La última tribu (13 page)

Read La última tribu Online

Authors: Eliette Abécassis

Tags: #Intriga

BOOK: La última tribu
8.99Mb size Format: txt, pdf, ePub

Me acerqué, y sólo entonces reconocí a Anna Frank. Toshio me había explicado que la joven víctima de la
Shoah
era muy popular en Japón, cosa que me había sorprendido mucho. Pero me asombró todavía más ver su estatua en Kioto.

Me aguardaban más sorpresas. La habitación daba a un amplio comedor en el que había una pequeña colección de candelabros de siete brazos. En la pared colgaba, enmarcada, una copia de la Declaración de Independencia de Israel. En el techo había doce lámparas, como las doce tribus de Israel.

No tuve tiempo de seguir asombrándome. Al instante fui calurosa y oficialmente recibido por el señor de aquel lugar, que tampoco me resultó desconocido. El maestro Fujima no iba vestido al modo occidental, como cuando lo conocí, sino que llevaba una túnica de lino carmesí que le daba aspecto de viejo sabio chino.

—Bienvenido —dijo inclinándose—. Nos sentimos muy felices de recibirle en nuestra comunidad. En verdad muy felices.

A cada palabra que pronunciaba se inclinaba y yo me sentía obligado a imitarle, de manera que ambos nos hacíamos reverencias simultáneas.

Toda la asistencia, compuesta por hombres, mujeres y algunos niños, se puso en pie y me saludó con idénticas reverencias y sonrisas. Se diría que me estaban esperando, que estaban contentos de acoger a un invitado ilustre, aunque yo no era para ellos más que un extranjero desconocido.

Las mesas habían sido cuidadosamente dispuestas en forma de herradura, con platos y cubiertos, cosa que me sorprendió: desde mi llegada al país no había visto un solo tenedor. Pero lo más asombroso fue el menú que sirvieron:
gefilte fisch, tchulent
, platos judíos de la Europa oriental que yo solía comer en Israel.

—Puede comer —dijo Fujima—, aquí todo es
kosher
.

—¿De verdad? —dije.

—Claro que sí, bajo la vigilancia del rabino de Kobe.

—¿Existe una comunidad judía en Kobe?

—¡Por supuesto! Muy activa, por lo demás. Hoy forman parte de ella muchos estadounidenses y expatriados, pero a principios de siglo la formaban sobre todo judíos huidos de los
pogroms
de Rusia.

Se inclinó hacia mí y prosiguió, en un tono de confidencia:

—Es un gran honor para nosotros recibir a un miembro del Pueblo elegido esta noche… Por supuesto, puede usted quedarse todo el tiempo que desee en esta residencia, dedicada exclusivamente a los judíos que visitan Japón. Será nuestro invitado. Hay todo lo que puede necesitar, una nevera en la que encontrará alimentos
kosher
, vino y pan sin levadura…

Ante mi gesto de estupefacción, añadió:

—Conocemos bien sus ritos. La mayoría de los miembros de nuestra comunidad ha viajado a Israel, y algunos incluso hablan hebreo.

—¿Cuál es esta comunidad? ¿Cuándo fue creada y por qué razón?

—Fui yo quien la creé hace más de veinte años… ¿Sabe?, entre los japoneses y los judíos hay vínculos que usted no sospecha. Los japoneses salvaron a más de cincuenta mil judíos durante la
Shoah
. La mayor parte venía de Rusia en barco y pasaba por Kobe a la espera de encontrar otro punto de destino…

—Sin embargo —dije mientras devoraba mi
tchulent
, porque no había comido más que arroz y pescado crudo desde mi llegada—, creo recordar que Japón era aliado de la Alemania nazi.

