Me había detenido en Buchanan Street para contemplar una mantelería en el escaparate de Wylie y Lochhead cuando algo insólito me llamó la atención. La acera en la que me encontraba estaba a la sombra, pero el sol inundaba el otro lado de la calle, y en el cristal que tenía ante mí vi reflejada a una dama con una capota negra tumbada en el suelo y a una joven acuclillada a su lado. Al principio creí que era algún tipo de entretenimiento callejero improvisado; no era una conclusión tan descabellada, dado que, a raíz de la exposición, se veían números teatrales a
plein air
de toda clase por la ciudad. Me volví para tener una perspectiva mejor. Allí, en efecto, había una señora de poco más de sesenta años, tumbada en la acera cerca de la entrada de Argyle Arcade. Sin embargo, ahora que la veía con claridad, me convencí de que no era una
comedienne
, sino que había sufrido una especie de colapso. Eso era evidente por el genuino horror que reflejaba el rostro de la joven que la acompañaba, una hermosa criatura de cabello dorado con un traje estampado y un canotier que, tras mirar frenética a su alrededor, llamó a un muchacho vestido con ropa polvorienta que caminaba por allí. No alcancé a oír qué decían porque en ese momento pasó un coche de punto, pero después de cruzar unas pocas palabras, el muchacho dio media vuelta y subió corriendo por Buchanan Street, sin duda para buscar ayuda.
Entretanto, la escena en la acera había atraído la atención de los transeúntes y empezó a reunirse una pequeña multitud. Una matrona de aire autoritario se abalanzó sobre la señora con un frasco de sales olorosas, pero como estas no surtieron efecto cuando se las aplicó bajo la nariz, la arpía se vio obligada a retroceder, derrotada. A continuación un caballero alto se agachó y puso el bolso de tela de la señora desplomada bajo su cuello, sin duda un acto de caballerosidad cuya finalidad era levantarle la cabeza del suelo, pero que le clavó la barbilla en el pecho y le ladeó la capota. La joven acompañante ató las cintas de la capota y a continuación abrochó el cuello de la señora, que se había abierto.
El poblado se tomó la urgencia como parte de la diversión del día. Tan pronto gritaban a la joven como se gritaban unos a otros, y sus comentarios iban de la buena voluntad («¡Pellízquele las mejillas!», «¡Corra a buscar un médico!») a la ironía: «¿Qué hay para picar mientras tanto?», una pregunta que, para mí, tipificaba el humor negro del nativo de Glasgow.
Fue en ese momento cuando decidí acercarme para ver si podía ser de alguna ayuda. Años antes había asistido a varias conferencias de la Asociación de Ambulancias Saint John, y estaba muy familiarizada con su libro de texto
Primeros auxilios a los heridos
. Mi interés por el tema se debió, por un lado, a un entusiasmo casual y, por otro, a los problemas de salud de mi pobre tía. No diré que fuera ninguna experta, pero sabía lo suficiente para ver que los titubeantes auxilios de los reunidos alrededor de la víctima podían ser más perjudiciales que otra cosa.
Sin más preámbulo, crucé corriendo la calle, abriéndome paso entre los mirones hasta llegar a la robusta figura en el suelo, me agaché y empecé a examinarla. Tenía los labios entreabiertos y los ojos cerrados, como si durmiera. Su joven acompañante la abanicaba inútilmente, llorando. De lejos esa joven aparentaba quince años, pero cuando alzó la mirada vi que tenía unos veinte o veinticinco. Cuando le pregunté qué había ocurrido, meneó la cabeza.
—¡No lo sé! Se ha caído. ¡Pero no se despierta!
—No se preocupe, por favor. Se pondrá bien. —Y mientras lo decía empecé a tomarle el pulso.
Tal vez lo buscaba donde no debía, o tal vez la muñeca de la matrona era demasiado gruesa, pero no logré detectar nada. La joven me miraba con gran ansiedad.
—¿Es enfermera, señora? —me preguntó.
Sin querer decepcionarla con mi respuesta negativa, sencillamente pasé por alto la pregunta y me dirigí con severidad a la multitud.
—¡Apártense, por favor! ¡Dejen que corra el aire!
Hubo un ligero movimiento hacia atrás, pero enseguida comprendí que no lograría que retrocedieran. Reanudé, por lo tanto, el examen de la paciente. Ya tenía la explicación más probable: se había desmayado a causa del calor inusitado. Existía, además, la posibilidad de que se hubiera golpeado la cabeza al caer, lo que le habría hecho perder el conocimiento. Sin embargo, mientras le examinaba la cara, vi que la situación era más grave, ya que los labios se le habían puesto morados. Una mala señal, lo sabía, pero —lo reconozco ahora— no podía recordar por nada del mundo qué significaba exactamente. ¿Tenía tal vez algo en el corazón? ¿O era cosa de los pulmones?
