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Authors: Paul Auster

Tags: #Policíaco, Relato

La trilogía de Nueva York (24 page)

BOOK: La trilogía de Nueva York
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Consecuentemente, Azul empieza a sospechar que Negro no es más que una artimaña, otro de los contratados de Blanco, pagado por semanas para sentarse en esa habitación y no hacer nada. Quizá toda esa escritura sea únicamente una impostura, página tras página: una lista de todos los nombres de la guía telefónica, o cada palabra del diccionario en orden alfabético, o una copia manuscrita de
Walden
. O quizá ni siquiera son palabras, sino garabatos sin sentido, marcas azarosas de una pluma, un creciente montón de confusión. Esto convertiría a Blanco en el verdadero escritor, y Negro no sería más que su sustituto, una falsificación, un actor sin sustancia propia. Hay veces en que, siguiendo este pensamiento hasta sus últimas consecuencias, Azul cree que la única explicación lógica es que Negro no es un solo hombre, sino varios. Dos, tres, cuatro hombres parecidos que interpretan el papel de Negro para que Azul lo vea, cada uno cumpliendo su horario y luego regresando a las comodidades de su hogar. Pero es un pensamiento demasiado monstruoso para que Azul pueda considerarlo durante mucho tiempo. Pasan los meses y al fin se dice a sí mismo en voz alta: Ya no puedo respirar. Esto es el fin. Me estoy muriendo.

Estamos a mitad del verano de 1948. Reuniendo al fin el valor necesario para actuar, Azul coge su bolsa de disfraces y busca una nueva identidad. Después de descartar varias posibilidades, se decide por un viejo que solía mendigar en las esquinas de su barrio cuando él era niño —un personaje local que se llamaba Jimmy Rosa— y se engalana con la vestimenta de un vagabundo: ropa de lana andrajosa, zapatos atados con cuerdas para evitar que las suelas se desprendan, una bolsa de lona estropeada para contener sus pertenencias y luego, por último, una ondeante barba blanca y pelo blanco largo. Estos detalles finales le dan el aspecto de un profeta del Viejo Testamento. Azul disfrazado de Jimmy Rosa no es tanto un escrofuloso mendigo como un loco sabio, un santo que vive en la marginalidad de la penuria. Un poco chiflado quizá, pero inofensivo: emana una dulce indiferencia hacia el mundo que le rodea, pues dado que todo le ha ocurrido anteriormente, ya nada puede perturbarle.

Azul se aposta en un lugar adecuado al otro lado de la calle, saca del bolsillo un pedazo de lupa rota y empieza a leer un periódico viejo y arrugado que ha sacado de un cubo de basura cercano. Dos horas más tarde aparece Negro, bajando los escalones de su casa y caminando en dirección a Azul. Negro no presta atención al vagabundo —perdido en sus propios pensamientos o mirando hacia otro lado a propósito—, y cuando empieza a acercarse, Azul le dirige la palabra con voz agradable.

¿Puede usted darme algo suelto, señor?

Negro se detiene, mira al desaliñado individuo que acaba de hablarle y gradualmente se relaja y sonríe al darse cuenta de que no está en peligro. Luego mete la mano en el bolsillo, saca una moneda y la pone en la mano de Azul.

Tenga, dice.

Dios le bendiga, dice Azul.

Gracias, contesta Negro, conmovido por el sentimiento.

No tema nunca, dice Azul. Dios bendice a todos.

Y tras esas palabras tranquilizadoras Negro saluda a Azul quitándose el sombrero y sigue su camino.

A la tarde siguiente, nuevamente ataviado de mendigo, Azul espera a Negro en el mismo sitio. Decidido a mantener una conversación un poco más larga esta vez, ahora que se ha ganado la confianza de Negro, Azul descubre que le han quitado el problema de las manos cuando el propio Negro muestra interés por prolongar el encuentro. Es una hora avanzada del día, antes de la puesta de sol pero ya pasada la tarde, esa hora entre dos luces de los cambios lentos, de los ladrillos resplandecientes y las sombras alargadas. Después de saludar cordialmente al mendigo y darle otra moneda, Negro vacila un momento, como si dudara entre lanzarse o no, y luego dice:

¿Le ha dicho alguien alguna vez que se parece muchísimo a Walt Whitman?

