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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

La torre de la golondrina (51 page)

BOOK: La torre de la golondrina
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—Los brujos mataban monstruos y no gente.

—Éstos son cabrones y no gente, señor ermitaño, cabrones mandaos por el diablo. Un brujo hace falta, carallo, un brujo... Bueno, mas hora es ya de echarse al camino, señor ermitaño... ¡Uh, vaya frío! ¡Bien pronto habrá que meter en el pajar la canoa y sacar el trineo...! Y pa los cabrones de Dun Dáre, buen ermitaño, un brujo hace falta.

—Tiene razón —repitió Ciri a través de sus dientes apretados—. Toda la razón. Hace falta un brujo... O una bruja. ¿Cuatro, verdad? ¿En Dun Dáre, no? ¿Y dónde está ese maldito Dun Dáre? ¿Río arriba? ¿Llegaría cruzando el islote?

—Por los dioses, Ciri —se asustó Vysogota—. No lo pensarás en serio...

—No se jura por los dioses si no se cree en ellos. Y yo sé que tú no crees.

—¡Dejemos en paz mis ideas! ¡Ciri, vaya unos pensamientos diabólicos que te rondan por la cabeza! Cómo puedes siquiera...

—Ahora deja tú en paz mis ideas, Vysogota. ¡Yo sé lo que tengo que hacer! ¡Soy una bruja!

—¡Eres una persona joven y desequilibrada! —estalló—. Eres una niña que ha sufrido unos sucesos traumáticos, una niña herida, neurótica y cercana al ataque de nervios. ¡Y sobre todo estás enferma con tu ansia de venganza! ¿Es que no lo entiendes?

—¡Lo entiendo mejor que tú! —gritó ella—. ¡Porque tú no tienes ni idea de lo que significa ser herido! ¡No tienes ni idea de la venganza, porque nadie te ha hecho verdadero mal!

Salió corriendo de la choza, dando un portazo, un viento helado penetró en un momento a través de las puertas al zaguán y a la habitación. Al cabo de un rato escuchó un relincho y el sonido de los cascos.

Enfadado, golpeó con el plato en la mesa. Que se vaya, pensó furioso, que eche la rabia fuera de sí. No tenía miedo por ella, había ido a través de los pantanos a menudo, de día y de noche, conocía las sendas, las presas, los islotes y los bosques. Y si se perdiera, le bastaría con soltar las riendas. La mora Kelpa conocía el camino a casa, al establo de la cabra.

Al cabo de un tiempo, cuando oscureció mucho, salió, colgó una lámpara en una estaca. Se quedó junto a un seto, aguzó el oído para escuchar el sonido de los cascos, el chapoteo del agua. Sin embargo, el viento y el ruido de los arbustos ahogaban todos los ruidos. La lámpara en la estaca se agitó primero como loca, luego se apagó.

Y entonces lo escuchó. Desde lejos. No, no del lado por el que se había
ido Ciri. Del lado opuesto. Desde el pantano.

Un grito salvaje, inhumano, agudo, quejumbroso. Un chotacabras. Un instante de silencio.

Y de nuevo. Beann'shie.

El espectro élfico. El heraldo de la muerte.

Vysogota tembló de frío y de miedo. Volvió rápido junto a la choza, murmurando y mascullando, para no escuchar, porque aquello no debía ser escuchado.

Antes de que consiguiera encender de nuevo la lámpara, Kelpa surgió de entre la niebla.

—Entra en la choza —dijo Ciri, suave y conciliadora—. Y no salgas. Horrible noche.

Volvieron a pelearse durante la cena.

—¡Resulta que sabes mucho de los problemas del bien y el mal!

—¡Porque lo sé! ¡Y no de los libros de la universidad!

—No, claro. Tú lo sabes todo por propia experiencia. Por la práctica. Has recopilado muchas experiencias en tu larga vida de dieciséis años.

—Bastantes. ¡De sobra!

—Te felicito. Colega científica.

