Un trabajo bárbaro. Será para mañana.
Tuve que trabajar hasta las diez de la noche. Estoy literalmente reventado.
Creo que hoy debe haber sido el último día de jaleo. Nunca he visto un pedido de informes más complicado y más inútil. Y ya tenemos el balance encima.
Esteban pasó sin fiebre. Menos mal.
Al fin. A las siete y media salí de la oficina y fui al apartamento. Ella había llegado antes, había abierto con su llave y se había instalado. Cuando llegué me recibió alegremente, sin inhibiciones, otra vez con un beso. Comimos. Hablamos. Reímos. Hicimos el amor. Todo estuvo tan bien, que no vale la pena escribirlo. Estoy rezando: «Que dure», y para presionar a Dios voy a tocar madera sin patas.
Parece que lo de Esteban no es tan serio. La radiografía y los análisis desmintieron al médico y su mal agüero. A ese tipo le gusta aterrorizar, anunciar por lo menos la proximidad de graves complicaciones, de peligros indefinidos e implacables. Después, si la realidad no es tan tremenda, sobreviene una gran sensación de alivio, y el alivio familiar es por lo común el mejor clima posible para pagar sin fastidio, hasta con gratitud, una cuenta abusivamente alta. Cuando uno le pregunta al doctor, humildemente, casi con vergüenza, sintiendo claramente el bochorno de tocar un tema tan vulgar y grosero frente a quien sacrifica su vida y su tiempo por la salud del prójimo: «¿Cuánto es, doctor?», él dice siempre, acompañando sus palabras con un generoso y comprensivo gesto de incomodidad: «Por favor, amigo, ya habrá tiempo para hablar de eso. Y no se apure, que conmigo nunca va a tener problema». Y en seguida, para rescatar la dignidad humana de este sórdido bache, hace punto y aparte y se lanza a dictar cátedra sobre el caldito que mañana tomará el convaleciente. Después, cuando al fin llega el tiempo de hablar de eso, viene la hinchada cuenta, sola, por correo, y uno se queda un poco turulato ante la cifra, quizá porque en ese momento no está presente la sonrisa afable, paternal, franciscana, de aquel austero mártir de la ciencia.
Todo un día para nosotros, desde el desayuno en adelante. Vine ansioso por verificar, por comprobarlo todo. Lo del viernes fue una cosa única, pero torrencial. Pasó todo tan rápido, tan natural, tan felizmente, que no pude tomar ni una sola anotación mental. Cuando se está en el foco mismo de la vida, es imposible reflexionar. Y yo quiero reflexionar, medir lo más aproximadamente posible esta cosa extraña que me está pasando, reconocer mis propias señales, compensar mi falta de juventud con mi exceso de conciencia. Y entre los detalles que quiero verificar está el tono de su voz, los matices de su voz, desde la extrema sinceridad hasta el ingenuo disimulo; está su cuerpo, al que virtualmente no vi, pero pude descubrir, porque preferí pagar deliberadamente ese precio con tal de sentir que se aflojaba la tensión, que sus nervios cedían la plaza a los sentidos; preferí que la oscuridad fuera realmente impenetrable, a prueba de toda rendija iluminada, con tal de que sus estremecimientos de vergüenza, de miedo, qué sé yo, se cambiaran paulatinamente, en otros estremecimientos, más tibios, más normales, más propios de la entrega. Hoy me dijo: «Estoy feliz de que todo haya pasado», y parecía, por el impulso de las palabras, por la luz de los ojos, que se estuviera refiriendo a un examen, a un parto, a un ataque, a cualquier cosa de mayor riesgo y responsabilidad que la simple, corriente, cotidiana operación de acostarse juntos un hombre y su mujer, mucho más simple, corriente y cotidiana que la de acostarse juntos un hombre y una mujer. «Hasta te diría que me siento sin culpa, limpia de pecado.» Debo haber hecho un gesto de impaciencia, porque en seguida aclaró: «Yo sé que eso no lo podés entender, que es algo que no cabe en los muchos dedos de frente masculina. Para ustedes hacer el amor es una especie de trámite normal, de obligación casi higiénica, raras