Ulan Dhor vaciló. ¿Era la mujer de gris, entonces, un fantasma? Si era así, ¿por qué no lo decía claramente el pescador?
El gaun, con una insolente tranquilidad, echó a andar hacia un largo edificio de oscuros arcos desmoronados.
Ulan Dhor echó a correr a través de la blanca plaza de la antigua Ampridatvir.
El monstruo se volvió para enfrentarse a él y lanzó hacia delante un gran y nudoso brazo, tan largo como alto era un hombre, terminado en un manojo de dedos cubiertos de un blanco pelo. Ulan Dhor dio un tremendo golpe con su espada; el antebrazo del gaun colgó de la desgarrada carne y de un casi seccionado hueso.
Saltando hacia atrás para evitar el chorro de sangre, Ulan Dhor eludió la presa del otro brazo que intentaba agarrarle por el otro lado. Golpeó de nuevo, otro gran tajo, y el segundo antebrazo colgó fláccido, también casi seccionado. Se acercó de un salto, apuntó su hoja a los ojos de la criatura y golpeó con todas sus fuerzas en la caja craneana de la bestia.
La criatura murió en medio de una serie de locas contorsiones y saltos maníacos que la llevaron danzando a todo alrededor de la plaza.
Ulan Dhor, jadeando, dominando la náusea, miró a la mujer de ojos desorbitados. Estaba poniéndose débilmente en pie. Tendió una mano para ayudarla, y observó que era esbelta y joven, con un pelo rubio que descendía libremente hasta la altura de su barbilla. Tenía un rostro hermoso y agradable, pensó Ulan Dhor…, sincero, de ojos claros, inocente.
Ella pareció no darse cuenta de la presencia del hombre, ocupada en envolverse de nuevo en su capa gris, medio vuelta hacia un lado. Ulan Dhor empezó a temer que la impresión hubiera afectado su mente. Avanzó unos pasos y miró directamente a su rostro.
—¿Te encuentras bien? ¿Te ha hecho algún daño la bestia?
La sorpresa se reflejó en el rostro de ella, casi como si Ulan Dhor fuera otro gaun. Su mirada rozó su capa verde, se desvió rápidamente a su rostro, a su pelo negro.
—¿Quién… eres? —susurró.
—Un extranjero —dijo Ulan Dhor—, y muy desconcertado por las costumbres de Ampridatvir. —Miró a su alrededor en busca de los pescadores; no se les veía por ninguna parte.
—¿Un extranjero? —preguntó la muchacha—. Pero el Tracto de Cazdal nos dice que los gauns han destruido a todos los hombres excepto a los Grises de Ampridatvir.
—Cazdal es tan incorrecto como Pansiu —observó Ulan Dhor—. Quedan aún muchos hombres en el mundo.
—Debo creerlo —dijo la muchacha—. Tú hablas, existes…, eso está claro.
Ulan Dhor observó que ella mantenía sus ojos clavados en su capa verde. Hedía a pescado; sin pensarlo dos veces, se la quitó y la echó a un lado.
La mirada de la muchacha se clavó ahora en su chaqueta roja.
—Un Incursor…
—¡No, no, no! —exclamó Ulan Dhor—. A decir verdad, considero todo esto de los colores más bien aburrido. Soy Ulan Dhor de Kaiin, sobrino del príncipe Kandive el Dorado, y mi misión es buscar las tabletas de Rogol Domedonfors.
La muchacha sonrió débilmente.
—Eso hacen los Incursores, y para ello se visten de rojo, y así las manos de todos se vuelven contra ellos, porque cuando van vestidos de rojo, ¿quién sabe si son Grises o…?
—¿O qué?
Ella pareció confusa, como si aquella faceta de la cuestión no se le hubiera ocurrido.
—¿Fantasmas? ¿Demonios? Hay extrañas manifestaciones en Ampridatvir.
—Más allá de toda discusión —admitió Ulan Dhor. Miró al otro lado de la plaza—. Si lo deseas, te acompañaré hasta tu casa; y quizás haya en ella algún rincón donde pueda dormir esta noche.