—Tú te burlas —rechinó los dientes— sin tener siquiera idea de cuánto mal habéis hecho al mundo vosotros los científicos seniles, los teóricos con vuestros libros, con siglos de experiencia en la lectura de tratados morales, tan concienzudos que ni siquiera tuvisteis tiempo de mirar por la ventana y ver qué aspecto tiene de verdad el mundo. Vosotros, filósofos, que mantenéis artificialmente una filosofía artificial para cobrar vuestros sueldos en la universidad. Y como ni el tonto del pueblo os pagaría por contar la asquerosa verdad sobre el mundo, os inventasteis vuestra ética y moral, ciencias bonitas y optimistas. ¡Pero mentirosas y tramposas!

—¡No hay nada más tramposo que un juicio prejuzgado, mocosa! ¡Que una sentencia apresurada y desequilibrada!

—¡No habéis encontrado remedio para el mal! ¡Y yo, una brujilla mocosa, lo he encontrado! ¡Un remedio infalible!

Él no respondió, pero algo debió traicionarle en su rostro porque Ciri se alzó de la mesa con brusquedad.

—¿Consideras que digo tonterías? ¿Que hablo por hablar?

—Considero —respondió tranquilo— que hablas así por rabia. Considero que planeas una venganza por rabia. Y te exhorto calurosamente a que te tranquilices.

—Yo estoy tranquila. ¿Y la venganza? Respóndeme: ¿por qué no? ¿En nombre de qué? ¿De razones superiores? ¿Y qué mejor razón que un orden de las cosas en que los hechos malvados reciben castigo? Para tu filosofía y tu ética la venganza es un acto feo, censurable, falto de ética, al fin, ilícito. Y yo pregunto: ¿y dónde está el castigo para el mal? ¿Quién lo ha de confirmar, juzgar y medir? ¿Quién? ¿Los dioses en los que no crees? ¿El gran demiurgo creador con el que decidiste sustituir a los dioses? ¿O puede que la ley? ¿Quizá la justicia nilfgaardiana, los tribunales imperiales, los prefectos? ¡Viejo ingenuo!

—¿Así que ojo por ojo, diente por diente? ¿Sangre por sangre? ¿Y por esta sangre, más sangre aún? ¿Un mar de sangre? ¿Quieres ahogar el mundo en sangre? ¿Ingenua y herida muchacha? ¿Así quieres luchar con el mal, brujilla?

—Sí. ¡Exactamente así! Porque yo sé de lo que tiene miedo el mal. No de tu ética, Vysogota, no de las prédicas ni de los tratados morales sobre la vida digna. ¡El mal tiene miedo del dolor, de la mutilación, del sufrimiento, de la muerte al fin y al cabo! ¡El mal herido aúlla de dolor como un perro! Se retuerce en el suelo y gruñe, mirando cómo la sangre surge de las venas y arterias, viendo un hueso que asoma de un muñón, viendo cómo las tripas se escapan de la barriga abierta, sintiendo cómo se acerca la fría muerte. Entonces y sólo entonces al mal se le ponen los pelos de punta y grita entonces el mal: «¡Piedad! ¡Lamento esos pecados! ¡Voy a ser bueno y honrado, lo juro! ¡Pero salvadme, sujetad esa sangre, no me dejéis sucumbir de forma tan terrible!».

»Sí, ermitaño. ¡Así es como se combate el mal! ¡Si el mal quiere prepararte un perjuicio, causarte daño, adelántate a él, lo mejor allí donde el mal no se lo espera! Sin embargo, si no has podido adelantarte a él, si el mal te ha dañado, ¡házselo pagar entonces! Alcánzalo, lo mejor cuando ya no se lo espera, cuando ha olvidado, cuando se siente seguro. Házselo pagar el doble. El triple. ¿Ojo por ojo? ¡No! ¡Los dos ojos por un ojo! ¿Diente por diente? ¡No, todos los dientes por un diente! ¡Hazle pagar al mal! Consigue que aúlle de dolor, que le estallen los globos oculares de tanto aullar. Y entonces, cuando lo mires en el suelo, puedes decir con seguridad y sin miedo que esto que yace aquí ya no va a dañar a nadie, que no supone un peligro para nadie. Porque, ¿cómo va a ser un peligro si no tiene ojos? ¿Si le faltan las dos manos? ¿Cómo puede dañar a nadie si sus tripas se arrastran por la arena y la arena absorbe su sangre?

