Read La vida exagerada de Martín Romaña Online
Authors: Alfredo Bryce Echenique
Tags: #Relato, #Humor
Lo cual hice y lo cual explica por qué he redactado así estas líneas. El porqué de este por qué es que hasta hoy, más de diez años más tarde, y en pleno sillón Voltaire recordatorio, se me ponen los pelos de punta, la carne de gallina, y los que te dije de corbata, a medida que empiezan a invadirme, siguiendo la cronología de los hechos, uno por uno los acontecimientos a los que dio lugar mi próxima salida, que tuvo un breve retorno, y que ya después dio conmigo convertido, poquito a poco, en algo así como un estropajo humano.
Ya casi nadie trabajaba en París, y por toda Francia los estudiantes se rebelaban con lindos slogans de difícil aplicación inmediata pero momentáneamente bien respaldados por toneladas de adoquinazos de certera puntería y huelgas de obreros dispuestos a acompañarlos hasta que bueno fuera culantro pero no tanto, que es cuando mayor fuerza empezaron a agarrar los grupúsculos y ésa fue la verdadera primavera rebelde de los gochistas hijos de papá, según denominación sindical más o menos generalizada, motivo por el cual se fueron quedando solos solitos con su soledad de barbas, pelo muy largo, vestimenta hippizante, y en todo caso adiós para siempre al me pongo la corbata y vivo, de César Vallejo. Yo era un rostro en la muchedumbre, un poco como todo el mundo, si exceptuamos a la policía que se cubría el rostro con impresionantes máscaras deshumanizadoras antes de cargar con odio pero sin armas de fuego contra la muchedumbre, que era el rostro de la primavera. Y aunque hubo más de un joven trágicamente muerto (y muchos que aprovecharon para desaparecer del todo de la caduca casa familiar), yo siempre me pregunté muy latinoamericanamente, y claro, di gracias al cielo por ello, por qué aquí nunca se disparaba como en nuestros países y hasta qué punto se estuvo esperando el momento de disparar y cómo la vieron los de allá arriba, al otro lado de la barrera, y cómo se las arreglaron para contener a una policía que debía eyacular ante la sola idea de disparar un poco como en México, en Tlatelolco, donde en octubre de ese mismo año hubo un mayo con violento contenido latinoamericano.
Así andaban las cosas, o así se iban encaminando mientras yo avanzaba rumbo a la infame escuelita en que trabajaba para ganarme el pan, imaginando a Inés y a los otros muchachos del Grupo sentados en una puerta de París a la que los cincuenta mil obreros nunca llegaban, y por consiguiente odiándome. Por supuesto que en el colegito la directora había decidido que era peligroso dictar clases y que aunque el mundo estaba patas arriba y ya era hora de actuar con mano dura contra los universitarios revoltosos e inmundos, era mejor que ella, por precaución, cerrara sus puertas para evitar riesgos inútiles y, sobre todo, porque no habiendo metro para trasladarse cómo iban a venir los niños y profesores. No me atreví a responderle que yo podía venir a pie, porque como ella muy bien sabía mi casa no quedaba nada lejos y casi siempre venía a pie. En cuanto a los alumnos, con excepción de dos o tres, todos vivían en los alrededores, ¿cuál era el problema, pues?