La mujer rubia estaba al borde del pánico, por lo que, en lugar de mostrarle mis titubeos y asustarla aún más, empecé a tomar medidas que habrían sido aconsejables en cualquier caso, confiando en que tarde o temprano el diagnóstico acudiría a mí. Para empezar, desaté la capota, que le entregué a la joven, para ocuparla en algo que no fuera agitar las manos y llorar. A continuación desabroché el cuello de la mujer y, sosteniendo la parte posterior de su cráneo, retiré de su nuca el bolso que hacía las veces de almohada. Eso suscitó gruñidos de protesta del caballero que acababa de ponerlo allí, pero lo acallé con una mirada.
La señora tenía la cabeza húmeda. Pasé los dedos por el pelo escaso y claro, para comprobar si había heridas, pero no detecté rastro de sangre o hinchazón. Apreté la oreja contra su pecho y percibí un débil latido. Eso, al menos, era una buena señal. ¡Los labios, sin embargo, estaban cada vez más morados!
Como último recurso llevé la mano y el oído a la boca de la paciente y descubrí, con gran sorpresa, que no respiraba. Estaba viva pero no respiraba. ¿Cómo era posible? Entonces lo comprendí. Seguro que algo le obstruía la boca. Una vez había presenciado una demostración práctica en la que mi amiga Esther Watson, una conferenciante de Saint John, había examinado la cavidad oral de una persona supuestamente inconsciente (en realidad se trataba de su marido Henry, que se había ofrecido con amabilidad a tumbarse en la alfombra). Esther había explicado que ese procedimiento era necesario en caso de que la lengua o el vómito hubiera bloqueado la garganta. Recordando su ejemplo, presioné la barbilla de la matrona, haciendo que se le abriera la mandíbula y se le separaran los labios. Luego me incliné para ver el interior de la boca.
Tal vez debería señalar que no estaba disfrutando con ninguna de esas operaciones. Al levantarme esa mañana mi plan era pasar un día tranquilo mirando escaparates, parando quizá en un salón de té. Ni por un instante se me ocurrió que, a media tarde, estaría contemplando a tan escasa distancia los orificios de una ciudadana de edad avanzada. Sin embargo, como ya me había embarcado en un examen físico, me sentí obligada a continuar. Annie (es decir, la joven rubia, como más tarde averigüé que se llamaba) había fijado en mí sus ojos llorosos. La multitud ya me había apodado «Florence Nightingale» y me gritaba palabras de aliento. Me sentí obligada a estar a la altura de mi apodo.
No obstante, por mucho que miré no logré vislumbrar nada dentro de la boca de la señora. ¡Por no haber, no había ni un solo diente! El receso de la garganta estaba demasiado oscuro para verlo bien, pero la lengua se veía plana en lugar de curvada en el fondo bloqueando el paso del aire, y no había signos de vómito. Recordé entonces que, durante la conferencia de Saint John, Esther, como última precaución, había insertado el pulgar y otro dedo en la cavidad oral de su marido y palpado en busca de alguna obstrucción. ¿Me veía capaz de hacer semejante cosa? Me pareció que sí, porque las puntas de mis dedos ya estaban deslizándose entre los labios de la mujer, suscitando una inhalación colectiva de la multitud junto con un par de gemidos de asco. Tengo que reconocer que no fue una sensación agradable. El interior estaba caliente y pegajoso. Tanteé con los dedos debajo de la lengua y detrás de las encías, avanzando hacia el gaznate. Nada. Estaba a punto de retirar la mano cuando una de mis uñas rozó algo justo en la parte posterior de la boca, algo resbaladizo pero duro al tacto que, sin lugar a dudas, no pertenecía a la garganta de una persona.
Con la máxima precaución alargué un poco el dedo. ¡Ya lo tenía! Lo podía palpar con la punta del dedo: un objeto sólido, tan rígido al tacto como el ébano. No había tiempo que perder. Solo sabía que había que extraerlo en el acto, porque eso era sin duda alguna lo que le impedía respirar. La señora ya tenía los labios morado oscuro; si no me daba prisa, pronto moriría. Debía asir el objeto con suficiente fuerza para que no le bajara por la garganta, lo que resultaría fatal.
Suave, muy suavemente, alargué el brazo. La multitud gimió una vez más cuando mi mano desapareció más allá de los nudillos dentro de la boca de la mujer. Ocultos en lo más profundo de su gaznate, mis dedos investigaron los bordes resbaladizos del misterioso objeto. Era casi imposible agarrarlo. Luego, con brusquedad, mi dedo corazón se deslizó detrás de una especie de arrecife y se quedó allí enganchado. Di un suave tirón. El objeto se movió, desplazándose un poco hacia arriba, de modo que logré asirlo presionándolo con el pulgar. Más animada, volví a tirar de él, esta vez con mayor apremio, y —para mi sorpresa— mi puño salió volando de la boca con el fuerte ruido de succión de un tarro hermético al abrirse. La multitud soltó un grito y retrocedió, mirando con visible repugnancia mi mano. Seguí su mirada. ¡Allí, entre mi pulgar y mis dedos, había una dentadura postiza completa en vulcanita y porcelana! Seguramente la mujer se había desmayado y la dentadura postiza se había deslizado hacia atrás, sellando su gaznate como un tapón. Bajé la mirada y vi, por primera vez, cómo subía y bajaba su pecho al volver a respirar. Ella parpadeó y abrió los ojos. La multitud olvidó la repugnancia y vitoreó. Riéndose entre lágrimas, la atractiva joven gritó:
—¡Elspeth! ¡Elspeth! ¡Oh, está despierta!
