Fui conducido al primer piso del establecimiento, a una habitación más lujosa, con colgaduras de seda y una mesita baja. Una joven geisha llevó té y una bandeja con lo necesario para fumar. Poco después, trajo dos grandes bandejas ovales con jarras de sake.
Tras un rato de espera, apareció por fin la cortesana. Tenía un rostro largo y delgado, cejas muy altas, y una actitud dulce y sumisa. Los labios eran pequeños, llenos y rojos como cerezas, y su tez tenía la transparencia del marfil. Su cuello grácil parecía inclinarse y alargarse bajo un pesado moño de cabellos negros y brillantes.
Se sentó en el otro extremo de la mesa, pero de lado, mirando hacia la puerta. Siguiendo las indicaciones precisas que me había dado Toshio, coloqué una copa en la bandeja antes de ofrecérsela. Ella la tomó con una mueca de enfado y simuló beberla.
Luego, sin una palabra, se levantó y salió de la habitación. Tomé la comida que me habían servido, sushis y sashimis, mientras músicas, cantantes y bailarinas iban turnándose para alegrar mi cena. Comprendí por qué las llaman «geishas», es decir, artistas. Unas violinistas tocaron melodías antiguas, de acentos tristes y graves, que me recordaron algunas canciones hebreas oídas en la
yeshiva
. Luego, me abandoné a una especie de ensueño mientras veía moverse con gracia los brazos y las piernas de las jóvenes bailarinas, que me encantaron. Intenté resistirme a sus cantos, a la fuerza envolvente de la danza que me empujaba hacia el paraíso de las mujeres, pero casi a mi pesar me vi arrastrado hasta su mundo, hechizado por el alcohol, la música y el balanceo de sus cuerpos.
Cuando la cena hubo terminado, abrieron la puerta y vi una silueta que reconocí. ¿Era un delirio, era real? ¿Era la materialización de mi deseo? Mi corazón dio un vuelco y aceleró sus latidos en mi pecho, con tal fuerza que me resultó imposible controlarme. Brinqué del tatami y me precipité por el pasillo, pero la mujer ya había desaparecido.
Era tarde cuando me dormí en mi minúscula habitación. Varias horas después me despertaron dos ojos negros sombreados por largas pestañas que me contemplaban. En conjunto, su rostro parecía una máscara por su blancura. Era la cortesana, vestida con el traje tradicional, con un quimono rojo y largos palillos que sujetaban su cabello azabache en un gran moño. Sus rasgos eran delicados; era hermosa. Me miraba con cierta curiosidad, como si quisiera memorizar mis facciones.
Sabía que estaba prohibido tocarla, que hacerlo supondría una falta de tacto y respeto. La contemplé sin hacer un gesto, sin decir palabra, y ella se fue, serena.
Pasé una noche agitada, poblada de sueños y pesadillas. Veía a Jane aparecer y desaparecer. Corría tras ella, pero ella iba demasiado aprisa y me atraía a un laberinto infernal que desembocaba en el vacío.
Me desperté de forma abrupta, sin saber dónde me encontraba. De súbito, con una especie de terror, comprendí que no estaba en Jerusalén, en mi habitación del hotel, ni en Qumrán, en mi cueva, y tampoco en Israel, sino en Japón, en una casa de geishas, y me pregunté la razón. Tenía que haber un sentido para todo aquello, pero ¿cuál? Era como un sueño, en el que existe la conciencia confusa de que todo tiene sentido, pero éste se nos escapa; y mis sueños, aquella noche, eran más reales que la realidad.
El segundo encuentro tuvo lugar al atardecer del día siguiente. La cortesana volvió, siguiendo la costumbre, después de haber sido anunciada una hora antes, y en esa ocasión se dignó probar, o más bien rozar con los labios, un manjar dispuesto en la mesa. Sin embargo, tampoco pronunció una sola palabra.
Finalizada la cena, se levantó, salió y regresó poco después con un libro.
—
Shunga
—dijo.
Miré una recopilación de cuadros eróticos, en blanco y negro y en color. Entre aquellos dibujos ingenuos, algunos muy bellos mostraban los rostros de los amantes inflamados por el acto carnal, sencillamente el uno encima del otro o en posiciones muy especiales, y siempre con los sexos de ambos al descubierto, totalmente desnudos, dibujados con precisión anatómica. En ocasiones el hombre dominaba a la mujer, y en otras sucedía a la inversa; a veces estaban como anudados, ligados entre ellos de manera indisociable. Vi también instrumentos: látigos, bastones. En uno de los dibujos, la mujer, amordazada, estaba atada a un grueso tronco con las piernas separadas mientras el hombre, colocado encima de ella, la penetraba con decisión. O bien una mujer bebía té delante de un hombre desnudo. O también, el hombre, de pie, tomaba a la mujer por detrás, con las piernas separadas.
De nuevo me vino a la mente la imagen de Jane, y la noche en que nos amamos, y sentí cómo me ardían las mejillas y la llama del deseo invadía todo mi cuerpo, hasta provocarme dolor. La cortesana, curiosa, se había colocado frente a mí. Pensé que estaba esperando a que yo le mostrase, en aquellos dibujos, lo que deseaba.