Pero lengua donde ya saben porque ésta era otra variedad de monstruo que se aprovechaba hasta de los días de nieve para decirnos que no viniéramos a trabajar; en fin, cualquier cosa con tal de no pagarnos, y ahora, aunque estaba por la mano dura y todo eso, bien feliz que estaba y ojalá que mayo del 68 dure hasta el verano para no tenerle que pagar a nadie. Inútil reclamar, porque además sobraban los profesores-estudiantes como yo, y era muy fácil encontrarle reemplazo a uno. Feliz, pues, el monstruo de avaricia, y todavía encima con la concha de venir a decirme que iba a aprovechar esos días de «desórdenes» para hacer algunas obritas en el destartaladísimo local de cuatro clases, un wáter instalado en el rincón de una de ellas, y apenas disimulado por un tabique, y una puerta que daba a lo que fue la quinta clase, hasta que empezaron la demolición de la parte posterior del local, mas no de la parte que daba a la calle, que para gran suerte del monstruo N.° 2 había sido declarada monumento histórico. Total que la vieja se quedaba con sus cuatro clases, su histórica fachada, su wáter dentro de una clase, y una puerta que desde la demolición daba al vacío. Esa puerta era la única arma que tenía yo contra ella, ya que poco tiempo atrás había sido testigo de una especie de milagro a lo San Martín de Porres, santo negrito, peruano y bien criollo, que detenía a mitad de camino a los que estaban sacando el alma desde un techo, mientras corría a pedirle permiso para milagrear al prior del convento colonial, pues por entonces el futuro santo era simplemente fray Martín y barría de color humilde los claustros con la escoba con la que hoy podemos verlo en la eternidad de la estampita. El prior accedía, el moreno regresaba con una especie de paracaídas invisible, y procedía en el acto al acto milagroso.
Algo muy semejante sucedió en el colejucho cuando una chica que había estudiado en la quinta clase simplemente se distrajo, mientras yo andaba tratando de explicar unas reglas de acentuación, ante alumnos incorregibles y hasta de mi edad (porque ahí llegaba más o menos el lumpen de los liceos franceses), que infantilísimos, aunque también con mucha razón, se tapaban la nariz y oídos porque ésa era la clase del wáter y se nos había instalado un diarreico incontenible, que hasta retrasado mental no paraba. Justo entonces apareció la alumna que se distrajo, la menos fea y tonta de todas, además, hubiera sido una pena que se nos desnucara o algo por el estilo, porque había que ver lo que eran las otras. Apareció tranquilita y distraída, rumbo a su clase de antes de la demolición, y como todos andábamos con el problema del diarreico, no reaccionamos a tiempo y la pobrecita se nos fue al vacío desde el tercer piso. Y lo increíble es que recién acabábamos de captar bien lo que había ocurrido, y de correr a mirar y de déjenme pasar primero, etc., cuando Marie, así se llamaba la distraída, volvió a aparecer por la puerta de la clase limpiándose un poco el polvo, tranquilita pero con las lágrimas en los ojos, y ordenando con voz de orgullosa que cuidadito con reírse o con contarle a nadie, porque no le había pasado absolutamente nada.
Como profesor, estaba obligado a hacer un verdadero escándalo por los peligros a los que se hallaban expuestos los alumnos de ese colegio. Pero en vista de que Marie no quería que se hablase del asunto, yo me lo guardé para algún día en que mi trabajo corriera peligro o para un aumento de sueldo, pero mayo del 68 por sí solo tendría que reportarme algún beneficio salarial, cuando acabara eso sí. Total, nunca saqué nada a cambio de mi siempre postergada denuncia, un poco porque no sirvo para denuncias y otro poco porque descender a eso era entrar de lleno al nivel de los monstruos y uno siempre tiene miedo de terminar en una portería mental, con un perrito horroroso como único amor y odio en la vida. Digamos pues que cuento esta historia para que en otras partes no anden pensando que todos los colegios de Francia son tan lindos y tan ricos como su pastelería, para que vean que aquí también se cuecen habas y más habas, y para que se enteren de que no sólo Hemingway fue joven, pobre, y… Y… Y pues aquí se me jodió la frase porque él hablaba de juventud, pobreza, amor y felicidad, mientras que yo ya iba para los treinta y apenas si cumplía con los requisitos de aquel viejo vals criollo que estableció que tres cosas hay en la vida, salud, dinero y amor. Me quedaba salud, pero cada día dormía peor, me quedaba dinero, pero siempre y cuando mayo del 68 no durase eternamente y no cerraran todos los restaurantes universitarios, y me quedaba amor pero ya casi no me quedaba Inés.