—Y tú —dijo el ermitaño lentamente— estás con la espada ensangrentada en la mano, miras la sangre que absorbe la arena. Y tienes la insolencia de pensar que has resuelto el problema eterno, que has alcanzado el sueño de todo filósofo. ¿Piensas que la naturaleza del mal ha cambiado?

—Sí —dijo ella retadoramente—. Porque lo que yace en el suelo y sangra ya no es el mal. ¡Puede que todavía no sea el bien, pero con toda seguridad ya no es el mal!

—Dicen —dijo Vysogota lentamente— que la naturaleza no aguanta el vacío. Lo que yace en la tierra y sangra, lo que cayó bajo tu espada, ya no es el mal. Entonces, ¿qué es? ¿Has reflexionado acerca de ello?

—No. Soy una bruja. Cuando me enseñaron, juré combatir el mal. Siempre. Y sin reflexionar.

«Porque cuando se comienza a reflexionar —añadió Ciri con voz sorda— el matar deja de tener sentido. La venganza deja de tener sentido. Y eso no se puede permitir.

Él agitó la cabeza, pero ella, con un gesto, le impidió argumentar.

—Es hora de que termine mi narración, Vysogota. Te la estuve contando durante treinta noches, desde el equinoccio a Saovine. Pero no te conté todo. Antes de que me vaya has de saber lo que sucedió el día del equinoccio en una aldea que se llamaba Licornio.

Ella gimió cuando la arrancó de la silla. El muslo en el que le había golpeado el día anterior le dolía.

Él tiró de la cadena por el collarín, la arrastró en dirección a un edificio iluminado.

A las puertas del edificio había unos cuantos hombres armados. Y una mujer muy alta.

—Bonhart —dijo uno de los hombres, delgado, de cabello moreno, de rostro chupado, que llevaba en la mano un guincho de azófar—. Hay que reconocer que sabes dar sorpresas.

—Hola, Skellen.

El llamado Skellen la miró durante algún tiempo directamente a los ojos. Ella tembló bajo aquella mirada.

—¿Y entonces? —Se volvió de nuevo hacia Bonhart—. ¿Lo aclara todo de una vez o poco a poco?

—No me gusta aclarar nada en la plaza del pueblo, que entran moscas en la boca. ¿Se puede entrar a la casa?

—Adelante.

Bonhart tiró del collarín.

En la casa había todavía otro hombre, desgreñado y pálido, quizá un cocinero, porque estaba ocupado en limpiar de su ropa manchas de harina y crema agria. Al ver a Ciri, los ojos le brillaron. Se acercó.

No era un cocinero.

Ella lo reconoció al punto, recordaba aquellos ojos terribles y la quemadura en la cara. Era aquél que junto con los Ardillas la había estado persiguiendo en Thanedd, de él se había escapado saltando por la ventana y él ordenó a los elfos ir tras ella. ¿Cómo lo llamó el elfo aquél? ¿Rens?

—¡Vaya, vaya! —dijo él con voz venenosa, al tiempo que con fuerza dolorosa le plantaba la mano en un pecho—. ¡Doña Ciri! No nos hemos visto desde Thanedd. Hace mucho, mucho que os buscaba, señorita. ¡Y por fin os he encontrado!

—No sé, vuesa mercé, quién seáis —dijo Bonhart con voz fría—. Mas lo que dijerais que encontrarais, resulta que es mío, así que poneros las patas bien lejos, si es que le tenéis gusto a vuestros deditos.

—Me llamo Rience. —Los ojos del hechicero brillaron de forma desagradable—. Haced la merced de recordarlo, señor cazador de recompensas. Y quién yo sea ya se verá. También se verá a quién le pertenecerá la doncella. Mas no adelantemos los hechos. De momento quiero solamente dar recuerdos y hacer cierta promesa. No tenéis nada en contra, espero.

—Sois libre de esperar lo que queráis.

Rience fue hacia Ciri, le miró a los ojos muy de cerca.

—Tu protectora, la meiga Yennefer —arrastró venenosamente las palabras— me afrentó una vez. Así que, cuando cayó en mis manos, le enseñé lo que era el dolor. Con estas manos, con estos dedos. Y le hice la promesa de que cuando caigas en mis manos, también a ti te enseñaré lo que es el dolor. Con estas manos, con estos dedos...