¿Walt qué?, pregunta Azul, acordándose de interpretar su papel.

Walt Whitman. Un poeta famoso.

No, dice Azul. No puedo decir que le conozca.

Es imposible que le conozca, dice Negro. Ya no vive. Pero el parecido es notable.

Bueno, ya sabe lo que dicen, contesta Azul. Todo hombre tiene su doble en alguna parte. No veo por qué el mío no iba a ser un muerto.

Lo gracioso, continúa Negro, es que Walt Witman trabajaba en esta calle. Imprimió su primer libro ahí mismo, no lejos de donde estamos ahora.

No me diga, dice Azul, meneando la cabeza pensativamente. Le hace a uno pararse a pensar, ¿no?

Hay algunas historias raras acerca de Whitman, dice Negro, indicándole con un gesto a Azul que se siente en los escalones del edificio que tienen detrás. Azul obedece y luego Negro hace lo mismo, y de pronto allí están los dos solos, juntos bajo la luz del verano, charlando como dos viejos amigos de una cosa y otra.

Sí, dice Negro, instalándose cómodamente en la languidez del momento, varias historias muy curiosas. La del cerebro de Whitman, por ejemplo. Durante toda su vida Whitman creyó en la ciencia de la frenología, ya sabe, estudiar las protuberancias del cráneo. Estaba muy de moda en su época. No puedo decir que haya oído hablar nunca de eso, responde Azul.

Bueno, no importa, dice Negro. Lo importante es que a Whitman le interesaban los cerebros y los cráneos, pensaba que podían revelarlo todo acerca del carácter de un hombre. El caso es que cuando Whitman se estaba muriendo en Nueva Jersey hace cincuenta o sesenta años, aceptó dejar después de muerto que le hicieran una autopsia.

¿Cómo pudo aceptarlo después de muerto?

Ah, tiene razón. No me he expresado bien. Todavía estaba vivo cuando lo aceptó. Quería que supieran que no le importaría que le abrieran más tarde. Lo que podríamos llamar su última voluntad.

Las famosas últimas palabras.

Eso es. Mucha gente pensaba que era un genio, ¿comprende?, y quería echarle un vistazo a su cerebro para averiguar si tenía algo de especial. Así que al día siguiente de su muerte un médico sacó el cerebro de Whitman —abrió por la cabeza— y lo mandó a la Sociedad Antropométrica Americana para que lo midieran y pesaran.

Como una gigantesca coliflor, intercala Azul.

Exactamente. Como una gran col. Pero aquí es donde la historia se pone interesante. El cerebro llega al laboratorio y, justo cuando están a punto de ponerse a trabajar en él, a uno de los ayudantes se le cae al suelo.

¿Se rompió?

Claro que se rompió. Un cerebro no es muy duro, ¿comprende? Se desparramó por todas partes y ahí terminó la historia. El cerebro del poeta más grande de América fue barrido y arrojado a la basura.

Azul, acordándose de reaccionar de acuerdo con su personaje, emite varias risas asmáticas, una buena imitación del regocijo de un vejete. Negro se ríe también, y ahora el ambiente se ha distendido hasta tal punto que nadie podría adivinar que no son amigos de toda la vida.

Da pena el pobre Walt en su tumba, dice Negro. Tan solo y sin cerebro.

Igual que ese espantapájaros, dice Azul.

Efectivamente, dice Negro. Igual que el espantapájaros del país de Oz.

Después de otra buena risa, Negro dice: Y luego está la historia de cuando Thoreau vino a visitar a Whitman. Ésa también es buena.

¿Era otro poeta?

No exactamente. Pero era también un gran escritor. Es el que vivía solo en el bosque.

Oh, sí, dice Azul, no queriendo llevar su ignorancia demasiado lejos. Alguien me habló una vez de él. Era muy aficionado a la naturaleza. ¿No es ése al que se refiere usted?

