Y ahora, mientras caminaba por la colina bajo el aire helado, Ender —Andrew, el Portavoz —, sólo podía pensar en los cerdis, que estaban ya cometiendo crímenes inexplicables, como los insectores habían hecho descuidadamente cuando por primera vez contactaron con la raza humana. ¿Era inevitable que cuando dos extraños se encontrasen tuvieran que marcar ese encuentro con sangre? Los insectores habían matado a seres humanos, pero sólo porque tenían una mente colmenar; para ellos, la vida individual era tan preciosa como la uña de un dedo, y matar a un humano o no era simplemente su manera de hacernos ver que estaban en el vecindario. ¿Podrían tener también los cerdis una razón para matar?
Pero la voz en su oído había hablado de tortura, un ritual similar a la ejecución de uno de los propios cerdis. Los cerdis no eran una mente colectiva, no eran los insectores, y Ender Wiggin tenía que saber por qué habían hecho aquello.
—¿Cuándo se ha enterado de la muerte del xenólogo?
Ender se dio la vuelta. Era Plikt. Le había seguido en lugar de regresar a las Cuevas donde vivían los estudiantes.
—Antes, mientras estábamos hablando. —Se tocó el oído; los terminales implantados eran caros, pero no raros del todo —. Le eché un vistazo a las noticias antes de ir a clase. Entonces no se sabía nada. Si una historia de esa importancia viniera a través del ansible, habría habido una alerta. A menos que le lleguen a usted las noticias directamente del informe del ansible.
Plikt, obviamente, pensaba que tenía un misterio en las manos. Y, de hecho, lo tenía.
—Los Portavoces tienen acceso de alta prioridad a la información pública —dijo.
—¿Le ha pedido alguien que hable en nombre de la muerte del xenólogo?
Él negó con la cabeza.
—Lusitania está bajo Licencia Católica.
—A eso me refería. No tendrán portavoz propio allí. Pero tendrán que dejar que uno vaya si alguien lo pide. Y Trondheim es el mundo más cercano a Lusitania.
—Nadie ha pedido un Portavoz.
Plikt le tiró de la manga.
—¿Por qué está usted aquí?
—Sabes por qué vine. Hablé de la muerte de Wutan.
—Sé que vino con su hermana, Valentine. Ella es una profesora mucho más popular que usted, y contesta las preguntas con respuestas; usted sólo las responde con más preguntas.
—Eso es porque ella sabe algunas respuestas.
—Portavoz, tiene que decírmelo. He intentado hacer averiguaciones sobre usted. Sentía curiosidad. Su nombre, de dónde viene. Todo está clasificado. Clasificado tan profundamente que ni siquiera puedo averiguar qué nivel de acceso tiene. El propio Dios no podría enterarse de la historia de su vida.
Ender la tomó por los hombros y la miró a los ojos.
—No es asunto tuyo cuál es el nivel de acceso.
—Es usted más importante de lo que nadie sospecha, Portavoz —dijo ella —. El ansible le informa antes que a nadie más, ¿no? Y nadie puede encontrar información sobre usted.
—Nadie lo ha intentado nunca. ¿Por qué lo has hecho tú?
—Quiero ser Portavoz.
—Continúa entonces. El ordenador te entrenará. No es como una religión. No tienes que memorizar ningún catecismo. Ahora déjame solo.
Se separó de ella con un pequeño empujón. Ella dio un paso atrás mientras él se marchaba.
—¡Quiero hablar por usted! —chilló.
—¡Todavía no estoy muerto! —replicó él.
—¡Sé que va a ir a Lusitania! ¡Lo sé!
«Entonces ya sabes más que yo», pensó Ender. Pero se echó a temblar, aunque el sol brillaba y llevaba puestos tres jerseys para protegerse del frío. No sabía que Plikt tenía tanta emoción en su interior.
