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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

La tierra en llamas (31 page)

BOOK: La tierra en llamas
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—Por lo mismo —contestó—. En una ocasión, mató a una esclava que le había engañado. Primero, se la entregó a sus hombres para que hicieran con ella lo que bien les viniera en gana; luego, la ató a una estaca, y la despellejó viva, mientras sujetaban a la madre de la moribunda para que no se perdiese los alaridos de su hija.

Sin querer, me acordé de Edwulf, despellejado vivo en la iglesia de su propiedad, pero no dije nada. Me limité a observar cómo se acercaba el barco de Skirnir. La ensenada se estrechaba demasiado como para que los remos se hundiesen en el agua, y los remeros los usaban como pértigas. La marea subía lentamente. Cuando llegase a su máximo, el nivel del agua aumentaría con rapidez pero, para entonces, el danés ya se habría dado cuenta de que ni toda el agua del mundo le habría bastado, a pesar de que, si bien angosta, la rada era lo bastante profunda para el calado de sus naves.

—Hora de prepararnos —dije.

Bajé por la otra cara de la duna, donde Skirnir no podía verme, y Oswi, mi criado, me ayudó a embutirme en la cota de malla. Al pasármela por la cabeza, aspiré el olor agrio del cuero, pero agradecí el instante en que volví a sentir aquel peso sobre los hombros. Oswi me colocó el tahalí en la cintura y me lo ciñó.

—Siempre detrás de mí —le ordené.

—Como mandéis, mi señor.

—Si las cosas no salen como tenemos pensado —le dije—, echa a correr como una liebre, ve tierra adentro, al monasterio, y pide asilo.

—Así lo haré, señor.

—Pero todo irá bien —le aseguré.

—Lo sé, señor —repuso con entereza. Era un huérfano de once años a quien habían encontrado rebuscando en el lodo debajo de la terraza de mi mansión de Lundene. Uno de mis hombres lo acusó de ladrón y lo condujo a mi presencia para que ordenase que le diesen unos cuantos azotes. Pudo más el fulgor que observé en los ojos de aquel rapaz, y preferí hacerle mi criado. Le estaba enseñando a desenvolverse con la espada hasta que llegara el día en que, como con Sihtric, el criado que había tenido antes, hiciese de Oswi un guerrero.

Me fui hasta el otro lado de la duna y comprobé cómo el barco de Skirnir dejaba atrás nuestra barca, encallada y abandonada. Pasaba lo bastante cerca como para proferir insultos y oí cómo denigraba a Skade, sola en lo alto de la duna. La llamaba puta, le decía que era una cagada del demonio, al tiempo que le aseguraba que a gritos le suplicaría que la arrastrase a las puertas del infierno.

—Llegó la hora —le dije a Rollo, mientras recogía mi escudo de madera de tilo, con la cabeza de lobo de Bebbanburg pintada en el centro.

Rollo se hizo con un hacha de guerra, y besó la ancha hoja del arma.

—Pronto quedarás saciada, pequeña —le prometió.

—¡Están muy cerca! —gritó Skade desde lo alto de la duna.

La isla que habíamos elegido tenía forma de luna en cuarto creciente, con la duna como panza redondeada del astro: los cuernos se adentraban en la ensenada; la marisma rellenaba su cóncavo seno. La duna era accesible desde los cuernos, pero la marisma, de unos cien pasos de ancho y ciento cincuenta de fondo, era un inconveniente. Los hombres bien podían aventurarse en aquellos cañaverales, pero sólo podrían avanzar con lentitud. El cuerno más próximo al mar era también el más ancho, una lengua de arena que permitía el acceso al islote. Diez hombres bastarían para cegarlo, y disponía de una veintena. El resto quedó al mando de Rollo, con órdenes de defender el otro cuerno y de no dejarse ver hasta que Skirnir enviase a los suyos por aquel lado.

