Authors: Mercedes Gallego
Tampoco quería llamar de nuevo a casa de Manel porque preocuparía a sus padres. No tenía más alternativa que esperar el paso de las horas por si él la llamaba, por lo que decidió hacerlo metida en su casa mirando la televisión, donde no tardarían en ofrecer los primeros resultados del Referéndum.
Barcelona se había despertado la mañana anterior con la información de que un grupo de terroristas habían construido un túnel en las inmediaciones de la Calle Vilamarí, próximo a unas viviendas militares con la intención de hacerlas volar. El hecho estaba en boca de todos los que se había encontrado en el transcurso de la jornada y todos sin excepción, coincidían en que «la mejor cárcel para esos individuos era el cementerio». No compartía aquella opinión, ella creía que la cárcel era peor que morir. Pensaba que lo más valioso que poseía el ser humano era su libertad y perderla sería mucho mayor castigo que perder la vida, que sin libertad no valía la pena.
Durante media hora Manel recorrió sin éxito todas las calles en las que, según las indicaciones, podía encontrarse el bar. Todos estaban cerrados. Fumaba compulsivamente sin saborear el tabaco, mordiendo el filtro y sacudiendo la cabeza para deshacerse de la ceniza. Con las manos metidas en los bolsillos del chaquetón y con sus pasos largos, casi zancadas, ofrecía un aspecto temible.
El Flaco le había dicho que delante, o al lado, no recordaba bien, había un edificio de apartamentos en construcción. Paró delante del único que encontró. La calle discurría perpendicular al mar, según las indicaciones recibidas; se adentró en la que se hallaba a la izquierda del edificio en obras pero no vio ningún bar abierto. Dio la vuelta por el Paseo Marítimo repitiendo la maniobra por la calle paralela.
El primer bar que vio con las luces encendidas se hallaba más próximo al Paseo Marítimo que al edificio a medio hacer, no obstante, entró en él. Estaba relativamente lleno para esa época del año. Recorrió las mesas con una ojeada rápida y siguió hacia la barra. El hombre que estaba detrás se acercó a preguntarle qué quería. Manel, que hacía tiempo se hallaba al límite de sus fuerzas, no sólo por la tensión que le provocaba el caso, sino por el mono que padecía por la supresión de la cocaína, en vez de pedirle una consumición le preguntó sin demasiada amabilidad por el Trepa.
El camarero soltó el trapo y, dando media vuelta, le dijo que no tenía ni idea de quién era ese individuo y que si no quería nada más, él tenía mucho trabajo para estar allí de charla. Sólo consiguió arrancarle información sobre otros bares próximos, antes de salir de allí con los puños apretados.
Al final de la calle, muy cerca de las obras, otro bar abierto fue su siguiente destino. No había tanta gente como en el anterior, sólo dos de las seis mesas existentes se hallaban ocupadas. Detrás de la barra un hombre y una mujer que rondarían los cincuenta se repartían el trabajo. Manel se dirigió al hombre.
—¿Conoce usted a un chico al que llaman El Trepa?
¿Fueron figuraciones suyas o la cara de la mujer se crispó al oír el nombre? Ella se acercó para responder cuando su marido se disponía a hacerlo.
—¿El Trepa? ¿No tiene usted ninguna foto? Comprenderá que así, y con ese nombre… ¿Para qué lo busca?
—Es amigo mío y tengo que hablar urgentemente con él.
El marido intervino en el mismo tono amable que la mujer.
—Como dice mi señora, así por ese nombre no conocemos a nadie, si no tiene usted más datos… ¿qué aspecto tiene? porque a lo mejor si nos lo describe…
—Es más bajo que yo —respondió Manel—. Es moreno con el pelo corto y muy delgado; suele vestir de negro. Al menos las veces que lo he visto siempre iba de negro.
—Pues por esas señas… —de nuevo era la mujer la que respondía.
Decidió volver al otro bar.
Al verlo entrar el camarero le salió al encuentro.
—¡Me cago en la hostia, joder! ¿Ya estás otra vez aquí? —el aspecto de Manel, pelo largo enmarañado, barba poblada, pantalones de pana y gruesas botas de piel vuelta, con su habitual chaquetón marinero, no revelaba su profesión—. ¿No te he dicho que no conozco al fulano ese que buscas? Pregunta a los viejos, pregunta, que seguro que saben más de lo que te han dicho, pero no seré yo quien te diga nada, que esa gente no se anda con chiquitas.
Manel agarró al camarero por el jersey; era más bajo que él pero más grueso. Lo arrastró por detrás de la barra hasta la parte de la cocina que no se veía desde el exterior y, de un empujón, lo arrinconó contra la única pared libre. Ya no le importaba nada. Sacó la placa y se la puso al camarero en la frente de un golpe seco.
—Métete esto en tu dura cabeza. Ahora mismo me vas a decir lo que sabes o te muelo a hostias y los clientes se van hoy sin pagar porque cuando termine contigo irás derecho al hospital.
