Lo abrió a toda velocidad, presa de una gran excitación, y extrajo un papel sencillo sobre el que reposaban unas letras rojas trazadas con una caligrafía imposible de confundir. Judith leyó con mucha atención el contenido.
Cuando terminó, dejó la carta en el suelo, fue a su cuarto a cambiarse de ropa y luego se marchó de casa.
*****
Lo primero que hizo Héctor fue ir al banco para averiguar cuánto podía conseguir. Fue bastante decepcionante.
No le cogió por sorpresa enterarse de lo poco que valía su vida. Había exprimido todo cuanto tenía de valor para solicitar un préstamo por el mayor importe posible.
—Si usted contase con un aval podríamos aumentar la cantidad —dijo la eficiente señorita que le atendió en el banco—. Quizás algún familiar suyo pueda aportar…
—¡No! —gritó Héctor—. Quiero el máximo que pueda obtener yo solo, sin involucrar a nadie más.
Su casa era lo único que el banco consideraba valioso. Y tampoco resultaba demasiado. El triste apartamento en el que vivía apenas alcanzaba los cuarenta metros cuadrados, y era suyo gracias a una herencia. Cuarenta y tres años y esa era toda su fortuna.
Hasta la semana siguiente no hizo nada más. Llevó al banco la documentación que le exigieron y el resto del tiempo permaneció en casa. En dos ocasiones salió a la calle, una para comprar algo de comida, la otra para ir al médico. Su psiquiatra le hizo las preguntas de siempre. Héctor las contestó distraído, recogió las recetas y pasó por la farmacia para comprar los ansiolíticos y los antidepresivos.
Por fin le concedieron el préstamo, diez días después de entregar la documentación y formalizar la solicitud. Héctor puso una transferencia por el total del importe a otra cuenta de un banco distinto y dejó solo un euro en la suya.
—Es una cantidad importante —dijo la cajera alzando las cejas—. La comisión de la operación será muy elevada.
—Me da lo mismo —repuso Héctor.
Luego fue al otro banco y preguntó cuándo podía retirar todo el dinero en efectivo. De nuevo se alzaron las cejas de quien le atendía. El empleado le pidió amablemente que esperara y se fue a hablar con un compañero. Héctor imaginó que estaba consultando a un superior.
—En tres días estará disponible su dinero —informó el cajero.
Héctor regresó a su casa y esperó pacientemente a que transcurriese el periodo indicado. A los tres días regresó al banco, vestido con la misma ropa, y retiró el dinero. Fue todo muy sencillo y muy rápido. Había imaginado que tendría que firmar muchos papeles e incluso contestar varias preguntas. No sucedió nada de eso. Le entregaron el dinero y le pidieron que lo contara.
—No es necesario, me fío de ustedes —dijo Héctor.
Firmó una única vez y salió del banco con el dinero guardado en una mochila naranja, de esas que utilizan los chavales para ir al instituto. Tomó un taxi que le llevó hasta su destino en unos razonables veinte minutos. Héctor pagó al taxista y luego se quedó sentado en la calle, en las escaleras de un edificio de oficinas.
Sujetaba la mochila contra su pecho con los dos brazos. En dos ocasiones, los transeúntes dejaron caer monedas a sus pies. Héctor no las recogió.
Allí permaneció dos horas más hasta que vio a su objetivo al otro lado de la calle. Una mujer rubia, muy delgada, llegó caminando con un niño que cojeaba. El chico aparentaba unos diez años y tenía una prótesis que sustituía su pierna derecha.
Héctor se levantó en cuanto les vio y cruzó la calle sin mirar. Un coche tuvo que dar un frenazo para no llevárselo por delante.
—¡La madre que te parió! —gritó el conductor—. ¡Mira por dónde vas, anormal! La mujer rubia se giró atraída por el escándalo y vio a Héctor acercándose a ella.
