Pero fue un año memorable también por otras razones. Hubo una gran sequía, y pocos pastos, y los flacos bovinos, demasiado numerosos, iban de un lado a otro en busca de comida. Enloquecidos por el hambre, una noche echaron abajo la cerca del huerto. El ruido despertó a los hombres, que descargaron sus fusiles casi a bocajarro contra las asustadas bestias. Pero el huerto quedó arrasado y, amarga ironía, sin que un solo animal satisficiera su hambre.
Luego aparecieron las langostas. Cayeron del cielo un día y devoraron todo lo que había escapado al ganado. Comieron las hojas de los árboles, y las frutas, hasta que los carozos colgaron de las ramas desnudas de los árboles. Poco después las langostas murieron y un olor nauseabundo apestó la atmósfera.
Y cientos de cadáveres de vacas cubrían los lechos secos de ríos y pantanos. El hedor se hizo intolerable. Y la tierra estaba tan oscura y desnuda que parecía que nunca se recobraría.
La colonia estaba horrorizada. Ish intentaba explicar a sus compañeros que eran calamidades naturales en aquel período de transición. En condiciones atmosféricas adecuadas, la invasión de langostas, por ejemplo, era inevitable, pues los insectos proliferaban en campos donde nadie los perseguía. Pero la fetidez y el aspecto desolado de la tierra los hacía sordos a todas las explicaciones. George y Maurine buscaron consuelo en los rezos. Jean se burló abiertamente y declaró que los sucesos de los últimos años no invitaban a confiar en Dios. Molly, presa de una verdadera neurastenia, sufría crisis de llanto. A pesar de la lógica de sus razonamientos, Ish desesperaba del porvenir. Sólo Ezra y Em parecían resignarse.
Los niños mayores no se mostraban muy afectados. Bebían con entusiasmo su leche condensada, y el hedor de la descomposición no parecía quitarles el apetito. John —a quien llamaban Jack—, de la mano de su padre, miró distraídamente una vaca que agonizaba al sol. El espectáculo le parecía natural.
Pero los niños de pecho, salvo el último bebé de Em, parecían absorber con la leche la angustia de sus madres. Se agitaban y lloriqueaban. Las madres se inquietaban todavía más. Era un círculo vicioso.
Octubre fue una larga pesadilla.
Y luego ocurrió un milagro. Dos semanas después de las primeras lluvias, una alfombra verde cubrió las colinas. Renació la felicidad. Molly y Maurine lloraron de alegría. Ish mismo se sintió aliviado, pues la desesperación de los otros había hecho tambalear su confianza en el poder de recuperación de la tierra. Hasta se había preguntado si no habrían muerto todas las semillas.
Cuando llegó el solsticio de invierno, todos se reunieron otra vez al pie de las rocas para grabar un número y bautizar el año. Titubearon un momento. Si se quería guardar un buen recuerdo, podían llamarlo el año de los cuatro niños. Pero era también el de las vacas muertas y el de las langostas. Al fin y al cabo, había sido un año de desgracias, así que se lo llamó simplemente el año malo.
El año 7 no fue mejor. De pronto, los pumas invadieron toda la región. No se podía salir sin un fusil y un perro que daba la alarma y no se separaba de las piernas del amo. Los pumas no se atrevían a atacar al hombre, pero mataron a cuatro perros, y uno nunca podía saber si alguna fiera no le caería encima desde la rama de un árbol. Los niños vivieron encerrados en las casas. Ish adivinaba sin esfuerzo las causas de la invasión. El año de los toros había sido un buen año para los pumas, y se habían multiplicado. La sequía había diezmado luego los rebaños, y las fieras carniceras bajaban de las montañas.