—Te debo mi vida —dijo la muchacha—, y te ayudaré en la medida que pueda. Pero no me atrevo a llevarte a mi casa. —Sus ojos descendieron a lo largo del cuerpo del hombre hasta detenerse en sus pantalones verdes, y entonces se apartaron—. Habría confusión e interminables explicaciones…
Ulan Dhor dijo ambiguamente:
—Tienes un compañero, ¿eh?
Ella le miró rápidamente…, una extraña coquetería, un extraño escarceo allá a las sombras de la antigua Ampridatvir, la muchacha enfundada en una tosca capa gris, la cabeza inclinada hacia un lado y el amarillo pelo cayendo en cascada sobre sus hombros; Ulan Dhor elegante, oscuramente aquilino, en pleno dominio de su ser.
—No —dijo ella—. No hay nadie, por ahora. —Un ligero sonido la sobresaltó; se estremeció, miró temerosa al otro lado de la plaza.
—Es posible que haya más gauns. Puedo llevarte a un lugar seguro; luego, mañana, podemos hablar…
Lo condujo cruzando el arco de un portal a una de las torres, subieron a un entresuelo.
—Estarás a salvo aquí hasta la mañana. —Dio un apretón a su brazo—. Te traeré comida, si me esperas…
—Te esperaré.
La mirada de la muchacha se posó con aquel extraño titubeo en su chaqueta roja, luego apenas rozó sus pantalones verdes.
—Y te traeré una capa. —Se fue. Ulan Dhor la vio bajar ágilmente las escaleras y salir de la torre como un espectro. Pronto hubo desaparecido.
Se acomodó en el suelo. Era una sustancia suave y elástica, cálida al tacto… Una extraña ciudad, pensó Ulan Dhor, una extraña gente, reaccionando a insospechadas compulsiones. ¿O existían realmente fantasmas?
Se sumió en una serie de espasmódicas somnolencias, y finalmente despertó para descubrir el suave rosa del amanecer infiltrándose a través del arco del portal.
Se puso en pie, se frotó el rostro y, tras una momentánea vacilación, descendió del entresuelo a la planta baja de la torre y salió a la calle. Un niño con una bata gris vio su chaqueta roja, pasó aleteando sus ojos por sus pantalones verdes, lanzó un chillido de terror y corrió hacia el otro lado de la plaza.
Ulan Dhor retrocedió de vuelta a las sombras con una maldición. Había esperado desolación. Ante la hostilidad podía contraatacar o huir. Pero aquel asombroso temor lo dejaba indefenso.
Una figura apareció en la entrada…, la muchacha. Escrutó las sombras; su rostro era tenso, ansioso. Ulan Dhor se dejó ver. Ella sonrió repentinamente y su rostro cambió.
—Te traje algo para desayunar —dijo—. Y también ropas decentes.
Depositó pan y pescado ahumado ante él, y le sirvió té de hierbas caliente de una jarra de barro.
Mientras comía, Ulan Dhor la estudió, y ella lo estudió a él. Había tensión en sus relaciones; ella se sentía incompletamente segura, y él podía sentir las presiones en su mente.
—¿Cómo te llamas? —preguntó ella.
—Soy Ulan Dhor. ¿Y tú?
—Elai.
—Elai… ¿Eso es todo?
—¿Necesito más? Es suficiente, ¿no?
—Oh, por supuesto.
Ella se sentó delante de él, con las piernas cruzadas.
—Háblame del lugar de donde vienes.
—Ascolais es ahora en su mayor parte un gran bosque, donde pocos se atreven a aventurarse —dijo Ulan Dhor—. Yo vivo en Kaiin, una ciudad muy antigua, quizá tan antigua como Ampridatvir, pero no tenemos estas torres ni estos caminos flotantes. Vivimos en los palacios de mármol y madera de los tiempos antiguos, incluso los pobres y los más humildes. De hecho, algunas hermosas edificaciones están cayendo en ruinas por falta de ocupantes.