—¡Oh, sí! —respondió el maestro Fujima entornando los ojos e inclinando aún más su rostro—. Pero eso no tuvo nada que ver con los judíos… Ha de saber que el gobierno japonés se negó a exterminar a los judíos, como reclamaban sus aliados nazis. Los actos antijudíos propiamente dichos fueron escasísimos en Japón. El 31 de diciembre de 1940, el ministro japonés de Asuntos Exteriores, Matsuoka Yosuke, dijo a un grupo de hombres de negocios judíos: «Yo he sido el responsable de la alianza con Hitler, pero nunca me he comprometido a llevar una política antijudía en Japón. Esta no es únicamente mi opinión personal, sino la de Japón, y no me avergüenza proclamarla ante el mundo entero.»

El anciano sabio me observó un momento, como para medir el efecto de la frase, y luego, satisfecho, continuó:

—Los primeros judíos llegaron en 1850, en vísperas de la restauración Meiji. Eran un número muy reducido de personas procedentes del Reino Unido, Estados Unidos y Europa central y septentrional, y se establecieron en Japón, en Yokohama y Nagasaki. Después de la Primera Guerra Mundial, en Japón vivían varios miles de judíos, en la gran comunidad de Kobe. Los judíos son felices en este país, Ary
San
… aunque son poco numerosos.

»Todavía hoy el emperador, que no habla con ningún embajador, acostumbra recibir al embajador israelí. Y le dice: “¡Nunca olvidaremos lo que Jacob Shiff hizo por nosotros!”

—¿Quién es Jacob Shiff?

El maestro Fujima se inclinó hacia mí y, entornando de nuevo los ojos como si evocara un recuerdo lejano, murmuró:

—La historia se remonta a 1900, a la guerra ruso-japonesa. El emperador había despachado al enviado Yakahashi a Londres para solicitar un préstamo que le permitiera financiar la continuación de una guerra que los japoneses estaban perdiendo. Los banqueros se negaron, seguros de que los japoneses serían derrotados. Por suerte, Yakahashi encontró a Jacob Schiff, un financiero de la New York Banking Firm. Shiff, que sabía de la existencia de
pogroms
en Rusia, aceptó adelantar la mitad de los fondos que Japón necesitaba, una suma colosal, y le dio una carta como prueba de la existencia del préstamo. Pero los bancos siguieron negándose a conceder el dinero restante. Entonces Jacob Shiff financió los ciento cuarenta millones de dólares en su totalidad. Explicó su gesto diciendo a Yakahashi que le daba el dinero porque era judío y quería luchar contra los
pogroms
en Rusia. Fue así como los japoneses ganaron la guerra.

»Varios años después, Shiff fue invitado al palacio imperial. Nunca antes se había invitado a un plebeyo, y además Shiff tomaba comida
kosher
. El emperador organizó una comida especial para él. “Nunca olvidaremos lo que habéis hecho por nosotros —dijo—. Tal vez llegará el tiempo en que podremos ayudaros.”

—Desconocía esa historia, y esos lazos que nos unen…

—¡Es así, Ary
Sanl
! Entre nuestros numerosos santuarios y templos sintoístas y budistas, también hay monumentos en honor de los judíos. En 1917, durante la revolución bolchevique, los judíos de Yokohama y Kobe ayudaron a miles de refugiados. Además, como ya le he contado, Japón fue uno de los países que acogió más refugiados judíos durante la
Shoah
. Los fugitivos recibieron ayuda a través del cónsul holandés de Kaunas, en Lituania, secundado por Chiune Sugihara, primer representante japonés en el consulado de Lituania. Sugihara ignoró las instrucciones recibidas de su gobierno y dio a los judíos miles de visados para Japón. ¡Salvó así diez mil vidas! Sugihara acabó por perder su cargo. Para explicar ese rasgo de heroísmo, citó una máxima samurai del código de Bushido: «Ni siquiera un cazador tiene derecho a matar a un pájaro que huye de su refugio.»

—Sí —dije—, lo sé: Sugihara es el único japonés honrado con un árbol plantado en Yad Vashem, el Jardín de los Justos.

