La torre de la golondrina (53 page)

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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

BOOK: La torre de la golondrina
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—Yo no sé nada, Neratin. Yo sólo cumplo órdenes... ¿Qué es lo que quieres de mí? Yo sirvo al coronel... ¿Y a quién sirves tú? —Al imperio. Al señor de Rideaux.

—¿Qué es lo que quieres de mí?

—Que muestres sentido común.

—Vete. No te traicionaré, no diré nada... pero vete, por favor. Yo no puedo, Neratin. Soy una mujer sencilla. Esto no es para mi cabeza...

No sé qué hacer. Skellen dice: «doña Joanna». Como a un oficial. ¿A quién sirve? ¿Al emperador? ¿Al imperio?

¿Y cómo lo voy a saber yo?

Kenna despegó su espalda de la esquina de la choza, con unos manotazos y unos murmullos amenazadores espantó a los muchachos de la aldea que estaban mirando curiosos a la que estaba sentada junto a la picota. A Falka.

Oy, en bonito embrollo me he metido. Oy, el aire huele a soga. Y a estiércol de caballo en la plaza del Milenario.

No sé cómo se va a acabar esto, pensó Kenna. Pero tengo que entrar en ella. En esa Falka. Sentir sus pensamientos aunque sea sólo por un instante. Saber quién es.

Comprender.

—Se acercó —dijo Ciri, acariciando al gato—. Era alta, bien cuidada, muy diferente del resto de aquella pandilla... Incluso hermosa, en cierta forma. Y producía respeto. Los dos que me vigilaban, dos simplones vulgares, dejaron de maldecir cuando se acercó.

Vysogota guardaba silencio.

—Entonces ella —siguió Ciri— se inclinó, me miró a los ojos. Al momento percibí algo... algo extraño... Como si algo me crujiera en la parte posterior de la cabeza, dolía. Me zumbaban los oídos. Por un momento hubo mucha claridad ante mis ojos... Algo entró en mí, repugnante y viscoso... Yo ya lo conocía. Yennefer me lo enseñó en el santuario... Pero a aquella mujer no pensaba permitírselo... Así que simplemente empujé aquello que estaba penetrándome, lo empujé y lo eché de mí con toda a fuerza que podía. Y la mujer alta se dobló y se estremeció como si le hubieran dado un puñetazo, dio dos pasos para atrás... Y le salió sangre por la nariz. Por los dos agujeros.

Vysogota guardaba silencio.

—Y yo —Ciri alzó la cabeza— comprendí de pronto lo que había pasado. De pronto sentí la Fuerza dentro de mí. La había perdido allá, en el desierto de Korath, había renunciado a ella. Y ella, aquella mujer, me dio la Fuerza, puso el arma en mi mano. Aquélla era mi oportunidad.

Kenna se tambaleó y se sentó pesadamente en la arena, moviendo la cabeza y tocando el suelo como borracha. La sangre brotaba de su nariz y se derramaba por los labios y la barbilla.

—¿Qué pasa...? —Andrés Fyel se levantó, pero de pronto se agarró la cabeza con las dos manos, abrió la boca, de sus labios surgió un grito. Con los ojos muy abiertos miró a Stigward, pero de la nariz y la boca del pirata también salía la sangre y en sus ojos surgía una niebla. Andrés cayó de rodillas, mirando a Neratin Ceka, que estaba a un lado y contemplaba todo con serenidad...

—Nera... tin... Ayuda...

Ceka no se movió. Miró a la muchacha. Ésta volvió sus ojos hacia él, y él se estremeció.

—No hace falta —le previno él con rapidez—. Estoy de tu lado. Quiero ayudarte. Deja, te cortaré las ligaduras... Aquí tienes un cuchillo, ábrete tu misma el collarín. Yo traeré los caballos.

—Ceka... —surgió de la sofocada laringe de Andrés Fyel—. Traidor...

La muchacha lo golpeó con la mirada y cayó sobre Stigward, que yacía inmóvil en posición fetal. Kenna seguía sin poder levantarse. La sangre le salpicaba en gruesas gotas el pecho y el vientre.