—No se alarme —dijo Héctor intentando sonar muy tranquilo—. Sólo he venido a entregarle esto —añadió ofreciéndole la mochila.
La mujer le miró extrañada. Una mezcla indescifrable de emociones se dibujó en su rostro. Héctor temió que fuese a echar a correr. Quizá lo hubiera hecho de no estar su hijo con ella.
—¿Quién es este hombre, mamá? —preguntó el chico—. Está muy sucio y su ropa está rota.
La madre no reaccionó. Siguió congelada con una mueca de terror y rabia en la cara. Apretaba la mandíbula con mucha fuerza. Héctor comprendió que hacía lo imposible por dominarse.
—Sólo quiero hacer cuanto esté en mi mano —dijo muy serio—. No he podido reunir más. Dentro hay setenta y dos mil euros. —Héctor le acercó la mochila.
La mujer continuó sin moverse.
—No tienes por qué hacerlo —logró decir con mucha dificultad.
—Yo creo que sí. Aunque sólo sea por su hijo, tiene que tomar esta mochila. —La dejó en el suelo y retrocedió dos pasos. El niño cojeó junto a su madre y se agachó para coger la mochila. Héctor miró su pierna falsa y añadió—: Ojalá hubiera podido hacer algo más.
Se fue sin despedirse. Regresó a su casa y esperó. Dos días más tarde recibió la carta. La encontró por la mañana, al despertarse, tirada en el suelo, como si alguien la hubiera deslizado por debajo de la puerta. Era un sobre negro con los bordes blancos. Héctor leyó el contenido y luego salió de su casa.
No se molestó en cerrar la puerta.
*****
El cuello de Dante siempre estaba arropado por una camisa impecable y una corbata con un nudo Windsor perfecto. Por eso resultó tan chocante verle entrar en su despacho con el botón de la camisa desabrochado y la corbata aflojada, sin su acostumbrado alfiler, rebotando contra su pecho al son de sus pasos.
Dante tomó un informe financiero, resumido en trece folios, lo metió en una carpeta vacía y salió de su despacho. Recorrió el pasillo de vuelta a la reunión ajeno a las miradas furtivas que le dedicaban sus empleados.
Apenas le quedaba pelo en la cabeza, y los escasos mechones que aún resistían eran totalmente blancos. Su rostro estaba ajado por una piel muy erosionada, surcada por incontables arrugas. Una barriga enorme, una espalda ancha y dos ojos oscuros eran los atributos que más resaltaban de él a primera vista. Dante tenía sesenta y tres años, y jubilarse dentro de dos era el último de sus pensamientos.
En la sala de reuniones le esperaba su abogado y único amigo junto a su principal asesor financiero.
—¿Has comprobado los datos que te envié? —preguntó el asesor.
—Los tengo aquí mismo —dijo Dante agitando en alto la carpeta. Tomó asiento y luego sacó el informe—. ¿Es este el informe al que te refieres?
El asesor financiero confirmó con un vistazo que era el complejo análisis que su equipo había confeccionado durante las últimas dos semanas.
—El mismo. Como verás las cifras son correctas y revelan…
—Todo está en orden. Estoy de acuerdo con las cifras.
—Entonces, parece que estamos todos conformes —dijo el abogado. El asesor financiero apenas pudo contener su alegría.
—Es una operación inmobiliaria segura. En unos cinco años, cuando revaloricen el terreno, vamos a multiplicar la inversión por diez. No te arrepentirás…
—Desde luego que no —repuso Dante—, porque no vamos a realizar esa operación.
Se produjo un silencio incómodo.
—No lo entiendo —dijo el asesor—. Estás de acuerdo con el informe. ¿Cuál es el problema? Tenemos sobornadas a las personas clave, no hay riesgo.
—¿No lo ves claro, Dante? —preguntó el abogado, sorprendido—. Es tu tipo de operación, has participado en miles como esa.
