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Authors: Paul Auster

Tags: #Policíaco, Relato

La trilogía de Nueva York (22 page)

BOOK: La trilogía de Nueva York
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A medida que pasan los días y las semanas sin que llegue ninguna carta de Castaño, la decepción de Azul se convierte en una dolorosa e irracional desesperación. Pero eso no es nada comparado con lo que siente cuando finalmente llega la carta. Porque Castaño ni siquiera contesta a lo que Azul le escribió. Me alegra tener noticias tuyas, empieza la carta, y me alegra saber que estás trabajando mucho. Parece un caso interesante. Pero no puedo decir que eche de menos nada de eso. Aquí está la buena vida para mí: me levanto temprano y pesco, paso un rato con mi mujer, leo un poco, duermo al sol, ninguna queja. Lo único que no entiendo es por qué no me vine aquí hace años.

La carta continúa en ese tono durante varias páginas, sin mencionar ni una sola vez el tema de los tormentos y preocupaciones de Azul. Éste se siente traicionado por el hombre que en otro tiempo fue como un padre para él y cuando termina la carta se siente vacío, como si le hubieran sacado el relleno a golpes. Estoy solo, piensa, ya no hay nadie a quien pueda recurrir. A esto le siguen varias horas de abatimiento y autocompasión, durante las cuales Azul piensa una o dos veces que quizá le valdría más morirse. Pero finalmente sale de la depresión. Porque Azul es un tipo sólido en general, menos dado a los pensamientos sombríos que la mayoría, y si hay momentos en los que siente que el mundo es un lugar asqueroso, ¿quiénes somos nosotros para reprochárselo? Cuando llega la hora de la cena, incluso ha empezado a ver el lado positivo. Quizá sea éste su mayor talento: no que no se desespere, sino que nunca se desespera por mucho tiempo. Podría ser una buena cosa después de todo, se dice. Quizá sea mejor estar solo que depender de alguien. Azul piensa en esto durante un rato y decide que hay algo favorable en ello. Ya no es un aprendiz. Ya no tiene un maestro por encima. Soy mi propio jefe, se dice. Soy mi propio jefe, no tengo que rendirle cuentas a nadie excepto a mí mismo.

Inspirado por este nuevo enfoque, descubre que al fin ha encontrado el valor necesario para ponerse en contacto con la futura señora Azul. Pero cuando coge el teléfono y marca su número, no hay respuesta. Esto es una decepción, pero no se amilana. Volveré a intentarlo en algún otro momento, se dice. Pronto.

Los días siguen pasando. Una vez más Azul se pone a tono con Negro, quizá incluso más armoniosamente que antes. Al hacerlo, descubre la inherente paradoja de su situación. Porque cuanto más unido a Negro se siente, menos necesita pensar en él. En otras palabras, cuanto más profundamente enredado está, más libre se siente. Lo que le hunde no es la implicación sino la separación. Porque sólo cuando Negro parece distanciarse, tiene él que salir a buscarle, y esto lleva tiempo y esfuerzo, por no hablar de lucha. En los momentos en que se siente más próximo a Negro, sin embargo, puede incluso empezar a llevar una apariencia de vida independiente. Al principio no es muy osado en lo que se permite hacer, pero incluso así lo considera una especie de triunfo, casi un acto de valentía. Salir a la calle, por ejemplo, y andar arriba y abajo de la manzana. Por pequeño que parezca, este gesto le llena de felicidad, y mientras sube y baja por la calle Naranja con ese agradable tiempo primaveral, se alegra de estar vivo como no lo ha hecho desde hace años. A un extremo hay una vista del río, la bahía, los rascacielos de Manhattan, los puentes. Azul encuentra bellísimo todo eso y algunos días hasta se permite sentarse varios minutos en uno de los bancos y mirar los barcos. En la otra dirección está la iglesia y a veces Azul se sienta en el pequeño jardín de hierba durante un rato, estudiando la estatua de bronce de Henry Ward Beecher. Dos esclavos se agarran a las piernas de Beecher, como suplicándole que les ayude, que les haga libres al fin, y en la pared de ladrillo que está detrás hay un bajorrelieve de porcelana de Abraham Lincoln. Azul no puede remediar sentirse inspirado por esas imágenes y cada vez que acude al jardín de la iglesia su cabeza se llena de nobles pensamientos acerca de la dignidad del hombre.