—¡Alarma! —gritó de pronto Chloe Stitz, saliendo de detrás de la choza y tirando a un lado una costilla de carnero—. ¡Alarmaaa! ¡Silifantl ¡Skellen! ¡La muchacha escapa!

Ciri ya estaba en la silla. Tenía la espada en la mano.

—¡Yaaaaa, Kelpa!

—¡Alarmaaa!

Kenna arañó la arena. No podía levantarse. Tampoco le obedecían los pies, eran como de madera. Una psiónica, pensó. Me he topado con una superpsiónica. La muchacha es diez veces más fuerte que yo... Menos mal que no me ha matado... ¿Por qué milagro sigo todavía consciente?

Desde las casas se acercaba ya un grupo a cuya cabeza iban Ola Harsheim, Bert Brigden y Til Echrade, y se apresuraron también a la plaza los guardianes del torno Dacre Silifant y Boreas Mun. Ciri se volvió, aulló, galopó hacia el río. Pero también desde allí acudían ya hombres armados.

Skellen y Bonhart salieron del concejo. Bonhart tenía la espada en la mano. Neratin Ceka gritó, se acercó a ellos con el caballo y los derribó. Luego, directamente desde la silla, se tiró sobre Bonhart y lo sujetó al suelo. Rience apareció en el umbral y miraba como atontado.

—¡Agarradla! —gritó Skellen, levantándose—. ¡Agarradla o matadla!

—¡Viva! —gritó Rience—. ¡Vivaaa!

Kenna vio cómo le hacían alejarse a Ciri de la empalizada del río, cómo daba la vuelta y se lanzaba en dirección al torno. Vio cómo Cabernik Turent se acercaba y quería tirarla de la silla, vio cómo brilló la espada, vio cómo del cuello de Turent fluía una línea de color carmín. Dede Vargas y Fripp el Joven también lo vieron. No se decidieron a ponerse en el camino de la muchacha, se metieron entre las chozas.

Bonhart se levantó, con un golpe del pomo de la espada alejó a Neratin Ceka y le dio un tajo terrible, oblicuo, en el pecho. Y al momento saltó detrás de Ciri. El herido y sangrante Neratin Ceka consiguió todavía agarrarlo por el pie, sólo lo soltó cuando resultó clavado a la arena de un pinchazo. Pero aquellos pocos segundos fueron suficientes.

La muchacha espoleó a la yegua al pasar ante Silifant y Mun. Skellen, inclinado como un lobo, venía corriendo desde la izquierda, moviendo la mano. Kenna vio cómo algo brillaba en el vuelo, vio cómo la muchacha se agitaba y se tambaleaba en la silla, y cómo de su rostro brotaba una fuente de sangre. Se inclinó hacia atrás de forma que por un instante yació con la espalda sobre las ancas de la yegua. Pero no cayó, se enderezó, se sujetó en la silla, aferrándose al cuello del caballo. La yegua negra pisoteó a los hombres armados y se lanzó directamente hacia el torno. Detrás de ella corrían Mun, Silifant y Chloe Stitz con una ballesta.

—¡No va a saltar! ¡La tenemos! —gritó Mun triunfante—. ¡Ningún caballo salta siete pies!

—¡No dispares, Chloe!

Chloe Stitz no lo oyó en el griterío general. Se detuvo. Se puso la ballesta a la mejilla. Todo el mundo sabía que Chloe no fallaba nunca.

—¡Un cadáver! —gritó—. ¡Un cadáver!

Kenna vio cómo un hombre de baja estatura, cuyo nombre no sabía, se acercó, alzó una ballesta y disparó de cerca a Chloe en el pecho. El virote la atravesó de parte a parte en una explosión de sangre. Chloe cayó sin un gemido.

La yegua negra galopó hasta el torno, echó ligeramente hacia atrás la cabeza. Y saltó. Se alzó y voló por encima de la puerta, extendiendo con gracia las patas delanteras se deslizó como una negra línea de terciopelo. Los cascos traseros, recogidos, ni siquiera rozaron la viga superior.

—¡Dioses! —gritó Dacre Silifant—. ¡Por los dioses, qué caballo! ¡Vale su peso en oro!

—¡La yegua para el que la atrape! —gritó Skellen—. ¡A los caballos! ¡A los caballos y a perseguirla!