Recuerdo cuánto me gustaba cantar por las calles, y que los días de muy buen humor cantaba en todos los idiomas en que mi educación privilegiada, la de hace mil años, en el Perú, me lo permitía. Era una manera de joder a medio mundo en París, pues en esta ciudad está permitido hablar solo, bajito y furioso, pero silbar o tararear una alegre canción es un abuso de confianza quise permiten los negros y, desde el 68, los latinoamericanos, un abuso de salud mental, de buen humor, en fin, una verdadera provocación tercermundista, porque muy a menudo se interrumpe la caquita que está haciendo un bichito monstruoso en la vereda, acompañando a y acompañado por un señor o una señora que le conversa amablemente pero con prisa. Pasa uno e interrumpe. Extranjeros de mierda, cada cosa en su sitio y para cada cosa su horario. Y últimamente hasta se atreven a parir hijos en París, niños que tanto molestan, que tanto ruido meten, que se cagan en cualquier parte y a cualquier hora, y no en la vereda y a su hora. Para lo que sirve la tolerancia. Pensar que antes era de París que la cigüeña se llevaba a todos los bebes al mundo entero. Y ahora estos condenados nos los están devolviendo. Ven, Tartufo, ya está bien de caquita y ahora vamos para que camines tus veinticinco metros de las nueve de la noche. Ven, mi Tartufito, angelito mío, o te mato de un palazo.
Me encantaba cantar, y esa mañana, tras despedirme por un tiempo de la vieja y de su colejucho, me arranqué con la primera que se me vino a la mente, y fue nada menos que:
Solo,
voy pasando entre la gente
que me mira indiferente
sin mostrar curiosidad.
Solo,
como perro callejero
como barca sin velero
solo con mi soledad.
La cagada. La cancioncita que se me había venido a la mente. Y no había Inés que te valga. Y las barricadas empezaban más bien al anochecer. Evoqué a Lenin, pero debía estar ocupadísimo con la enfermedad senil del comunismo, porque no me respondió esta vez. Bueno, al Barrio Latino, de nuevo, y a mirar fijo a los ojos de cuanto policía encuentres con la máscara sobre el casco, para enterarte de que son humanos, y para matar el tiempo jodiendo a media humanidad hasta que sea la hora del restaurant universitario. Y después… Bueno, confieso que la primera idea que se me vino a la cabeza fue ir y arrojarle un adoquín en la ventana a Bryce Echenique. Bah, Inés jamás me lo habría creído, o me habría dicho que era un gesto inútil, infantil, absurdo, y cojudo, con lo cual no me habría quedado más remedio que estar absolutamente de acuerdo, además. Pero lo peor de esta idea es que era más triste aún que la canción. Sí, mucho más triste porque algo tenía que ver con el hecho de que ya yo no volvería a escribir más, con una cierta vergüenza de haber aceptado escribir una novela por encargo, y qué tal encargo, con la comprobación de que habían pasado ya varios años de mi llegada a París para escribir, y con esos treinta años que pronto iba a cumplir y que esa mañana, de golpe, me estaban enfrentando a proyectos no realizados, a caminos que se desviaron, a opciones equivocadas que mi mente iba asociando a Inés, a nuestra historia, a lo que había sido y era mi vida al lado de esa muchacha terca y silenciosa que ahora, según Lagrimón, deseaba además abandonarme.