Se me acercó, hasta rozarme casi.
—¿Hablas inglés? —le pregunté.
Negó con la cabeza.
—¿Conoces a Yoko?
La pregunta le provocó una mirada asustada. Se habría dicho que tenía miedo.
Me tendió una hoja de papel de arroz en la que habían caligrafiado con esmero lo que me pareció un haiku. Luego me tendió otra hoja, ésta de papel corriente, con la traducción:
Entre el Japón
y el paraíso no hay
más que una corta distancia.
Luego empezó a hablarme en japonés, deprisa, con muchos gestos. Le hice señas de que hablara más despacio, y deletreó las palabras.
Entonces ocurrió algo asombroso, increíble e imprevisible: para mi enorme sorpresa, entendía las palabras que me decía, cuando las deletreaba, no por los gestos con que las acompañaba, sino porque tenían un extraño parecido con la lengua hebrea.
—
Yoko hazukashim
…
En hebreo,
hadak hashem
significa «caer en desgracia.»
—
Anta
—dijo, señalándome, y era como el
Ata
hebreo, que significa «tú»—,
damaru
.
Entendí que
damaru
era «guardar silencio» por el parecido con la palabra hebrea
damam
.
Asentí. Entonces se acercó un poco más y dijo:
—
Yoko horobu
.
—
Horobu
—repetí, buscando un sentido a la palabra. Y entonces recordé
horbe
, «perecer» en hebreo.
—
Samurou
—dijo.
¿Era como
shamar
, «guardar»? El guardián se convierte en hebreo en
samurai
, porque el sufijo
ai
añadido a un verbo forma un nombre.
Me pareció comprender que Yoko había muerto, que Miyoko estaba en peligro, que intentaban matarla porque había caído en desgracia, y que se había visto obligada a refugiarse en un lugar donde alguien podía guardarla, en secreto.
Miyoko me indicó que la siguiera y me arrastró con suavidad hasta el pasillo.
En ese momento nos cruzamos con un hombre, un asiático de gran estatura y de unos cuarenta años. Parecía borracho: cojeaba y vacilaba al caminar. La cortesana le saludó con respeto. Cuando pasó a mi lado, vi su rostro: una venda cubría uno de sus ojos.
—¿Quién es ese hombre? —pregunté a la geisha cuando nos hubimos alejado unos pasos.
—
Damaru
—susurró, y abrió la puerta de otra habitación, más espaciosa que las anteriores y tapizada con sedas de tonos ocres y dorados.
Anta damaru
.
Me indicó que me tendiera sobre el tatami y se sentó a mi lado. Posó una mano sobre mi pecho y empezó a desabrocharme la camisa. Me dejé hacer: los dibujos habían inflamado mi cuerpo y no podía aplacar la oleada dedeseo que me invadía. Acaricié sus hombros y sus senos.
—¿Dónde está Yoko? —pregunté.
Hizo un gesto evasivo. Cuando repetí la pregunta, dejó escapar una risita nerviosa.
—
Damaru
.
—Si quieres ayudarla, has de decírmelo todo.
No me entendía.
Se acercó e intentó besarme. Por un instante percibí el penetrante perfume de su cabello, dulzón y anaranjado, cuando rozó mi mejilla con sus labios, al tiempo que dejaba deslizar su quimono. Estaba allí, desnuda, delante de mí, y yo no era capaz de ver nada más. De pronto sentí un gran calor.
—
Anta daber li
—dije, utilizando la lengua hebrea de una manera absurda.
Estupefacto, vi que me había comprendido.
Volvió a vestirse rápidamente. Yo hice lo mismo y me puse en pie.
—Yoko, Kioto.
Senseí
Fujima. Isurai.
Por su mirada, vi que me estaba diciendo algo importante.
—Miyoko
hazukashim
.
La miré un instante, sin saber qué hacer.
Hazukashim. Hadak hashem
… Comprendí que si me marchaba, ella podía caer en desgracia por no haber dado satisfacción a un cliente. No tenía intención de quedarme, pero ella parecía aterrorizada. No se atrevía a hacer el menor gesto.
Me tendí sobre el tatami. Ella vino a mi lado, se acurrucó a mis pies y se durmió enseguida, como un gatito.
Por la mañana, Toshio, mi contacto y chófer en aquel país extraño y extrañamente familiar, vino a buscarme.
Cuando le conté mis noches en la casa de las geishas y el resultado de mis pesquisas, pareció confuso.
—¡Pero usted pagó a la geisha! —dijo.
Me miraba con asombro. Aparté la mirada. ¿Cómo había podido resistir cuando me encontraba bajo el imperio del deseo, que había dictado su ley? Si él supiese lo cerca que había estado de ceder… Me salvó la lengua en aquel diálogo extraño.
—¿Hay novedades en el tema del manuscrito? —pregunté—. ¿Cuándo podremos examinarlo?