Precisamente, contesta Negro. Henry David Thoreau vino desde Massachusetts a pasar una temporadita y le hizo una visita a Whitman en Brooklyn. Pero el día anterior vino justamente aquí, a la calle Naranja.

¿Por alguna razón especial?

Por la iglesia de Plymouth. Quería oír el sermón de Henry Ward Beecher.

Un sitio precioso, dice Azul, pensando en las gratas horas que ha pasado en el jardín de hierba. A mí también me gusta ir allí.

Muchos grandes hombres han ido allí, dice Negro. Abraham Lincoln, Charles Dickens, todos pasearon por esta calle y entraron en esa iglesia.

Fantasmas.

Sí, estamos rodeados de fantasmas.

¿Y la historia?

Es muy simple en realidad. Thoreau y Bronson Alcott, un amigo suyo, llegaron a casa de Whitman en Myrtle Avenue y la madre de Walt les mandó al dormitorio del ático que él compartía con un hermano retrasado mental, Eddy. Todo fue bien. Se estrecharon la mano, intercambiaron saludos, etcétera. Pero luego, cuando se sentaron para discutir sus opiniones sobre la vida, Thoreau y Alcott se fijaron en que había un orinal lleno justo en medio de la habitación. Walt, por supuesto, era un hombre expansivo y no le prestó atención, pero a los dos hombres de Nueva Inglaterra les resultaba difícil continuar hablando con un orinal lleno de excrementos delante de ellos. Así que finalmente bajaron a la sala y continuaron la conversación allí. Es un detalle insignificante, lo comprendo. Pero cuando dos grandes escritores se conocen, hacen historia y es importante conocer todos los detalles exactos. El orinal, sabe, me recuerda de alguna manera al cerebro en el suelo. Y cuando te paras a pensarlo, hay cierta similitud de forma. Me refiero a las protuberancias y las circunvoluciones. Hay una clara conexión. El cerebro y los intestinos, los adentros de un hombre. Siempre hablamos de intentar meternos en un escritor para comprender mejor su obra. Pero cuando llegamos al fondo, no hay mucho que encontrar, por lo menos no mucho que sea diferente de lo que encontraríamos en cualquier otro.

Parece que sabe usted mucho de estas cosas, dice Azul, que está empezando a perder el hilo de la argumentación de Negro.

Es mi afición, dice Negro. Me gusta saber cómo viven los escritores, especialmente los escritores americanos. Me ayuda a comprender las cosas.

Ya veo, dice Azul, que no ve nada en absoluto, porque cuanto más habla Negro, menos le entiende él.

Por ejemplo, Hawthorne, dice Negro. Un buen amigo de Thoreau, y probablemente el primer verdadero escritor que tuvo América. Después de graduarse en la universidad volvió a casa de su madre en Salem, se encerró en su habitación y no salió hasta doce años después.

¿Qué hacía allí?

Escribía historias.

¿Nada más? ¿Sólo escribía?

Escribir es una actividad solitaria. Se apodera de tu vida. En cierto sentido, un escritor no tiene vida propia. Incluso cuando está ahí, no está realmente ahí.

Otro fantasma.

Exactamente.

Suena muy misterioso.

Lo es. Pero Hawthorne escribió grandes historias, ¿sabe?, y todavía las leemos, más de cien años después. En una de ellas, un hombre que se llamaba Wakefield decide gastarle una broma a su esposa. Le dice que tiene que hacer un viaje de negocios y estará fuera unos días, pero en lugar de salir de la ciudad se va a la vuelta de la esquina, alquila una habitación y espera a ver qué pasa. No sabe exactamente por qué lo hace, pero de todas formas lo hace. Pasan tres o cuatro días, pero él no se siente dispuesto a volver a casa todavía, así que se queda en la habitación alquilada. Los días se convierten en semanas, las semanas se convierten en meses. Un día Wakefield pasa por su antigua calle y ve su casa engalanada de luto. Es su propio funeral y su mujer se convierte en una viuda solitaria. Pasan los años. De vez en cuando se cruza con su esposa en la ciudad y una vez, en medio de una multitud, llega a rozarse con ella. Pero ella no le reconoce. Transcurren los años, más de veinte, y poco a poco Wakefield se hace viejo. Una noche lluviosa de otoño, mientras da un paseo por las calles vacías, pasa por delante de su antigua casa y mira por la ventana. Hay un agradable fuego ardiendo en la chimenea y él piensa para sus adentros: Qué agradable sería estar ahí dentro ahora, sentado en uno de esos cómodos butacones junto al fuego, en lugar de estar aquí fuera bajo la lluvia. Así que, sin pensarlo más, sube los escalones de la casa y llama a la puerta.