¿Con qué se encontró el danés? Con un muro de escudos, formado por hombres que portaban yelmos y cotas de malla, pertrechados de relucientes armas. Nada que ver, desde luego, con los amedrentados fugitivos que esperaba encontrarse, sino guerreros dispuestos para la batalla. En ese instante, debió de pensar que Finan y Osferth le habían engañado, pero se lo habría tomado como una mentira piadosa, una engañifa acerca de armas y cotas de malla. Tan desesperado estaba por recuperar a Skade, que debió de suponer que todo lo demás era verdad. A lo mejor hasta llegó a pensar que los burlados eran ellos. En cualquier caso, se sentía seguro, porque éramos muy pocos frente a ellos, tan numerosos, aunque cuando vio el muro de escudos se lo pensó dos veces.

Cuando nos dejamos ver, el timonero de Skirnir ya había puesto rumbo a la orilla. El danés alzó una mano, y los hombres soltaron los remos que usaban como pértigas. Aparte de la molestia de tener que bajar a tierra y reducir a un pequeño grupo de hombres desnortados, Skirnir había pensado que no tenía mucho más que hacer aquella mañana encapotada, pero las armas que empuñábamos y el muro de escudos que habíamos formado le llevaron a reconsiderar la situación. Se dio media vuelta, y les gritó algo a los remeros, mientras señalaba la ensenada. Estaba claro que les ordenaba que llevasen el barco hasta el otro cuerno para rodearnos. De repente, y para mi sorpresa, saltó desde la proa, lo mismo que quince de sus hombres. Chapoteando, se dirigieron a tierra, mientras el barco se retiraba. Skirnir y el reducido grupo que lo acompañaba estaban a unos cincuenta pasos de nosotros, pero no tardarían en recibir refuerzos de los tripulantes del segundo barco, que se acercaba a toda prisa. No me moví de donde estaba.

Ni siquiera se volvió para comprobar si el
Lobo plateado
los seguía. De haberlo hecho, ¿habría tenido motivos para asustarse? La proa del más rezagado de los tres buques estaba atestada de hombres con yelmos y cotas de malla, incluso acerté a distinguir el escudo negro de Finan.

—¡Uhtred! —me llamó a voces Skirnir.

—¡Aquí me tenéis!

—¡Devolvedme a la puta! —gritó. Era un hombre gordo, con cara de torta, ojos pequeños y una larga barba negra que le llegaba hasta el pecho—. ¡Devolvédmela y me marcharé! ¡Devolvedme a la puta, y os dejaré en paz el resto de vuestra miserable vida!

—¡Aún no he acabado de solazarme con ella! —repuse.

Volví la vista a la izquierda, y advertí que el barco en el que había llegado Skirnir estaba a punto de llegar al otro cuerno y que, de un momento a otro, la tripulación pondría el pie en tierra. Mientras tanto, el segundo barco había encallado a espaldas de Skirnir, y los hombres que iban a bordo saltaban a tierra por los costados. La playa en la que lo habían varado era tan pequeña que no cabían más de treinta, así que el resto, quizás otros tantos, tuvieron que quedarse en la nave. Poco a poco, el
Lobo plateado
también se aproximaba.

—Oswi —llamé en voz baja.

—¿Mi señor?

—Dile a Rollo que se una a nosotros.

Sentí entonces la euforia del vencedor. Contando los del
Lobo plateado,
disponía de setenta hombres, y había conseguido que Skirnir hiciera lo que yo pretendía, a saber, dividir sus fuerzas. Aunque todavía quedaban algunos en el barco, sesenta o setenta de los suyos se disponían a plantarnos cara; el resto se había ido al otro extremo por el que también se podía acceder al islote y, si bien una vez en tierra podrían atacarnos por la retaguardia, en aquel preciso instante la isla estaba en mis manos. Escuché el estruendo que produjo el
Lobo plateado
cuando, con la proa, embistió contra el barco encallado, y en ese momento grité:

—¡Adelante!