Y ahora me pregunto si no fue por esa época, por esos días, a lo mejor esa misma mañana, que dejé de cantar para siempre por las calles. Una pena, porque cantaba bonito y en varios idiomas, con lo cual mi repertorio era bastante variado y lograba interrumpir muchas caquitas en vereda. Lo que sí, nunca canté
El cóndor pasa
, y evité, en la medida de lo posible, el folklore sudamericano, debido al demagógico abuso que de él hacían los nuestros, viviendo un poquito del cuento a veces, porque la verdad es que no basta con cantar bonito
Los ejes de mi carreta
para haber estado en la guerrilla del Che o haber sido su amigo o haber sufrido cárcel y persecución, bajo esta o aquella feroz dictadura. Esta gran farsa, y muchas otras, era lo que más daño podía hacerle a los que sí habían sufrido cárcel y persecución. La gente descubría, se cansaba, generalizaba, se confundía, se equivocaba, y ya después era tan difícil tratar de establecer la verdad. Por eso me limité siempre al simple vals criollo, al tango, a la ranchera, al cha-cha-chá o al bolero, cuando de nuestros países se trataba. Detesté, detesto, la demagogia, el uso indebido y el aprovechamiento sinvergüenza e irresponsable, aunque la verdad es que mucho más que esto, lo que realmente fue haciendo que mis mariachis callaran fue el paso del tiempo y mañanas como aquélla, en la que todavía sigo metido, pero es que recuerdo clarito que fue camino al Barrio Latino cuando se me vino a la mente lo del perro callejero que va pasando entre la gente, este huevón de Lagrimón, a qué santo se mete a decirme que Inés está pensando abandonarme. Mierda, voy a terminar hablando como barca sin velero por las calles y saltando a la soga con la soga al cuello entre caquitas en vereda. Ni hablar, Martín Romaña, ni que se te ocurra hablar solo porque te contestan los seres que más te han aterrorizado siempre.
La mañana se acaba a las doce meridiano, hora en la que yo, aquella mañana, llegué a mi habitual restaurant universitario, el Censier. Cerrado. Ya no debía quedar un solo restaurant abierto. Mi plan era almorzar en el Censier, y caminar o hacer autostop, como medio mundo en mayo del 68, hasta el departamento de Carlos Salaverry, otro mediotíntico, al decir de Inés y del Grupo, cuya compañía me había recetado yo mismo, para evitar que se repitieran canciones del tipo de la ya conocida. Pero el Censier estaba cerrado y en plena primavera rebelde con escasez de alimentos, qué hacer, había que ser muy conchudo para caerle a alguien a almorzar. Pensé esto, imaginé a Inés acusándome de burgués por haberlo pensado, pero escuché en cambio una voz muy linda que me decía, en pésimo francés eso sí, que había cerquita un restaurant chiquitito para estudiantes un poco enfermitos. No sé, era una voz muy bonita que venía de atrás, era alguien que se tomaba el trabajo de acercarse, de hablarle a un pelotudo que se había quedado contemplando idiota la reja cerrada del Censier, era sin duda alguna el espíritu profundo de mayo del 68 alcanzándome solo como un perro callejero en la calle, tenía que serlo. Y ni hablar de lo rápido que di media vuelta y dije en inglés, porque el acento del pésimo francés era norteamericano, que le agradecía en el alma, señorita 68, pero que para entrar a ese restaurant se necesitaba un carné especial. El espíritu del 68, que estaba como pepa de mango, además, habló sonriente, ocultando la piedad y el asombro que le producía encontrar a alguien que aún creía en los carnets de entrada en pleno mayo del 68.
—No se necesita nada. Nunca más se necesitará nada —dijo, y la voz seguía siendo linda a pesar del acento, y yo sentí ganas de pedirle perdón y de explicarle que muchos años atrás, en el Perú, había sido víctima de una educación privilegiada, pero que ya había militado en… —casi se me escapa el nombre clandestino—, y que estaba en pleno proceso de reestructuración y modernización, habiendo conquistado ya el aspecto Henry Miller, aunque la verdad es que éste andaba en franco retroceso en los últimos tiempos por culpa de… —pero para qué hablarle de Inés y de mis penas—, habiendo conquistado asimismo todo lo referente a largos pelos y demás señales rebeldes y primaverales, entre las cuales el blue jean y corbata ni de a huevas.