Read La tierra heredada 1 - Tiempo de cosecha Online
Authors: Andrew Butcher
Tags: #Ciencia ficción, Infantil y juvenil, Intriga
—Cállate —gimió Simon—. Cállate. Díselo, Travis.
—¿Qué? —protestó Richie—, ¿esa es la forma de tratar al tío que acaba de salvar vuestras penosas vidas? ¿Dónde está esa gratitud?
—Sí, gracias por robar un choche, Richie —le dijo Mel—. Supongo que tendrás mucha práctica.
—¿Y cómo es que estabas fuera del Landmark, Richie? —preguntó Travis.
—Sí, no nos hubiese sorprendido que estuvieses dentro con esos animales —dijo Mel—. Dios los cría y ellos se juntan.
—Pues si queréis saberlo —dijo Richie, un poco a la defensiva—, estaba pensando si unirme a esa gente o no.
—Sí, dan palizas a los demás —dijo Simon con amargura—. Hubieses encajado a la perfección.
—Pero Simoncete, en cuando supe del tal Bufón, de lo que planeaba y todas esas cosas, pensé que ese tío estaba de la olla. Unirme a él podía darme más problemas de los que salen a cuenta. Estaba aparcado en la calle, pensando qué hacer, si sí, si no, cuando vi que os conducían al interior del edificio. Sabía que el señor paladín, aquí presente, no se juntaría con Bufón por mucho tiempo, así que esperé a que volvieseis a salir. Eso sí, tardasteis más de lo que pensaba. Debiste de cabrear mucho a Bufón, ¿eh, Naughton? —Travis no respondió—. En fin, que pensé en salvaros, algo en plan «Richie al recate». Por los viejos tiempos.
—Ya, bueno. Gracias —dijo Travis a regañadientes—. Pero ahora son tiempos nuevos. Se acabó eso de meterse con Simon. Sé acabo ser un matón… se acabó del todo.
—No juegues con tu suerte, Naughton… no empieces a decirme lo que tengo que hacer. Me debes una.
—Eso mismo dijo Bufón. A él tampoco le quise escuchar.
—Como me cabrees, para el coche…. Y os bajáis todos.
—Si quieres parar, Richie, ahí mismo, cerca de la acera, hay un hueco libre.
—No, no. Solo quiero que quede claro. De momento está todo guay. De momento. — Y en aquella ocasión Richie no lo dijo a la defensiva, sino de otra forma… si no fuese Richie Coker el que estaba hablando, Travis hubiese sospechado que había miedo en sus palabras—. Bueno, ya que el coche es mío, seré yo quien lo conduzca. ¿Adónde vamos?
Mel se inclinó hacia adelante.
—Vamos a Wil…
—Fuera de la ciudad —le cortó Travis—. Sácanos de la ciudad, Richie.
—¿Sin pedirlo por favor? —protestó Richie Coker—. ¿Qué les ha pasado a tus modales, Naughton?
Pero condujo igualmente, atravesando calles iluminadas por los destellos amarillos de los coches y edificios en llamas, plagadas por siluetas oscuras que se movían en secreto como serpientes. Una carretera resultaba demasiado peligrosa como para adentrarse en ella: los edificios de ambos lados estaban ardiendo, como si los hubiesen bombardeado. Otra era imposible de atravesar, pues estaba bloqueada por los vehículos de quienes intentaron salir de Wayvale pero fracasaron. Por aquel entonces ya estaban casi todos ardiendo o reducidos a carcasas quemadas; de los coches y caravanas manaba un hedor que hacía retorcer el estómago… Olía a carne quemada más que a metal calcinado y a telas incineradas. Los ocupantes del Volvo no quisieron pensar mucho en ello.
De vez en cuando aparecían otros coches, normalmente grandes, caro o ambos, ocupados por alegres pasajeros que lucían sus botellas mientras vitoreaba, jaleaban y chillaban, intentando animar al Volvo a participar en una carrera o amenazando a sus ocupantes con embestirlos antes de perder el interés y alejarse en zigzag, como si los propios vehículos estuviesen borrachos y fuesen incapaces de avanzar en línea recta. En ocasiones, el grupo pasaba ante un grupo de jóvenes a pie. Algunos los perseguían pidiendo ayuda o mostrando una hostilidad cruda e inexplicable.
