La Tierra permanece (21 page)

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Authors: George R. Stewart

Tags: #ciencia ficción

BOOK: La Tierra permanece
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Em no respondió, e Ish, enojado, pensó en las hogueras. Imaginó las maderas sacadas de un aserradero y los rollos de papel higiénico. Las cajas de fósforos daban hermosas llamas azules. En otro tiempo aquella hoguera hubiese costado diez mil dólares. Hoy esos materiales eran aún más preciosos, pues no podían reemplazarse.

—No te atormentes, querido —susurró Em—. Es hora de dormir.

Ish se acercó a ella, y apoyó la cabeza en su pecho, y le pareció como otras veces que Em le comunicaba fuerza y confianza.

—No me atormento demasiado —dijo—. Quizá me divierta ver el futuro muy negro, e imaginar que vivimos peligrosamente.

Calló un momento. Em no replicó, e Ish pensó en voz alta:

—¿Recuerdas? Yo decía lo mismo hace mucho tiempo. Debemos crear, y no vivir del pillaje. No nos conviene, incluso psicológicamente. Lo decía antes de que naciese Jack.

—Sí, recuerdo. Lo repetiste bastantes veces. Sin embargo, es mucho más fácil abrir latas de conservas, mientras haya latas en almacenes y tiendas.

—Pero cualquier día se agotarán las reservas. ¿Qué harán entonces las gentes?

—Las gentes resolverán entonces ellas mismas el problema. Querido, te lo ruego, no te atormentes tanto. Sería distinto si hubiera aquí otros hombres como tú, hombres que prevén siempre el futuro. Pero todos somos gente común: Ezra, George, yo. Darwin, me parece, dijo que descendíamos del chimpancé o del orangután. Y creo que los chimpancés no piensan mucho en el porvenir. Si descendiéramos de abejas u hormigas seríamos más previsores, y si nuestros antepasados fueran las ardillas, almacenaríamos nueces para el invierno.

—Quizá. Pero en los viejos tiempos todos pensaban en el futuro. Piensa en la civilización que llegaron a edificar.

—Y disfrutaban con Dotty no sé cuántos y Charlie McCarthy, como dice Ezra. —Em cambió de tema—: Y ese pillaje, como lo llamas, ¿por qué te atormenta tanto? ¿Era tan diferente antes? Si necesitas cobre, entras en una ferretería y te lo llevas. En los viejos tiempos sacaban el cobre de las montañas. Mineral de cobre, es cierto, pero era lo mismo un pillaje. En cuanto a los alimentos, se explotaban las riquezas del suelo y se las transformaba en trigo. Nosotros obtenemos lo que necesitamos en los almacenes. No veo una gran diferencia.

Este razonamiento desconcertó por un rato a Ish. Pero en seguida volvió a la carga.

—No, no era así —dijo—. Nuestros predecesores creaban más que nosotros. El mundo estaba en continua actividad. Producían lo que consumían.

—No estoy tan segura —replicó Em—. Recuerdo haber leído en los suplementos dominicales de los diarios que un día se acabarían el cobre y el petróleo, y que se agotaría el suelo y no tendríamos qué comer.

Una larga experiencia le decía a Ish que Em deseaba dormir. No replicó. Pero no pudo conciliar el sueño y se puso a pensar. Recordó las horas que habían seguido al Gran Desastre, cuando imaginaba cómo resucitar la civilización. Y sus reflexiones filosóficas sobre la transformación del mundo. Unas veces el hombre luchaba tenazmente contra el medio; otras, el medio cambiaba al hombre. Sólo una inteligencia muy poderosa podía imponerse al mundo.

Recordó entonces al pequeño Joey, el niño precoz de clara mirada, el único que parecía comprenderlo enteramente. Imaginó a Joey adolescente, a quien podría hablarle sin reticencia. Y hasta preparó su discurso.