—En 1941 —prosiguió el maestro—, gracias a los esfuerzos del cónsul general de Japón en Kaunas, Lituania, y
layeshiva
Mir, varios centenares de hombres y muchos otros judíos consiguieron escapar de Europa.
Layeshiva
Mir fue la única escuela judía que sobrevivió a la
Shoah
. Los refugiados establecieron sus
Beth Hamidrach
cerca de Kobe, con el beneplácito del gobierno. Vivieron en paz en Japón durante ocho meses. A pesar de las exigencias de los alemanes, los japoneses nunca establecieron leyes contra los judíos, y tampoco eliminaron el gueto de Shanghai, que en el curso de la guerra había crecido con los fugitivos del nazismo.

—¿Formaba parte el monje Nakagashi de vuestra comunidad?

Sin responder, el anciano se inclinó un poco más hacia mí.

—Sentimos mucho su muerte, tan trágica. Tan trágica —repitió.

—Ya sabe —dije— que vengo de Israel para investigar su muerte, relacionada a mi entender con ese hombre encontrado en el hielo.

—En efecto —asintió Fujima—, en efecto. —Miró a derecha e izquierda con aire atareado, y dijo—: Ahora querríamos celebrar una plegaria… Una plegaria por la venida del Mesías.

Se puso en pie y en la sala se hizo el silencio. Entonces entonó un canto, acompañado de inmediato por el conjunto de voces melodiosas de los asistentes.

Un canto triste y profundo se elevó, un lamento hasídico, sin palabras, parecido a los que yo tarareaba cuando era hasid, y a los de los hasidim del barrio de Mea Shearim, en Jerusalén.

—Parece usted triste, joven —susurró el maestro Fujima.

Sí, me sentía desgraciado porque mi amiga había desaparecido y deseaba encontrarla. Me sentía triste y nostálgico en aquel instante. Me acordaba de la época en que cantaba mi tristeza junto a mis camaradas, en la
yeshiva
; recordaba las largas discusiones con mi compañero de estudios Yehuda, el hijo del
Rav
, a quien no había vuelto a ver desde hacía tanto tiempo, a quien no volvería a ver nunca, sin duda. Recordé nuestras conversaciones, horas y horas de charla, comentando juntos las páginas del Talmud, y en aquella época nunca pensé que algún día podría no volver a ver a Yehuda… Creía en el estudio, creía en la amistad. Pero ¿qué vale un amigo si cambiamos? Si nosotros mismos no nos reconocemos, ¿por qué va el amigo a reconocernos y querernos? ¿Existen los amigos? ¿Qué vale la amistad si incluso el amor es incierto y cambiante? ¿Qué son los amigos si no nos siguen en nuestra vida? ¿Y qué vale el amor, si desaparece de inmediato después de revelarse?

En ese momento, cuánto echaba de menos el hombro sobre el que podía descansar, el ingenio que tenía mi amigo para buscar una salida en todas las situaciones delicadas. Pero se trataba de situaciones intelectuales, y ahora yo estaba en medio de la vida, incierto y triste, lejos de mi amigo, lejos de mi amiga, separado por ciudades, países y continentes, y mi corazón estaba desgarrado. Porque he aquí que ahora ya no era hasid, ya no era esenio, ya no tenía tradición, yo que contaba con una tradición tan grande.

—En un tiempo pasado fui hasid —dije—. Me acuerdo de ese tiempo al escuchar vuestros cantos, y suspiro como lo haría un hasid.

—Aquí queremos que los judíos sean más judíos aún.

—Me ayudáis a ser un judío mejor.

Al oír esas palabras, los ojos del maestro Fujima me miraron con fijeza y se humedecieron.

—Gracias —dijo, tomándome las manos con fervor—. Muchas gracias. No se imagina lo que eso significa para mí.

