Authors: Dulce Chacón
—Usted no tiene que hacer nada más que pedírselo.
—Nada más. Nada más que pedírselo. Como si fuera tan fácil, como si pedirle al sepulturero que permita esconderse a dos mujeres en un panteón fuera igual que pedirle la hora. Tú estás loca, Isabelita.
Sin embargo, se lo pidió ese mismo día. Y a cambio, le ofreció servirle más comida y más pan negro que a nadie. Se lo pidió, y a la mañana siguiente, de madrugada, fue ella misma con su sobrina Isabel al cementerio, aguantando el miedo en la garganta. Pero ya no tiene miedo. Lo perdió, al igual que las lágrimas. Y con el miedo y las lágrimas perdió las primeras furias, la cólera iracunda que debía sofocar, escondida en un panteón del cementerio del Este, cuando escuchaba las descargas de los fusiles y los tiros de gracia. Ya sólo sentía una rabia amarga, que tragaba despacio con su desolación mientras se acercaba a los cadáveres con unas tijeras en la mano. Y doña Celia escucha las quejas que Pepita desgrana entre maldiciones mientras lava furiosa la vajilla sorbiéndose el llanto.
—Maldita sea. Yo lo hago por mi hermana, ¿sabe usted?, por mi hermana únicamente, que me da mucha lástima. Bien lo sabe Dios. Pero maldigo al Partido, y a El Chaqueta Negra, y a la madre que los parió. El maldito Partido es el que tiene la culpa de todo. Usted me perdonará si la ofendo, pero si el dichoso Partido sirviese para algo no estaríamos como estamos, señora Celia, no me diga usted que no, que tiene tela la cosa. Yo le llevo al médico esta noche, pero nunca más.
La primera vez que doña Celia fue al cementerio del Este, se repitió a sí misma que no volvería a hacerlo. Y fue llorando. Por Almudena lo hizo, porque doña Celia no tuvo la suerte de saber a tiempo que iban a fusilar a su hija. Ella no había podido darle sepultura, ni le había cerrado los ojos, ni le había lavado la cara para limpiarle la sangre antes de entregarla a la tierra. Almudena. Y por eso va todas las mañanas al cementerio del Este, y se esconde con su sobrina Isabel en un panteón hasta que dejan de oírse las descargas. Por eso corre después hacia los muertos, y corta con unas tijeras un trocito de tela de sus ropas y se los muestra a las mujeres que esperan en la puerta, las que han sabido a tiempo el día de sus muertos, para que algunas de ellas los reconozcan en aquellos retales pequeños, y entren al cementerio. Y puedan cerrarles los ojos. Y les laven la cara.
—¿Usted cree que ya puedo aliviarme el luto, señora Celia?
Para no sentir frío, Pepita achina los ojos. Camina sobre la nieve levantando en exceso los pies y doblando las rodillas, con el ritmo pausado de un ave zancuda. Los zapatos que lleva no son los más apropiados para esta noche nevada, pero son los únicos que tiene. Doña Celia la ha visto lustrarlos, la ha visto sacarles brillo primorosamente y cambiarles las plantillas de cartón que les pone desde que un agujero amenaza con horadar las suelas. La ha visto calzarse, enderezar la raya de sus medias y mirarse las piernas en la luna del armario ropero, de frente y de perfil, alisándose las faldas con las manos, como hacía Almudena antes de abandonar su habitación para salir a encontrarse con algún muchacho.
Los nervios de Pepita habían ido en aumento desde que regresó de casa de don Fernando.
—Señora Celia, ¿no le importa que no le ayude hoy para las cenas? Es que tengo que arreglarme el vestido.
—No, hija, ya me apañaré yo.
Era el vestido que guardaba para su alivio de luto. Un vestido estampado con falda de vuelo, con grandes flores moradas y ramilletes de hojas grises y negras, que le había regalado doña Celia.
—Mire, ¿le gusta cómo me queda?