Tú y yo, Joey, le diría, somos de la misma rama. Ezra, George y todos los demás son buena gente. Gente simple y normal. La humanidad necesita muchos como ellos, pero les falta la chispa que enciende el fuego. ¡Nosotros somos esa chispa!

Y de Joey, la cima, Ish pasó revista, rápidamente, a los otros, hasta llegar a Evie, lo más bajo. ¿No se habían equivocado al conservar a Evie con ellos? Había un remedio para esos casos, recordó. La eutanasia. La muerte misericordiosa, como decían antes. Pero, en aquel grupito, ¿quién podía arrogarse el derecho de suprimir a un ser como Evie, aunque ella no conociese la felicidad, ni hiciera feliz a nadie? La responsabilidad de esta decisión sólo podía recaer sobre un jefe supremo. La simple autoridad de un padre americano, la opinión de un grupo de amigos no bastaban. El problema se resolvería más tarde. No con relación a Evie quizá. Pero nacería una organización, y se actuaría enérgicamente.

Vio con tanta claridad aquel mundo futuro, que se agitó bruscamente, como si ya ordenase hacer frente a alguna eventualidad.

Em no se había dormido aún, o el movimiento de Ish la había despertado.

—¿Qué te pasa, querido? —preguntó—. Das saltos como un cachorro que sueña con un león.

—Algún día cambiarán las cosas —dijo Ish, como si Em hubiera seguido sus pensamientos.

—Sí, ya lo sé —dijo ella—. Habrá que hacer algo. “Organizarse” creo que es la palabra. Prevenirse para el futuro.

—¿Adivinas el pensamiento?

—Bueno, querido, lo has dicho tantas veces... Es como una idea fija. Siempre que llega un nuevo año, George habla de la nevera y tú hablas de los cambios y los peligros. ¡Y nada ha cambiado aún!

—Sí, pero algo ocurrirá un día. Es inevitable. Verás como tengo razón.

—Tienes razón, querido. Sigue atormentándote. No puedes vivir sin preocupaciones. Y esta preocupación, me parece, no te hará daño.

Em no dijo nada más. Abrazó a Ish y lo apretó contra su cuerpo. Ish se tranquilizó y se durmió.

De la cañería rota sigue manando agua, que forma un río. Ni una sola gota llega a los depósitos. Al mismo tiempo, por mil fisuras que aparecieron en el curso de los años, por los grifos que nadie cerró en el momento del Gran Desastre, por las grietas que abrió el temblor de tierra, se escurre constantemente el agua, y el nivel desciende en los depósitos.

2

Como Ish había anunciado, nada se hizo. Pasaron las semanas. Ningún hombre jadeó tratando de llevar la nevera a lo alto de la loma, ninguna azada golpeó volcando la tierra. De cuando en cuando, Ish se inquietaba, pero en general la vida seguía su camino, y él mismo se dejaba arrastrar por la despreocupación de sus compañeros. Con sus viejos hábitos de observador científico, aun manteniéndose aparte, seguía preguntándose qué iría a ocurrir.

Pensaba a veces que la brusca desaparición de la sociedad secular seguía afectando a todos sus compañeros. La antropología citaba muchos ejemplos similares. Los cazadores de cabezas y otros indios, privados de sus ocupaciones tradicionales, habían perdido hasta la voluntad de vivir. Las nuevas leyes les prohibían robar caballos o cazar cabelleras, y ya nada deseaban. Otras veces, un clima suave y abundancia de alimentos quitaban al hombre toda idea de progreso. Así, en los trópicos, en algunas islas de los mares del Sur, los isleños se alimentaban exclusivamente de bananas. ¿O habría aquí otra causa?

Ish intentaba en realidad resolver un problema que intrigaba a los filósofos desde los albores de la civilización humana: el de las fuerzas dinámicas de la sociedad. ¿Por qué la sociedad se transforma? El estudioso Ish era más afortunado que Cohelet, Platón, Malthus o Toynbee. Tenía ante los ojos una sociedad reducida que podía someterse a verdaderas experiencias de laboratorio.

