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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

La tierra en llamas (26 page)

BOOK: La tierra en llamas
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—¿Es posible que venga a buscarlos a Northumbria? —le insistí.

—Me imagino que cabe esa posibilidad —me contestó, y esa respuesta bastó para enterarme de todo lo que quería saber: que ni siquiera Offa, con su extraordinario olfato para toda clase de secretos, estaba al tanto de los sueños de Brida de que Ragnar se pusiese al frente de un ejército para marchar contra Wessex. De haberlo sabido, Offa habría dejado entrever que los daneses de Northumbria tenían mejores cosas que hacer que atacar Mercia; de momento, viendo que no había posibilidad de sacarme más dinero, había pasado por alto mi pregunta—. Pero cada día son más los barcos que se unen a las fuerzas del
jarl
Haesten —continuó Offa— y, en primavera, dispondrá de los hombres que necesita. Estoy seguro de que también llamará a vuestra puerta, mi señor.

—Supongo —repliqué.

Offa estiró sus largas y escuálidas piernas por debajo de la mesa. Uno de los perros gimoteó; su dueño hizo un chasquido con los dedos y el animal no volvió a rechistar.

—El
jarl
Haesten —añadió con cautela— estaría dispuesto a ofreceros oro a cambio de que os unáis a él.

No pude por menos de sonreír.

—No habéis venido aquí como mensajero, Offa. Si Alfredo hubiera querido enviarme una misiva, disponía de formas más baratas de hacérmela llegar que dando rienda suelta a vuestra codicia. —Si bien pareció ofendido al escuchar mis palabras, no dijo nada—. Fue Alfredo quien le dijo al padre Beocca que me escribiese, ¿no es eso? —pregunté, para ver cómo Offa movía levemente la cabeza en sentido afirmativo—. De modo que Alfredo os ha enviado para enterarse de lo que tengo en mente.

—Todo Wessex arde en deseos de saberlo —repuso muy digno.

Deposité dos monedas de plata encima de la mesa.

—En ese caso, contádmelo vos —le rogué.

—¿Que os cuente qué, mi señor? —contestó, sin apartar la vista de las monedas.

—Contadme qué tengo pensado hacer —repuse.

Sonrió al ver que le pagaba por darme una respuesta que nadie sabía mejor que yo.

—Muy generoso por vuestra parte, mi señor —dijo, mientras sus largos dedos aprisionaban las monedas—. Alfredo piensa que vais a por vuestro tío.

—Podría ser.

—Para eso, mi señor, necesitáis hombres, y dinero para pagarlos.

—Tengo plata.

—No la suficiente, mi señor —añadió Offa, muy seguro de lo que decía.

—Quizá debiera unirme a Haesten.

—Imposible, mi señor; no podéis ni verlo.

—¿De dónde sacaré, pues, el dinero? —pregunté.

—Skirnir, claro está —replicó Offa, sin apartar sus ojos de los míos.

Impertérrito, me atreví a preguntarle:

—¿Figura Skirnir en vuestra lista de confidentes?

—No soporto las travesías en barco, mi señor, así que procuro evitarlas en la medida de lo posible. No he hablado nunca con él.

—¿Así que Skirnir no está al corriente de lo que me traigo entre manos?

—Hasta donde yo sé, mi señor, tengo entendido que Skirnir piensa que todo el mundo pretende robarle. Así que si está preparado para hacer frente a todo el mundo, también los estará para plantaros cara a vos.

Negué con la cabeza.

—No, Offa. Está preparado para disuadir a cualquier ladrón, pero no para enfrentarse a un señor de la guerra.

El de Mercia alzó una ceja, señal inequívoca de que tenía que darle más dinero. Puse una moneda más encima de la mesa, que desapareció en su insaciable faltriquera.

—Estará listo para recibiros como merecéis, mi señor, porque vuestro tío bien podría advertirle de cuáles son vuestras intenciones.

—Porque vos se lo diréis a mi tío, ¿no es así?

—Si me paga, por supuesto que lo haré.

—Debería mataros ahora mismo, Offa.

—Cierto, mi señor, deberíais, pero no lo haréis —me respondió con una sonrisa.

De modo que Skirnir estaría al tanto de mi llegada, y disponía de barcos y de hombres. Pero no se puede luchar contra el destino. Tenía que ir a Frisia.

C
APÍTULO
VIII

Traté de convencer a Ragnar para que se viniese conmigo, pero me despachó con unas cuantas risotadas.

—¿No pretenderéis que me moje el culo a estas alturas del año?

Era un día frío. Después de dos días de fuertes lluvias que, procedentes del mar, se habían abatido sobre nosotros, los campos estaban anegados. Ya no llovía, pero la tierra estaba empapada, el aire soplaba cargado de humedad, las apagadas tonalidades del invierno ensombrecían el paisaje.

Treinta de los míos y cuarenta de los hombres de Ragnar, todos con cotas de malla, yelmos y armas, cabalgábamos por las colinas. Llevábamos los escudos al costado de las caballerías o a la espalda; enfundadas en sus vainas, largas espadas pendían de nuestras cinturas.