—Muy bonito, muy bonito.
—Pero me está largo, ¿verdad?
—Un poco.
—Le voy a subir el dobladillo.
Ante la mirada enternecida de su patrona, Pepita corrió a su dormitorio revoloteando entre las flores de su falda. Pero volvió de inmediato a la cocina.
—¿Me haría usted el favor de cogerme el bajo?
Doña Celia sonrió, y tomó los alfileres que le tendían. Pepita se ciñó el talle con las palmas de las manos abiertas.
—¿Cómo se ven las pinzas del pecho?
—Bien.
—¿No me están chicas?
—No.
—¿Y las sisas?
—Bien.
—No sé, me da a mí que me están grandes.
—No te están grandes.
Regresó aún tres veces más a la cocina. Las tres para preguntar a doña Celia si consideraba que dos años eran suficientes para guardar luto riguroso por su padre.
—No me gustaría faltarle.
—¿Y si Hortensia se enfada?
—¿No sería mejor decírselo antes a Hortensia para que ella se lo quite también?
Las respuestas que obtuvo acabaron con sus tribulaciones:
—Media España está de luto, estoy segura de que a tu padre le gustaría que te lo quitaras tú.
—¿Cómo se va a enfadar tu hermana por eso, mujer?
—Cómprale un retal en Pontejos, y se lo llevas la próxima vez que vayas a verla.
A las nueve en punto, salió Pepita de la pensión acicalada como para un baile con el vestido de flores que había sido de Almudena, y tapada con el abrigo de su padre. En la puerta la esperaba don Fernando con un maletín en la mano. Pepita se sonrojó al ver el maletín, recordó la herida de Felipe y se arrepintió al instante de haberse puesto ese vestido.
Y ahora camina por la acera de la calle Ave María levantando los pies, mirando la nieve, sin poder evitar la ansiedad que le provoca un nuevo encuentro con Paulino, y sin poder olvidar su desasosiego, su angustia, su pánico ante aquella cita clandestina. Teme que la gran araña negra y peluda la haya atrapado. Mira la nieve, para no ver nada mas que la nieve, para no ver que se acercan al número dieciséis, para no ver el mundo. A ella le gustaría volver atrás, estar en Córdoba. Le gustaría volver al verano del treinta y seis, al principio de aquel verano, cuando Hortensia aún no se había vestido de miliciana y Felipe la cortejaba, o al Carnaval, al baile de máscaras, cuando su padre aún podía enseñarles a reír. Y se siente culpable, por desear ver a Paulino, por presumir con el vestido de Almudena, por no estar presa como su hermana, herida como Felipe o muerta como su padre. Se siente culpable por haberse puesto aquel vestido. Levanta los pies y dobla las rodillas. Y para escapar de la gran tela de araña que imagina, pegajosa, enredada en sus pasos, intenta conversar con don Fernando:
—Ha nevado.
Él sonríe.
—Sí.
—Hay tanta nieve que no se ve el mundo.
—Necesito más luz.
Tendido sobre la mesa de la cocina, Felipe sofocó un quejido cuando don Fernando palpó el borde de su herida.
—No te muevas.
La herida era menos grave de lo que don Fernando temía. Inyectó al paciente anestesia local, y le suministró una pequeña dosis de éter impregnado en una gasa.
—Más luz, ¿no hay más luz?
No, no había más luz. No había más que una bombilla colgando del techo. Aun así, extrajo la bala con destreza, y se la entregó a la dueña de la casa, que había hecho las veces de ayudante en la intervención quirúrgica. Ella la metió en una taza con agua para limpiarla, la secó con un paño de cocina y se la ofreció al herido cuando éste despertó:
—¿La quieres?
No, contestó él, aturdido aún por el efecto del narcótico que había inhalado, y le pidió que hiciera venir a su cuñada.
—Dile a mi cuñada que venga.
—Mañana vendré a hacerle una cura.
