Llovió a baldes, después del mediodía. Estuvimos veinte minutos en una esquina, esperando que llegara la calma, mirando desalentadamente a la gente que corría. Pero nos estábamos enfriando sin remedio y yo empecé a estornudar con una regularidad amenazadora. Conseguir un taxi era una especie de imposible. Estábamos a dos cuadras del apartamento y decidimos ir a pie. En realidad, corrimos también nosotros como enloquecidos y llegamos al apartamento en tres empapados minutos. Quedé por un rato con una gran fatiga, echado como una cosa inútil sobre la cama. Antes tuve fuerzas, sin embargo, para buscar una frazada y envolverla a ella. Se había quitado el saco, que chorreaba, y también la pollera, que quedó hecha una lástima. De a poco me fui calmando y a la media hora ya había entrado en calor. Fui a la cocina, encendí el primus, puse agua a calentar. Desde el dormitorio, ella me llamó. Se había levantado, así, envuelta en la frazada, y estaba junto a la ventana mirando llover. Me acerqué, yo también miré cómo llovía, no dijimos nada por un rato. De pronto tuve conciencia de que ese momento, de que esa rebanada de cotidianidad, era el grado máximo de bienestar, era la Dicha. Nunca había sido tan plenamente feliz como en ese momento, pero tenía la hiriente sensación de que nunca más volvería a serlo, por lo menos en ese grado, con esa intensidad. La cumbre es así, claro que es así. Además estoy seguro de que la cumbre es sólo un segundo, un breve segundo, un destello instantáneo, y no hay derecho a prórrogas. Allá abajo un perro trotaba sin prisa y con bozal, resignado a lo irremediable. De pronto se detuvo y obedeciendo a una rara inspiración levantó una pata, después siguió su trote tan sereno. Realmente, parecía que se había detenido a cerciorarse de que seguía lloviendo. Nos miramos a un tiempo y soltamos la risa. Me figuré que el hechizo se había roto, que la famosa cumbre había pasado… Pero ella estaba conmigo, podía sentirla, palparla, besarla. Podía decir simplemente: «Avellaneda.» «Avellaneda» es, además, un mundo de palabras. Estoy aprendiendo a inyectarle cientos de significados y ella también aprende a conocerlos. Es un juego. De mañana digo: «Avellaneda», y significa: «Buenos días». (Hay un «Avellaneda» que es reproche, otro que es aviso, otro más que es disculpa.) Pero ella me malentiende a propósito para hacerme rabiar. Cuando pronuncio el «Avellaneda» que significa: «Hagamos el amor», ella muy ufana contesta: «¿Te parece que me vaya ahora? ¡Es tan temprano!». Oh, los viejos tiempos en que Avellaneda era sólo un apellido, el apellido de la nueva auxiliar (sólo hace cinco meses que anoté: «La chica no parece tener muchas ganas de trabajar, pero al menos entiende lo que uno le explica»), la etiqueta para identificar a aquella personita de frente ancha y boca grande que me miraba con enorme respeto. Ahí está ahora, frente a mí, envuelta en su frazada. No me acuerdo cómo era cuando me parecía insignificante, inhibida, nada más que simpática. Sólo me acuerdo de cómo es ahora: una deliciosa mujercita que me atrae, que me alegra absurdamente el corazón, que me conquista. Parpadeé conscientemente, para que nada estorbara después. Entonces mi mirada la envolvió, mucho mejor que la frazada; en realidad, no era independiente de mi voz, que ya había empezado a decir: «Avellaneda». Y esta vez me entendió perfectamente.