No obstante, cada vez que alcanzaba este punto de su razonamiento, Ish sentía que esa simplicidad era sólo aparente. Dejaba de ser un sabio para convertirse en un hombre, y adoptaba una actitud no muy distinta de la de Em. Esta sociedad de San Lupo no era el macrocosmos puro y simple de un filósofo, un pequeño acuario arrebatado al océano de la humanidad. No. Era un grupo de individuos. Era Ezra, Em, los muchachos... y sí, Joey. Si cambiaran los individuos la situación ya no sería la misma. Bastaría cambiar un solo individuo. Por ejemplo, en lugar de Em... Dotty Lamour. O bien, en lugar de George, uno de los grandes pensadores que había conocido en la universidad, el profesor Sauer. Todo sería también diferente.

Pero ¿podía asegurarlo? Quizá no. Quizás el ambiente se impusiera a todos, incluso a los gigantes.

Sin embargo, Em se equivocaba cuando temía que las preocupaciones le trajesen a Ish alguna úlcera o una enfermedad nerviosa. Al contrario, apasionándose con sus observaciones, Ish se interesaba aún más en la vida. Desde los días del Gran Desastre se había asignado el papel de testigo en un mundo que había perdido a sus dueños. Habían pasado veintiún años, y los cambios eran aún demasiado lentos para que fuesen visibles de un día a otro, o aun de un mes a otro. El problema de la sociedad —su adaptación, su renacimiento— ocupaba ahora toda su atención.

Y otra vez debía corregir su pensamiento. No podía, ni debía, limitarse a ser un observador, un sabio. Platón y los otros filósofos habían podido permitirse mirar el mundo y hacer comentarios más o menos sarcásticos. Sus obras habían influido en las generaciones futuras, pero no habían sido responsables del desarrollo y crecimiento de la sociedad. Raramente el pensador había sido también un jefe: Marco Aurelio, Tomás Moro, Woodrow Wilson. Ish no se creía un jefe, en el sentido exacto del término, pero era el intelectual, el pensador de una pequeña comunidad. Inevitablemente, los otros recurrían a resolver las dificultades; en caso de grave peligro todos le pedían protección.

Obsesionado por esta idea, había buscado muchas veces en la biblioteca municipal biografías de pensadores que hubiesen sido también jefes. La suerte de estos hombres no era envidiable. Marco Aurelio había agotado, en cuerpo y alma, en sangrientas e infructuosas campañas en las fronteras del Danubio. Tomás Moro había subido al cadalso, y más tarde, destino irónico, había sido canonizado como mártir de la Iglesia. A los ojos de sus biógrafos, Wilson había sido también un mártir, pero ninguna Iglesia de la paz lo había declarado santo. No, el intelectual no se había distinguido en el poder. Sin embargo, en una sociedad que sólo contaba con treinta y seis miembros, Ish podía influir en el futuro más que un emperador, un canciller o un presidente de los viejos días.

La primera semana del año, unas lluvias torrenciales ayudaron a mantener el nivel del agua en los tanques. Luego, un poco antes que de costumbre, se inició el período de sequía de mediados de invierno.

Como la sangre de un leviatán que brotase por miles de orificios, diminutos como pinchazos de alfiler, el agua vital se escurre por los grifos abiertos, las conexiones flojas y los agujeros de las tuberías.

Y ahora en el tanque, donde el indicador inmóvil señalaba un nivel de seis metros, sólo había una delgada capa de agua.

Aquella mañana Ish despertó y vio que era un hermoso día de sol. Había dormido bien y se sentía descansado. Em se había levantado ya, y los ruidos familiares que venían de la cocina anunciaban que el desayuno no tardaría. Se quedó acostado algunos minutos, disfrutando de su bienestar. Le agradaba quedarse así en cama, y no sólo los domingos como antes. En la nueva vida no se consultaban ansiosamente los relojes, y nadie se apresuraba a tomar el tren de las 7,53. Esta libertad, desconocida en los viejos tiempos, convenía a la independencia de su carácter.