—No te detengas —le indicó Travis—. No pares por nadie. Ni siquiera frenes. Aquí no podemos hacer nada. —A Richie no le hacía ninguna falta que se lo dijese: ni siquiera se paró a recoger a una checa que gritaba con un bebé en brazos y que apareció de la nada justo enfrente del choche. Giró, los esquivó y continuó el viaje—. Aquí no podemos hacer nada —repitió Travis, como si se defendiese de críticas mudas—. Ahora no.
Finalmente llegaron a las afueras de Wayvale. Era evidente que las autoridades habían intentado imponer una cuarentena, tal y como anunciaron: la carretera que salía de la ciudad estaba vigilada por coches de policía y vehículos militares inútiles y vacíos, como piezas de ajedrez en un tablero sobre el que nadie jugaría. Las barreras que debían de haberse desplegado por la zona estaban apelotonadas a un lado de la carretera. Por alguna extraña razón, Richie pasó despacio por aquellas reliquias del viejo orden, como si estuviesen conduciendo un coche fúnebre hacia un funeral; los adolescentes apenas respiraron.
Solo cuando hubieron dejado todo aquello atrás, el grupo exhaló un suspiro colectivo de alivio. Richie pisó de nuevo el acelerador.
Se detuvieron en un punto elevado desde el que se podía ver toda la ciudad y en el que, hace toda una vida (la semana pasada), iban los amantes para alejarse de las preocupaciones mundanas del día a día, quizá para planear su futuro juntos. Lo más seguro es que no se esperasen algo como la enfermedad.
Todos, salvo Jessica, salieron del coche.
—Eh, Jessica, perdón por haber entrado por las malas en tu fiesta —le dijo Richie, intentando tender puentes—. Demasiada sidra barata; no veas cómo sube a la ca… eh, ¿qué le pasa a la rubita? —dijo mientras se inclinaba hacia el interior del coche en el proceso.
—Oye, ¿y a ti qué te pasa?
—Aléjate de Jessie —le advirtió Mel—, o ya verás lo que te pasa a ti.
¿Entendido?
—Pues no.
—Vale, Mel —intervino Travis—. Será mejor que se lo contemos. — Y le explicó el estado de Jessica lo mejor que pudo.
—Qué pena —respondió Richie, incapaz de contener una mirada lasciva—. Pero si necesita ayuda para que la desvistan antes de acostarse, ya sabes, me encantaría echar una mano.
Mel gruñó, asqueada.
—Así es como funcionas, ¿no, Richie? Me das asco.
—Vámonos, Travis —le apremió Simon desde su espalda, mirando con desconfianza a su antiguo torturador—. No queremos tener nada que ver con matones como Richie.
—Simoncete, colega —protestó Richie, ofendido—. Eso me ha hecho daño. Y yo que pensaba que éramos amigos.
—Eso no es verdad —replicó Simon.
—No, tienes razón. No lo pensaba. Pero lo que sí estaba pensando era, ¿adónde? ¿Adónde vais a ir? ¿Y a pie? ¿Y con qué equipo? No parecéis muy preparados, Naughton, y eso que estás al mando, ¿no? Esperaba más de ti. Quiero decir, seguro que fuiste boy scout, ¿a que sí? Una buena acción al día, bla, bla, bla. Toda esa mierda.
Travis esbozó una sonrisa forzada.
—Tuvimos que dejar nuestras cosas en el Landmark, pero nos las apañaremos. Encontraremos comida, ropa, lo que sea. Las tiendas de alimentación tienen de todo.
—Sí, pero ¿por qué buscaros la vida por vuestra cuenta —dijo Richie con un giño mientras se dirigía hacia la parte trasera del coche—, cuando tengo todo lo que necesitáis justo aquí? —Y abrió el maletero. Al contrario que el de Joe Drake, contenía de todo menos latas de gasolina: comida, bebida, mantas, ropa (de chico, por lo menos), velas, lámparas, herramientas y todo un surtido de cosas.
