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Authors: Fernando Trujillo

Tags: #Suspense

La última jugada (5 page)

BOOK: La última jugada
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Era su turno de repartir. Álvaro tomo el mazo y barajó, poniendo cuidado de emplear movimientos vulgares y corrientes que disfrazasen la habilidad de sus ágiles dedos. Esbozó una sonrisa inocente y repasó a sus adversarios. Ninguno le observaba con excesiva atención.

—¿Vas a pasarte la noche barajando? —gruñó Dante—. Reparte de una vez.

—Ahora mismo —contestó Álvaro.

No merecía la pena esperar otra ronda a que le volviese a tocar. Ya era hora de comprobar con quién se estaba enfrentando y, lo más importante de todo, si la niña interferiría o no en sus planes. De ser así, mejor saberlo cuanto antes.

Empezó a distribuir las cartas y decidió que había llegado el momento de hacer la primera trampa. Todo iría bien, se había preparado a conciencia, y su técnica era perfecta.

Capítulo 4

Su trampa funcionó a la perfección. Álvaro había manipulado las cartas y había entregado una jugada concreta a cada uno de ellos, con el fin de estudiar su comportamiento.

Tal y como había sospechado, la niña no había interferido. Fue muy tranquilizador comprobar que no tenía que vérselas con Zeta.

El único problema continuaba siendo que Héctor se mantenía al margen del juego. Álvaro empezaba a desesperarse con él, no conseguía entenderle. En esta ocasión, el misterioso personaje tampoco tocó sus cartas, depositó la primera ficha y, en cuanto subieron la apuesta, abandonó con desinterés.

—Subo —dijo Álvaro mirando a Dante, y lanzó cinco fichas rojas, las de menor valor—. A ver si tengo algo de suerte.

Dante dedicó unos segundos a repasar sus cartas y luego le devolvió una mirada desafiante, cargada de arrogancia.

—Hagámoslo más emocionante.

Igualó la apuesta de Álvaro y la aumentó con una ficha verde, la primera que se utilizaba en la partida. Era el montón más grande hasta el momento. No es que fuese una cantidad enorme, pero era un bocado jugoso.

—No voy —dijo Judith tirando las cartas.

Bastante prudente. Álvaro sabía que ella tenía dobles parejas de damas y cincos, una jugada decente, pero tampoco nada del otro mundo, y juzgó su actuación como propia de un jugador comedido que no arriesga demasiado. Una decisión correcta, aunque tal vez demasiado precavida.

—Yo voy a subir un poco más. —Álvaro puso una ficha verde y luego añadió tres fichas rojas.

La reacción de Dante fue mucho más reveladora que la de Judith.

—No seas tacaño, cirujano —dijo Dante sonriendo—. Vamos a ver hasta dónde eres capaz de llegar.

Sin dejar de mirar a Álvaro ni un instante, Dante agarró una ficha amarilla, la más valiosa de todas y la llevó pausadamente hasta el centro de la mesa.

Fue todo un espectáculo, muy instructivo para Álvaro, que sabía la jugada que Dante tenía entre sus arrugadas manos. Era una triste pareja de cincos. Con todo, Álvaro admiró el pequeño teatro de su oponente. Dante estaba representando su papel de fuerte con mucha dedicación, y no lo hacía nada mal. Su expresión era decidida y no mostraba signos evidentes de nerviosismo. Álvaro dudó si hubiese picado el anzuelo de no saber qué llevaba en realidad, pero lo sabía, y podía ganarle dado que él contaba con un trío de ochos.

Sin embargo prefirió ceder esta vez y alimentar el ego de su adversario.

—Demasiado para mí —dijo arrojando las cartas.

Y se guardó la valiosa información que acababa de recabar para futuras jugadas.

Ya podía identificar los faroles de Dante sin demasiado esfuerzo por su parte. Sólo tenía que esperar a cazarle en una mano en la que no fuese él quien repartiese, para no levantar sospechas.