—Escuche, yo no sabía que usted… es que no tiene pinta de policía, ¿comprende?, si no, de qué le iba yo a hablar así… disculpe, inspector…. yo…
Cortó los balbuceos en seco instándole a responder.
—El matrimonio de la barra son los padres. El Trepa vive allí. Tienen un piso en el segundo. Vaya y apriételes, ya verá como se lo dicen.
Abandonó la cocina y regresó al otro lado de la barra. Instantes después, el camarero ocupaba su lugar preguntando solícito:
—¿Le sirvo algo, inspector?
Manel pensó que era mejor esperar a que se hubieran marchado los clientes antes de volver a la carga con el matrimonio.
—Póngame un whisky bien cargadito.
Acto seguido sacó dinero del bolsillo; el camarero insistía en invitar, pero ante la mirada de Manel, optó por cobrar la consumición y desapareció inmediatamente de su vista cuando lo hubo hecho.
Una de las mesas permanecía ocupada cuando Manel regresó al bar del matrimonio, que lo miraron con recelo al verlo de nuevo por allí. Él, sin demasiadas contemplaciones, se acercó a ellos.
—Será mejor que despidan a los parroquianos. Vamos a mantener una conversación «muy privada» y es mejor que no haya extraños.
La pareja se miró con miedo. Acto seguido el marido se acercó a la mesa.
—Vamos a cerrar, si tienen ustedes la bondad…
Los clientes habían observado la llegada de Manel y no pusieron ninguna objeción, deseosos de abandonar el local.
—Cierre la puerta —dijo Manel, cuando no quedaba nadie.
La mujer intentaba despistar.
—Pero hijo, si ya te hemos dicho que no conocemos a ese chico. No sé qué más quieres…
—¡Siéntense ahí! —grito el policía señalando una mesa.
Ambos ocuparon sendas sillas; su aspecto ya no era relajado y complaciente como había sido en la visita anterior.
—¿Dónde está su hijo, señora?
—¿Mi hijo? ¿Qué tiene que ver mi hijo en todo esto?
—Usted sabrá.
Unos golpes sonaron en la puerta.
—Es el policía de la comisaría —dijo el marido.
—Sí, nosotros somos gente de orden y la policía sabe que aquí siempre es bien recibida —añadió la mujer—. Vamos a abrir porque se va a extrañar y es capaz de entrar por las bravas pensando que nos ocurre algo.
Un policía. Con eso no había contado Manel. Encontrarse allí a un compañero era lo peor que podía ocurrirle. Su cabeza maquinaba sin descanso buscando cómo salir airoso de la situación sin tener que identificarse, si no quería recibir un par de hostias de un policía, que, si estaba allí, era por algo.
Manel decidió jugársela.
—Abra usted, pero ni se le ocurra decir que les he obligado a cerrar. Díganles que soy amigo de la casa y que estábamos charlando. Les advierto que voy a por todas —se abrió el chaquetón mostrando el arma—. Me pondré cerca de ella y a la primera maniobra en falso, la tomo como rehén o, según cómo, me la cargo.
—Tranquilo, hombre, tranquilo, que no diremos nada. El inspector vendrá a tomarse una copa como siempre y luego se va. Eso sí, se extrañará de ver que hemos cerrado, y si tardo en abrir, también.
Se dirigió a la puerta dejando entrar al inoportuno cliente.
—Hola inspector. Ya le echábamos de menos, hace días que no viene por aquí.
El inconfundible atuendo del funcionario, al que no hacía falta uniforme para reconocer como policía, hizo palidecer a Manel. Tenía el típico aspecto chulo y temible, con gabardina y sombrero incluidos, similar al de la pareja de Homicidios, los compañeros a los que el juez había encomendado la investigación del crimen de su amiga.
—Aquí, charlando con un amigo del chico —añadió la mujer reconociendo sin darse cuenta que el Trepa era su hijo.
El recién llegado miró a Manel de arriba abajo con cara de asco.
—¿Todo bien?
—Claro, inspector. Un cubata como siempre ¿no?
—Si, doña Antonia. El biberón antes de empezar la jornada. Estoy hasta los huevos del turno de noche.
Miró fijamente a Manel.
—Yo te tengo visto. No sé de qué, pero te conozco. ¿Vienes por aquí?
—Alguna vez —respondió Manel con evasivas.
—¿Amigo del Trepa?
—Sí, soy su amigo.
—Los amigos del Trepa son mis amigos, ¿qué te trae por aquí?
—Necesito hablar con él.
—¡Ah, que gracioso! «Necesito hablar con él» —repitió con voz de falsete—. Explícate mejor o te pego un par de hostias. ¿Para qué quieres hablar con el Trepa?
—Trapicheos nuestros. Nada del otro mundo.
—Ah, trapicheos vuestros… Pues el Trepa es amigo mío y no me ha dicho que trapichee con nadie.
De nuevo buscaba en su imaginación una salida.
—Es que quiero avisarle de que los de Barcelona van detrás.
—¿Los de Barcelona? —el inspector dio una sacudida—. ¿Qué quieres decir?, ¿mis colegas?
—Sí. Los de la Criminal, por el asunto de una cantante.
