La tierra heredada 1 - Tiempo de cosecha (32 page)

Read La tierra heredada 1 - Tiempo de cosecha Online

Authors: Andrew Butcher

Tags: #Ciencia ficción, Infantil y juvenil, Intriga

BOOK: La tierra heredada 1 - Tiempo de cosecha
13.88Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Jo, pero qué gracia tienes, Coker —bufó Simon.

—No le hagas caso a Richie, Tilo —le aconsejó Travis—. Tiene más agujeros en la nariz que neuronas. Gracias por ocuparte de mis abuelos. Valoro lo que has hecho más de lo que puedo… en fin. Y siento no haberte dado la oportunidad de explicarte cuando me lancé sobre ti. Siento mucho haberte pegado. Ha sido inexcusable. No soy así. No sé qué puedo hacer para compensarte, Tilo, pero si hay algo que esté en mi mano, cualquier cosa, dilo.

Los ojos color miel de la chica brillaron. Sonrió. Era la primera vez que Travis vio sonreír a Tilo Darroway, y quizá fuese lo cerca que se encontraba de la chica, arrodillado como estaba a sus pies, o quizá fue que, dado que le había pegado, se sentía en parte responsable de ella, o quizá fuese otra cosa, pero deseó que aquella sonrisa no fuese la última.

—Pues ahora que lo dices… sí, hay algo que podrías hacer —dijo.

A Travis también le confortó el sonido de su voz.

—¿Qué? Lo que sea.

—Ahora es ella la que quiere atizarte, Naughton —rio Richie—. Es lo justo.

—Simon me ha dicho que tenéis previsto formar una especie de comunidad. ¿Me podría unir, Travis? Deja que me quede con vosotros.

—Tilo —dijo Travis, a punto de extender la mano para tocarla—, bienvenida a bordo.

* * *

En la casita había comida más que de sobra para cubrir sus necesidades más inmediatas, así como abundantes velar y cerillas. Travis les dijo que al día siguiente irían a Willowstock para comprobar con qué otros suministros podían hacerse. Pero en aquel momento la mejor idea parecía descansar, ahora que habían encontrado un lugar seguro. 

Durante la cena intercambiaron historias y experiencias sobre la enfermedad.  A Richie le encantó descubrir que Tilo había pertenecido a los Hijos de la Naturaleza: siempre había defendido el rumor de que las hippies eran chicas fáciles. Pensó que merecería la pena comprobar si quedaba pasta de dientes en el baño… el viejo encanto de los Coker podía darle la oportunidad de conseguir un rollete.

Travis estaba más interesado en el encuentro de Tilo con los soldados, que vinculó con el incidente en el parque de Wayvale en el que Richie se vio involucrado: el chico de la gorra de béisbol no escatimó en detalles a la hora de narrar su valiente actuación para impresionar a Tilo, quien apenas podía reprimir su admiración (se le notaba a la lengua, según él). Quizá el ejército y las autoridades (los políticos) sabían desde el principio lo letal que iba a ser la enfermedad… Puede que, al fin y al cabo, fuese un arma biológica artificial que, por alguna razón, se extendió por la atmosfera hasta convertirse en la muerte encarnada, un mal incapaz de combatirse, contenerse o controlarse, el portador de una muerte segura.

Incluso si todo aquello fuese cierto, Simon no llegaba a entender que una única fuga (debida a un accidente o un sabotaje sobre las instalaciones científicas a saber dónde) pudiera haber infectado al mundo entero con tanta rapidez y de forma tan implacable. Vale, los contagios siempre eran rápidos… pero ¿tanto? Mel especuló acerca de un ataque terrorista sobre puntos clave del planeta que hubiese activado varias armas biológicas simultáneamente. Lo cual implicaba que, a menos que los terroristas tuviesen menos de dieciocho años (algo no muy descabellado, tal y como estaba el mundo), también estarían muertos. Era una opción que no había que descartar en la era de los terroristas suicidas, cuya perspectiva era ver recompensado su justo martirio con un cielo lleno de vírgenes.

—Quién lo pillara —murmuró Coker. También cabía la posibilidad, caviló Travis, de que nunca llegasen a saber qué causó la enfermedad. Quizá fuese lo mejor.