A través del tomo por fin abierto galopó un grupo en persecución, alzando polvo. Delante de todos, en cabeza, cabalgaban Bonhart y Boreas Mun.

Kenna se levantó con esfuerzo. Y al momento se tambaleó y se sentó pesada en la arena. Le hormigueaban dolorosamente los pies.

Cabernik Turent no se movía, yacía en un charco de sangre con las piernas y brazos muy abiertos. Andrés Fyel intentaba levantar al todavía inconsciente Stigward.

Encogida en la arena, Chloe Stitz parecía pequeña como un niño.

Ola Harsheim y Bert Brigden trajeron a Skellen al hombre de baja estatura, el que había matado a Chloe. Antillo suspiró. Y hasta tiritaba de rabia. De la bandolera que llevaba cruzada al pecho extrajo una segunda estrella de metal, como la que hacía un instante había herido el rostro de la muchacha.

—Que te trague el infierno, Skellen —dijo el hombre de baja estatura. Kenna recordó su nombre. Mekesser. Jediah Mekesser. Un gemmeriano. Lo había conocido en Rocayne.

Antillo se encorvó, agitando la mano con brusquedad. La estrella de seis puntas aulló en el aire y se clavó profunda en el rostro de Mekesser, entre el ojo y la nariz. Ni siquiera gritó, comenzó sólo a temblar espasmódicamente y con fuerza en el abrazo de Harsheim y Brigden. Tembló largo rato, y le entrechocaban tanto los dientes que todos volvieron la cabeza. Todos menos Antillo.

—Sácale mi orión, Ola —dijo Stefan Skellen, cuando el cadáver por fin colgó inerte en los brazos que le sujetaban—. Y meted a esta carroña en el estercolero, junto con esa otra carroña, ese hermafrodita. Que no quede ni rastro de estos asquerosos traidores.

De pronto aulló el viento, fluyeron las nubes. De pronto hizo mucho frío.

La guardia se llamaba sobre los muros de la ciudadela. Las hermanas Scarra roncaban a dúo. LeCoq meaba haciendo mucho ruido en una bacinilla vacía.

Kenna se subió la manta hasta la barbilla.

No alcanzaron a la muchacha. Desapareció. Simplemente desapareció. Bóreas Mun —increíble— perdió el rastro de la yegua mora al cabo de unas tres millas. De pronto, sin advertencia, se hizo la oscuridad, el viento dobló los árboles casi hasta el suelo. Rompió a llover, incluso bramaron los truenos, brillaron los rayos.

Bonhart no desistía. Volvieron a Licornio. Se gritaron los unos a los otros: Bonhart, Antillo, Rience y el cuarto, la enigmática e inhumana voz chillona. Luego pusieron en pie a toda la hansa, excepto a aquéllos que —como yo— no estaban en estado de viajar. Juntaron a unos campesinos con antorchas, se metieron en el bosque. Volvieron hacia el alba.

Volvieron sin nada. Descontando el miedo que tenían en los ojos.

Los rumores, recordaba Kenna, sólo comenzaron algunos días después. Al principio todos tenían miedo de Antillo y Bonhart. Éstos estaban tan rabiosos que era mejor quitarse del paso. Por cualquier palabra descuidada hasta Bert Brigden, el oficial, recibió un palo con el asta del guincho.

Pero luego se habló de lo que había pasado durante la persecución. Del pequeño unicornio de paja que creció de pronto hasta el tamaño de un dragón y asustó a los caballos de tal modo que los jinetes cayeron al suelo, sólo por un milagro no se rompieron los cuellos. Y de la cabalgada celestial de espectros de ojos de fuego montados en esqueletos de caballos y conducidos por el terrible esqueleto de un rey que ordenaba a su servidores fantasmas que borraran las huellas de los cascos de la yegua negra con los jirones de sus capas. Del macabro coro de chotacabras que gritaban «¡Liiic-oorr de sangre, liiic-oorr de sangre!». De los aullidos terroríficos de la fantasmagórica beann'shie, la mensajera de la muerte...