—Ha sido muy sencillo —se regodeó Dante, recogiendo el botín de su farol—. No sé por qué pensaba que tenías más huevos.

—Bueno, la verdad es que necesitaba unas cartas mejores para acompañar a mis huevos. ¿Qué llevabas?

—Ah, ah… Tendrías que haber ido para descubrir mi jugada. No querrás que desvele mi juego, ¿verdad?

No le hacía falta. Dante era un caso clásico. Le costaba disimular su entusiasmo por haber vencido con una jugada inferior. El placer de derrotar a un oponente con un farol bien acometido era toda una inyección de autoestima, uno se vanagloriaba internamente de haber ganado contra una jugada mejor. Era como sentirse invencible. Se notaba que Dante se moría de ganas de decir que llevaba dos simples cincos y reforzar todavía más su gran talento.

Álvaro prefirió no contestar a Dante. En la siguiente mano recibió unas cartas realmente malas y pasó. Héctor hizo lo mismo una vez más. Como no iba a jugar, Álvaro decidió ignorar esa ronda y tratar de franquear el muro de indiferencia de su enigmático oponente.

—No pareces muy preocupado por la partida —comentó en tono casual. Héctor no respondió; se limitó a observar a la niña—. No alcanzo a entender cómo es que no juegas ninguna mano, si estás aquí es por una razón. Imagino, por tu apariencia, que ya has descuidado muchos aspectos de tu vida. Puede que…

—No te canses —le cortó Héctor—. Mis motivos son asunto mío y no voy a compartirlos contigo.

—¿Qué mal puede hacerte? Al fin y al cabo, nuestra situación es la misma. ¿Por qué te niegas a hablar?

—Porque no me interesa tu opinión. Ahí tienes a otros dos a los que dar la paliza con tu labia. ¿Por qué no acosas un rato a la chica, que se nota que te gusta?

¿Tan evidente era? Álvaro no lo creía posible. Y sin embargo, Héctor se había dado cuenta, lo que significaba que era un observador muy perspicaz. Eso no era nada bueno. Y no parecía posible hacerle hablar de sí mismo, lo que era mucho peor. Álvaro se sintió desconcertado con él. ¿Por qué una persona que se descuidaba tanto estaba en la partida? No era un indigente, de eso no había duda. Álvaro había tratado en urgencias a muchas personas sin hogar y Héctor no era como ellos. Compartía algunos rasgos superficiales, pero sus ojos brillaban de modo distinto, ocultaban algo. Y no sabía por qué, pero Álvaro presentía que aquellas frías pupilas encerraban una fuerte determinación. Héctor tenía muy claro cuál era su propósito en la partida y nada más le importaba. Esa era la fuente de su inquebrantable despreocupación.

La niña era la clave. Héctor apenas había despegado los ojos de ella desde que había aparecido. ¿Qué buscaba en la pequeña? Todos sabían quién era, por lo tanto no era su identidad lo que acaparaba la atención de Héctor. Tal vez se tratase del hecho de que fuese una niña, y también de su singular mascota. Álvaro recordó que había elucubrado que su anfitriona sería una mujer, así que toparse con aquella chiquilla de expresión dulce le había descolocado inicialmente. Aun así, no entendía la fascinación de Héctor por ella. Se fijó en él una vez más. De nuevo estaba observando a la pequeña, sus manos concretamente. La niña cogía los pequeños bloques de su juego personal y los apilaba formando un castillo, o tal vez una casa. De pronto, Álvaro reparó en un detalle y se quedó mudo de asombro. La orientación de la sombra de los bloques de plástico cambiaba cuando la chiquilla los tocaba, pero cuando los soltaba, la sombra volvía a su posición original. Todo era bastante confuso. Álvaro tomo nota mental de no tocar a la pequeña, no le apetecía lo más mínimo experimentar en sus propias carnes ese…

—¡Has hecho trampas, niñata! —rugió Dante. Álvaro se sobresaltó y se centró de nuevo en la partida. Por un segundo había olvidado dónde se hallaba—. A mí no me engañas con esa pinta de no haber roto un plato en tu vida.