veces un asunto de conciencia. Es envidiable cómo pueden separar ese detalle que se llama sexo, de todo lo otro esencial, de todas las otras zonas de la vida. Ustedes mismos inventaron eso de que el sexo lo es todo en la mujer. Lo inventaron y después lo desfiguraron, lo convirtieron en una caricatura de lo que verdaderamente significa. Cuando lo dicen, piensan en la mujer como una gozadora vocacional, impenitente. El sexo es todo en la mujer, es decir la vida entera de la mujer, con sus afeites, con su arte de engañar, con su barniz de cultura, con sus lágrimas listas, con todo su equipo de seducciones para agradar al hombre y convertirlo en el proveedor de su vida sexual, de su exigencia sexual, de su rito sexual». Estaba entusiasmada y hasta parecía enojada conmigo. Me miraba con una ironía tan segura, que parecía la depositaria de toda la dignidad femenina de este mundo. «¿Y nada de eso es cierto?», pregunté, nada más que para provocarla, porque quedaba muy linda en su actitud agresiva. «Algo de eso es cierto, a veces es cierto. Ya sé que hay mujeres que son eso y nada más. Pero hay otras, la mayoría, que no son eso, y otras más, que aunque lo sean, son además otra cosa, un ser humano complicado, egocéntrico, extremadamente sensible. Quizá sea cierto que el ego femenino sea sinónimo de sexo, pero hay que comprender que la mujer identifica el sexo con la conciencia. Allí puede estar la mayor culpa, la mejor felicidad, el problema más arduo. Para ustedes es tan diferente. Compará, si querés, el caso de una solterona y el de un solterón, que en apariencia podrían tomarse como prójimos afines, como dos frustrados paralelos. ¿Cuáles son las reacciones de una y otro?» Tomó aliento y siguió.
«Mientras la solterona se vuelve malhumorada, cada vez menos femenina, maniática, histérica, incompleta, el solterón en cambio se vuelca hacia el exterior, se hace chispeante, ruidoso, viejo verde. Los dos padecen la soledad, pero para el solterón es sólo un problema de asistencia doméstica, de cama individual; para la solterona, la soledad es un mazazo en la nuca.» Fue muy inoportuno de mi parte, pero en ese momento me reí. Ella se frenó en su discurso y me miró con curiosidad. «Me hace gracia oírte defender a las solteronas», dije. «Me gusta y me asombra, además, verte así de preocupada por formular tu teoría. Debés heredarlo de tu madre. Ella tiene su teoría de la felicidad; vos también tenés la tuya, una que quizá podría denominarse ‘De las vinculaciones entre el sexo y la conciencia en la mujer promedio’. Pero ahora decíme, ¿de dónde sacaste que los hombres piensan de ese modo, de que fueron los hombres quienes inventaron esa saludable macana de que el sexo lo es todo en la mujer?» Puso cara de sentir vergüenza, de saberse acorralada: «Yo qué sé. Alguien me lo dijo. Yo no soy una erudita. Pero si no la inventó un hombre, merecería que la hubiera inventado». Ahora sí volvía a reconocerla, en esa salida de chiquilina que se ve descubierta y recurre a una vuelta de aparente ingenuidad sólo para hacerse disculpar. Después de todo, no me importan demasiado sus arranques feministas. En definitiva, todo había sido para explicarme por qué había dejado de sentirse culpable. Bueno, eso era lo importante, que no se creyera culpable, que aflojara la tensión, que se sintiera cómoda en mis brazos. Lo demás es adorno, justificación; puede y no puede estar, a mí me da lo mismo. Si a ella le gusta sentirse justificada, si ella convierte todo esto en un grave problema de conciencia, y quiere hablarlo, quiere que yo me haga cargo, que se lo escuche decir, bueno, entonces que lo diga y se lo escucho. Queda muy linda con los cachetes encendidos por el entusiasmo. Además, no es cierto que para mí no sea esto un asunto de conciencia. No sé en qué día lo escribí, pero estoy seguro de que dejé constancia de mis vacilaciones, y ¿qué es la vacilación sino un rodeo de la conciencia?