Un día ocurrió el accidente que todos temían. Ish apuntó mal con su fusil a un puma, y sólo le rozó el lomo. El animal, furioso, saltó sobre él y lo hirió seriamente antes que Ezra pudiese intervenir. Ish cojeó desde entonces un poco, y no podía quedarse sentado mucho tiempo en la misma posición. Se cansaba mucho al conducir el coche, pero por ese entonces las carreteras estaban ya muy estropeadas, los coches se descomponían fácilmente, y no había muchos lugares donde ir. Aquel año fue bautizado el año de los pumas.
El año 8 fue relativamente tranquilo. Se lo llamó el año de la visita a la iglesia. El nombre divertía a Ish, pues implicaba que el experimento había comenzado y terminado al mismo tiempo.
Aquellos siete americanos pertenecían a muy distintos cultos, y no había entre ellos ningún fervoroso creyente. Ish había estudiado el catecismo en la infancia, pero cuando Maurine le preguntó a qué religión pertenecía, dijo que era escéptico. Ella, que nunca había oído la palabra, no la entendió, y desde entonces llamó a Ish miembro de la iglesia escéptica.
En cuanto a Maurine, era católica, como Molly. Las dos mujeres se persignaban de cuando en cuando, o rezaban un Ave María, pero no podían confesarse ni asistir a misa. Aparentemente, pensaba Ish, la Iglesia católica no había previsto que un día no habría nadie en el trono de San Pedro, y que los fieles sólo serían dos ovejas sin pastor.
George era metodista, y diácono. Pero carecía de elocuencia, y era incapaz de organizar una congregación. Ezra toleraba cualquier creencia, pero rehusaba toda profesión de fe. Sus convicciones no eran, pues, muy profundas. Jean había sido miembro de una vociferante secta moderna, los Hijos de Cristo. Pero en el momento del Gran Desastre, las plegarias de los fieles habían quedado sin respuesta, y había perdido la fe. Em, que no recordaba voluntariamente el pasado, era reticente. A Ish le parecía que no rezaba nunca. Pero de cuando en cuando, y aparentemente sin entusiasmo religioso, entonaba algunos cánticos y
spirituals
con su cálida voz de contralto.
George y Maurine, olvidando la larga enemistad de sus iglesias, fueron los primeros en hablar de oficios religiosos, «a causa de los niños». Apelaron a Ish, que era una especie de jefe, sobre todo en las cuestiones intelectuales. Maurine, mostrando un amplio criterio, declaró que no se opondría a que los servicios se celebraran «a la manera escéptica».
Ish se sintió tentado. Poco le costaba fundar una religión mezclando los ritos de distintos cultos. Daría así a sus compañeros una sensación de comodidad y confianza que en verdad necesitaban a menudo, y la comunidad sería más unida y fuerte. George, Maurine y Molly se adherirían con entusiasmo; Jean se convertiría; Ezra no haría objeciones. Pero la mentira repugnaba a Ish, y Em, no lo olvidaba, no se dejaría engañar.
Al fin celebraron un oficio todos los domingos. George había llevado cuenta exacta de los días de la semana. Cantaban cánticos, leían pasajes de la Biblia, y de pie, con la cabeza desnuda, alzaban al cielo una plegaria silenciosa.
Pero durante esos minutos de silencio, Ish nunca rezó. Em y Ezra hicieron probablemente lo mismo. Jean, resueltamente hostil, no se unió a sus compañeros. Con más fervor, o más hipocresía, Ish hubiera podido convencerla. Pero en realidad aquellos oficios dominicales favorecían más las querellas que la unidad, y la impostura más que la religión. Un día, de pronto, Ish decidió interrumpir los oficios. Diplomáticamente, declaró que los rezos en silencio se prolongarían indefinidamente, pues «cada uno los diría en su corazón según su deseo».
Molly opinó que la idea era conmovedora, y derramó unas lágrimas. Así el experimento religioso tuvo buen fin.
A principios del año 9, la colonia se componía de siete adultos, incluida Evie, y trece niños de distintas edades, desde los recién nacidos hasta Ralph, el hijo de Molly, que tenía nueve años, y Jack, el hijo de Ish y Em, de ocho.
