La Yihad Butleriana (5 page)

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Authors: Kevin J. Anderson Brian Herbert

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: La Yihad Butleriana
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Erasmo tomó asiento a la cabecera de una larga mesa provista copas de plata y candeleros, pero con cubiertos para un solo comensal. Él. La silla de madera había pertenecido a un noble humano, Nivny O’Mura, uno de los fundadores de la Liga de Nobles. Erasmo había estudiado la organización de los humanos rebeldes, que habían erigido fortalezas contra los primeros ataques de los cimeks y las máquinas. Los ingeniosos hrethgir eran capaces de adaptarse e improvisar, de confundir a sus enemigos de maneras sorprendentes.
Fascinante.

De pronto, la voz de la supermente resonó a su alrededor, en tono cansado.

—¿Cuándo concluirán tus experimentos, Erasmo? Vienes aquí día tras día, y siempre haces lo mismo. Espero ver resultados.

—Hay preguntas que me intrigan. ¿Por qué los humanos ricos comen con tanta ceremonia? ¿Por qué consideran ciertos alimentos y bebidas superiores a otros, cuando su valor nutritivo es el mismo? —La voz del robot adoptó un tono erudito—. La respuesta, Omnius, está relacionada con la brutal brevedad de sus vidas. La compensan con mecanismos sensoriales eficaces capaces de proporcionar sentimientos intensos. Los humanos poseen cinco sentidos básicos, con incontables gradaciones. El sabor de la cerveza de Yondair en contraposición con el vino de Ularda, por ejemplo. O el tacto de la arpillera de Ecaz comparada con la paraseda, o la música de Brahms con…

—Supongo que todo eso es muy interesante, desde un punto de vista esotérico.

—Por supuesto, Omnius. Tú continúa estudiándome, mientras yo estudio a los humanos.

Erasmo hizo una seña a los esclavos que le miraban, nerviosos, desde una ventanilla de la puerta de la cocina. Una sonda se extendió desde un módulo empotrado en la cadera de Erasmo y surgió por debajo de su manto. Delicados sensores neuroelectrónicos se agitaron como cobras expectantes.

—Tolero tus investigaciones, Erasmo, porque espero que desarrolles un modelo detallado capaz de predecir el comportamiento humano. He de saber cómo usar a esos seres.

Esclavos vestidos de blanco salieron de la cocina con bandejas de comida: gallina salvaje de Corrin, buey almendrado de Walgis, incluso exquisitos salmones del río Platino de Parmentier. Erasmo hundió los extremos membranosos de su sonda en cada plato y los
probó
, utilizando en ocasiones un cúter para perforar la carne y saborear los jugos internos. Erasmo documentó cada sabor para su creciente repertorio.

Entretanto, continuó su diálogo con Omnius. Daba la impresión de que la supermente distribuía datos y observaba las reacciones de Erasmo.

—He estado aumentando mis fuerzas militares. Después de tantos años, ha llegado el momento de entrar en acción de nuevo.

—¿De veras? ¿O es que los titanes te están animando a adoptar una postura más agresiva? Durante siglos, Agamenón se ha impacientado con lo que él considera tu falta de ambición.

Erasmo estaba más interesado en la tarta de bayas amargas que tenía delante de él. Cuando analizó los ingredientes, se quedó perplejo al detectar un fuerte rastro de saliva humana, y se preguntó si constaba en la receta original. ¿O tal vez era debido a que algún esclavo había escupido en la masa?

—Yo tomo mis propias decisiones —dijo la supermente—. En este momento, me pareció apropiado lanzar una nueva ofensiva. El chef empujó un carrito hasta la mesa y utilizó un cuchillo
para cortar un trozo de filete salusano. El chef, un hombrecillo servil que tartamudeaba, depositó la jugosa tajada en un plato limpio añadió una pizca de salsa marrón y la extendió a Erasmo. El cuchillo cayó de la bandeja y rebotó contra un pie de Erasmo, dejando una muesca y una mancha. El hombre, aterrorizado, se agachó para recuperar el cuchillo, pero Erasmo extendió una mano mecánica y agarró el mango. El elegante robot se enderezó, sin dejar de hablar con Omnius.

—¿Una nueva ofensiva? ¿Es una mera coincidencia que el titán Barbarroja la exigiera como recompensa cuando derrotó a tu máquina de combate en el circo?

—Irrelevante.

El chef contempló el cuchillo y tartamudeó.

—Yo pe-personalmente lo li-limpiaré hasta que pa-parezca nuevo, lord Erasmo.

—Los humanos son idiotas, Erasmo —dijo Omnius desde los altavoces de la pared.

—Algunos sí —admitió Erasmo, mientras movía el cuchillo con gráciles movimientos. El menudo chef rezó en silencio una oración, incapaz de moverse—. Me pregunto qué debería hacer. Erasmo limpió el cuchillo en el delantal del tembloroso hombrecillo, y después contempló el reflejo distorsionado del individuo en la hoja metálica.