—Eres un embustero —se defendió Judith, recogiendo las fichas—. Si crees que he hecho trampas, demuéstralo o déjame en paz.

Dante dio un sonoro puñetazo sobre la mesa.

—No lo creo, estoy seguro. Aunque no pueda probarlo… Álvaro se levantó de la silla y dio un paso hacia Dante.

—Más te vale controlar esa bocaza que tienes y dejar de meterte con ella.

Aquello era demasiado. Amedrentar de esa manera a una pobre chica embarazada. No le importaba a qué estuviese acostumbrado Dante en el mundo corrupto en el que vivía normalmente. Puede que allí controlase a la gente con su dinero y actuase como le viniese en gana, pero aquí no iba a asustar a Judith con su actitud de matón, no lo consentiría.

—¿Qué piensas hacer, doctor? —preguntó Dante—. Ya no estás tan cordial y amable. ¿A qué viene tanta preocupación por la princesa?

—A que no vas a ponerte así de gallito cada vez que pierdas. Sé un hombre por una vez y no te excuses en las trampas. Si ella ha jugado mejor que tú, acéptalo.

Judith intentó defenderse sola con su débil voz.

—Si hubiese hecho trampas, la niña no me lo habría permitido.

—Ahí lo tienes —dijo Álvaro apoyando a Judith, a pesar de saber muy bien que estaba mintiendo. La niña no había intervenido cuando él había hecho trampas.

—Tú no has seguido la partida, doctor —declaró Dante ignorando a Judith descaradamente—. Yo, sí. Y te digo que esa arpía de aspecto angelical es una sucia manipuladora…

—¡Calla! ¡Eres muy malo! —gritó la niña de repente. Todos se quedaron en silencio. El pánico asomó al rostro de Dante, que no se atrevió a mover un solo músculo—. ¡Muy mal! Quiero jugar más. ¡Para o tendré que castigarte!

La niña estaba de pie sobre su silla, inclinada ligeramente hacia el suelo, y señalaba insistentemente con el dedo a su mascota. Zeta la miraba con expresión sumisa, tenía las orejas colgando hacia abajo y el rabo entre las piernas. El enorme animal no movía uno solo de sus pelos negros, y soportaba la reprimenda sin sostener más de un par de segundos la mirada de la pequeña.

—¿Me lo ha dicho a mí o al chucho? —preguntó Dante con la voz temblorosa.

—No te mira a ti —dijo Héctor muy tranquilo—. Pero yo me lo tomaría como una advertencia. ¿Cuántas veces hay que decirte que la niña no nos habla directamente?

Ninguna más. A todos les quedó bastante claro. Álvaro regresó a su asiento con mucha calma y los demás le imitaron sin decir nada. Era impresionante ver a la niña imponiéndose sobre un perro que abarcaba fácilmente cuatro veces más que ella. También notó cómo les afectaba a ellos y a la partida. Hasta que la pequeña no empezó a jugar de nuevo sobre la mesa con sus juguetes, ellos no se relajaron lo suficiente para seguir. La niña controlaba cuanto sucedía de esa forma tan peculiar. El mensaje estaba claro. No toleraría peleas. Lo curioso era que no interviniese con las trampas, dado que Álvaro no albergaba la menor duda de que ella estaba al tanto de cuanto sucedía en la partida.

Judith recogió las fichas del centro y barajó. Luego repartió para continuar con el juego.

Álvaro empezó a sentir un profundo desprecio por Héctor. La curiosidad que sentía era tan fuerte que, unida a la frustración de no averiguar nada de él, comenzó a transformarse en repulsión, casi en asco. Estaba harto de ese impresentable que rezumaba frialdad e indiferencia, y que se negaba siquiera a cruzar unas palabras con los demás, por no hablar de su aspecto repugnante.

La siguiente mano la ganó Dante con una pareja de reyes. No se llevó demasiado.

