Authors: Dulce Chacón
—Ha sido Valencia, mamá. El sol. Las flores. El clima. Valencia tiene la culpa. Y tú, por haberla parido aquí, como a una naranja.
Sonríe Paulino. Paulino. Su hermano mayor. Su héroe, aunque aún no se haya marchado a la guerra. Elvira adora a Paulino, que se ríe de ella, y de su madre, de las dos, y Elvira se queja:
—Mamá.
Y Hortensia escribe en su cuaderno azul. Escribe a Felipe. Le escribe que siente las patadas de la criatura en el vientre, y que si es niño se llamará como él. Escribe que piensa que Elvirita se muere, como se murió Amparo, y Celita, sin dejar de toser, como se murieron los hijos de Josefa y Amalia, las del pabellón de madres. Escribe que la chiquilla pelirroja tiene una calentura muy mala. Y que lo único que pueden hacer por ella es darle el zumo de las medias naranjas que les dan a cada una después del rancho. Escribe que no sacan mucho porque están muy secas.
—Mamá.
Reme y Tomasa se miran, y miran a Hortensia. Reme recuerda a su madre. Muchas veces le hubiera gustado llamarla, así, como Elvira llama a la suya, aunque su madre esté muerta desde hace más de veinte años, muchas veces, pero no se ha atrevido nunca. Tomasa incorpora a la niña y le da a cucharadas el zumo de las medias naranjas del postre de todas. Elvira traga. Y entre cucharada y cucharada se queja:
—Mamá.
Tomasa añora también a su madre, al igual que Hortensia, que levanta la vista de su cuaderno azul.
—Mamá.
Y el quejido de Elvira es el quejido de todas.
En la puerta de la prisión, el abuelo de Elvira espera a la mujer que conoció en su anterior visita. No le han permitido ver a su nieta. Está enferma, le han dicho. Pero han cogido la lata de cinc donde le lleva siempre la comida, y se la han devuelto vacía, buena señal. Y ahora espera a Pepa, la hermana de la mujer que escribe su diario en un cuaderno azul.
—Señorita.
Es menuda, y rubia. Camina con pasos cortos, acelerados, porque ha empezado a llover.
—Señorita.
Va enfundada en un abrigo demasiado grande. Y un mechón de cabello se le escapa de la toquilla que cubre su cabeza, una toquilla negra bastante ajada.
—Señorita.
El anciano se levanta apenas el sombrero para saludar mientras se acerca a ella.
—¿Es a mí?
—Usted perdone, señorita.
Ninguno de los dos lleva paraguas. Y ambos tienen los ojos de un color azul clarísimo, casi celeste.
—¿Sabe usted algo de mi nieta?
—¿De quién?
—Elvira González Tolosa, mi nieta.
—¿La chiquilla pelirroja?
—Exacto, sí.
—Está con mi hermana en la galería, pero hoy no ha salido a comunicar.
—Ya, ya, precisamente. Verá...
—Ahora me acuerdo de usted.
—¿Se acuerda?
El anciano levanta las solapas de su chaqueta para cubrirse el cuello. Viste traje y corbata negros, pero no lleva abrigo y a Pepa le extraña porque su aspecto es de un gran señor y la calidad de su vestimenta se advierte hasta en el fieltro de su sombrero.
—Sí, que le trataron de muy malas maneras, muy malamente, sí. Venga, arrímese aquí que nos vamos a empapar.
El anciano la sigue, y una vez a resguardo, se levanta el sombrero.
—Perdone, no me he presentado. Me llamo Javier Tolosa Ibarmengoindia.
—¡Josú!
—Encantado de conocerla.
—Josefa Rodríguez García, para servirle.
Pepa siente lástima al verlo tan caballero, y tan aterido. Sus miradas azules se encuentran por primera vez. A ella la calienta un abrigo que había sido de su padre, y no sabe que el abuelo de Elvira vendió el último que le quedaba hace apenas una semana.