—El jefe de la policía de Kioto se está dedicando en persona al asunto. Piensa que el asesinato de Nakagashi está relacionado con el hombre de los hielos…
—Sí, de eso no hay duda, pero…
—En cuanto al manuscrito, de momento se niega a enseñar lo que considera una prueba de la mayor importancia.
—Pero ¿cómo puede saberlo? Ni siquiera lo ha descifrado. ¿A quién piensa recurrir para hacerlo?
Toshio pareció apurado, como si me estuviera ocultando alguna cosa.
—Lo ignoro, señor Ary. Intentaré informarme al respecto.
Para ir a Isurai pasamos por delante del Ginkaku-ji, el pabellón de plata, cuyos jardines representaban el inicio del «camino de la filosofía», llamado así por los monjes de los templos circundantes que durante siglos fueron a meditar allí. En aquel lugar eran de admirar diversos templos y jardines suntuosos, desde el pabellón de plata hasta el Zenri-ji, donde se encontraba una estatua de Buda que miraba por encima del hombro.
Finalmente llegamos a Koryujin, un templo de madera del siglo XVIII, en el que también había una imagen de Buda, conocida como Miroku Bosatsu, designado oficialmente como tesoro nacional. Al contemplar la estatua más de cerca, la encontré diferente de las demás que había visto. No tenía los ojos rasgados y su actitud no parecía tanto la de la meditación, propia de los Budas, sino más bien la de la oración como la concebimos nosotros.
—Pero ¿cuál es su religión, en Japón? —pregunté—. ¿No es el budismo?
—Aquí, señor Ary, tenemos dos religiones. Tenemos el budismo, que no llegó a Japón hasta el siglo VI. Y tenemos el sintoísmo, mucho más antiguo, la verdadera religión de los japoneses… Aquí decimos que los japoneses nacen sintoístas y mueren budistas, señor Ary.
—¿Qué es el sintoísmo?
—El culto de los kamis.
—¿Y qué son los kamis, señor Toshio?
—Son divinidades que nos rodean, a miles. Determinados héroes de nuestra historia se convirtieron también en kamis después de su muerte. Las campanas que ve a la entrada de los santuarios han sido colocadas allí para atraer la atención de los kamis cuando se acude a rezar. Si no hay campana, es necesario dar palmadas… Hay hombres kamis y mujeres kamis. Estas son aterradoras, demonios que vienen a perseguir a los hombres en mitad de la noche.
—También nosotros tenemos demonios parecidos…
—Y luego están los tengus. Gastan bromas pesadas a la gente. Tienen una nariz muy larga. A menudo llevan con ellos pequeños santuarios portátiles.
—Como arcas de la Alianza…
—Viven en los bosques y las montañas, y a quienes entran en su territorio les ocurren cosas extrañas.
Frente al templo había un pozo, sobre el que figuraba la inscripción: «Isara Well.» La primera palabra estaba escrita en caracteres fonéticos, lo que indicaba su origen extranjero. De creer en el código especial, contrario al buen sentido pero eficaz, que había elaborado con Miyoko para aprender la lengua japonesa, el nombre habría podido traducirse como: «el pozo de Israel».
Finalmente llegamos al lugar que me había indicado Miyoko. Estaba al fondo, en un jardín de piedra, y era un simple pozo que parecía antiguo, un pozo que recordaba los de la Biblia tal como los imaginamos, de piedra blanca envejecida.
—Es el pozo de Isurai —dijo Toshio—. Algunos lo llaman el pozo de Israel, ignoro por qué.
Por allí había un joven que parecía el encargado. Vestía una túnica blanca, la de los monjes. Su cabeza reposaba en el brazo de una estatua de piedra, en actitud meditativa. Encima de ella llevaba una especie de pequeña caja negra de forma cuadrada.
—Es un yamabushi —murmuró Toshio—, un aprendiz de la religión. Sólo existen en Japón. Llevan hábitos blancos.
—¿Qué es eso que lleva sobre la frente?
—Un
tokin
; está atado a la cabeza por una cuerda negra.
—¿Qué hay dentro del
tokin
?
—Creo, señor Ary… creo que no hay nada, nada en absoluto… —Y en voz más baja añadió—: ¿Sabe, señor Ary?, en nuestras leyendas se dice que los tengus tomaron la forma de yamabushis.
Toshio y el yamabushi charlaron unos minutos, y luego Toshio volvió a mi lado.
—El maestro Fujima se ha marchado —me informó.
—¿Sabes dónde está?
—En su residencia de Tokio.
El yamabushi nos dio la dirección sin poner ningún inconveniente. Al parecer, la casa del maestro Fujima era un lugar conocido en Japón.
Varias horas más tarde estábamos en la autopista que conduce a Tokio.
—A propósito del manuscrito —dijo Toshio mientras conducía—, he recibido una llamada del señor Shimon, que está intentando a través de la CIA presionar al jefe de policía de Kioto, pero el asunto se está complicando… El embajador japonés en Israel se ha quejado a Shimon de la injerencia extranjera en Japón…