Travis tenía que reconocer que el matón había escogido sus suministros con cabeza, aunque evitó hacer notar su admiración.
—Entonces, Richie, lo que quieres decir ¿es que estás dispuesto a compartir tu pequeño alijo con nosotros? —dijo con escepticismo.
—Claro. —Richie asintió y cerró el maletero—. Con una condición.
—No le escuches, Trav —le rogó Simon—. No se puede confiar en él.
—¿Cuál es tu condición?
—Que vaya con vosotros allí donde tengáis pensado ir… porque seguro que tenéis algo en mente.
—¿Qué? —Travis no se esperaba esa condición.
—Ya lo has oído. Quiero unirme a vosotros. —Por un momento, una vez más, Travis percibió una inesperada vulnerabilidad bajo la fachada de chico duro del matón—. Vosotros y yo… como un equipo.
Mel rio, burlona.
—¿Contigo? Richie, preferiría unirme a Darth Vader.
—Dile que no le queremos, Travis —dijo Simon—. Dile que ni de coña.
—¿Por qué no usáis el cerebro en vez de la boca? —dijo Richie Coker—. Me necesitáis.
—¿Por qué? —preguntó Travis, neutral.
—Tengo habilidades que podríais necesitar.
—¿Sí? —se mofó Mel—. Quitarles el dinero del almuerzo a los niños no es un talento que nos vaya a ser de mucha utilidad, Richie.
—Pero necesitaréis algo de músculo, ¿verdad? Alguien que pueda apañárselas si las cosas se ponen feas. No creo que Simoncete valga de mucho en caso de una pelea. Y tú tampoco, Morticia. Y tarde o temprano tendréis que pelear… eso ya lo sabes, ¿no, Naughton? —El silencio de Travis daba a entender que así era—. Y sé puentear un coche. Sé de coches. Venga, llevo robándolos desde que tenía doce años, así que no nos faltarán vehículos. Y además, me sé otros trucos. No necesitáis a gente que cumpla las reglas, Naughton. Necesitáis a gente que sepa saltárselas. Y yo soy el único que está disponible.
—¿Le estás escuchando, Travis? —le preguntó Simon, horrorizado— Dime que no.
—¿Trav? ¿En qué piensas?
Travis separó la mirada de Mel y echó un vistazo al panorama de la ciudad en la que había nacido. Wayvale ardía por todas partes, como un animal moribundo a causa de incontables heridas. Sobrevivir en un mundo asolado por la enfermedad sería doloroso y difícil… como las decisiones que deberían tomar para asegurarse la supervivencia.
—Si no te importa, Richie —dijo—, tendremos que votar.
—Democracia —observó Richie—. Un poco preenfermedad, ¿no te parece, Naughton?
—¡Richie Coker ha dicho una palabra de cuatro sílabas! ¡Flipante! —se burló Mel, fingiendo asombro.
El matón sonrió burlón.
—Esperaré en el coche.
—¿Una votación? —se quejó Simon mientras se Némesis se alejaba—. ¿De qué hablas, Travis? ¿Qué tenemos que votar? Ninguno de nosotros quiere estar con Coker, ¿no? No después de todo lo que hizo en el pasado.
—Entiendo a lo que te refieres, Simon —reconoció Travis—, pero no le falta razón. Por ejemplo, ninguno de nosotros sabe cómo hacerle un puente a un coche, ¿a qué no? Pues Richie puede enseñarnos cómo hacerlo. Además, es grande y sabe cómo pelear…, y nos encontraremos con otros como Bufón o Joe Drake, eso dalo por hecho. Entiendo tus reticencias, Simon. Coker era un chulo y un matón, y puede que todavía lo sea…, pero lo que ha hecho es cosa del pasado, al igual que el mundo en el que lo hizo. El mundo que conocíamos está ardiendo a nuestras espaldas. Podría venirnos bien contar con él, pero no pienso imponer ninguna decisión, en un sentido o en otro. Así que votemos. ¿Simon?
—No. Nada de Richie Coker —dijo, con el habitual rencor—. En absoluto
—¿Mel?