Tilo observó con fascinación cómo Mel daba de comer a la dócil Jessica. Llegó a sentir algo parecido a la envidia.

—Me pregunto si Jessica sabe lo afortunada que es —dijo.

—¿A ti te parece que verse reducida a una zombi es ser afortunada? —preguntó Mel.

—Seguro que tus colegas de los Hijos de la Naturaleza estaban todo el rato dándole al tema, día tras día —dijo Richie con una sonrisa—. Te comes la seta adecuada de uno de esos claros del bosque y a volar, ¿a que sí? —Y guiño a Tilo con complicidad.

—Yo que tú iría a que un médico te viese ese tic en el ojo —le dijo ella, fría y desdeñosa—. No quería decir que fuese afortunada por su estado, Mel. 

—Pero eso ya lo sabías, ¿a que sí, Mel? —dijo Travis, intentando quitarle hierro a la situación.

—Quiero decir que es afortunada por tener amigos y estar rodeada de gente a la que le importa, que se queda a su lado y cuida de ella aunque esté… recluida en sí misma. Me sé de algunos que no es así. —Era en Fresno en quien pensaba.

—Pero eso es lo que hacen los amigos: cuidar unos de otros. —Sin embargo, Mel se sintió halagada.

—Y haremos lo mismo por ti —le prometió Travis—. Ahora eres parte de grupo, Tilo. Puedes confiar en nosotros. —Y sonrió a la pelirroja, esperando una respuesta recíproca.

Pero ella apartó la mirada. No porque quisiese, sino porque tenía que hacerlo. El tal Travis Naughton tenía una mirada muy cálida pero, al mismo tiempo, cuando te ponía los ojos encima te hacía preguntarte cosas incómodas sobre ti mismo.

—No merezco ser parte de vuestro grupo —dijo ella.

—¿A qué te refieres?

—Vosotros cuidáis los unos de los otros. Os responsabilizáis del resto. Yo tenía unos niños a mi cargo, mucho más jóvenes que yo: los demás supervivientes del asentamiento, de los que tendría que haberme responsabilizado. Pero no lo hice. No pude… no pude hacerlo, no estando sola. Sola no valgo para nada.

—Se atrevió a mirar tímidamente a Travis—. Huí de ellos. Los abandoné.

—¿La más alta es una niña de unos doce años, con rastas acabadas en bolitas? —preguntó Mel, describiendo a la mayor de quienes les habían agredido a su llegada al pueblo.

—Puede que sea Enebrina, ¿pero cómo…?

—Entonces no tienes que preocuparte por ellos —dijo Mel.

—Los hemos visto —dijo Travis—. Nos tiraron piedras al coche.

—Si no llego a esforzarme por mantener el control del volante, nos hubiésemos salido de la carretera y todo —fanfarroneó Richie.

—Los encontraremos de nuevo, en cuanto nos hayamos asentado y sepamos adónde ir a continuación. Y Tilo —le dijo Travis con delicadeza—, independientemente de lo que hayas o no hayas hecho, ten en cuenta que tenías una presión encima como ninguno de nosotros puede llegar a imaginar, así que no seas tan dura contigo misma. Y además, estabas sola. Pero bueno, de eso ya nos hemos ocupado: ahora no lo estás.

—No —dijo Tilo, mirando a Travis como si se viese atraída por un imán—. Supongo que no.

—Bien. ¿Y sabes qué? Simon, creo que he encontrado un trabajo para ti. Si es que el abuelo no se ha librado de ella.

* * *

Travis encontró la vieja y destartalada radio de onda corta languideciendo en un armario bajo las escaleras, entre fregonas, escobas y mandiles, botellas de detergente y montones de zapatos pasados de moda. La cogió con sumo cuidado, como si fuese una corona, y la colocó bajo la luz de las velas sobre la mesa del comedor en la que esperaba Simon.

—El abuelo se pasaba horas escuchando esto —dijo Travis—. Bueno, y yo también. Si algo le gustaba a mi abuelo, a mí también. Podía sintonizar emisoras de todo el mundo. Esperemos que no se haya quedado sin pilas. —Encendió la radio y se vio recompensado con una descarga de estática—. Muy bien, pues vamos a ello.