La joven se dispone a escuchar al anciano. Observa su delgadez extrema, su piel finísima y pálida, casi transparente, la elegancia de los dedos largos que sujetan la solapa que abriga su garganta.
—Usted dirá.
En cuanto el abuelo de Elvira comienza a hablar, Pepa percibe la fragilidad en su voz. La conoce bien, esa fragilidad. Palabras a medias. Palabras buscadas y silenciadas antes de llegar a los labios.
—Me han dicho que está enferma, pues.
Palabras que se niegan a ser pronunciadas.
—¿Le ha dicho algo su hermana, de mi nieta...?
Él quiere preguntar algo más.
—¿Sabe usted si...?
La lata de cinc tiembla en la mano de don Javier Tolosa Ibarmengoindia. Si ha muerto, quiere preguntar. Pepa sabe que es eso lo que el abuelo de Elvira quiere preguntar. Y sabe que no se atreve a preguntarlo.
—Le han cogido la comida, ¿no?
Dice, señalando la lata vacía.
—Sí.
—Entonces no se preocupe.
Y le cuenta que ella regresó a su casa con la lata llena la última vez que visitó a su padre en la cárcel de Porlier.
—Mi padre era maestro tornero en Córdoba, ¿sabe usted?
Le dice que se vinieron de Córdoba al acabar la guerra, porque su padre estaba con la República y allí lo sabía todo el mundo.
—Y aquí lo debían de saber también, porque lo trincaron nada más llegar a Madrid.
No le traigas más comida, no la va a necesitar, dice que le dijeron en la puerta de la cárcel de Porlier. Y rechazaron la lata cuando Pepa se disponía a entregarla. Tu padre ya no está aquí. ¿Y dónde está? No está. No preguntes, vete, y no vuelvas más. Y mucho cuidadito con llorar y formar escándalo.
—Así lo supe yo.
Dice, señalando su propia lata.
Así supo que no volvería a ver a su padre.
—Y así sabe usted que su nieta está ahí dentro.
Pepa señala esta vez la lata vacía del abuelo de Elvira. Y el anciano controla la intención de sus ojos. Y ella también.
Aún se pregunta Pepa cómo ha reunido el valor suficiente para enviarle un mensaje a Hortensia. Y sigue estando nerviosa, a pesar de que hace horas que regresó del penal. Hace horas que se ha despedido del abuelo de Elvira. Hace horas que vio caminar a don Javier bajo la lluvia, con la cabeza baja, alejándose de ella abrazado a su lata vacía. Hace horas que ha llegado a casa de los señores. Y ya le ha preparado la sopa a don Fernando.
Tiembla.
Ha de tener cuidado.
Porque ella no es valiente, como lo es su hermana, que no dudó en incorporarse a las milicias. Porque Hortensia fue miliciana. Y guerrillera también, se fue a la guerrilla poco después de la muerte de su padre, aun estando embarazada de cinco meses.
Le ha mentido al abuelo de la niña pelirroja.
Le ha mentido al caballero que tiene unos apellidos tan raros, porque en los tiempos que corren hay que guardarse algunas verdades. A su padre no lo cogieron por estar con la República, lo cogieron porque sabían que el marido de Hortensia estaba en el monte; y lo mataron porque no quiso decir dónde estaba. Su padre era valiente. Su padre era tan valiente como Hortensia. Porque a ella también se la llevaron para interrogarla cuando a su padre ya no le podían interrogar. Casi a diario se la llevaban, creyendo que un día les iba a decir que su marido estaba con El Chaqueta Negra, creyendo que un día les iba a decir dónde estaba. Un día, Hortensia se iba a cansar de tanto ir y venir con el miedo a cuestas. Pero no se cansó. Ella soportó lo suyo. Y se fue detrás de su hombre porque un somatén que había venido de Barcelona le dio una patada en el vientre. Sólo temió perder al hijo que esperaba. Hortensia era valiente.