Pero ella es formidable. De pronto se calló, dejó a un lado toda su militancia, se miró en el espejo, no con coquetería sino burlándose de sí misma, se sentó en la cama y me llamó: «Vení, sentate aquí, soy una idiota perdiendo el tiempo con semejante discurso. Total, yo sé que vos no sos como los otros. Yo sé que me entendés, que sabés por qué razón esto es para mí un verdadero caso de conciencia». Había que mentir y dije: «Claro que lo sé». Pero a esa altura ella estaba en mis brazos y había otras cosas en qué pensar, otros viejos proyectos que realizar, otras nuevas caricias que atender. Los casos de conciencia tienen también su lado tierno.
Parece mentira, pero a Aníbal no lo veía desde que volvió de Brasil, a principios de mayo. Ayer me llamó y me dejó contento. Tenía necesidad de hablar con alguien, de confiar en alguien. Sólo ahí me di cuenta de que hasta ahora todo el asunto de Avellaneda lo había guardado para mí, sin hablarlo con nadie. Y es explicable. ¿Con quién hubiera podido comentarlo? ¿Con mis hijos? De sólo imaginarlo se me pone la piel de gallina. ¿Con Vignale? Me figuro su guiño de malicia, su palmadita en el hombro, su risotada cómplice, y de inmediato me vuelvo indeclinablemente reservado. ¿Con la gente del empleo? Sería un horrible paso en falso y, a la vez, la absoluta seguridad de que Avellaneda habría de abandonar la oficina. Pero aun si ella no trabajara allí, creo que tampoco tendría fuerzas para hablar de mí mismo en esos términos. En las oficinas no hay amigos; hay tipos que se ven todos los días, que rabian juntos o separados, que hacen chistes y se los festejan, que se intercambian sus quejas y se transmiten sus rencores, que murmuran del Directorio en general y adulan a cada director en particular. Esto se llama convivencia, pero sólo por espejismo la convivencia puede llegar a parecerse a la amistad. En tantos años de oficina, confieso que Avellaneda es mi primer afecto verdadero. Lo demás tiene la desventaja de la relación no elegida, del vínculo impuesto por las circunstancias. ¿Qué tengo yo de común con Muñoz, con Méndez, con Robledo? Sin embargo, a veces nos reímos juntos, tomamos alguna copa, nos tratamos con simpatía. En el fondo, cada uno es un desconocido para los otros, porque en este tipo de relación superficial se habla de muchas cosas, pero nunca de las vitales, nunca de las verdaderamente importantes y decisivas. Yo creo que el trabajo es el que impide otra clase de confianza; el trabajo, esa especie de constante martilleo, o de morfina, o de gas tóxico. Alguna vez, uno de ellos (Muñoz especialmente) se me ha acercado para iniciar una conversación realmente comunicativa. Ha empezado a hablar, ha empezado a delinear con franqueza su autorretrato, ha empezado a sintetizar los términos de su drama, de ese módico, estacionado, desconcertante drama que atosiga la vida de cada cual, por más hombre-promedio que se sienta. Pero siempre hay alguien que llama desde el mostrador. Durante media hora él tiene que explicar a un cliente moroso la inconveniencia y el castigo de la mora, discute, grita un poco, seguramente se siente envilecido. Cuando vuelve a mi mesa, me mira, no dice nada. Hace el esfuerzo muscular correspondiente a la sonrisa, pero las comisuras se le doblan hacia abajo. Entonces toma una planilla vieja, la arruga en el puño, concienzudamente, y después la tira al cesto de papeles. Es un simple sustitutivo; lo que no sirve más, lo que tira al cesto, es la confidencia. Sí, el trabajo amordaza la confianza. Pero también existe la burla. Todos somos especialistas en la burla. La disponibilidad de interés hacia el prójimo hay que gastarla de algún modo; de lo contrario, se enquista y sobreviene la claustrofobia, la neurastenia, qué sé yo. Ya que no tenemos la suficiente valentía, la suficiente franqueza como para interesarnos amistosamente por el prójimo (no el prójimo nebuloso, bíblico, sin rostro, sino el prójimo con nombre y apellido, el prójimo más