Todos miraban con optimismo el porvenir de la Tribu, nombre que habían adoptado definitivamente. Los nacimientos eran recibidos siempre con gran regocijo, como si las sombras retrocedieran un poco más, y se ampliara el círculo de luz.
Poco después de año nuevo, un anciano de buen aspecto llamó una mañana a casa de George. Era uno de esos viajeros que de cuando en cuando, pero cada vez más raramente, venían a pedir asilo.
Lo recibieron con los brazos abiertos, pero, como otros, no pareció emocionarse con esa hospitalidad. Sólo se quedó una noche y partió sin despedirse.
Casi en seguida, todos se sintieron mal, e irritables. Los bebés lloraban. De pronto se declararon anginas, y resfriados, y dolores de cabeza. Una epidemia había caído sobre la Tribu.
En los últimos años, la salud de toda la comunidad había sido increíblemente buena. A Ezra y algunos otros les habían dolido las muelas. George se quejaba de dolores articulares a los que daba el viejo nombre de reumatismo. A veces una herida se infectaba. Pero hasta los resfriados no eran más que un recuerdo, Y sólo dos enfermedades aparecían de cuando en cuando. Una de ellas atacaba a los niños; mostraba muchos síntomas del sarampión, y quizá lo era. La otra empezaba con un violento dolor de garganta, pero las sulfamidas la hacían desaparecer tan rápidamente que nadie conocía su curso. Mientras hubiese sulfamidas en las farmacias, Ish no creía necesario permitir que la enfermedad evolucionara para satisfacer una mera curiosidad científica.
Esta ausencia casi total de enfermedades era para las gentes inclinadas a la superstición, como George y Maurine, un verdadero milagro. Imaginaban que Dios había castigado a la raza humana con una terrible epidemia, y que ahora, a guisa de compensación, había decidido suprimir los males menores... Del mismo modo, después del Diluvio había mostrado en el cielo el más hermoso de los arcos iris, señalando así que su ira se había calmado.
Para Ish la explicación era más simple. La muerte de tantos seres humanos había roto la cadena de la mayoría de las infecciones, y muchas enfermedades habían muerto, podía decirse, junto con sus bacterias. Seguían existiendo, desde luego, las enfermedades de los organismos gastados, como el aneurisma, o el cáncer, o el reumatismo de George. Y los animales transmitían también algunos males, como la tularemia. Aquí y allá, algún sobreviviente afectado de alguna enfermedad crónica la transmitía a los otros. Así, sin duda, había sobrevivido el sarampión.
El viejo, recordaron todos un poco tarde, se sonaba la nariz muy frecuentemente. Tenía probablemente infectados los senos frontales y había pasado a sus huéspedes aquella afección que se creía desaparecida, y que en otro tiempo se conocía como «resfriado de cabeza».
De todos modos era un espectáculo casi cómico ver a aquellas gentes que habían disfrutado hasta entonces de una salud tan extraordinaria, tosiendo, estornudando, sonándose la nariz y lloriqueando.
Afortunadamente, el resfriado siguió su curso, sin complicaciones, y algunas semanas más tarde todos habían curado. El resto del año, Ish vivió temiendo otra epidemia. La infección, latente, podía rebrotar y propasarse a toda la Tribu. Pero el calor de aquel verano, particularmente seco, terminó con los últimos microbios. Ish se felicitó. En los viejos días se había resfriado muy a menudo, y ahora decía, no totalmente en broma, que la desaparición del resfriado compensaba ampliamente la pérdida de la civilización.
El otoño, sin embargo, trajo desgracias mayores. Sin que se supiera exactamente por qué, tres niños sufrieron unas fuertes diarreas y murieron. Probablemente habían ido a jugar a alguna casa de los alrededores y habían encontrado algún veneno, un insecticida quizá. Lo habían probado por curiosidad, lo habían encontrado dulce, y se lo habían repartido. Aun muerta, la civilización tendía sus trampas.