—La muerte humana es diferente de la muerte mecánica —dijo Omnius con frialdad—. Podemos duplicar una máquina, sustituirla. Cuando los humanos mueren, es para siempre.

Erasmo simuló una carcajada estentórea.

—Omnius, aunque siempre hablas de la superioridad de las máquinas, nunca reconoces en qué nos superan los humanos.

—No me tortures con otro de tus catálogos —dijo la supermente—. Recuerdo nuestra última discusión sobre este tema con absoluta precisión.

—La superioridad reside en el ojo del observador, y siempre implica filtrar detalles que no se ciñen a una idea preconcebida concreta.

Gracias a sus detectores sensoriales, que se agitaban como cilios en el aire, Omnius percibió el hedor a sudor del chef. .

—¿Vas a matar a este? —preguntó Omnius.

Erasmo dejó el cuchillo sobre la mesa y oyó que el hombre emitía un suspiro.

—Es fácil matar a los humanos de uno en uno. Pero como especie, constituyen un reto mucho mayor. Cuando se sienten amenazados, forman una piña y se convierten en seres más poderosos, más amenazadores. A veces, es mejor pillarles por sorpresa.

Sin previo aviso, aferró el cuchillo y lo clavó en el pecho del chef, con fuerza suficiente para atravesar el esternón y hundirlo en el corazón.

—Así.

La sangre manchó el uniforme blanco, la mesa y el plato del robot.

El humano se desclavó del cuchillo y emitió un gorgoteo. Mientras Erasmo sostenía el arma, pensó en intentar imitar la expresión de incredulidad de su víctima con su mascarilla dúctil, pero desistió. Su rostro de robot continuó siendo un óvalo inexpresivo y reflectante. En cualquier caso, Erasmo nunca se vería obligado a adoptar una expresión semejante.

Tiró a un lado el cuchillo y hundió cilios sensores en la sangre de su plato. El sabor era muy interesante y complejo. Se preguntó si la sangre de víctimas diferentes sabría de manera diferente.

Guardias robot se llevaron el cadáver, mientras los demás esclavos, aterrorizados, se arremolinaban en la puerta, conscientes de que deberían hacerse cargo de la limpieza. Erasmo estudió su miedo.

—Ahora —dijo Omnius—, deseo comunicarte algo importante. Mis planes de ataque ya han sido llevados a la práctica.

Erasmo fingió interés, como en tantas otras ocasiones. Activó un mecanismo de limpieza que esterilizó la punta de su sonda, y luego lo ocultó bajo el manto.

—Confío en tu buen juicio, Omnius. No soy un experto en temas militares.

—Por eso mismo deberías prestar atención a mis palabras. Siempre dices que quieres aprender. Cuando Barbarroja derrotó a mi robot gladiador en el combate de exhibición, me solicitó autorización para atacar a la Liga de Nobles. Los titanes restantes están convencidos de que sin estos hrethgir, el universo sería infinitamente más eficaz y ordenado.

—Muy medieval —comentó Erasmo—. ¿El gran Omnius seguiría las sugerencias militares de un cimek?

—Barbarroja me divirtió, y siempre existe la posibilidad de que algún titán resulte muerto. No es algo tan malo, ¿verdad?

—Por supuesto —dijo Erasmo—, ya que las restricciones de la programación impiden que atentes contra tus creadores de una manera directa.

Con frecuencia ocurren accidentes. En cualquier caso, nuestra ofensiva conquistará los planetas de la liga o exterminará a los restos de humanidad que los habitan. Doy por buena cualquier alternativa. Hay muy pocos humanos que valga la pena conservar…, tal vez ninguno.

A Erasmo no le gustaron aquellas palabras.

7

La mente da órdenes al cuerpo, y este obedece de inmediato. La mente se da órdenes a sí misma, y encuentra resistencia.

S
AN
A
GUSTÍN
, antiguo filósofo de la Tierra

Aunque el ataque de los cimeks contra Zimia no había hecho más que empezar, Xavier Harkonnen sabía que la humanidad libre debía resistir hasta el último momento. Y hacer valer su victoria.

Los soldados mecánicos erizados de armas avanzaron cerrando filas. Alzaron sus brazos plateados y arrojaron proyectiles explosivos, escupieron llamas, esparcieron gas venenoso. Con cada muro derrumbado, los cimeks se acercaban más y más a la central generadora de escudo protector, una altísima torre de curvas parabólicas y complejas celosías.

En los límites de la atmósfera salusana, un despliegue orbital de numerosos satélites tejió una alambrada con amplificadores en cada nódulo. En todos los continentes, torres de transmisión alimentaron la sustancia del campo descodificador Holtzman, hasta construir una intrincada malla sobre el planeta, un tapiz de energía impenetrable.

Pero si los cimeks se apoderaban de las principales torres de la superficie, se abrirían huecos vulnerables en el escudo. Todo el tejido protector se vendría abajo.

Xavier tosió sangre y gritó en el comunicador:

—Os habla el tercero Harkonnen, que asume el mando de las fuerzas locales. El primero Meach y el centro de control han sido desintegrados.