—Conozco muy bien los negocios que he hecho —dijo Dante, impasible—. Y en este no voy a entrar. Quiero vender.
—¿Qué? Eso no tiene sentido —dijo el asesor—. Solo tenemos que esperar cinco años y nos forraremos. No podemos desaprovechar esta oportunidad.
—Sí podemos —le contrarió Dante—. No me interesa invertir, quiero liquidez.
—¡No me lo puedo creer! ¡Es absurdo!
El asesor cerró enseguida la boca, consciente de que había estallado delante de su jefe. Aún así era evidente que no podía contenerse. El rechazo de una ocasión tan clara de enriquecerse aún más era casi imposible de aceptar para su insaciable ambición.
El abogado intervino antes de que todo empeorase y logró que el asesor financiero abandonase la sala antes de que Dante dijese nada.
—Debes reconocer que tenía razón —le dijo a Dante cuando estuvieron a solas—. Era un gran negocio. Además, miles de familias se quedarán sin sus viviendas si nos retiramos.
—No es mi problema —repuso Dante—. Alguien se encargará de construir sus viviendas. Yo tengo otras prioridades.
—Estás muy cambiado desde hace unos meses —reflexionó el abogado—. Lo que ha sucedido hoy no es propio de ti.
—Eso es asunto mío.
Dante recogió el informe de la mesa y abrió la carpeta para guardarlo dentro, pero no llegó a hacerlo. Su mano se detuvo en el aire.
—¿Te ocurre algo? —preguntó el abogado al verle paralizado con la mano alzada. Dante no contestó. Se quedó mirando una carta que descansaba en el interior de la carpeta y que estaba seguro que él no había puesto allí. Dejó el informe y sacó el sobre.
Era negro y tenía los bordes blancos, sin referencias en el exterior. Lo abrió y extrajo una hoja de papel escrita en tinta roja. Dante se maravilló por la excepcional caligrafía que tenía ante él. Leyó con mucha atención.
—¿Qué estás mirando? —preguntó el abogado—. Solo es una hoja en blanco. Dante terminó de leer y lo dejó todo sobre la mesa. Atravesó la sala de reuniones sin mirar siquiera al abogado y se esfumó.
Dos minutos más tarde, salía por la puerta del edificio con su abrigo puesto.
Cuando Álvaro llegó a su destino ya era de noche. Se sintió ligeramente desorientado.
Había salido del hospital hacía muy poco, media hora más o menos, y sólo había recorrido tres estaciones de metro. Recordaba haber alzado la mano para proteger sus ojos del sol, que brillaba con gran intensidad en lo alto del firmamento, poco antes de descender por las escaleras del metro. De modo que… ¡No debería ser de noche! Álvaro alzó la cabeza y contempló una luna grande y redonda mientras caminaba por la calle. No se veía a nadie más. Sus pasos resonaban en la oscuridad rompiendo el abrumador silencio que le cercaba. Se detuvo bajo la luz intermitente que derramaba una farola inclinada, a punto de caerse, y comprobó el número que tenía delante.
Era allí. Imposible equivocarse. La dirección se había grabado en su memoria a fuego rojo, del color de la tinta con que se había escrito la nota que recibió en el quirófano.
La casa que tenía ante él no concordaba con la arquitectura moderna del resto del barrio. Flanqueada por dos enormes moles de hormigón, de al menos diez pisos de altura, aquella construcción de madera, pequeña y sencilla, parecía proceder de una época diferente, más antigua. Sobre el tejado se apreciaba una cruz de madera, que parecía hecha a mano, peligrosamente inclinada. La casa contaba con una parcela propia, no muy grande, delimitada por una verja oxidada que amenazaba con derrumbarse en varios puntos de su trazado, y que tenía entrelazada una auténtica maraña de hiedra.