Entre esos niños se encontraba un hijo de Ish. Ish había temido siempre una desgracia semejante y había pensado en el dolor de Em. Em lloró a su hijo, pero Ish no conocía aún toda su fortaleza. Su amor a la vida era tan apasionado que llegaba a aceptar la muerte como parte de la vida. Molly y Jean, madres de los otros niños, manifestaron ruidosamente su dolor y rechazaron todo consuelo. Habían nacido dos nuevos niños; no obstante, por primera vez, el número total de la Tribu había disminuido en el curso de doce meses. Ese año se llamó el año de los muertos.
El año 10 pasó sin incidentes y tuvieron dificultades en encontrarle un nombre. Pero cuando llegaron a la roca, e Ish tomó el martillo y el cincel para grabar los números, los niños, por primera vez, manifestaron su voluntad, y decretaron que ese año sería el año de la pesca. Algunos meses antes, habían descubierto que en la bahía abundaban unos magníficos róbalos, y habían organizado alegres partidas de pesca. Estos peces eran un buen alimento, y habían sido auténtica fuente de diversión. En general, pensaba Ish bastante sorprendido, nadie parecía buscar distracciones. Había tanto que hacer para asegurar el bienestar material, y esta tarea brindaba tantas satisfacciones, que los juegos no los tentaban.
En el año 11, Molly y Jean tuvieron niños, pero el hijo de Molly no sobrevivió al parto. Fue una gran desgracia; era el primer niño que moría al nacer. Ahora todas las mujeres eran hábiles comadronas. Quizá Molly tenía demasiados años.
Cuando llegó la hora de bautizar el año, hubo una discusión entre viejos y jóvenes. Los padres habían elegido un nombre: el año de la muerte de Princesa... La perra había muerto después de algunos meses de enfermedad. Nadie conocía su edad exacta; cuando Ish la había recogido, tanto podía tener un año como tres o cuatro. Había sido hasta el fin la misma Princesa, con la que se tenían todos los miramientos, caprichosa, siempre dispuesta a seguir la pista de algún conejo imaginario cuando uno la necesitaba. A pesar de tantos defectos, sabía hacerse querer, y durante un tiempo había vivido en San Lupo casi como un ser humano.
Ahora tenían docenas de perros, casi todos hijos, nietos y bisnietos de Princesa, que desaparecía de cuando en cuando para encontrar un viejo amigo entre los perros salvajes o elegir un nuevo pretendiente. Después de tantos cruces, sus descendientes eran de una raza incierta, y no se le parecían ni por la talla, ni por el color, ni por el carácter.
Pero para los niños Princesa era sólo una vieja perra, no muy interesante, con la que no se podía contar. Según ellos el año debía llamarse el año de las esculturas de madera, y después de algunas dudas Ish se mostró de acuerdo, aunque Princesa había sido su amiga. Lo había arrancado a tantos tristes pensamientos, lo había librado del miedo, y lo había llevado con saltos y ladridos a la casa donde había encontrado a Em. Y quizá sin ella hubiera continuado su camino. Pero Princesa había muerto ahora, pertenecía al pasado.
Pronto los niños ni siquiera recordarían su nombre. Princesa se hundiría en el olvido. A Ish se le heló el corazón. Él también envejecería, y sería una sombra del pasado. Lo llamarían un tiempo vieja momia, luego moriría y lo olvidarían. Así ocurría siempre. Y luego, mientras los otros discutían, pensó en las esculturas en madera. Habían llegado a ser una manía como las pompas de jabón o el
mah-jongg
de los viejos tiempos. De pronto, todos los niños habían invadido los aserraderos en busca de hermosas maderas de abeto para tallar en ellas bueyes, perros u hombres. Los primeros ensayos fueron torpes, pero algunos niños pronto se mostraron muy diestros. El entusiasmo se apagó con los días, aunque siguió siendo un pasatiempo agradable para las tardes de lluvia.