Un día de sol espléndido, casi otoñal. Fuimos a Carrasco. La playa estaba desierta, tal vez debido a que, en pleno julio, la gente no se anima a creer en el buen tiempo. Nos sentamos en la arena. Así con la playa vacía, las olas se vuelven imponentes, son ellas solas las que gobiernan el paisaje. En ese sentido me reconozco lamentablemente dócil, maleable. Veo ese mar implacable y desolado, tan orgulloso de su espuma y de su coraje, apenas mancillado por gaviotas ingenuas, casi irreales, y de inmediato me refugio en una irresponsable admiración. Pero después, casi en seguida, la admiración se desintegra, y paso a sentirme tan indefenso como una almeja, como un canto rodado. Ese mar es una especie de eternidad. Cuando yo era niño, él golpeaba y golpeaba, pero también golpeaba cuando era niño mi abuelo, cuando era niño el abuelo de mi abuelo. Una presencia móvil pero sin vida. Una presencia de olas oscuras, insensibles. Testigo de la historia, testigo inútil porque no sabe nada de la historia. ¿Y si el mar fuera Dios? También un testigo insensible. Una presencia móvil pero sin vida. Avellaneda también lo miraba, con el viento en el pelo, sin pestañear: «Vos, ¿creés en Dios?», dijo continuando el diálogo que había iniciado yo, mi pensamiento. «No sé, yo querría que Dios existiese. Pero no estoy seguro. Tampoco estoy seguro de que Dios, si existe, vaya a estar conforme con nuestra credulidad a partir de algunos datos desperdigados e incompletos.» «Pero si es tan claro. Vos te complicás porque querés que Dios tenga rostro, manos, corazón. Dios es un común denominador. También podríamos llamarlo la Totalidad. Dios es esta piedra, mi zapato, aquella gaviota, tus pantalones, esa nube, todo.» «Y eso ¿te atrae? ¿Eso te conforma?» «Por lo menos, me inspira respeto.» «A mí no. No puedo figurarme a Dios como una gran Sociedad Anónima.»
Esteban ya se levanta. Su enfermedad nos ha dejado un buen saldo, tanto a él como a mí. Hemos tenido dos o tres conversaciones francas, verdaderamente saludables. Incluso hablamos alguna vez de generalidades, pero con naturalidad, sin que el mutuo fastidio dictara las respuestas.
¿Así que tengo miedo de que dentro de diez años ella me ponga cuernos?
Vignale. Lo encontré por Sarandí. No tuve más remedio que escucharlo. No parecía feliz. Yo estaba apurado, así que tomamos un café en el mostrador. Allí, en voz alta, en ese estilo de estentórea confidencia que él cultiva, me relató el nuevo capítulo de su idilio: «Qué mala pata, che. Mi mujer nos agarró, ¿te das cuenta? No nos pescó lo que se dice en flagrante. Sólo nos estábamos besando. Pero te imaginarás el bochinche que armó la gorda. Que en su propia casa, bajo su propio techo, comiendo su propio pan. Yo, que soy el propio marido, me sentía como una cucaracha. Elvira, en cambio, lo tomó con gran serenidad y se mandó la teoría del siglo: que ella y yo siempre habíamos sido como hermanos y que lo que mi mujer había visto era eso justamente, un beso fraternal. Yo me sentí de lo más incestuoso y la gorda armó una bronca descomunal. Están arreglados, dijo, si se figuran que me voy a quedar mansita como el tarado de Francisco. Habló con mi suegra, con los vecinos, con el almacenero. A las dos horas todo el barrio sabía que la loquita ésa le había querido quitar el marido. Por su lado, Elvira habló enérgicamente con Francisco y le dijo que la estaban insultando, que no se quedaría en esa casa ni un solo minuto más. Se quedó sin embargo como tres horas, en el curso de las cuales me hizo una cosa muy fea, lo que se dice muy fea. Fijáte que Francisco a todo decía que sí, el tipo no era nada peligroso. Pero la gorda insistía, gritaba, dos o tres veces se le fue encima a la Elvira. Y entonces la Elvira, en uno de esos momentos de terror, ¿a que no sabés qué le dijo? Que en qué cabeza cabía que ella se fuera a fijar en una porquería como yo. ¿Te das cuenta? Y lo peor de todo es que con eso la convenció a la otra, y la gorda se quedó tranquila, ¿Pero te das cuenta? Te juro que esto no se lo perdono a la Elvira. Que se vayan nomás, ella y su cornudito. Después de todo, mirá, no está tan buena como me parecía. Además, ahora que dejé de ser un marido fiel, he llegado a la conclusión de que puedo tener programitas más jóvenes, más fresquitas; sobre todo, que no tengan nada que ver con el rubro hogar, que para mí siempre fue sagrado. Y de paso la gorda no se preocupa, pobre».