Poco a poco se vuelve más audaz en su deambular. Estamos en 1947, el año en que Jackie Robinson empieza a jugar con los Dodgers, y Azul sigue sus progresos atentamente, recordando el jardín de la iglesia y sabiendo que hay algo más en ello que simplemente béisbol. Una luminosa tarde de un martes de mayo decide hacer una excursión a Ebbetts Field y cuando deja atrás a Negro en su habitación de la calle Naranja, encorvado sobre su mesa como de costumbre, con su pluma y sus papeles, no siente ningún motivo de preocupación, seguro de que todo estará exactamente igual cuando regrese. Coge el metro, se roza con la multitud, se siente lanzado hacia una sensación de inmediatez. Mientras toma asiento en el estadio, le choca la nítida claridad de los colores que le rodean: la hierba verde, la tierra marrón, el balón blanco, el cielo azul. Cada cosa es distinta de todas las demás, totalmente separada y definida, y la simplicidad geométrica del dibujo le impresiona por su fuerza. Viendo el partido, le resulta difícil apartar los ojos de Robinson, constantemente atraído por la negrura de su cara, y piensa que debe de necesitarse mucho valor para hacer lo que él está haciendo, estar solo delante de tantos desconocidos, con la mitad de ellos sin duda deseándole la muerte. Mientras el partido continúa, Azul se descubre vitoreando todo lo que hace Robinson, y cuando el negro gana una base en la tercera entrada, Azul se pone de pie, y más tarde, en la séptima, cuando Robinson dobla contra la pared de la izquierda, él aporrea la espalda del hombre que tiene al lado de pura alegría. Los Dodgers sacan en la novena con un bombo de sacrificio y mientras Azul sale arrastrando los pies con el resto de la gente y se dirige a su casa se le ocurre que Negro no le ha pasado por la cabeza ni una sola vez.

Pero los partidos son sólo el principio. Ciertas noches, cuando Azul tiene claro que Negro no irá a ninguna parte, se va a un bar no lejos de allí a tomarse una o dos cervezas, disfrutando de las conversaciones que a veces tiene con el barman, que se llama Rojo y tiene un extraño parecido con Verde, el barman del caso Gris de hace tanto tiempo. Una furcia de aspecto desaliñado que se llama Violeta frecuenta el bar y una o dos veces Azul consigue emborracharla lo suficiente como para que ella le invite a su casa, que está a la vuelta de la esquina. Azul sabe que le agrada bastante porque ella nunca le cobra, pero también sabe que eso no tiene nada que ver con el amor. Ella le llama cielo y su carne es suave y abundante, pero siempre que se toma una copa de más se echa a llorar y entonces Azul tiene que consolarla, y secretamente se pregunta si vale la pena. Su sentimiento de culpa hacia la futura señora Azul es escaso, sin embargo, ya que justifica estas sesiones con Violeta comparándose a sí mismo con un soldado que está haciendo la guerra en otro país. Cualquier hombre necesita un poco de consuelo, especialmente cuando mañana le puede tocar a él. Y, además, él no es de piedra, se dice.

Con mucha frecuencia, sin embargo, Azul pasa de largo por el bar y se va al cine que está a varias manzanas de allí. Ahora que el verano se acerca y el calor empieza a ser molesto en su cuartito, resulta refrescante sentarse en el cine fresco y ver la película. A Azul le gustan las películas, no sólo por las historias que le cuentan y las hermosas mujeres que puede ver en ellas, sino por la oscuridad del local y el hecho de que las imágenes que aparecen en la pantalla son de alguna manera como los pensamientos que aparecen dentro de su cabeza cuando cierra los ojos. Es más o menos indiferente a la clase de películas que ve, a que sean comedias o dramas, por ejemplo, o a que estén rodadas en blanco y negro o en color, pero siente una especial debilidad por las películas de detectives, ya que hay una relación natural, y esas historias siempre le enganchan más que las otras. Durante esa época ve varias de estas películas y todas le gustan:
La dama del lago
,
Ángel o diablo
,
Senda tenebrosa
,
Cuerpo y alma
,
Persecución en la noche
, etcétera. Pero para Azul hay una que destaca del resto y le gusta tanto que vuelve a la noche siguiente para verla otra vez.