—No es menester, doctor Ortega, usted ya ha hecho lo que tenía que hacer.
—Vendré mañana, a la misma hora.
Pepita y Paulino esperaban juntos en una sala pequeña, sin ventanas, contigua al comedor. El tiempo que duró la operación de Felipe lo pasaron intentando evitar mirarse a los ojos. Pepita habló de Hortensia, de lo mucho que se querían ella y Felipe, y de la pena que le daba verla presa. Después de unos segundos de silencio, cruzó los brazos, se encaró a Paulino y preguntó lo que no se había atrevido a preguntar en el cerro. La cuestión que le rondaba desde que se dijeron adiós:
—¿Por qué yo?
—¿Por qué, el qué?
—¿Por qué he tenido que traer yo a don Fernando? ¿Por qué no lo ha traído Carmina?
—Porque Carmina ya me conoce a mí y te conoce a ti, no hace falta alguna que conozca también a don Fernando.
—¿Y eso por qué, vamos a ver?
—Las cosas son así, chiqueta. Es peligroso que una sola persona conozca a mucha gente.
—Pues yo conozco a mucha gente, no sé por qué me has tenido que meter a mí en este ajo.
—Tú ya estás metida en este ajo.
Pepita hizo un mohín de disgusto. Miró hacia el hule que cubría la mesa y rascó con la uña un extremo. No supo qué añadir, pensó que era cierto lo que Paulino acababa de afirmar. La tela de araña la había enredado por completo. Ella estaba metida, y bien metida, en este ajo. Sin mirar a Paulino, y sin pensarlo, le dijo que no parecía El Chaqueta Negra.
—Hoy no pareces El Chaqueta Negra.
Y no parecía El Chaqueta Negra porque Paulino no llevaba su fusil, ni su gorra de visera, ni su chaqueta de pana; vestía traje cruzado, chaleco, cuello duro y corbata.
—¿El Chaqueta Negra?
—Eres El Chaqueta Negra, no me lo quieras negar, tú.
—No quieras tú saber tanto.
—Mira qué lastima, ¿se puede saber por qué no?
Él no contestó, se limitó a sonreír.
Habían pasado más de una hora en aquella habitación sin ventanas, cuando la mujer que ayudó a don Fernando abrió la puerta:
—Ya está. Niña, te llama tu cuñado.
Los dos jóvenes se levantaron y se dirigieron a la cocina. Pepita caminaba delante de Paulino y, sin darse cuenta, comenzó a contonear las caderas. Paulino no dejó de mirarla con disimulo hasta que llegaron junto a Felipe.
—No voy a morirme, Pepa.
—No me digas Pepa, dime Pepita.
—Como cuando eras chica.
—Sí.
—Antes no te he dado las gracias.
—A mandar, que para eso estamos.
—Gracias, Pepita, de corazón.
Ella se retiró un mechón de la frente y repitió:
—Para eso estamos.
Sonrió, los dos sonrieron. Felipe alargó una mano y Pepita la tomó entre las suyas.
—Qué guapa estás.
Entonces Paulino la miró abiertamente y dijo:
—Sí. Y tiene los ojos de un color imposible.
Y también sonrió. Pepita enrojeció, tragó saliva y apretó la mano de Felipe:
—Qué bien que no vas a morirte.
—Voy a ir a ver a Tensi.
La mirada oscura de Felipe buscó en los ojos de Paulino la ratificación del juramento que éste le hiciera en el cerro.
—Paulino va a llevarme a verla.
Paulino asintió con un movimiento de cabeza, y Pepita les recriminó a ambos que pensaran en locura semejante:
—¿Estáis locos?
—Tranquila, lo tenemos bien preparado.
—Ustedes estáis como una regadera. No estáis en vuestros cabales, ¿verdad? Si os cogen, os matan a los dos.
—No van a cogernos.
—Pues a mí no me metáis en ese fregado, ¿estamos? Que os estoy viendo venir.