—Muy arriesgado —dijo Bonhart en voz baja—. Un grande riesgo, don Rience, o como sos llaméis, es el afrentar a mi moza y amenazármela. Ella es vengativa, no sos olvidará. Mejor que lejos de ella, repito, mantuvierais vuestras manos, dedos y algorras partes del cuerpo.

—Basta —cortó Skellen sin levantar de Ciri una mirada curiosa—. Déjalo, Bonhart. Y tú, Rience, cálmate también. Te he concedido piedad, pero puedo pensármelo mejor y mandar atarte otra vez a las patas de la mesa. Sentaos ambos. Hablemos como gente civilizada. Los tres, a tres pares de ojos. Porque, me parece a mí, hay de qué hablar. Y al objeto de la conversación lo ponemos por el momento bajo guardia. ¡Señor Silifant!

—¡Mas vigilármela bien! —Bonhart le tendió la punta de la cadena a Silifant—. Como a la niña de tus ojos.

Kenna se mantuvo a un lado. Por supuesto, quería ver a la muchacha de la que se había hablado tanto en los últimos tiempos, pero sentía un extraño reparo a meterse en la multitud que rodeaba a Harsheim y a Silifant, quienes conducían a la enigmática prisionera junto a la picota en la plaza del pueblo.

Todos se empujaban, se amontonaban, miraban, intentaban incluso tocar, pinchar, arañar. La muchacha estaba rígida, cojeaba un poco pero tenía la cabeza bien alta. La golpeó, pensó Kenna. Pero no la doblegó.

—Así que es Falka.

—¡Mozuela apenas!

—¿Mozuela? ¡Truhana!

—A lo visto se cargó a seis hombres, la bruta, en la arena de Claremont...

—Y a cuántos no habrá matao antes... Diablilla...

—¡Una loba!

—Y la yegua, mirarla, la yegua. Maravilla de sangre pura... Y allá, ajunto las alforjas de Bonhart, qué espada... Vaya maravilla...

—¡Dejadla! —ladró Dacre Silifant—. ¡No la toquéis! ¿Qué es eso de meter la mano en cosas ajenas? ¡Tampoco toquéis ni empujéis a la moza, no la insultéis ni la hagáis desprecios! Mostrad algo de compasión. No huye, de modo que no habrá que castigaila antes del alba. Que al menos hasta entonces tenga un sueño reparador.

—Si la moza ha de ir a la muerte —mostró los dientes Cyprian Fripp el Joven— a lo mesmo podíamos alegrarla y endulzarla sus horas últimas, ¿no? ¿Echarla a la paja y jodémosla?

—¡Claro! —se rió Cabernik Turent—. ¡Podríase! Preguntemos a Antillo, si podemos...

—¡Yo os digo que no podéis! —le cortó Dacre—. ¡No sus ronda más que una cosa por los cerebelos, jodidos pajilleros! Dije que dejarais a la moza en paz. Andrés, Stigward, quedarsus aquí con ella. No la quitéis el ojo de encima, no sus vayáis ni un pie. ¡Y a quienes se acerquen, con el palo!

—¡Oh, vaya! —dijo Fripp—. Si es no, pues no, nos da igual. Vamos, chachos, al río, que los del pueblo andan asando cochinillo y camero pa la comilona. Que hoy es el Igualamiento, la romería. Mientras los señoritos parlotean, bien podemos nosotros celebrarlo.

—¡Vamos! Saca, Dede, algún garrafón de aguardiente. ¡A beber! ¿Podemos, señor Silifant? ¿Señor Harsheim? Hoy es fiesta y a la noche talmente que no nos vamos.

—¡Vaya una idea donosa! —Silifant frunció el ceño—. ¡Parrandas y bebercios es lo que tenéis en la testa! ¿Y quién se queda aquí, pa ayudar a cuidar de la moza y estar presto a la llamada de don Stefan?

—Yo me quedo —dijo Neratin Ceka.

—Y yo —dijo Kenna.

Dacre Silifant los miró con atención. Por fin agitó la mano aceptándolo. Fripp y compañía lo agradecieron con un grito desafinado.

—¡Mas tenerme cuidado en la verbena ésa! —les advirtió Ola Harsheim—. ¡No sus echéis a las mozas no sea que algún aldeano sus pinche con el biemo en las partes blandas!

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