Álvaro se acercó y empujó la verja. Estaba abierta. Cruzó el jardín pisando una sucesión de piedras lisas, parcialmente cubiertas de césped, que formaban un tosco camino hasta la entrada. Sus pasos resonaban de un modo extraño contra la piedra. Cuando estaba a medio camino de la puerta, algo le llamó la atención. Vio una silueta que no encajaba entre los arbustos, a la izquierda. La escasez de luz no ayudaba a distinguir el objeto, pero tras observar unos segundos, Álvaro supo qué estaba mirando. Era una cruz de piedra, bastante grande. Comprendió que era una tumba. Y vio algunas más en los alrededores. Se giró para volver al camino y oyó algo que lo desconcertó.
—Creo que esta le gustará —dijo una voz.
Álvaro se giró a toda velocidad y se quedó boquiabierto al ver a un anciano apoyado sobre la cruz de piedra. Era bajo y tenía el pelo largo y blanco recogido en una coleta. Todo normal, salvo por el detalle de que no había nadie ahí hacía medio segundo o lo hubiese visto. Álvaro no sabía qué decir. El anciano miraba algo que sostenía en su mano derecha, en la izquierda sujetaba un bastón negro.
—Sí, definitivamente es la adecuada —dijo el anciano. Entonces movió la cabeza y vio a Álvaro—. Anda, mira qué bien. No sabes lo que me alegro de verte, muchacho. Necesito una opinión. ¿Crees que esta flor es la mejor para una mujer que acaba de perder a su marido? —dijo alargando el brazo.
Álvaro vio un feo manojo de flores silvestres.
—Mejor la rosa —sugirió señalando un rosal. El anciano pareció indeciso.
—Creo que te haré caso, muchacho. —Tiró las flores y cortó una llamativa rosa amarilla de tallo largo—. Sí, creo que tienes razón. Esta le encantara, y mi dulce Gema se merece lo mejor. Te debo un favor y Tedd siempre paga sus deudas. Ahora debo regresar al tanatorio.
Y desapareció.
Álvaro parpadeó varias veces sin estar seguro de poder confiar en sus sentidos. Pasados unos segundos se convenció de que lo había imaginado todo y decidió regresar al camino e ir hasta la casa, que era su objetivo.
No le sorprendió que no hubiese timbre en la puerta. Tenía la impresión de haber entrado en otro mundo, uno en el que la electricidad no era un elemento cotidiano. Levantó el puño, pero no llegó a golpear. Antes de que sus nudillos la tocasen, la puerta se abrió sola, tan lentamente que a Álvaro se le antojó una eternidad. Las bisagras protestaron con un chirrido agudo y alargado mientras giraban perezosamente. El cirujano entró y no se sorprendió cuando la puerta se cerró sola a su espalda, aunque esta vez lo hiciera de forma brusca.
El interior era cálido. Flotaba una fragancia que no supo identificar; era penetrante y embriagadora. De un modo inexplicable, supo que se trataba de un aroma que sólo se capta una vez en la vida. Álvaro no prestó atención a la decoración recargada del recibidor y abrió las dos enormes puertas, en forma de arco, que intuyó daban paso al salón.
Sintió un leve mareo. La estancia era muy amplia, demasiado a juzgar por la pequeña superficie que la casa parecía abarcar vista desde el exterior. Debía de contar al menos con setenta metros cuadrados, algo que no podía caber en la construcción que Álvaro había visto desde fuera. Se obligó a guardar la compostura y mantener el control. Sabía a qué venía y debería haber imaginado que no se trataría de un vulgar apartamento.
El suelo era de madera y estaba cubierto por alfombras con tapizados coloridos y muy enrevesados, que daban la impresión de ser muy mullidas. Álvaro tuvo el repentino impulso de descalzarse y pasear sobre ellas. Los muebles eran evidentemente antiguos, barrocos, y las cortinas, que llegaban hasta el suelo y mantenían las ventanas ocultas, eran de ese color rojo que empezaba a resultarle tan familiar.