? Hasta los robots sencillos y las máquinas con una inteligencia artificial mínima podrían realizar sus tareas con menos molestias.

Agamenón salió de las sombras a la luz, y luego volvió sobre sus pasos. Los conspiradores esperaban a su alrededor como gigantescos insectos metálicos.

—Durante años, he sugerido que extermináramos a los cautivos humanos de los Planetas Sincronizados, pero Omnius se niega.

—Tal vez se muestra reticente porque los humanos crearon a las máquinas pensantes —sugirió Jerjes—. Puede que Omnius considere a los humanos una manifestación de Dios.

Agamenón se burló de él.

—¿Estás insinuando que la supermente es religiosa?

El cimek caído en desgracia guardó silencio.

—No, no —dijo Barbarroja como un profesor paciente—. Omnius no desea invertir la energía o provocar el escándalo que ocasionaría tal medida. Cree que los humanos son recursos que no deben ser malgastados.

—Hemos intentado convencerle de lo contrario durante siglos —dijo Ajax.

Consciente de que el tiempo se les estaba acabando, Agamenón abordó el meollo de la cuestión.

—Hemos de encontrar una forma de provocar un cambio radical. Si desconectamos los ordenadores, los titanes gobernaremos de nuevo, junto con todos los neocimeks que podamos reclutar. —Hizo girar su torreta sensora—. Hemos tomado el poder antes y volveremos a hacerlo.

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