—Tengo que hacerlo ahora, en invierno, aprovechando que Skirnir está convencido de que no me verá por allí hasta la primavera —le dije.

—Eso es lo que vos creéis —repuso—; no olvidéis que a lo mejor también sabe que sois un loco de atar.

—Por eso os lo digo; venid conmigo, peleemos juntos de nuevo —insistí.

Sonrió, pero no se volvió a mirarme.

—Podéis disponer de Rollo —uno de sus mejores guerreros—, y de cuantos voluntarios se ofrezcan a ir con él. ¿Os acordáis de Rollo?

—Pues claro.

—Tengo otras obligaciones que atender aquí —dijo sin darme más explicaciones.

No era por cobardía por lo que rechazaba mi invitación. Nadie podía acusar a Ragnar de no tener arrestos. Más bien creo que era por pereza. Se sentía a gusto, y pretendía que nada perturbase su bienestar. Al llegar a la cima de una loma, refrenó su montura y anunció al tiempo que apuntaba a una ancha franja de costa que se extendía a nuestros pies.

—Ahí lo tenéis: el reino de los ingleses.

—¿El qué? —me revolví indignado, mientras miraba aquella tierra oscurecida por la lluvia, sus suaves colinas, sus pequeñas tierras de cultivo delimitadas por cercas de piedra.

—Así lo llaman ellos —dijo Ragnar—, el reino de los ingleses.

—No es un reino —repliqué molesto.

—Así lo llaman, os digo —repitió pacientemente—. Vuestro tío ha hecho una espléndida labor —mientras acogía con grandes carcajadas las arcadas que yo simulaba—. Vedlo de este modo: todo el norte es danés, menos las tierras de Bebbanburg.

—Porque ninguno de vosotros es capaz de tomar la fortaleza —ataqué de nuevo.

—A lo peor es imposible. Mi padre siempre dijo que era empresa harto difícil.

—Yo la tomaré —aseguré.

A lomos de nuestras monturas, descendimos las colinas. El viento que venía del mar arrancaba las últimas hojas de los árboles. Los pastos parecían oscuros; las techumbres de los caseríos, casi negras, mientras respirábamos los vigorizantes aromas del año que tocaba a su fin. Me detuve en una alquería desierta. Al vernos llegar, sus habitantes habían corrido a esconderse en los bosques. Eché un vistazo a un granero, y comprobé que la cosecha había sido buena.

—Se está haciendo cada vez más rico —comenté, refiriéndome a mi tío—. ¿Por qué no arrasáis sus tierras?

—Lo hacemos de tanto en tanto, cuando nos aburrimos —respondió—; en represalia, él destroza las nuestras.

—¿Por qué no se las arrebatáis, y dejáis que se muera de hambre en la fortaleza? —le pregunté.

—Algunos lo han intentado. O les planta cara, o les da dinero para que se vayan.

Se comentaba que mi tío, que se hacía llamar Ælfric de Bernicia, disponía de más de cien guerreros tras los muros de aquella fortaleza, y que podía reunir hasta cuatro veces más en los pueblos que estaban bajo su tutela. Era un reino muy pequeño, en realidad. Por el norte, se extendía hasta las orillas del Tuede; al otro lado del río, la tierra de los escoceses, un pueblo que no cejaba en sus incursiones para aprovisionarse de ganado y grano. Al sur de las tierras de Bebbanburg discurría el Tinan, el río donde habíamos dejado varado nuestro barco; al oeste, unas cuantas colinas. Todas las tierras más allá de las colinas y al sur del Tinan estaban en manos de daneses. Los territorios al sur del río eran los dominios de Ragnar.

—En ocasiones llevamos a cabo incursiones en las tierras de vuestro tío —me contó—, pero si le arrebatamos veinte vacas, él hace lo propio y se queda con veinte de nuestras reses. Por otra parte, cuando los escoceses se ponen cargantes… —añadió encogiéndose de hombros, dejando la frase en el aire.

—Los escoceses nunca dejan de dar guerra.

—Los hombres de vuestro tío les paran los pies —acabó por admitir Ragnar.

De eso se trataba, pues; después de todo, Ælfric de Bernicia no era tan mal vecino. A cambio de que lo dejasen tranquilo, repelía y castigaba a los escoceses y, de paso, echaba una mano a los daneses. Así era cómo había conservado Bebbanburg, un enclave cristiano en un territorio infestado de daneses. Mi tío era el hermano más pequeño de mi padre, y siempre había sido el listo de la familia. Si no lo hubiera odiado tanto, podría haber llegado a sentir admiración por él. Si algo tenía claro Ælfric era que su supervivencia estaba vinculada a aquella gran fortaleza, el lugar donde yo había nacido, el sitio que siempre había considerado como mi hogar. Antaño había sido un antiguo reino, cuyo rey residía en Bebbanburg. Mis antepasados habían sido reyes de Bernicia. Sus dominios se extendían incluso hasta aquellas tierras que, en su insolencia, los escoceses reclamaban como suyas; por el sur, hasta Eoferwic. Pero Bernicia cayó en manos de Northumbria, territorio que, a su vez, sucumbió a manos de los daneses. Y allí seguía la antigua fortaleza y las tierras que la rodeaban, restos venerables de un antiguo reino inglés.