—Tranquila, mujer.
—¿Tranquila? Mira, chiquillo, yo me voy pitando de aquí, que no quiero saber nada.
Soltó la mano de Felipe y salió de la cocina.
—Espera.
Pepita no esperó. Se dirigió hacia la sala sin ventanas donde aguardaba don Fernando dispuesto para salir; pero antes de que pudiera abrir la puerta, las manos de Paulino la detuvieron sujetándole los hombros.
—Se lo juré, y voy a cumplir.
—Tú sabrás lo que juras y lo que dejas de jurar, pero conmigo no cuentes.
—Felipe entrará con una chiqueta de Peñaranda de Bracamonte que tiene a su madre en Ventas, se hará pasar por su marido el día de Navidad, ese día hay mucho follón, ni pedirán papeles, no se darán cuenta.
—Siempre sabéis cómo liar a la gente, pero estate tranquilo que, lo que es a mí, no me vais a liar nunca más. Nunca. ¿Te enteras?
—Tú no tienes que hacer nada.
—Pues no me lo expliques, que no lo quiero saber. Ustedes liáis y liáis, pero llegará el día en que os líen a ustedes, y vaya a saber si el lío no os viene de Peñaranda de Bracamonte.
—Es de confianza, militante de Solidaridad Obrera.
—¡Que no lo quiero saber! ¿Me estás entendiendo?
—No te enfades. Si yo creyera que corres peligro con saberlo, no te lo contaría.
—Yo no sé si corro peligro o no corro peligro. Yo sólo sé que mi padre está muerto, que mi hermana está presa y que a vosotros dos os van a matar. Y no quiero saber ni media palabrita más. Os matarán a todos, a todos.
Gritó. Pepita gritó, y la dueña de la casa salió al pasillo con el abrigo de Pepita en la mano, seguida de don Fernando.
—¿Qué es este jaleo, por Dios? Me vais a buscar la ruina.
—Perdone, no era mi intención, yo ya me iba. Y usted, ¿se viene o se queda, señorito?
—Yo también me voy, te estaba esperando.
—Pues, ¡hale! Ya está, que tengan ustedes buenas noches, ni media palabrita más, punto final y se acabó. Y vale más que nos vayamos, señorito, ya nos podemos ir.
Pepita se puso el abrigo y abrió la puerta; don Fernando la dejó pasar, y salieron los dos al descansillo.
—Buenas noches.
Buenas noches dijo la dueña de la casa.
—Buenas noches.
Buenas noches dijo Paulino sujetando la puerta. Pero no la cerró. Cuando Pepita y don Fernando bajaban ya las escaleras, llamó a la joven en voz baja:
—Pepita.
—¿Qué?
—Espera.
—¿Qué quieres ahora?
Paulino bajó los peldaños que los separaban, se acercó a su oído y le preguntó:
—¿Tienes novio?
La luz de la torre está encendida. Don Fernando escucha el taconeo de su esposa desde el piso inferior. Por el ritmo de sus pasos, sabe que ha estado esperando inquieta su llegada. Sabe que camina de un lado a otro, y que lo hará durante un rato más, pisando fuerte, hasta que considere que él se da por enterado de que es tarde. Es tarde. Y ella está despierta. Es tarde, para llegar a casa. El sonido de sus tacones se aplacará poco a poco. Después, cesará. Y don Fernando la oirá llorar, como otras veces. Él se acercará a la escalera, le dará cuerda al reloj de pared del pasillo, y hará el ruido necesario, el justo, para que doña Amparo sepa que la está oyendo llorar. A él le gustaría subir, decirle que aún la ama. Y a ella, bajar. Pero ninguno de los dos romperá el pacto. Dormirán separados, sabiendo que la distancia entre ellos es cada día mayor, y esperarán al domingo para cogerse del brazo. Ambos llevan casi dos años esperando al domingo.