Pero Pepa no resistiría ni una sola patada. Ella no. Si a ella la cogen, los cogen a todos. Ella es igual que su madre, que no soportó un invierno detrás de un parto prematuro, el suyo. Menuda, indefensa, débil y rubia, como sin hacer, como su madre.
Ha de tener cuidado.
Piensa.
Y vigila la bandeja porque aún le tiemblan un poco las manos y no quiere derramar la sopa que lleva para don Fernando. Camina despacio, mirando hacia el frente y luego hacia el plato de sopa, y después al suelo y luego al frente y después al plato y al suelo.
Procura no mirar el pan.
Camina despacio y tarda en llegar al comedor lo que no ha tardado nunca. Los cubiertos tintinean cuando deposita la bandeja en la mesa. Pero no ha derramado ni una gota de sopa. Ni una sola gota.
—Pepa.
La voz de don Fernando llega de la sala. Ella acude a la llamada retirándose el mechón que le resbala en la frente y se sitúa junto a la chimenea encendida para aprovechar un poco de calor mientras pregunta:
—¿Mande?
Don Fernando deja el periódico sobre sus rodillas y se quita las gafas para mirarla:
—Hace frío. Hoy voy a cenar aquí.
Pepa abandona el calor de las llamas y regresa a la bandeja y a la sopa, decidida a controlar su temblor.
No quiere ver el pan. Pero lo mira. Lo mira y sonríe mientras alza de nuevo la bandeja. Lo mira.
Sonríe.
Tiembla.
Y piensa en Hortensia. Imagina su estremecimiento cuando muerda su pan, cuando sus labios rocen el mensaje de Felipe. La carta que ella misma recogió en el camino de Cerro Umbría, bajo la tercera piedra después del poste de luz con un tajo en el medio, una piedra bien grande y bastante plana que tiene un matorral delante que la oculta del camino. La misma piedra que le señaló su cuñado Felipe cuando se llevaron a Hortensia:
—Mira, y fíjate bien. Aquí debajo, dentro de una lata que hay aquí debajo, te dejaré mañana una cosa. La coges sin que nadie te vea, y se la llevas a Tensi.
Porque él la llamaba siempre Tensi. La coges sin que nadie te vea. Pepa le miró a los ojos, y no quiso decirle que se sentía desfallecer de miedo. Le dijo que había ido al cerro para avisarle de que en las granjas de El Altollano la Guardia Civil contaba los animales por la noche, y obligaba a los paisanos a entregar las llaves de los corrales, y que por la mañana devolvía las llaves y contaba de nuevo los animales para saber quién vendía provisiones a la guerrilla. Y que así había caído Hortensia, cuando se disponía a comprar una gallina. Ella sólo había ido a contárselo, para que no la esperara. Y querría haberle dicho que había ido con el miedo aplastándole el cuerpo y que mientras esperaba a Felipe junto al matorral, cuando escuchó los tres golpes de piedra de la contraseña, casi se olvida de que tenía que contestar con otros tres golpes. Y que no volvería nunca al cerro, eso querría haberle dicho. Pero no se lo dijo. Le miró a los ojos y vio en ellos la mirada de su hermana, la misma mirada que Hortensia le puso al pedirle que fuera al cerro a decirle a Felipe que no la esperara. La misma mirada tenía Felipe, y Pepa le prometió llevarle a Hortensia lo que él quisiera mandarle.
Pero la primera vez fue más fácil. Aquel día dejaron de temblarle las piernas en cuanto levantó la piedra casi plana escondida detrás del matorral y abrió la caja de lata. Porque lo que Felipe había dejado para Hortensia no estaba prohibido que se lo llevara. Y lo entregó al llegar a la cárcel de Ventas, en la puerta, a la monja que se encargaba de recoger los paquetes. Era sólo un cuaderno en blanco. Un cuaderno azul.