Ella está a mi lado, dormida. Estoy escribiendo en una hoja suelta, esta noche lo pasaré a la libreta. Son las cuatro de la tarde, el final de la siesta. Empecé a pensar en una comparación y terminé con otra. Está aquí, al lado mío, el cuerpo de ella. Afuera hace frío, pero aquí la temperatura es agradable, más bien hace calor. El cuerpo de ella está casi al descubierto, la frazada y la sábana se han deslizado hacia un costado. Quise comparar este cuerpo con mis recuerdos del cuerpo de Isabel. Evidentemente, eran otras épocas. Isabel no era delgada, sus senos tenían volumen, y por eso caían un poco. Su ombligo era hundido, grande, oscuro, de márgenes gruesos. Sus caderas eran lo mejor, lo que más me atraía; tengo una memoria táctil de sus caderas. Sus hombros eran llenos, de un blanco rosáceo. Sus piernas estaban amenazadas por un futuro de várices, pero todavía eran hermosas, bien torneadas. Este cuerpo que está a mi lado no tiene absolutamente ningún rasgo en común con aquél. Avellaneda es flaca, su busto me inspira un poquito de piedad, sus hombros están llenos de pecas, su ombligo es infantil y pequeño, sus caderas también son lo mejor (¿o será que las caderas siempre me conmueven?), sus piernas son delgadas pero están bien hechitas. Sin embargo, aquel cuerpo me atrajo y éste me atrae. Isabel tenía en su desnudez una fuerza inspiradora, yo la contemplaba e inmediatamente todo mi ser era sexo, no había por qué pensar en otra cosa. Avellaneda tiene en su desnudez una modestia sincera, simpática e inerme, un desamparo que es conmovedor. Me atrae profundamente, pero aquí el sexo es sólo un tramo de la sugestión, del llamamiento. La desnudez de Isabel era una desnudez total, más pura quizá. El cuerpo de Avellaneda es una desnudez con actitud. Para quererla a Isabel bastaba con sentirse atraído por su cuerpo. Para quererla a Avellaneda es necesario querer el desnudo más la actitud, ya que ésta es por lo menos la mitad de su atractivo. Tener a Isabel entre los brazos significaba abrazar un cuerpo sensible a todas las reacciones físicas y capaz también de todos los estímulos lícitos. Tener en mis brazos la concreta delgadez de Avellaneda, significa abrazar además su sonrisa, su mirada, su modo de decir, el repertorio de su ternura, su reticencia a entregarse por completo y las disculpas por su reticencia. Bueno, ésa era la primera comparación. Pero vino la otra, y esa otra me dejó gris, desanimado. Mi cuerpo de Isabel y mi cuerpo de Avellaneda. Qué tristeza. Nunca he sido un atleta, líbreme Dios. Pero aquí había músculos, aquí había fuerza, aquí había una piel lisa, tirante. Y sobre todo no había tantas otras cosas que desgraciadamente ahora hay. Desde la calvicie desequilibrada (el lado izquierdo es el más desierto), la nariz más ancha, la verruga del cuello, hasta el pecho con islas pelirrojas, el vientre retumbante, los tobillos varicosos, los pies con incurable, deprimente micosis. Frente a Avellaneda no me importa, ella me conoce así, no sabe cómo he sido. Pero me importa ante mí, me importa reconocerme como un fantasma de mi juventud, como una caricatura de mí mismo. Hay una compensación quizá: mi cabeza, mi corazón, en fin, yo como ente espiritual, quizá sea hoy un poco mejor que en los días y las noches de Isabel. Sólo un poco mejor, tampoco conviene ilusionarse demasiado. Seamos equilibrados, seamos objetivos, seamos sinceros, vaya. La respuesta es: «¿Eso cuenta?». Dios, si es que existe, debe estar allá arriba haciéndose cruces. Avellaneda (oh, ella existe) está ahora acá abajo abriendo los ojos.