En conjunto, Judith era la que más progresaba. Su montón de fichas había crecido sensiblemente. Héctor había perdido algunas, como consecuencia exclusiva de ir depositando una ficha roja en cada mano para luego retirarse automáticamente. Dante y Álvaro habían perdido un poco, pero nada preocupante.

Era el turno de repartir de Héctor. Lo hizo distraído, sin prisas, arrojando las cartas de un modo casi despectivo. Álvaro se contuvo para no decirle nada.

Todos formularon una apuesta inicial.

—Un poco más por favor —dijo Dante incrementando la apuesta.

Lanzó dos nuevas fichas al montón y, cómo no, Héctor anunció que se retiraba. Judith y Álvaro igualaron la apuesta. Se descartaron y recogieron sus nuevas cartas.

—Voy con tres fichas más —dijo tímidamente Judith.

—Y yo —anunció Álvaro.

Ambos pusieron las fichas a la vez y sus manos chocaron involuntariamente en el montón. Judith la retiró a toda prisa bajando la vista, avergonzada.

—A este ritmo, podemos pasarnos aquí una semana —dijo Dante hinchando su amplio pecho—. No seáis cobardes y animemos esto un poco —añadió dejando caer sobre el montón una cantidad considerable de fichas, la más grande hasta el momento.

Álvaro se quedó muy sorprendido por su suerte. Dante volvía a ir de farol y él lo sabía. Detectó la misma vibración en la voz y sus pupilas estaban igual de dilatadas. La postura corporal, el modo de pavonearse…, todo lo delataba. Era su oportunidad de darle un buen golpe, y sin tener que recurrir a las trampas de nuevo. Aún así, convenía asegurarse. Pudiera ser que Dante estuviese fingiendo, aunque eso implicaría unas dotes de actuación extraordinarias.

—No voy —dijo Judith. Dante resopló con desdén.

—Has apostado mucho —observó Álvaro pacientemente—. Y nos has llamado cobardes. Veamos lo valiente que eres. Subo.

Y dobló la cantidad de Dante. Judith dejó escapar un suspiro involuntario.

—Por fin nos vemos las caras, doctor —sonrió Dante. Su expresión de felicidad parecía levemente forzada, coincidiendo con las sospechas de Álvaro de que se trataba de un farol—. No quiero desaprovechar esta ocasión de darte tu merecido. Vuelvo a subir.

Dante separó sus fichas, quedándose con solo unas pocas, y empujó el resto al centro de la mesa. Álvaro tragó saliva. ¿Y si estaba equivocado respecto a las cartas de su oponente? A Dante no le había temblado la mano ni un ápice y estaban ante una apuesta importante. Quien perdiese quedaría relegado a una posición muy incómoda, con escasas posibilidades de alzarse con la victoria final. Por otro lado, no podía abandonar. Si no seguía su instinto, ¿de qué le servirían sus conocimientos de póquer? Si no confiaba en su intuición, forjada a base de innumerables partidas a lo largo de los años, sería como un jugador novato.

Miró de reojo a la niña en un intento desesperado de captar algún detalle que le ayudase a decidirse. La pequeña no le devolvió la mirada. Se la veía muy entretenida en su propio juego.

Álvaro se reprendió a sí mismo por su debilidad, por no ser más decidido. Ya debería haberse lanzado sobre la yugular de Dante, aprovechando su olfato para los faroles. Sólo tenía que arrancarle sus últimas fichas, subiendo la apuesta de nuevo, y se libraría de uno de los jugadores, de quien peor le caía por añadidura. Sin embargo, su miedo le frenó con la advertencia de que Dante podía esconder en realidad una jugada superior a su pareja de ases. Se lo había dicho a sí mismo infinidad de veces antes de llegar a la casa. Tenía que comportarse como si fuese una partida normal y corriente, o no ganaría. Pero era más fácil decirlo que hacerlo. Al menos no iba a abandonar, así que optó por un término medio.

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