—¿Y cuál es tu color? —preguntó con voz tentativa.
—Eso son tonterías —dijo Ulan Dhor impacientemente—. Llevamos todos los colores; nadie piensa de una forma u otra al respecto… ¿Por qué te preocupas de este modo acerca de los colores? Por ejemplo, ¿por qué llevas el gris y no el verde?
Los ojos de la muchacha aletearon y se apartaron de los suyos; crispó nerviosamente las manos.
—¿El verde? Ése es el color del demonio Pansiu. Nadie en Ampridatvir lleva el verde.
—Por supuesto que hay gente que lleva el verde —dijo Ulan Dhor—. Ayer me encontré con dos pescadores en el mar y llevaban el verde, y ellos me guiaron dentro de la ciudad.
Ella agitó negativamente la cabeza, sonriendo con tristeza.
—Estás equivocado.
Ulan Dhor se echó hacia atrás en su posición sentada. Finalmente dijo:
—Esta mañana un niño me vio y echó a correr chillando.
—Debido a tu chaqueta roja —dijo Elai—. Cuando un hombre desea ganar honor para sí, se pone una chaqueta roja y cruza la ciudad hasta el antiguo templo abandonado de Pansiu, para buscar la mitad perdida de la tableta de Rogol Domedonfors. La leyenda dice que cuando los Grises recuperen la tableta perdida, su poder volverá a ser fuerte.
—Si el templo está abandonado —preguntó secamente Ulan Dhor—, ¿por qué ningún hombre ha tomado la tableta?
Ella se alzó de hombros y miró vagamente al espacio.
—Creemos que está guardada por fantasmas… En cualquier caso, de tanto en tanto es descubierto un hombre vestido de rojo realizando una incursión también en el templo de Cazdal, y es matado inmediatamente. Un hombre de rojo es en consecuencia un enemigo para todos, y todas las manos se vuelven contra él.
Ulan Dhor se puso en pie y se envolvió en la capa gris que le había traído la muchacha.
—¿Qué planes tienes? —quiso saber Elai, levantándose rápidamente.
—Pretendo buscar las tabletas de Rogol Domedonfors, tanto en el templo de Cazdal como en el de Pansiu. La muchacha agitó la cabeza.
—Imposible. El templo de Cazdal es un lugar prohibido a todos menos a los venerables sacerdotes, y el templo de Pansiu está custodiado por fantasmas.
Ulan Dhor sonrió.
—Si me mostraras dónde están situados los dos templos…
—Iré contigo… Pero debes permanecer envuelto en la capa, o las cosas van a ir mal para los dos.
Salieron a la luz del sol. La plaza estaba salpicada de grupos de hombres y mujeres que se movían lentamente. Algunos iban vestidos de verde, otros de gris, y Ulan Dhor observó que no había ningún tipo de relación entre ellos. Los verdes se detenían junto a tenderetes pintados de verde que vendían pescado, pieles, fruta, carne, cerámica, cestos. Los grises se dirigían a tenderetes idénticos pintados de gris. Vio dos grupos de chiquillos, uno con harapos verdes, el otro grises, jugando a diez pasos de distancia, sin dirigirse los unos a los otros ni la más leve ojeada. Una pelota de telas atadas rodó del grupo Gris al grupo Verde. Un chiquillo Gris corrió tras ella, la recogió de debajo de los pies de un chiquillo Verde, y ni siquiera pareció darse cuenta de la existencia del otro.
—Extraño —murmuró Ulan Dhor—. Extraño.
—¿Qué es extraño? —preguntó Elai—. No veo nada extraño…
—Mira —dijo Ulan Dhor—, junto a esa columna. ¿Ves ese hombre con la capa verde? Ella le miró con sorpresa.
—No hay ningún hombre allí.
—Hay un hombre allí —dijo Ulan Dhor—. Mira de nuevo.
Ella se echó a reír.
—Estás bromeando… ¿O acaso puedes ver fantasmas? Ulan Dhor agitó la cabeza, derrotado.
—Sois víctimas de alguna poderosa magia.