Obviamente se identificaba con él. Le asustaba que la muchacha necesitara algo de él tan desesperadamente. Llevaba años sin efectuar ningún contacto real con nadie excepto con su hermana Valentine; con ella y, por supuesto, con los muertos por los que hablaba.
Todas las otras personas que habían significado algo en su vida estaban muertas. Valentine y él les habían sobrevivido siglos, mundos.
La idea de echar raíces en el helado suelo de Trondheim le repelía. ¿Qué quería Plikt de él? No importaba. No lo daría. ¿Cómo se atrevía a demandar cosas de él, como si le perteneciera? Ender Wiggin no pertenecía a nadie. Si ella supiera quién era, le repudiaría como al Genocida; o le adoraría como al Salvador de la Humanidad.
Ender recordó que la gente también solía hacer eso, y tampoco le gustaba. Incluso ahora sólo le conocían por su papel, por el nombre de Portavoz,
Talman, Falante, Spieler, o como quiera que llamaran al Portavoz de los Muertos en la lengua de su ciudad, nación o mundo.
No quería que le conocieran. No les pertenecía a ellos, a la raza humana. Tenía otra meta, pertenecía a alguien más. No a los seres humanos. Ni tampoco a los malditos cerdis. O eso pensaba.
Dieta observada: Primariamente macios, los gusanos brillantes que viven entre las enredaderas de merdona en la corteza de los árboles. Se les ha visto masticar a veces hojas de capim. A veces (¿accidentalmente?) ingieren hojas de merdona con los macios.
Nunca les hemos visto comer nada más. Novinha analizó los tres alimentos (macios, hojas de capim y hojas de merdona), y los resultados fueron sorprendentes. O bien los pequeninos no necesitan muchas proteínas diferentes o tienen siempre hambre. Su dieta carece seriamente de muchos elementos básicos. Y la dosis de calcio es tan baja que nos preguntamos si sus huesos lo requieren de la misma manera que los nuestros.
Pura especulación: Ya que no podemos tomar muestras de tejido, nuestro único conocimiento de la anatomía y fisiología de los cerdis es el que hemos podido sacar de nuestras fotografías del cadáver diseccionado del cerdi llamado Raíz. Sin embargo, hay algunas anomalías obvias. Las lenguas de los cerdis, que son tan fantásticamente ágiles que pueden producir cualquier sonido de los que nosotros hacemos, y muchos otros que no podemos hacer, deben de haber evolucionado para algún propósito. Tal vez para sorber los insectos en la corteza de los árboles o en nidos en el suelo. Si algún antepasado cerdi hacía eso en el pasado, ahora sus descendientes ciertamente no lo hacen. Y los artejos de sus pies y el interior de sus tobillos les permiten escalar los árboles y colgarse de ellos por las piernas. ¿Por qué evolucionaron? ¿Para escapar de algún depredador? No hay en Lusitania ningún depredador lo suficientemente grande para lastimarles. ¿Para colgarse de los árboles mientras buscan insectos en la corteza de los árboles? Eso encaja con la forma de sus lenguas, ¿pero dónde están los insectos? Los únicos insectos son las moscas y los pulador, pero no anidan en los árboles y los cerdis, de todas formas, tampoco los comen. Los macios son grandes, viven en la superficie de la corteza, y se les puede coger fácilmente haciendo bajar las enredaderas de merdona; no necesitan escalar a los árboles.
Especulación de Libo: La lengua y la capacidad para escalar a los árboles evolucionaron en un entorno diferente con una dieta mucho más variada, en la que se incluían los insectos. Pero algo (¿una edad del hielo?, ¿una migración?, ¿una enfermedad?) hizo que el entorno cambiara. No más insectos en la corteza, etc. Tal vez entonces desaparecieron todos los grandes depredadores. Eso explicaría por qué hay tan pocas especies en Lusitania a pesar de las condiciones favorables. El cataclismo puede haber sido reciente (¿medio millón de años?), y por eso la evolución no ha tenido oportunidad de diferenciarse mucho todavía.