Al fin de cuentas, puede ser que Aníbal tenga razón, que yo le esté sacando el cuerpo al matrimonio, más por miedo al ridículo que por defender el futuro de Avellaneda. Y eso no estaría bien. Porque hay una cosa cierta y es que la quiero. Esto lo escribo sólo para mí, así que no importa que suene cursi. Es la verdad. Punto. Por lo tanto, no quiero que sufra. Yo creía (en realidad, creía saberlo) que estaba eludiendo una situación estable para que Avellaneda siempre estuviera libre, para que, dentro de unos años, no se sintiera encadenada a un vejestorio. Si ahora resulta que eso era sólo un pretexto ante mí mismo, mientras que la verdadera razón era una especie de seguro contra futuros engaños, está bastante claro que habría que cambiar toda la estructura, todo el aparato exterior de esta unión. Quizá ella sufra más con una situación clandestina, siempre provisoria, que sintiéndose amarrada a un tipo que la dobla en edad. Después de todo, en mi miedo al ridículo la estoy juzgando mal, y eso es una porquería de mi parte. Yo sé que es buena persona, que está hecha de buena pasta. Sé que si alguna vez se enamorase de alguien, no me dejaría en esa humillante ignorancia que constituye la afrenta de los burlados. Acaso me lo diría o, de algún modo, yo captaría el trance y tendría la suficiente serenidad como para entenderlo. Pero tal vez mejor sería hablarlo con ella, otorgarle el poder de decidir por sí misma, ayudarla a sentirse segura.
Blanca estuvo triste hoy, Jaime, ella y yo cenamos en silencio. Esteban hacía su primera salida nocturna después de la enfermedad. No dije nada durante la comida, porque demasiado sé cómo reacciona Jaime. Después, cuando él se fue, virtualmente sin saludar (no puede tomarse como «buenas noches» el gruñido que antecedió al portazo), me quedé leyendo el diario en el comedor, y Blanca se demoró expresamente mientras levantaba la mesa. Tuve que alzar el diario para que ella retirara el mantel, y entonces la miré. Tenía los ojos semillorosos. «¿Qué pasa con Jaime?», le pregunté. «Con Jaime y con Diego; me peleé con los dos.» Demasiado enigmático. No podía imaginarme a Jaime y a Diego aliados contra ella. «Diego dice que Jaime es un marica. Por eso me peleé con Diego.» Me golpeó dos veces la palabra; porque iba dirigida a mi hijo y porque la había dicho Diego, en quien cifro esperanzas, en quien confío. «¿Y se puede saber con qué motivo tu dichoso Diego se permite insultar?» Blanca sonrió con un poco de amargura. «Eso es lo peor. Que no es un insulto. Es la verdad. Por eso fue que me peleé con Jaime.» Era evidente que Blanca se violentaba al decir todo eso, sobre todo por ser yo el destinatario de la revelación. A mí mismo me sonó a falso cuando dije: «¿Y vos le das más crédito a la calumnia de Diego que a lo que diga tu hermano?». Blanca bajó los ojos. En la mano tenía la panera. Era la imagen del patetismo, de un patetismo conmovedor y de entrecasa. «Justamente», dijo, «es el propio Jaime quien lo dice». Hasta ese momento nunca había pensado que mis ojos se pudieran abrir tanto. Me dolían las sienes. «Así que esos amigos…», balbuceé. «Sí», dijo ella. Era un mazazo. Sin embargo, me di cuenta de que en el fondo de mí mismo ya existía una sospecha. Por eso, sólo por eso, la palabra no sonaba del todo nueva para mí. «Una cosa te pido», agregó, «no le digas nada. Está perdido. No siente escrúpulos, ¿sabés? Dice que las mujeres no lo atraen, que es algo que él no ha buscado, que cada uno tiene la naturaleza que Dios le dio y que a él no le dio la capacidad de sentirse atraído por las mujeres. Se justifica con ardor, te aseguro que no tiene complejo de culpa». Entonces dije, sin ninguna convicción: «Si le reviento la cabeza a trompadas, vas a ver cómo le viene el complejo de culpa». Blanca se rió, por primera vez en la noche: «No me defraudes. Yo sé que no vas a hacer eso». Entonces me entró el desánimo, un desánimo horrible, sin esperanza. Se trataba de Jaime, de mi hijo, el que heredó la frente y la boca de Isabel.