La señora me miró con bastante desconfianza, luego volvió la cabeza hacia su compañera y susurró con voz ronca:
—¡Annie! ¿Dónde está mi bolso?
La joven lo levantó para enseñárselo. Se elevó otra aclamación entrecortada, pero ahora que el terrible episodio había acabado y que, ¡ay!, nadie iba a morir, la multitud empezó a disgregarse. Miré la dentadura que tenía en la mano, preguntándome qué hacer con ella. Elspeth estaba demasiado confundida para cogerla, de modo que la tendí hacia Annie, que la miró un momento sin comprender; luego, vaciando su bolso en la acera, empezó a revolver en el contenido hasta que dio con un pañuelo bastante mugriento en el que envolvió la dentadura.
Le di las gracias y ella asintió.
—De nada.
¡Qué acento más bonito tenía! Viendo lo razonablemente bien vestida que iba, había esperado que hablara de un modo muy diferente. Pero fue algo encantador oír un acento de Glasgow tan agradable.
Desde su posición postrada, Elspeth me miró con ojos entrecerrados.
—¿Nos han presentado? —le preguntó en voz baja.
—¡Esta señora es enfermera! —dijo Annie—. La ha puesto bien.
Al oír eso me sentí muy incómoda. Había llegado el momento de decir la verdad. Después de todo, mi intervención había sido un éxito. ¡Había salvado una vida! Me levanté, sacudiéndome el polvo de las faldas.
—A decir verdad, no soy propiamente una enfermera. Solo sé un poco de atender a heridos.
Annie frunció el ceño.
—¡Oh! —exclamó, y me observó de nuevo, al parecer desconcertada.
Al ver su reacción, me pregunté si, de haber sabido la verdad desde el principio, habría confiado tanto en mí.
Elspeth me miraba, todavía confusa.
—A usted la he visto antes —dijo.
—No. —Annie suspiró—. Es la señora que la ha reanimado. Ahora descanse.
En ese momento, el muchacho vestido con ropa polvorienta regresó acompañado de un hombre con un maletín y un aire imperioso y malhumorado que revelaron que era médico. De hecho, me alegré de traspasarle la autoridad. La tensión de los últimos minutos empezaba a pasarme factura y me sentía un poco mareada. Le conté brevemente lo ocurrido y él arqueó una ceja al oír que Elspeth había yacido allí inconsciente, sin respirar.
—¿Cuánto tiempo? ¿Dos minutos tal vez? —Me miró de arriba abajo, tratando de medirme—. ¿Ha recibido formación médica, señora?
—No exactamente, no, pero…
—Me lo imaginaba —dijo muy poco impresionado—. Aun así, diría que ha salvado la vida de esta señora.
Entonces se arrodilló para atender a Elspeth, quien se sometió a su examen como una niña. Annie, que había reunido sus pertenencias esparcidas, esperó de pie, atando y desatando nerviosa las cintas de su capota. Decidí ausentarme discreta y educadamente.
—Bueno, debo irme. Me alegro de haber sido de alguna utilidad.
—Oh, gracias por su ayuda —dijo Annie, y me disponía a irme cuando añadió—: Por cierto, ¿cómo sabe tanto? De escuchar el corazón y demás.
Titubeé.
—Bueno, verá, estuve cuidando a una enferma, y para serle más útil asistí a unas conferencias de la Asociación de Ambulancias Saint John. Los profesores hacían demostraciones de todos los procedimientos y técnicas…
—¡Oh, eso está muy bien!
—Sí…, pero, por desgracia, lo que aprendí no fue suficiente para salvar la vida de mi pobre tía. Murió poco antes de Navidad.
—¡Cuánto lo siento! —exclamó Annie—. No sabía…
—Por favor, no se disculpe. A veces todavía me visto de luto, solo que el otro día tuve la mala pata de que me sorprendiera una terrible tormenta eléctrica sin paraguas, y no había ningún taxi a la vista y, en fin, tuve que caminar hasta Queen’s Crescent bajo la lluvia torrencial. Y el crepé es una tela tan delicada, a mi modo de ver; se arruga y se vuelve de color herrumbre con el más ligero chaparrón.
Elspeth, que se había incorporado para aceptar un vaso de agua de uno de los tenderos, gruñó:
—¿Queen’s Crescent? ¿Con George’s Cross?
Admití que, en efecto, allí era donde me alojaba.
—Eso está a la vuelta de la esquina de nuestra casa —dijo Annie.
—Invítela —susurró Elspeth—. Mañana.
—A lo mejor está muy ocupada. —Annie se volvió hacia mí—. Lo siento. No sé su nombre. Me llamo Annie…, Annie Gillespie.
—Tonterías —llegó la voz ronca de la matrona—. No está muy ocupada.
—Y esta es mi suegra, Elspeth…, la señora Gillespie.