Es una hipótesis tentadora, ya que no hay ninguna razón obvia en el presente entorno para que los cerdis hayan evolucionado. No hay competición para ellos. El espacio ecológico que ocupan podría ser llenado con ardillas. ¿Por qué iba a ser la inteligencia una característica adaptada? Pero inventar un cataclismo para explicar por qué los cerdis tienen una dieta tan aburrida y poco nutritiva es probablemente demasiado. La cuchilla de Ockham corta esto en pedazos.
João Figueira Álvarez. Notas de Trabajo 14/4/1948 CE, publicado póstumamente en Raíces Filosóficas de la Secesión Lusitana, 2010:33:4:1090:40.
En cuanto la alcaldesa Bosquinha llegó a la Estación Zenador, el asunto escapó del control de Libo y Novinha. Bosquinha estaba acostumbrada a tomar el mando, y su actitud no dejó mucha oportunidad para protestar o ni siquiera para considerarlo.
—Esperad aquí —le dijo a Libo casi en cuanto se hizo cargo de la situación —. Cuando recibí tu llamada, envié al Juez para que se lo dijera a tu madre.
—Tenemos que traer su cuerpo —dijo Libo.
—También llamé a algunos de los hombres que viven cerca para que ayudaran a hacerlo. Y el obispo Peregrino está preparando para él un lugar en las tumbas de la Catedral.
—Quiero estar allí —insistió Libo.
—Comprende, Libo, que tenemos que tomar fotografías, en detalle.
—Fui yo quien les dijo que había que hacer eso para el informe para el Comité Estelar.
—Pero no deberías de estar allí, Libo —la voz de Bosquinha era autoritaria —. Además, nos hace falta tu informe. Tenemos que notificarlo al Congreso Estelar lo antes posible. ¿Puedes hacerlo ahora, mientras está fresco en tu mente?
Tenía razón, naturalmente. Sólo Libo y Novinha podían escribir informes de primera mano, y cuanto más pronto lo hicieran, mejor.
—Lo haré —dijo Libo.
—Y tú, Novinha, pon tus observaciones también. Escribid vuestros informes por separado, sin consultaros. Los Cien Mundos esperan.
El ordenador ya había sido alertado y sus informes se enviaron por ansible mientras los escribían, con errores y correcciones incluidas. En los Cien Mundos, la gente más relacionada con la xenología leyó cada palabra a la vez que Libo y Novinha las escribían. A muchos otros se les entregaron sumarios escritos instantáneamente por el ordenador. A veintidós años-luz de distancia, Andrew Wiggin se enteró de que el xenólogo Joáo Figueira «Pipo» Álvarez había sido asesinado por los cerdis, y se lo contó a sus estudiantes incluso antes de que los hombres de Milagro trajeran de vuelta el cuerpo de Pipo.
Una vez terminado el informe, Libo quedó inmediatamente rodeado por la Autoridad. Novinha le observó con angustia creciente a medida que veía la incapacidad de los líderes de Lusitania y cómo ellos mismos intensificaban el dolor de Libo. El obispo Peregrino fue el peor: su idea del consuelo fue decirle a Libo que, en toda su apariencia, los cerdis eran realmente animales, sin alma, y por tanto su padre había sido despedazado por bestias salvajes, no asesinado. Novinha estuvo a punto de gritarle: ¿Significaba eso que el trabajo de la vida de Pipo no consistía más que en estudiar a las bestias? ¿Y que su muerte, en vez de deberse a un asesinato, era un acto de Dios? Pero se contuvo por el bien de Libo: estaba sentado en presencia del obispo, asintiendo y, al final, se deshizo de él con su sufrimiento más rápidamente de lo que Novinha habría podido hacer con sus argumentos.