próximo, el que escribe en el escritorio frente al mío y me alcanza el cálculo de intereses para que yo lo revise y ponga mi inicial de visto bueno), ya que renunciamos voluntariamente a la amistad, bueno, pues entonces, vamos a interesarnos burlonamente por ese vecino que a través de ocho horas es siempre vulnerable. Además, la burla proporciona una especie de solidaridad. Hoy el candidato es éste, mañana es aquél, pasado seré yo. El burlado maldice en silencio, pero pronto se resigna, sabe que esto es sólo una parte del juego, que en el futuro cercano, a lo mejor dentro de una hora o dos, podrá elegir la forma de desquite que mejor coincida con su vocación. Los burladores, por su parte, se sienten solidarios, entusiastas, chispeantes. Cada vez que uno de ellos le agrega a la burla un condimento, los otros festejan, se hacen señas, se sienten rijosos de complicidad, sólo falta que se abracen y griten los hurras. Y qué alivio reírse, incluso cuando hay que aguantar la risa porque allá en el fondo ha asomado el gerente su cara de sandía, qué desquite contra la rutina, contra el papeleo, contra esa condena que significa estar ocho horas enredado en algo que no importa, en algo que hace hinchar las cuentas bancarias de esos inútiles que pecan por el mero hecho de vivir, de dejarse vivir, de esos inanes que creen en Dios sólo porque ignoran que hace mucho tiempo que Dios ha dejado de creer en ellos. La burla y el trabajo. ¿En qué difieren, después de todo? Y qué trabajo nos da la burla, qué fatiga. Y qué burla es este trabajo, qué mal chiste.
Hablé largamente con Aníbal. Es la primera vez que pronuncio ante alguien el nombre de Avellaneda, es decir, la primera vez que lo pronuncio con el verdadero sentido que ese nombre tiene para mí. En algún momento, mientras se lo relataba, me pareció que veía todo el asunto desde fuera, como un espectador profundamente interesado. Aníbal me escuchó con religiosa atención. «¿Y por qué no te casás? No entiendo bien el matiz de ese escrúpulo.» Me parecía mentira que no lo entendiese, estaba tan claro. Vuelta a la explicación, al clisé de la explicación que yo me doy desde el comienzo: mi edad, su edad, yo dentro de diez años, ella dentro de diez años, el afán de no perjudicarla, el otro afán de no parecer ridículo, el goce del presente, mis tres hijos, etcétera, etcétera. «¿Y te parece que así no la perjudicás?» Claro, eso es inevitable, pero de todos modos la perjudico menos que encadenándola. «¿Y ella qué dice? ¿Está de acuerdo?» Eso se llama una pregunta incómoda. No sé si está de acuerdo. En su oportunidad, ella dijo que sí, pero la verdad es que no sé si está de acuerdo. ¿Podrá ser que ella prefiera la situación estable, oficialmente estable y consagrada? ¿Me estaré diciendo que lo hago por ella y lo estaré haciendo realmente por mí? «¿Es al ridículo que le temés o a otra cosa?» Evidentemente, el tipo estaba decidido a poner el dedo en la llaga. «¿Qué querés decir con eso?» «Me pediste que fuera franco, ¿no? Quiero decir que a mí me parece muy claro todo el problema: lo que te pasa es que tenés miedo de que dentro de diez años ella te ponga cuernos.» Qué feo eso de que le digan a uno la verdad, sobre todo si se trata de una de esas verdades que uno ha evitado decirse aun en los soliloquios matinales, cuando recién se despierta y murmura pavadas amargas, profundamente antipáticas, cargadas de autorrencor, a las que es necesario disipar antes de despertarse por completo y ponerse la máscara que, en el resto del día, verán los otros y verá a los otros. ¿Así que tengo miedo de que dentro de diez años ella me ponga cuernos? A Aníbal le contesté con una palabrota, que es la reacción tradicionalmente varonil para cuando a uno lo tratan de cornudo, aunque sea a larga distancia y a largo plazo. Pero la duda siguió girando en mi cabeza y en el momento en que lo escribo no puedo evitar sentirme un poco menos generoso, un poco menos equilibrado, un poco más vulgar y desabrido.