Viento, lluvia, nubes, arbustos y árboles de formas fantásticas, sumados al miedo que grandes ojos ha, como dijo Boreas Mun, que, al fin y al cabo, allí también estuvo. Ésa era toda la explicación. ¿Y los chotacabras? Los chotacabras, como chotacabras, añadió, siempre gritan.

¿Y el rastro, las huellas de los cascos que de pronto desaparecen, como si el caballo hubiera echado a volar?

El rostro de Bóreas Mun, rastreador capaz de rastrear a un pez en el agua, se endurecía ante esta pregunta. El viento, el viento borró las huellas con arena y hojas. No había otra explicación posible.

Algunos hasta lo creyeron, recordó Kenna. Algunos hasta creyeron que todo aquello habían sido fenómenos naturales o quimeras. Y hasta se rieron de ellos.

Pero dejaron de reírse. Después de Dun Dáre. Después de Dun Dáre ya no se volvió a reír nadie.

Cuando la vio, retrocedió inconscientemente, tomando aire.

Ella había mezclado grasa de ganso con tizones de la chimenea, haciendo una gruesa masa con la que había ennegrecido las cuencas de los ojos y los párpados, alargando las líneas hasta las orejas y las sienes.

Tenía el aspecto de un demonio.

—Desde el cuarto islote hasta el bosque alto, por el mismo margen —él repitió las indicaciones—. Luego siguiendo el río hasta los tres árboles secos, desde allí por la arboleda de sauces directa hacia el oeste. Cuando aparezcan los pinos, cabalga al borde y cuenta las sendas. Tuerces en la novena y luego no tuerzas ya más. Luego vendrá la aldea de Dun Dáre, el arrabal está en su parte norte. Unas cuantas cabañas. Y detrás de ellas, en el cruce, la taberna.

—Lo recuerdo. Lo encontraré, no te preocupes.

—Sobre todo ten cuidado con los meandros del río. Guárdate de los sitios donde los arbustos son escasos. De los lugares de centinodias crecidas. Y si acaso te sorprendiera la oscuridad antes del bosque de pinos, detente y espera la mañana. En ningún caso cabalgues por el pantano de noche. Ya es casi luna nueva, y para colmo hay nubes...

—Lo sé.

—Si se trata del País de los Lagos... Dirígete al norte, por las colinas. Evita los caminos principales, los caminos principales están llenos de soldados. Cuando llegues a un río, a un gran río, que se llama Sylte, llevarás más de la mitad del camino.

—Lo sé. Tengo el mapa que me dibujaste.

—Ah, sí, cierto.

Ciri comprobó de nuevo los atalajes y la alforja. Maquinalmente, sin saber qué decir. Intentando evitar lo que al fin y al cabo era necesario decir.

—Ha sido un placer tenerte, brujilla —él se le adelantó—. De verdad. Adiós, brujilla.

—Adiós, ermitaño. Gracias por todo.

Ya estaba sentada en la silla, ya se aprestaba a espolear a Kelpa, cuando él se acercó y la agarró de la mano.

—Ciri. Quédate. Espera que pase el invierno...

—Llegaré al lago antes de los hielos. Y luego, si es tal y como dijiste, ya nada va a tener significado. Volveré por el telepuerto a Thanedd. A la escuela de Aretusa. A doña Rita... Vysogota... Cuánto tiempo hace de ello...

—La Torre de la Golondrina es una leyenda. Recuerda. Sólo una leyenda.

—Yo también soy sólo una leyenda —dijo con amargura—. De nacimiento. Zireael, Golondrina, Niña de la Sorpresa. Elegida. Niña del destino. Hija de la Vieja Sangre. Me voy, Vysogota. Que tengas salud.

—Que tengas salud, Ciri.

La posada en el cruce detrás de los arrabales estaba vacía. Cyprian Fripp el Joven y sus tres camaradas habían prohibido el acceso a los lugareños y espantado a los viajeros. Ellos, sin embargo, festejaban y bebían días enteros, sentados en aquel local frío y lleno de humo, que apestaba como suelen apestar las posadas en invierno, cuando no se abren las ventanas ni la puerta: a sudor, gatos, ratones, calcetines, madera de pino, de abedul, grasa, ceniza y ropa húmeda y humeante de vapor.

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