Con determinación y disciplina guerreras, nos pusimos en marcha. Podíamos haber cargado en ariete, como en Fearnhamme, pero preferí que los hombres de Skirnir sufriesen en sus carnes la angustiosa sensación del miedo. De modo que avanzamos despacio, una primera y cerrada fila de escudos que se solapaban, mientras los hombres que venían detrás golpeaban sus escudos con las espadas que llevaban al ritmo de nuestros pasos.

—¡Vamos a acabar con esos cabrones! —grité; alarido que mis hombres corearon sin pensarlo.

Paso a paso, lenta pero inexorablemente, seguimos avanzando; las espadas que asomaban entre nuestros escudos eran portadoras de letales promesas.

Marchábamos de ocho en fondo. Al llegar donde la lengua de arena comenzaba a ensancharse, los hombres de Rollo se unieron a nosotros por la derecha. La mayoría de los que iban en primera línea llevaban lanzas; yo empuñaba a
Hálito-de-serpiente.
No era el arma más adecuada para el cuerpo a cuerpo que exige un muro de escudos, pero supuse que los hombres de Skirnir, poco acostumbrados a aquella modalidad de combate, no opondrían gran resistencia. Lo suyo era abalanzarse por sorpresa sobre un banco medio indefenso y matar a diestro y siniestro a hombres asustados. En aquel momento, sin embargo, tenían que vérselas con guerreros bien pertrechados de espadas y lanzas. Más Finan, que, desde atrás, inició el ataque.

Dejó sólo dos mozos a bordo del
Lobo plateado.
La marea seguía subiendo; la corriente empujaba la nave contra el segundo de los barcos pirata de Skirnir. Finan y los suyos saltaron desde proa, y echaron a correr entre las bancadas de los remeros del otro buque lanzando alaridos guerreros y, quizá por un momento, Skirnir pensó incluso que acudían en su ayuda. Pero debió de ser sólo eso, un momento, porque al instante Finan puso manos a la obra y comenzó la carnicería.

Al mismo tiempo que nosotros.

—¡Ahora! —grité, y nuestro muro de escudos embistió: lanzas en busca de enemigos que ensartar, espadas que desgarraban la carne del rival; arremetí con
Hálito-de-serpiente
por debajo del escudo de un frisón y hundí y giré con violencia su larga hoja en el blando vientre del pirata.

—¡Acabad con ellos! —les animé a gritos. Finan repitió el mismo alarido.

Las puntas de las lanzas hendieron carne frisona. Luego, los hombres se deshicieron de las largas astas de fresno, y empuñaron las espadas o las hachas que les pasaban los que venían detrás. Los hombres de Skirnir no se habían dispersado porque no tenían sitio donde hacerlo. Si ya estaban confinados en un espacio reducido, la embestida de los míos les obligó a retroceder hasta la oscura proa de su barco, mientras el ataque de Finan obligaba a desplazarse hasta el altillo de proa a los que aún seguían a bordo. Seguimos adelante hasta que no tuvieron posibilidad de pelear, e iniciamos el ingrato trabajo que supone la lucha en un muro de escudos. Cerdic, a mi derecha, utilizaba la hoja de su hacha como garfio para obligar al hombre que tenía enfrente a bajar el escudo; tan pronto como lo conseguía, yo hundía la punta de
Hálito-de-serpiente
en la garganta del adversario, mientras Cerdic dejaba caer la hoja del hacha y le destrozaba la cara. A continuación, enganchaba otro escudo. Rollo gritaba en danés. Se había desprendido de su escudo y empuñaba el hacha con ambas manos mientras canturreaba el himno a Thor. Rorik, uno de los daneses que venía conmigo, permanecía de rodillas a mis espaldas, agitando una lanza con la que hería en las piernas a los piratas frisones, que se desplomaban; una vez en el suelo, los matábamos.