—¿Vamos a qué? —dijo Simon—. No estoy de humor para escuchar música.

—No quiero que sintonices música —Travis estiró la antena telescópica de la radio hasta su máxima extensión—, sino información. Si todavía hay adultos vivos, si hay alguien organizando algo, puede que lo estén retransmitiendo y quizá podamos captar su señal y hacernos a la idea de cómo están las cosas en Estados Unidos, Europa o Londres. Puede que la BBC todavía esté emitiendo. Incluso podríamos volver a oír la voz de Natalie Kamen.

—¿Que quién?

—Da igual. Mira, Simon, se sintoniza con este dial.

—Ya sé cómo funciona una radio, Travis —dijo Simon, indignado.

—Claro que sí. Por eso quiero que estés al mando de ella.

—¿Qué esté al mando? —Al chico de las gafas le gustaba cómo sonaba aquello. En el colegio, su papel habitual era el del perdedor al que nadie (ni siquiera los profesores… bueno, salvo aquella joven de gafas redondas y una chapa con el símbolo hippie que se empeñaba en que la llamasen «señorita»… duró menos de un trimestre) pondría al mando de nada. 

—Es fundamental que demos con una emisora. Tenemos que recabar toda la información que podamos. Así que a partir de ahora, Simon, te ocupas de las comunicaciones. Consíguenos un contacto. —Travis hizo una pausa—. ¿Sabes? No podría haberle asignado una tarea así a Richie.

—¿No? Y yo que pensaba que Richie Coker y tú ahora erais los mejores amigos —dijo con resentimiento—. Votaste a su favor.

—Le necesitamos para ciertas cosas. Para otras, te necesito a ti.

Travis Naughton le necesitaba. Simon sintió el pecho henchido de orgullo, una sensación a la que estaba poco acostumbrado y que afianzó su lealtad hacia él.

—No te fallaré, Travis.

Y dejó al chico probando al dial. Tilo estaba en el umbral de la puerta, tan en penumbra que Travis tardó en reparar en ella. 

—Has tenido todo un detalle —dijo al cruzarse con él. 

—¿Cuál?

—Hacer que Simon se sienta importante. Que piense que cuenta.

—Y es que cuenta. —Llegaron al vestíbulo, que encontraron desierto—. ¿Sabes dónde anda Mel?

—Ha llevado a Jessica a la cama. Parece que nosotras dormiremos en una de las habitaciones y los chicos en otra. Ordenaditos por sexos.

—Bien.

—Travis quería dirigirse hacia las escaleras, pero Tilo estaba en medio.

—¿No me vas a preguntar cómo tengo el labio? —Y juntó ambos, como si le estuviese lanzando un beso.

—Ah… pues… ¿qué tal el labio? —Travis podía ver que había dejado de sangrar, pero lo tendría hinchado durante unos días. Pudo ver otra cosa: su boca acercándose a él.

—Ya no me duele —dijo la chica—. Puedes tocarlo, si quieres. Ya verás. Pon el dedo aquí. O, si prefieres…

—Naughton, ¿tu abuelo no habría dejado algún pitillo por aquí, verdad? —interrumpió Richie—. Me muero por uno.

—Pues me temo que no —dijo Travis, aprovechando su entrada para esquivar a Tilo—. A menos que quieras darle unas cuantas caladas a una vela. Voy a ver si Jessie está bien.

—Excelente —dijo Richie—. Eso nos deja a ti y a mí solos, nena.

Perdona que te diga, listillo, pero te deja solo a ti, y punto —dijo Tilo, eludiéndolo.

Pero el grupo (salvo Jessica, por supuesto) volvió a unirse cuando Simon les comunicó que había encontrado algo, una señal. Simon había recibido una transmisión.