Empecé a tararear sin darme cuenta, en tono muy bajo al principio, más fuerte después, hasta que me dejé arrastrar totalmente por el canto; mi corazón se levantó del fondo del abismo de la desesperación, y mi alma se elevó. Oh, cuan triste y melancólico estaba. Como un hasid tocando al amanecer el saxofón en las orillas del lago Tiberíades; como un hasid sobre una prominencia rocosa, en una colina de Galilea, en la cima de una carretera de montaña llena de curvas, en el camino tortuoso que recorrieron antaño quienes venían de España y Portugal; como un hombre tocado con un gran sombrero negro, cerca de cien sinagogas, que espera los tiempos mesiánicos; como Luria, el león de Safed, que pensaba en la serpiente en el comienzo de la Creación, indispensable para el orden del mundo porque por él nacía toda cosa creada; y como Adán, triste por haber sido creado en este mundo informe. Así estaba de triste yo.

Pero ¿de dónde venía esa nostalgia sorda y difusa, si no del fondo de mi corazón? ¿Por qué mis recuerdos me llevaban tan lejos? ¿Por qué me encontraba en un mar profundo y sombrío, bajo una delgada luna creciente? ¿Qué eran estas tinieblas, y qué era ese misterio? Oh, hasta qué punto era un hasid yo, que ya no lo era.

De súbito, en medio del trance, me asaltó un recuerdo fugaz, una imagen: la de la mujer que había entrevisto en la casa de las geishas. La busqué en los arcanos de mi memoria, con una concentración extrema, la perseguí cuando se alejaba, y de pronto la vi.

La mujer que había visto detrás de la puerta no formaba parte de mi sueño; aquella silueta que había visto y no había querido ver, ahora sabía que era Jane.

Acepté el ofrecimiento del maestro Fujima de pasar la noche en el Beth Shalom. Me condujo a una habitación pequeña provista de un tatami y cerrada con persianas de colores beis y anaranjado que me recordaron la habitación de la casa de las geishas.

Sabía que estaba disfrutando de un lujo raro, porque los hoteles son muy caros en Japón, y los albergues clásicos no tienen más que una sala común muy modesta y dos dormitorios pequeños.

Estaba en la planta baja, en un espacio dominado por una sólida estructura de madera. El parquet era nuevo. Una lámpara con una pantalla de papel de arroz creaba una luz cálida y tamizada.

—El futón está guardado en ese armario de puertas correderas —dijo el maestro Fujima—. De noche, hay que sacarlo y extenderlo en el suelo para dormir. Esta es su casa, Ary
San
—añadió con una reverencia—. Puede quedarse aquí tanto tiempo como le sea agradable. Es nuestra regla, ponemos estas habitaciones a la disposición de los judíos y judías que visitan Kioto.

—Gracias —dije—. Es usted admirable.

—Claro que no, soy normal. Sí, muy normal.

Me pareció que dudaba un poco antes de irse, y por fin se decidió y sacó del bolsillo una bolsita de seda roja de la que extrajo, con muchas precauciones, una piedra pequeña y brillante que dejó con cuidado en la palma de mi mano.

—¿Qué es?

—No sabría decírselo. Estaba en el cuello del hombre de los hielos, sujeta como un colgante.

Contemplé la piedra, que brillaba con mil reflejos.

—Pero ¿no es un diamante?

—Por supuesto que sí, por supuesto, Ary
San
—murmuró el maestro Fujima—. Es un diamante.

Aquella noche desperté cubierto de sudor, sin saber qué hacer. La única idea que me venía a la mente era huir, volver junto a los esenios y proseguir mi misión, la que ellos me habían adjudicado, la que estaba escrita en los textos: yo era Ary, el león. Pero todo parecía ahora tan oscuro, tan confuso… ¿Qué hacía Jane en aquella casa de geishas? ¿En qué investigación estaba involucrado, y que se hacía más incomprensible a medida que avanzaba?

Other books

Hunter by Huggins, James Byron
An Autumn War by Daniel Abraham
Every Kind of Heaven by Jillian Hart
I Need You by Jane Lark
Qissat by Jo Glanville