La carnicería tuvo lugar en un espacio angosto. Habíamos pasado horas, días, semanas y meses entrenándonos para esa clase de pelea. No importa cuántas veces haya participado un hombre en un muro de escudos, que sólo saldrá con bien si está de sobra entrenado, lo ha repetido muchas veces y lo ha practicado a fondo. Y los hombres de Skirnir carecían de semejante preparación. Eran marineros; algunos ni siquiera llevaban escudo: en las peleas en barco, donde no es fácil mantener el equilibrio y las bancadas de los remeros son otros tantos obstáculos, una gran plancha redonda de madera con rebordes de hierro es un estorbo. Sin entrenamiento y mal pertrechados, acabamos con ellos. Estaban aterrorizados. Ni siquiera nos veían la cara. La mayoría de nuestros yelmos estaban provistos de barboquejo, de forma que nuestros adversarios sólo veían hombres de metal, con máscaras de metal y jubones de metal, y el acero de nuestras armas que los traspasaba, mientras, incansables, seguíamos adelante, guerreros revestidos de metal que enarbolaban inmisericordes espadas protegidos tras escudos que se solapaban. Su sangre tiñó de rojo la marea de agua salada que anegaba la ensenada aquella mañana gris.

Finan fue quien más bregó. Guerrero curtido, disfrutaba de lo lindo cuando de pelear en circunstancias difíciles se trataba y, dando gritos y repartiendo muerte a diestro y siniestro, supo guiar a sus hombres a lo largo del barco de color oscuro. Cantó la canción de la espada, elevando el tono de la melodía a medida que daba a su espada lo que ésta le demandaba, mientras Rollo, hundido en la marisma hasta los muslos, descargaba mortíferos hachazos, a uno y otro lado, impidiendo que algún enemigo escapase. Hasta que los frisones, que habían pasado de sentirse más que confiados a estar cagados de miedo, comenzaron a arrojar las armas. De rodillas, pedían clemencia a voces, mientras yo les gritaba a los que marchaban en último lugar que se diesen media vuelta y se preparasen para hacer frente a los hombres que llevaba el barco en el que había llegado Skirnir al otro extremo de la ensenada, y que imaginaba a punto de aparecer por la retaguardia.

Llegaron a lo alto de la duna a tiempo de darse cuenta de que la pelea había concluido. Unos pocos, los más sensatos, habían saltado por el otro costado del barco y, como podían, trataban de alejarse por la marisma. La mayoría de los hombres de Skirnir habían muerto o habían sido hechos prisioneros. Acogotado contra las hiladas varadas de su segundo barco, con la punta de la lanza de Cerdic bajo las barbas, que lo sujetaba para que no escapase, Skirnir era, precisamente, uno de los cautivos.

—¿Acabo con él, mi señor?

—Espera un poco —repuse, pensando en otra cosa, al ver que nuestros nuevos adversarios acababan de llegar—. ¡Rollo, que no se muevan de ahí!

Rollo formó un muro de escudos con los hombres a su cargo, y empezó a gritarles a los atemorizados frisones que se acercasen para mejor probar la sangre que teñía sus armas. Pero no se movieron de donde estaban.

Se oyó un alarido. Era uno de los de Frisia que, en el suelo, pataleaba en el agua enrojecida y poco profunda de la orilla. Skade se acercó al herido y, lentamente, le clavó un puñal en un ojo tratando de llegar al cerebro.

—¡Basta ya! —le grité.

El hombre profería alaridos mientras los restos sanguinolentos del globo del ojo se le desparramaban por la mejilla ensangrentada. Se volvió, me miró y en su cara observé la expresión feroz de un animal acorralado.

—Los odio —dijo, y volvió a hundir el puñal de nuevo, mientras el hombre aullaba y se cagaba por la pata abajo.

—¡Sihtric! —llamé a voces; Sihtric se acercó al hombre y le clavó la espada en la garganta, poniendo fin a tanto sufrimiento.

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