¿Y entonces?

Eso es todo. Así termina la historia. La última cosa que vemos es que la puerta se abre y Wakefield entra con una sonrisa astuta en la cara.

¿Y nunca sabemos qué le dice a su esposa?

No. Ése es el final. Ni una palabra más. Pero volvió a casa, eso sí lo sabemos, y fue un amante esposo hasta su muerte.

Ahora el cielo ha empezado a oscurecer y la noche se aproxima rápidamente. Aún queda un último resplandor rosa en el oeste, pero el día prácticamente ha terminado. Negro, dejándose guiar por la oscuridad, se pone de pie y le tiende la mano a Azul.

Ha sido un placer hablar con usted, dice. No tenía ni idea de que lleváramos tanto rato aquí sentados.

El placer ha sido mío, dice Azul, aliviado de que la conversación haya concluido, porque sabe que dentro de poco su barba empezará a resbalar, ya que el calor del verano y los nervios le hacen sudar y la barba se le despega.

Me llamo Negro, dice Negro, estrechando la mano de Azul.

Yo me llamo Jimmy, dice Azul. Jimmy Rosa.

Recordaré mucho tiempo esta pequeña charla que hemos tenido, Jimmy, dice Negro.

Yo también, dice Azul. Me ha dado usted mucho en que pensar.

Dios le bendiga, Jimmy Rosa, dice Negro.

Dios le bendiga a usted, señor, dice Azul.

Y luego, con un último apretón de manos, se alejan en direcciones opuestas, cada uno acompañado de sus propios pensamientos.

Más tarde, cuando Azul regresa a su cuarto esa noche, decide que ahora será mejor enterrar a Jimmy Rosa, deshacerse de él para siempre. El viejo vagabundo ha servido a su propósito, pero no sería sensato ir más allá de ese punto.

Azul se alegra de haber establecido este contacto inicial con Negro, pero el encuentro no ha tenido el efecto deseado, el resultado es que se siente bastante perturbado por él. Porque aunque la conversación no tenía nada que ver con el caso, Azul no puede evitar sentir que Negro se estaba refiriendo al caso todo el rato, hablando en clave, por así decirlo, como si tratara de decirle algo a Azul pero no se atreviera a decirlo abiertamente. Sí, Negro ha sido más que cordial, su actitud era verdaderamente simpática, pero Azul no puede librarse de la idea de que el hombre estaba al corriente desde el principio. Si es así, entonces seguramente Negro es uno de los conspiradores; de lo contrario, ¿por qué iba a estar tanto rato hablando con Azul? No por soledad, ciertamente. Suponiendo que Negro sea real, la soledad no puede ser un problema. Todo en su vida hasta ahora ha sido parte de un determinado plan para permanecer solo, y sería absurdo interpretar su deseo de hablar como un esfuerzo para escapar a la angustia de la soledad. No a estas alturas, no después de más de un año de rehuir todo contacto humano. Si Negro finalmente ha decidido salir de su hermética rutina, ¿por qué iba a empezar por hablar con un viejo mendigo en una esquina de la calle? No, Negro sabía que estaba hablando con Azul. Y si sabía eso, entonces también sabe quién es Azul. No hay vuelta de hoja, se dice Azul, lo sabe todo.

BOOK: La trilogía de Nueva York
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