La muchacha le condujo hasta una de las carreteras rodantes; mientras eran llevados a través de la ciudad, Ulan Dhor observó un vehículo con forma de bote construido de brillante metal, con cuatro ruedas y un compartimiento transparente.
Lo señaló.
—¿Qué es esto?
—Es un coche mágico. Cuando es apretada una cierta palanca, la magia de los tiempos antiguos le proporciona gran velocidad. Los jóvenes más osados los conducen por las calles… Mira allí —y señaló hacia otro vehículo de aspecto parecido caído en una gran fuente seca—. Ésa es otra de las antiguas maravillas…, un vehículo con el poder de volar por el aire. Hay muchos de ellos esparcidos por toda la ciudad…, en las torres, en las terrazas altas, y a veces, como éste, caídos en las calles.
—¿Y nadie vuela con ellos? —preguntó Ulan Dhor con curiosidad.
—Todos tenemos miedo.
Ulan Dhor pensó que debía ser una maravilla poseer alguno de aquellos vehículos aéreos. Saltó de la carretera rodante.
—¿Dónde vas? —preguntó ansiosamente Elai, yendo tras él.
—Quiero examinar uno de esos coches aéreos.
—Ve con cuidado, Ulan Dhor. Dicen que son peligrosos…
Ulan Dhor miró a través del domo transparente, vio un asiento acolchado, una serie de pequeñas palancas marcadas con signos extraños para él, y una gran bola estriada montada sobre una varilla metálica.
Dijo a la muchacha:
—Ésos son evidentemente los controles del mecanismo… ¿Cómo entra uno en un vehículo así?
—Este botón quizá libere el domo —dijo ella, dubitativa. Pulsó el botón que había señalado; el domo se alzó con un chasquido, despidiendo una vaharada de aire viciado.
—Ahora experimentaré un poco —dijo Ulan Dhor. Se inclinó hacia el interior, bajó un interruptor. No ocurrió nada.
—¡Ve con cuidado, Ulan Dhor! —jadeó la muchacha—. ¡La magia es peligrosa!
Ulan Dhor giró una palanca. El vehículo se estremeció. Tocó otra palanca. El bote lanzó un curioso sonido gimiente, dio una sacudida. El domo empezó a cerrarse. Ulan Dhor echó rápidamente hacia atrás su brazo. El domo encajó en su lugar, sobre un pliegue de su capa gris. El bote dio otra sacudida, hizo un repentino movimiento, y Ulan Dhor fue arrastrado contra su voluntad.
Elai lanzó un grito y sujetó sus tobillos. Maldiciendo, Ulan Dhor se quitó la capa, observó mientras el bote aéreo emprendía un loco curso incontrolado y se estrellaba contra el lado de una torre. Cayó con otro clang de metal y piedra chocando.
—La próxima vez —dijo Ulan Dhor— intentaré…
Se dio cuenta de una extraña presión en el aire. Se volvió. Elai le estaba mirando fijamente, una mano apretada contra su boca, los ojos desorbitados, como si estuviera reprimiendo un grito.
Ulan Dhor miró a su alrededor. La gente que se movía con lentitud de un lado para otro, tanto Grises como Verdes, se habían desvanecido. Las calles estaban vacías.
—Elai —dijo Ulan Dhor—, ¿por qué me miras así?
—El rojo, a la luz del día… y el color de Pansiu en tus piernas… ¡Es nuestra muerte, nuestra muerte!
—En absoluto —dijo Ulan Dhor alegremente—. No mientras yo lleve mi espada y…
Una piedra, surgida de ninguna parte, se estrelló contra el suelo a sus pies. Miró a derecha e izquierda en busca de su asaltante, con las aletas de su nariz dilatadas por la rabia.
En vano. Los portales, las arcadas, los pórticos, estaban vacíos y desiertos.
Otra piedra, grande como su puño, le golpeó entre los omóplatos. Dió rápidamente media vuelta y tan sólo vió la desmoronante fachada de la antigua Ampridatvir, la vacía calle, la resplandeciente cinta deslizante.