—Es americano —dijo, emocionado (¡Simon Satchwell, el centro de la atención! Y por una vez, por los motivos adecuados, no por ser la víctima de una broma cruel)—. Ya lo pensé al principio, por el acento, pero luego la voz dijo que estaba retransmitiendo desde la ciudad de Nueva York, desde Brooklyn  Heights en Nueva York. Se oye muy mal, hasta con el volumen a tope, hay un montón de interferencias y la señal va y viene… 

—Podríamos oírla si te callases —protestó Richie.

—Cállate, Coker —le espetó Mel—. Buen trabajo, Simon.

Había entusiasmo en aquellos cinco rostros, incluido el de Coker. Se apiñaron en torno a la radio bajo la luz titilante de la vela, inclinándose hacia ella para escuchar hasta la última sílaba. Travis sintió que el corazón le latía con fuerza, con dolorosa expectación, con necesidad, con esperanza, con un anhelo casi espiritual de que quedase alguien dispuesto a salvarlos. Se preguntó si los demás sentirían los mismo. Tenía toda la pinta de ser así: la radio los tenía a todos hipnotizados.

—Por favor, por favor, por favor —rogó Travis en un susurro.

La voz del emisor fue la primera decepción. No era la del presidente. Ni la de un general. Ni siquiera era la de Arnold Schwarzenegger. Era la de un chico más joven que quienes le escuchaban.

—¿…me oye…? No sé si alguien puede… Soy… Rothwell, de Brooklyn… Todd Rothwell… retransmitiendo hasta que se agoten las pilas… Nueva York ha muerto… todo está muerto…

—¿Y el plan de rescate? —preguntó Richie con inquietud—. me da igual quién sea este tío. ¿Cuándo van a venir a rescatarnos?

—Tranquilo, Richie —le reprendió Travis, aunque comprendía su frustración. Y hasta la compartía. Mel le estrechó la mano. Tilo se dio cuenta.

—… se puede ver desde aquí, pero os lo tengo que contar… alguien se lo tiene que contar al mundo, si es que queda un mundo que escuche… Manhattan está ardiendo… el fuego se extiende por los alrededores del East River… infierno, es imposible… el Empire State está en llamas… mucho humo, el cielo está negro a causa del humo…

Mi hermana mayor se marchó con… teníamos que irnos de la ciudad antes de que… la ciudad está ardiendo, Manhattan está… quedarme con mamá y papá, no podía irme, sería incapaz… Dios mío, y los cuerpos, las cosas que he visto…

—Apágala, Simon —dijo Travis fríamente.

—Pero… —Simon no quería decepcionarle—. Al menos recibimos una señal.

—Pues es la señal equivocada.

—…quedarme con papá y mamá para siempre… seguiré retransmitiendo… las pilas… Todd Rothwell…

—Apágala.

Simon obedeció a regañadientes, como si estuviese admitiendo una derrota, y el grupo permaneció en silencio, quieto y abatido. Las velas emitían una tenue luz parpadeante, como el eco de una fogata lejana. Al otro lado del mundo, Nueva York estaba ardiendo. Todas las ciudades estaban ardiendo. Y sobre ellos, los cielos eran tan oscuros como la tierra que cubría un ataúd.

—Mañana, Simon —dijo Travis—. Volveremos a intentarlo mañana.

* * *

—¿Mel? Mel… —La voz era débil y quejumbrosa, tan frágil que, por un lado, a Mel le sorprendió que hubiese sido capaz de despertarla. Pero, por otro, no la sorprendió en absoluto.

Porque era la voz de Jessica.

—¿Jessie? —Su amiga estaba dormida a su lado, en aquel oscuro dormitorio de la casita. Mel sintió un arrebato de júbilo y el corazón latiéndole a toda velocidad—. Jessie, has vuelto. —Se dirigió hacia ella para tocarla.

Pero una mano masculina la sujetó primero.

—No, no es Jessie. Y yo nunca me fui. —Quien se encontraba a su lado era su padre muerto, con sangre asomándole de entre los labios.

Other books

The Vault by Peter Lovesey
The Amber Trail by M. J. Kelly
Tear Down These Walls by Carter, Sarah
Trondelaine Castle by April Lynn Kihlstrom
Gladiator by Philip Wylie
Listening to Mondrian by Nadia Wheatley
The Serial Killer's Wife by Robert Swartwood, Blake Crouch