La chica no pudo mirar a aquellos ojos protegidos tras las gafas.
—Lo siento, Simon. A mí tampoco me gusta la idea… de hecho, es él el que no me gusta. Es más, me da asco él y todo lo que representa, pero tengo que votar a favor. De momento, por lo menos. —Después de todo, Richie no era el único que había hecho cosas malas en el pasado y su presencia le permitiría dedicarle más tiempo a Jessica—. Pero como se pase de la ralla una sola vez…
—Vale, vale. Entonces yo desbloqueo la votación. —Genial, pensó Travis, contrito. ¿Qué hubiese votado papá? El problema era que su padre no estaba allí. Travis estaba solo.
—Travis, no… —rogó Simon.
Pero lo hizo. No tenía elección.
—Contamos con Richie —dijo a regañadientes—. Yo también lo siento, Simon, pero al fin y al cabo, puede proporcionarnos cosas demasiado valiosas como para perderlas. Le necesitamos… o mejor dicho, necesitamos a alguien como él. Pero él también nos necesita a nosotros, no lo olvides. Eso nos dará cierto control sobre él.
—Vale, control. A Richie se le da muy bien controlar —gruñó Simon con amargura—. Sobre todo cuando te controla la cabeza agarrándote del cuello, te la mete en el váter y tira de la cadena.
—Simon, entiendo que a ti te resulta más difícil aceptarlo que a Mel o a mí, pero piensa en ello: si queremos que las cosas funcionen, tendremos que ganamos a gente como Richie Coker.
—¿Que lo cambiemos, quieres decir? ¿Que lo reformemos? —Simon negó con la cabeza—. No vas a conseguirlo, Travis. Los matones como Coker no cambian. No pueden. Lo llevan en la sangre. Prometiste que plantarías cara a la gentuza como Coker, Travis, y a la primera oportunidad, mellas. Gracias, muchísimas gracias.
Travis sintió la mano de Mel apretándole el hombro mientras Simon se alejaba de mala gana. Pero sí lo que quería era consolarlo… la verdad es que no funcionó.
* * *
Tilo pensó que los chillidos eran parte de un sueño. Asumía que, de verse atormentada por sueños mientras dormía, estos serían aterradores. Quería que el ruido de la cremallera de su tienda bajando a toda velocidad y las voces asustadas que gritaban su nombre fuesen imaginarios, que pudiese hacerlos desaparecer hasta dejar solo silencio con no prestarles atención. Pero las manitas que la zarandeaban, las rodillas que la oprimían, los ojos llenos de pánico que vio cuando abrió los suyos… eran reales.
—¡Tilo, Tilo, despierta!
—Estoy despierta.
La chica que se encaramaba sobre ella se llamaba Enebrina. El interior de la tienda de su madre era muy sombrío, por lo que reconoció su voz antes que su cara.
—Tienes que levantarte. Tienes que salir y hablar con él. Tienes que decirle que se vaya.
—¿De qué…? Brian, ¿de qué hablas?
—Del ojo.
—¿Qué? —Se quitó de encima a Enebrina (quizá con demasiada brusquedad) y la empujó hacia la salida de la tienda. Primero tenía que atender a su madre. Puso la mano en la frente de Marjal: estaba ardiendo. Pero la mujer todavía estaba viva y respiraba, aunque a duras penas, como si cada inhalación fuese una tortura. Puede que aún tuviese una oportunidad. Tilo no quería abandonarla ni por un instante.
—Tilo, el ojo —escuchó. La niña le necesitaba.
No se había cambiando de ropa antes de irse a dormir. De hecho, puede que se acostase al lado de su madre tras sucumbir al cansancio sin darse cuenta, así que adentrarse en el claro cuando ya había pasado la media noche no le supo un problema. Sin embargo, las expresiones de los niños iluminadas bajo la luz de la luna daban a entender que sí había un problema. Se encontró con las miradas aterradas y las expresiones fantasmales de Brina, su hermana menor Rosa, la pequeña Sauce y los chicos Río y Zorro. Niños de entre seis y doce años.