Al fin se levantó y afeitó. No había agua caliente, aunque no la necesitaba. Un mentón hirsuto no hubiera molestado a nadie, pero después de afeitarse sentía una agradable sensación de limpieza y bienestar.

Se puso luego una camisa limpia y unos pantalones de sarga azul, se calzó unas cómodas zapatillas, y bajó a desayunar.

Cuando entraba en la cocina, Em, con una voz más alta que de costumbre, decía:

—Josey, mi pequeña, ¿por qué no abres más ese grifo?

—Pero, mamá, no se puede abrir más.

Ish entró y vio a Josey con la tetera debajo del grifo. El agua caía gota a gota.

—Buenos días —saludó—. Le diré a George que revise las tuberías. Josey, ve a buscar agua a un grifo del jardín.

Josey echó a correr e Ish besó a Em y le habló de sus planes para el día. Pasó un rato y al fin Josey volvió con la tetera llena.

—Salió mucha agua al principio —dijo—, pero se acabó en seguida.

—¡Qué fastidio! —se quejó Em—. No tenemos agua para lavar los platos.

Ish reconoció el tono de voz. La situación era crítica y Em esperaba que los hombres la ayudaran.

Sirvieron el desayuno en el comedor. Ish se sentó a la cabecera y Em enfrente. Ahora sólo quedaban cuatro hijos en la casa. Robert, de dieciséis años, casi un hombre según las normas de la Tribu, estaba en un extremo; a su lado se sentaba Walt, de doce años, alto y activo, y enfrente, cerca de la puerta de la cocina, Joey y Josey, que ayudaban a preparar el desayuno, poner la mesa, servir, y lavar la vajilla.

Ish no pudo dejar de pensar que esta escena familiar no era muy distinta de otras de los viejos días. En su juventud, ciertamente, no había deseado tantos hijos. Pero la familia seguía siendo la misma, como en todos los tiempos y todas las sociedades: el padre, la madre y los hijos; una célula básica y biológica más que social. Al fin y al cabo, pensó, la familia era la más duradera de todas las instituciones. Había precedido a la civilización, y ahora la sobrevivía.

Había jugo de pomelo... envasado, por supuesto. Ish dudaba que aquellos jugos insípidos conservaran alguna vitamina. Pero aun así, eran refrescantes, y por lo menos no hacían daño. No había huevos, pues gallinas no habían sobrevivido al Gran Desastre. No había tampoco jamón, difícil de encontrar, y no se veían cerdos en los alrededores. El jamón había sido reemplazado, ventajosamente, aun para el gusto de Ish, por sabrosas y doradas costillas de buey. Los niños las preferían a cualquier otro alimento. Acostumbrados desde su infancia a alimentarse de carne, eran resueltamente carnívoros. Ish y Em, en cambio, preferían las tostadas y los cereales. Pero como las ratas y gusanos habían devorado los paquetes de harina y avena, se contentaban con sopas de sémola de maíz. Echaban a la sémola leche condensada, y la endulzaban con algún jarabe, pues las ratas y la humedad habían acabado con el azúcar. Los adultos bebían también café. Ish ponía en el suyo leche y jarabe; Em lo prefería amargo y negro. El café, como el jugo de pomelo, había perdido casi todo su aroma.

Este desayuno tipo había sido adoptado poco a poco. Era bastante satisfactorio, y para añadirle vitaminas comían fruta fresca. Aunque las heladas, los insectos y los conejos habían devastado las huertas, y había que recurrir a fresas y frambuesas silvestres, manzanas no muy agusanadas y ciruelas ácidas que crecían en árboles silvestres.

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