Dom Cristão, del Monasterio, fue bastante más valioso, al preguntarle cosas inteligentes sobre los hechos del día, lo que hizo que Libo y Novinha fueran analíticos y no emocionales en sus respuestas. Sin embargo, Novinha pronto dejó de contestar. La mayoría de las personas preguntaba por qué los cerdis habrían hecho una cosa así; Dom Cristão preguntaba qué había hecho Pipo recientemente para provocar su muerte. Novinha sabía perfectamente bien lo que Pipo había hecho: les había dicho a los cerdis el secreto que había descubierto en su simulación. Pero no mencionó este dato, y Libo parecía haber olvidado que ella se lo había dicho apresuradamente unas cuantas horas antes, mientras salían en busca de Pipo. Él ni siquiera había mirado la simulación. Novinha se alegraba de ello; su mayor preocupación era que lo recordara.
Las preguntas de Dom Cristão fueron interrumpidas cuando la alcaldesa volvió con varios hombres que habían ayudado a retirar el cadáver. Estaban calados hasta los huesos a pesar de sus impermeables de plástico, y llenos de barro; afortunadamente, las manchas de sangre habían sido diluidas por la lluvia. Todos parecían vagamente contritos e incluso reverentes, y hacían ademanes con la cabeza hacia Libo, casi inclinándose. Novinha pensó que su deferencia no era la cautela normal que la gente siempre muestra hacia aquellos a quienes la muerte ha tocado tan de cerca.
—Ahora eres el zenador, ¿no? —le dijo a Libo uno de los hombres.
Y allí estaba, con todas las palabras. El zenador no tenía autoridad oficial en Milagro, pero tenía prestigio: su trabajo era la razón de la existencia de la colonia, ¿no? Libo ya no era un niño; tenía decisiones que tomar, tenía prestigio, había pasado de estar en el extremo de la colonia a ser su mismo centro.
Novinha sintió que el control de su vida se le iba de las manos: «No es así como se supone que son las cosas. Tengo que continuar años aún, aprendiendo de Pipo, con Libo como mi compañero de estudios; ése es el modelo de vida.» Como ya era la xenobiologista de la colonia, también tenía un papel adulto que cumplir. No sentía envidia de Libo. Sólo quería que siguiera siendo un niño durante una temporada. Para siempre, en realidad.
Pero Libo no podía ser su compañero de estudios, no podía ser amigo de nadie. Vio con súbita claridad cómo todos en la habitación se centraban en él, en lo que decía, en lo que sentía, en lo que planeaba hacer ahora.
—No haremos daño a los cerdis —dijo —; ni siquiera lo llamaremos asesinato. No sabemos lo que hizo Padre para provocarles. Intentaré comprender eso más tarde. Lo que ahora importa es que lo que hicieron les pareció indudablemente justo. Somos extranjeros aquí, debemos haber violado algún tabú, alguna ley, pero Padre siempre estuvo preparado para esto, siempre supo que había una posibilidad. Decidles que murió con el honor de un soldado en el campo de batalla, de un piloto en su nave. Murió cumpliendo su deber.
«Ah, Libo, niño silencioso, has conseguido tanta elocuencia que ya no podrás ser un simple niño nunca más.» Novinha sintió que su pena se acrecentaba. Tenía que apartar la mirada de Libo, tenía que mirar a cualquier otro lugar…
Y miró a los ojos de la otra única persona en la habitación que no estaba mirando a Libo. El hombre era muy alto, pero muy joven, aún más joven que ella, pues le conocía: había sido estudiante en la clase que le seguía. Ella se había presentado una vez ante Dona Cristal para defenderle. Marcos Ribeira, ése era su nombre, pero siempre le habían llamado Marcão, porque era tan grande. Grande y torpe, decían, y le llamaban simplemente Cão, la cruda palabra que quería decir perro. Ella había visto la torva furia en sus ojos, y después haberle visto, empujado más allá de la tolerancia, estallar y golpear a uno de los que le atormentaban. Su víctima tuvo que llevar el hombro escayolado más de un año.