Se llama
Retorno al pasado
y el protagonista es Robert Mitchum haciendo el papel de un ex detective que intenta empezar una nueva vida con nombre falso en un pueblo. Tiene una novia, una dulce chica campesina que se llama Ann, y dirige una gasolinera con ayuda de un muchacho sordomudo, Jimmy, que le es absolutamente fiel. Pero el pasado alcanza a Mitchum y es poco lo que él puede hacer para evitarlo. Hace años le habían contratado para buscar a Jane Greer, la amante del gángster Kirk Douglas, pero cuando la encontró se enamoraron y huyeron para vivir en secreto. Una cosa llevó a otra —hubo dinero robado, se cometió un asesinato— y finalmente Mitchum recobró el juicio y dejó a Greer, comprendiendo al fin la gravedad de su comportamiento. Ahora Douglas y Greer le están chantajeando para que cometa un delito, lo cual en realidad no es más que una estratagema, porque cuando él se da cuenta de lo que está sucediendo, comprende que planean endosarle otro asesinato. Luego se desarrolla una complicada historia, con Mitchum intentando desesperadamente salir de la trampa. En un momento dado regresa al pueblo donde vive, le dice a Ann que es inocente y la convence de nuevo de que la ama. Pero es demasiado tarde, y Mitchum lo sabe. Hacia el final, consigue persuadir a Douglas de que entregue a Greer por el asesinato que cometió, pero en ese momento Greer entra en la habitación, saca tranquilamente una pistola y mata a Douglas. Le dice a Mitchum que están hechos el uno para el otro y él, fatalista hasta el final, parece estar de acuerdo. Deciden escapar juntos, pero cuando Greer va a hacer el equipaje, Mitchum coge el teléfono y llama a la policía. Se meten en el coche y se van, pero pronto llegan a una barrera policial en la carretera. Greer, al ver que ha sido traicionada, saca la pistola de su bolso y le pega un tiro a Mitchum. Entonces la policía abre fuego sobre el coche y Greer muere también. Después de eso hay una última escena: a la mañana siguiente, en el pueblo de Bridgeport, Jimmy está sentado en un banco delante de la gasolinera y Ann se acerca y se sienta a su lado. Dime una cosa, Jimmy, le dice, tengo que saber esto: ¿huía con ella o no? El muchacho piensa un momento, tratando de decidir entre la verdad y la bondad. ¿Es más importante salvaguardar el buen nombre de su amigo o salvar a la chica? Todo esto sucede sólo en un instante. Mirando a la chica a los ojos, asiente con la cabeza, como diciendo que sí, que él estaba enamorado de Greer después de todo. Ann le palmea en el brazo y le da las gracias, luego va a reunirse con su antiguo novio, un policía local honradísimo que siempre despreció a Mitchum. Jimmy mira el rótulo de la gasolinera con el nombre de Mitchum, le hace un pequeño saludo amistoso y luego da media vuelta y se aleja por la carretera. Es el único que sabe la verdad, y nunca la dirá.