Antes de tragarse el papel, Hortensia lo retiene en la boca. Lo ha leído más de veinte veces. Lo ha memorizado y sigue las instrucciones de Felipe. No lo rompas, podrían encontrar los pedazos. No quiere tragar, desea mantener en su boca los besos que le manda Felipe. No lo quemes, podrían sorprenderte antes de que hubiera ardido por completo. Quiere saborear su nombre, escrito por la mano de Felipe. Cómetelo, Tensi, no sabe mal, y piensa en mí. La celulosa se va deshaciendo y Hortensia no quiere tragar. Piensa que estaré en tu boca, Tensi. La bola seca que se formó al principio es ya una pasta amarga con sabor a tinta. No quiere tragar, pero los pasos de la guardiana se acercan. Te mando muchos besos, Tensi, todos los que no he podido darte. Los pasos de la guardiana se acercan. Te mando muchos besos, Tensi. Los pasos de la guardiana resuenan por la galería, es la hora del taller. Aguanta, vida mía.
El sonido metálico y creciente de las llaves se suma al ruido de la puerta al abrirse. Hortensia intenta tragar. Te quiero, Tensi. El esfuerzo de papel y tinta le produce arcadas. Por aquí andamos igual, mal y bien según el día. Pero Hortensia controla sus náuseas, y traga. Por la noche, cuando cambiamos de campamento y se ven las estrellas, miro siempre la nuestra, pronto la veremos juntos, muy pronto. La náusea y el esfuerzo por tragar provocan una lágrima de Hortensia.
La funcionaria ha entrado ya. Es Mercedes.
—¡Al taller!
Acompaña su voz cantarina dando palmas. Repite:
—¡Al taller!
Las mujeres que acuden al taller de costura en los sótanos de la prisión forman una fila para seguir a Mercedes en silencio y en orden. Hortensia enrolla su petate de borra, se seca la lágrima y busca su cuaderno azul. Ella no va al taller, porque aún no tiene condena. Tomasa permanece junto a la cabecera de Elvira. Y tampoco va al taller. Tomasa no va por principios. Se niega a coser uniformes para el enemigo. Tomasa sostiene que la guerra no ha terminado, que la paz consentida por Negrín es una ofensa a los que continúan en la lucha. Ella se niega a aceptar que los tres años de guerra comienzan a formar parte de la Historia. No. Sus muertos no forman parte de la Historia. Ni ella ha sido condenada a muerte, ni le ha sido conmutada la pena, para la Historia. Ella no va a dar treinta años de su vida para la Historia. Ni un solo día, ni un solo muerto para la Historia. La guerra no ha acabado. Pero acabará, y pronto. Y ella no habrá cosido ni una sola puntada para redimir pena colaborando con los que ya quieren escribir la Historia. Ni una sola puntada. Y por eso mira a Reme con desdén cuando Reme se incorpora a la fila. Porque Reme ha abandonado. Se ha vuelto mansa. Reme no sabe valorar el sacrificio de los que siguen cayendo. Ella es una derrotista, que sólo sabe contar los muertos. Ella sólo sabe llorarlos. Y cuenta su historia, su pequeña historia, siempre que puede, como si su historia acabara aquí. Pero no acaba aquí. Desde luego que no, y Tomasa no piensa contar la suya hasta que todo esto haya acabado. Y será lejos de este lugar. Lejos. Observa a Reme. Y Reme se incorpora con mansedumbre a la fila ignorando su desdén.
Hortensia se oculta de Mercedes volviéndose hacia la pared, e intenta despegar con la lengua un resto de pasta de papel que se le ha adherido al paladar.
Un resto. Un pequeño resto.
Muy pronto acabará todo, quizá incluso antes de que salga tu juicio, y estaré contigo cuando nazca el crío. Si es niña, la llamaremos Hortensia, como tú, Tensi.