El canal permaneció en silencio durante varios segundos, como si toda la milicia estuviera aturdida.

Xavier tragó saliva, probó el sabor metálico de la sangre en su boca, y después lanzó la terrible orden.

—Que todas las fuerzas locales formen un cordón alrededor de las torres de transmisión de escudo. Carecemos de recursos para defender el resto de la ciudad. Repito, retroceded. Esto vale para todos los vehículos de combate y naves de ataque.

Se oyeron las esperadas protestas.

—¡No puede hablar en serio, señor! ¡La ciudad está ardiendo!

—¡Zimia se quedará indefensa! ¡Esto tiene que ser una equivocación!

—¡Píenselo bien, señor! ¿Ha visto los destrozos que esos bastardos cimeks han causado ya? ¡Piense en los habitantes de nuestra ciudad!

—No reconozco la autoridad de un tercero que da órdenes tan…

Xavier acalló todas las protestas.

—El objetivo de los cimeks es evidente: intentan destruir nuestros campos descodificadores para que la flota robot pueda exterminarnos. Hemos de defender las torres a toda costa. A toda costa. Sin hacer caso de su orden, una docena de pilotos continuaron arrojando explosivos sobre los cimeks.

Xavier gruñó en tono inflexible.

—Quien desee discutir mis órdenes lo podrá hacer después… en su consejo de guerra.

O en el mío
, pensó.

Gotas escarlata mancharon el interior de su mascarilla de plaz, y se preguntó por la magnitud de los daños que ya habrían provocado los gases tóxicos en su organismo. Cada vez le costaba más respirar, pero apartó esas preocupaciones de su mente. Ahora no podía mostrar debilidad.

—¡Que todas las fuerzas retrocedan y protejan las torres! Es una orden. Hemos de reagruparnos y cambiar de estrategia.

Por fin, las fuerzas terrestres salusanas se retiraron hacia el complejo transmisor. El resto de la ciudad quedó tan vulnerable como un cordero preparado para el matadero. Y los cimeks se aprovecharon de la circunstancia con siniestro regocijo.

Cuatro soldados mecánicos atravesaron un parque lleno de estatuas y destrozaron obras magníficas. Los monstruos mecánicos derribaron edificios, pulverizaron y quemaron museos, edificios de viviendas, refugios. Cualquier objetivo les complacía.

—No cedáis terreno —ordenó Xavier a todos los canales, y silenció los gritos de indignación de las tropas—. Los cimeks intentan apartarnos de nuestro objetivo.

Los soldados mecánicos dispararon contra un campanario erigido por Chusuk para conmemorar una victoria contra las máquinas pensantes, ocurrida cuatro siglos antes. Las campanas repicaron cuando la torre se derrumbó sobre las piedras de una plaza.

A estas alturas, casi toda la población de Zimia había huido a los refugios blindados. Flotas de médicos y bomberos esquivaban el fuego enemigo para luchar contra el desastre. Muchos intentos de rescate se convertían en misiones suicidas.

En medio de la milicia congregada alrededor de las torres de transmisión, Xavier sintió un asomo de duda y se preguntó si había tomado la decisión correcta; pero ahora no se atrevía a cambiar de opinión. Le escocían los ojos a causa del humo, y le dolían los pulmones cada vez que respiraba. Sabía que tenía razón. Estaba luchando por las vidas de todos los habitantes del planeta. Incluida Serena Butler.

—¿Y ahora qué, tercero? —dijo el cuarto Jaymes Powder detrás de él. Aunque el rostro anguloso del subcomandante estaba oculto en parte por una mascarilla, sus ojos revelaban la indignación que sentía—. ¿Nos sentamos a mirar cómo esos bastardos reducen a escombros Zimia? ¿De qué sirve proteger los transmisores de escudo si no queda nada de la ciudad?

—No podemos salvar a la ciudad si perdemos nuestros escudos y abrimos el planeta al ataque de las máquinas —contestó Xavier.

Las tropas salusanas montaron una defensa alrededor de las antenas parabólicas de las torres. Tropas terrestres y vehículos blindados aguardaban en las calles y fortificaciones circundantes. Los kindjals volaban en círculos sobre la ciudad, disparaban sus armas y repelían a los cimeks.

Los miembros de la milicia aferraban sus armas, llenos de odio. Los frustrados hombres ardían en deseos de cargar contra los atacantes…, o tal vez de descuartizar lentamente a Xavier. A cada explosión o edificio destruido, las airadas tropas avanzaban un paso más hacia el motín.

—Hasta que lleguen refuerzos, hemos de concentrar nuestras fuerzas —dijo Xavier, y tosió.

—Powder miró la mascarilla de plaz del tercero y vio sangre en el interior.

—¿Se encuentra bien, señor?

—No es nada.

Pero Xavier oía el resuello líquido de sus pulmones cada vez que tomaba aliento.

Notó que perdía el equilibrio, mientras el veneno continuaba quemando sus tejidos, y se apoyó en un baluarte de plasmento. Estudió la última posición que había establecido en poco tiempo y confió en que resistiría.

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