—Ah, por eso… Nada, muchacho, nada. Eso está controlado. Si es eso lo que te ha traído aquí ya te puedes largar y no meter las barbas donde no te llaman, que a lo mejor te las chamuscan —rió a carcajadas relajando el semblante.
—No, si ya me iba. Estaba aquí hablando con sus padres, pero nada. Ya me voy…
Miró a la pareja antes de abandonar el bar. Nadie se lo impidió.
Deseaba correr hacia su coche, pero controló su ansiedad y caminó con paso ligero hasta alcanzarlo. Una vez dentro, el grito retumbó en el interior del vehículo espantando a las ratas que campaban a sus anchas entre la basura.
—¿Y éste? —preguntó el inspector cuando Manel hubo abandonado el establecimiento.
—Bueno, ya se lo ha dicho. No sabemos quién es, pero dice que es amigo del chaval. Ya sabe usted inspector que a veces el chico se rodea de gente muy rara.
—No me da buena espina. Las manos no son las de uno que trapichea, como ha dicho él. Nunca he visto un camello con las uñas tan limpias. Habrá que enterarse de quién es, de eso me encargo yo.
El inspector Soriano abandonó el bar sumido en sus pensamientos. Ya indagaría él quién era ese barbas y qué pintaba buscando al Trepa.
Cataluña ya tenía Estatuto de Autonomía. La victoria había sido aplastante, lo mismo que la participación, a pesar de la lluvia. Era viernes. Esa noche Candela había previsto regresar al bar de Ismael con Julia, habían quedado a las nueve para cenar. Continuaba sin saber nada de Manel. Después de mirar el reloj, las once de la mañana, decidió llamar. El inspector esperaba impaciente poder hablar con ella, sin embargo Candela no quería llamar desde su casa. Bajó a la calle para buscar una cabina.
—Necesito verte, Candela. Te iba a llamar, pero ayer me acosté tarde pensé que estarías durmiendo.
—Si quieres ven a mi casa, me he tomado el día libre por el servicio de ayer. Si lo prefieres quedamos en algún sitio.
—No, mejor en tu casa. Estoy de bares hasta los cojones. de hecho te llamo desde uno de la Plaza Sagrada Familia.
Notó el cansancio en la voz de Manel. Estaba ansiosa por lo que pudiera contarle, porque estaba segura de que mientras ella custodiaba a los votantes y se empapaba bajo la lluvia, él no había permanecido de brazos cruzados, aunque ignoraba por completo sus pasos.
Preparó café y metió dos rebanadas de pan en el tostador; se habían acabado las magdalenas.
Manel no paró de hablar mientras devoraba tostadas y se servía la segunda taza de café que acompañó de un cigarrillo.
—Uf, te lo agradezco. Estaba muerto de hambre y también deseando ver a alguien. No puedo más con las comidas de los bares, saben a grasa. Mi casa, ni la piso. La mirada inquisidora de mi madre me pone nervioso; delante de ella soy incapaz de comer nada.
—Todo eso que me cuentas es muy peligroso para ti, Manel. Ten en cuenta que no llevas la investigación y si llega a oídos de los que está al frente, no dudarán en acudir al comisario. Te estás jugando una suspensión de empleo, lo sabes ¿no?
—Si sólo fuera eso…. Me estoy jugando el pellejo, Candela. Lo vi claro anoche cuando el poli de Castelldefels se me quedó mirando. Me apuesto lo que quieras a que está pringao.
—Eso a nosotros no nos importa. Ahora tienes que prometerme que te quedarás al margen y…
Permaneció pensativa; dudaba entre hablar claro y decirle que ella y el comisario sólo esperaban que «escampase un poco» para ponerse en marcha. Que, de hecho, aquella noche ella empezaba a abrir el horizonte acudiendo al bar. Optó por medias verdades.
—Mira Manel. Te voy a decir la verdad. Esta noche empiezo mi investigación particular. No iba a decirte nada, pero como te has puesto en marcha, prefiero que lo sepas. Quítate de en medio, por favor. No empeores las cosas.
—¿Qué me quite de en medio? ¿Y tú?, anda, dímelo, ¿te has quitado tú de en medio? Aquí el único que se ha echado a un lado es el comisario, que además se ha dejado coger por los huevos por un juez que huele a mierda que apesta. ¿Me tengo que quitar de en medio? Ni lo sueñes. Y menos ahora, que voy descubriendo algo.
Todos ofrecían consejos gratuitos que él no pensaba seguir.
Al Flaco, cuando Manel abandonó Lloret, le faltó tiempo para llamar a su amigo el Trepa advirtiéndole de la visita del «poli», como solían llamarle.
—Que sí, tío, que sí. Que va a por nosotros. Yo me largo de aquí porque seguro que vuelve. He pensado irme al sur, a casa de unos colegas de Granada, hasta que escampe.
El Trepa no se dejaba amedrentar; alardeaba de sus amigos en la policía diciéndole que él tenía las espaldas cubiertas, que sí, que lo mejor era que él se quitase de en medio en vez de echarle a la pasma encima.