Durante los días siguientes Azul le da muchas vueltas en la cabeza a esta historia. Es una buena cosa, piensa, que la película acabe con el sordomudo. El secreto está enterrado y Mitchum seguirá siendo un forastero, incluso después de su muerte. Su ambición era bien sencilla: convertirse en un ciudadano normal en un pueblo americano normal, casarse con la chica de la casa de al lado, vivir una vida tranquila. Es extraño, piensa Azul, que el nombre que Mitchum elige para si es Jeff Bailey. Es notablemente parecido al nombre de otro personaje de una película que vio el año anterior con la futura señora Azul: George Bailey, interpretado por James Stewart en
¡Qué bello es vivir!
Esa historia también trataba de la América provinciana, pero desde el punto de vista opuesto: las frustraciones de un hombre que se pasa toda la vida tratando de escapar. Pero al final llega a comprender que su vida ha sido buena, que ha hecho siempre lo que debía hacer. Al Bailey de Mitchum sin duda le gustaría ser el Bailey de Stewart. Pero en su caso el nombre es falso, producto de una ilusión. Su verdadero nombre es Markham —o, como Azul lo pronuncia para sí, Marcado— y ésa es la cuestión. Ha quedado marcado por el pasado, y cuando eso sucede, nada se puede hacer. Cuando pasa algo, piensa Azul, continúa pasando siempre. No se puede cambiar nunca, nunca puede ser de otra manera. Azul empieza a sentirse perseguido por ese pensamiento, porque lo ve como una especie de advertencia, un mensaje que viene de su interior, y por mucho que intente apartarlo, la oscuridad de ese pensamiento no le abandona.

Una noche, por tanto, Azul coge al fin su ejemplar de
Walden
. Ha llegado el momento, se dice, y si no hace un esfuerzo ahora, sabe que no lo hará nunca. Pero el libro no es ágil. Cuando Azul empieza a leer, se siente como si estuviera entrando en un mundo extraño. Andando trabajosamente por pantanos y matorrales, trepando por laderas pedregosas y riscos traicioneros, se siente como un prisionero haciendo marchas forzadas, y su único pensamiento es huir. Le aburren las palabras de Thoreau y le resulta difícil concentrarse. Lee capítulos enteros y cuando llega al final se da cuenta de que no ha retenido nada. ¿Por qué querría nadie irse a vivir solo en el bosque? ¿Qué significa todo eso de plantar judías y no beber café ni comer carne? ¿Por qué todas esas interminables descripciones de pájaros? Azul pensaba que le iban a contar una historia, o por lo menos algo parecido a una historia, pero eso no es más que palabrería, una interminable perorata acerca de nada.

Pero sería injusto culparle. Azul nunca ha leído mucho de nada excepto periódicos y revistas y alguna que otra novela de aventuras cuando era niño. Se sabe que incluso lectores asiduos y elevados han tenido problemas con
Walden
, y una figura como Emerson, ni más ni menos, escribió una vez en su diario que leer a Thoreau le hacia sentirse nervioso y desdichado. En honor de Azul hay que decir que no ceja. Al día siguiente empieza de nuevo y esta segunda travesía es algo menos accidentada que la primera. En el tercer capitulo encuentra una frase que al fin le dice algo —Los libros hay que leerlos tan pausada y cautelosamente como fueron escritos— y de pronto entiende que el truco está en ir despacio, más despacio de lo que ha ido nunca con las palabras. Esto ayuda hasta cierto punto, y algunos pasajes empiezan a resultar más claros: el asunto de la ropa al principio, la batalla de las hormigas rojas y las hormigas negras, la argumentación contra el trabajo. Pero Azul sigue encontrándolo arduo, y aunque de mala gana reconoce que quizá Thoreau no sea tan estúpido como él había pensado, empieza a sentir rencor hacia Negro por haberle sometido a esa tortura. Lo que no sabe es que si encontrara la paciencia necesaria para leer el libro con el espíritu que pide, toda su vida empezaría a cambiar, y poco a poco llegaría a una total comprensión de su situación, es decir, de Negro, de Blanco, del caso, de todo lo que le concierne. Pero las oportunidades perdidas forman parte de la vida igual que las oportunidades aprovechadas, y una historia no puede detenerse en lo que podría haber sido. Enojado, tira el libro, se pone el abrigo (porque ya estamos en otoño) y sale a tomar el aire. No tiene ni idea de que éste es el principio del fin. Porque algo está a punto de ocurrir, y una vez que ocurra, nada volverá a ser lo mismo.

BOOK: La trilogía de Nueva York
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