—¿Os habéis visto con Ælfric? —le pregunté a Ragnar.

—Muchas veces.

—¿Cómo es que no lo matasteis en mi nombre?

—Porque era en momentos de tregua.

—Contadme cosas de él.

—Viejo, canoso, taimado, observador.

—Me habían dicho que estaba enfermo.

—Tiene casi cincuenta años. ¿Qué hombre que siga vivo a esa edad no padece algún achaque? —repuso encogiéndose de hombros.

El primogénito de mi tío también se llamaba Uhtred, un nombre que era toda una afrenta. Durante generaciones, los primogénitos de nuestra familia habían llevado ese nombre y, caso de que les sobreviniera la muerte, el hijo que les seguía en edad pasaba a llamarse Uhtred. Al ponerle ese nombre, mi tío daba por sentado que sus descendientes serían los señores de Bebbanburg, y que su peor enemigo no eran los daneses, ni los escoceses siquiera, sino yo. Más de una vez había tratado de eliminarme, y no cejaría en su empeño mientras le quedase un soplo de vida. Había puesto precio a mi cabeza, pero yo no era hombre que se dejase matar por las buenas, y habían pasado años desde que el último de sus guerreros lo intentase. Colina abajo, me acercaba a sus dominios, a lomos de un caballo prestado que alzaba las patas como podía entre bostas de ganado. Me llegaba el olor del mar y, aunque no se veían las olas, por el este, el cielo mostraba ya el aspecto desolado del aire que se cierne sobre el agua.

—¿Sabrá que andamos por aquí? —le comenté a Ragnar.

—Seguro. Siempre está pendiente.

Sin duda algunos jinetes ya habrían picado espuelas hasta Bebbanburg para avisar de que unos daneses andaban por las colinas. Desde el primer momento, supe que nos observaban, y que mi tío no se imaginaría que yo iba con ellos. Sus vigías le habrían dicho que habían avistado el estandarte del ala de águila de Ragnar, porque yo no enarbolaba el mío; al menos, no todavía.

Por delante de nosotros y desplegados a ambos lados, llevábamos nuestros propios ojeadores. La misma vida que, durante tantos años, había llevado. Dondequiera que un danés revoltoso de Anglia Oriental se hubiera sentido con arrestos para robar un par de ovejas o llevarse una vaca de algún pasto próximo a Lundene, nosotros nos tomábamos la revancha. La configuración del terreno era muy diferente, sin embargo. En las proximidades de Lundene, la tierra era llana; en aquellos parajes, en cambio, las suaves colinas ocultaban gran parte del terreno y a nuestros vigías no les quedaba otra que no separarse mucho de nosotros. No vieron nada que les llamase la atención, y decidieron tomarse un respiro en un altozano arbolado, donde nos unimos a ellos.

Allí abajo estaba mi casa.

Era una fortaleza de colosales dimensiones que, a lomos de un enorme peñasco y unida a tierra firme por una escueta lengua de arena, se alzaba entre nosotros y el mar. Rodeada de altas dunas por el norte y por el sur, la ciudadela se adelantaba hasta el litoral, dando cobijo a una ensenada amplia y poco profunda donde permanecían amarrados unos botes de pesca. Al igual que la fortaleza, también el pueblo había ido a más. Cuando era niño, si un hombre se aventuraba por aquel espetón arenoso, al final del camino se encontraba con una empalizada de madera en la que destacaba una ancha puerta coronada por un adarve almenado. Aquella entrada, conocida como la Puerta Baja, seguía en el mismo sitio, y si el enemigo conseguía traspasarla, no tenía más remedio que salvar una segunda puerta defendida por otra empalizada de madera erigida en la propia peña. Pero la segunda cerca había desaparecido; en su lugar, se alzaba un alto muro de piedra carente de puerta. La entrada principal, la conocida como Puerta Alta, había desaparecido, de modo que si los agresores, tras superar la empalizada exterior, conseguían llegar a la herrería y a las cuadras, no podían sino trepar por aquel nuevo muro de piedra, una muralla de altura y espesor considerables, dotada de su propio adarve, desde donde la guarnición que defendía la ciudadela podía lanzar flechas, lanzas, agua hirviendo, piedras o cualquier otro objeto contra las fuerzas atacantes.

La vieja puerta estaba situada en el extremo sur de la fortaleza, pero mi tío había desbrozado un sendero a lo largo de la playa por el lado que daba al mar, de forma que cualquier extraño que allí se acercase no podía sino seguir el camino que llevaba a la nueva puerta, situada en el lado norte de la ciudadela. Como el nuevo sendero arrancaba en la cerca exterior, cualquier atacante tendría que dejar atrás la vieja empalizada y la Puerta Baja antes de emprenderlo y seguirlo a la sombra de las murallas que daban al mar, desde donde, si pretendía abrirse paso hasta la nueva puerta, defendida también por un lienzo de piedra, les lanzarían todos los proyectiles imaginables. Si los agresores conseguían traspasar la puerta nueva, les esperaba un segundo cerco amurallado con sus correspondientes defensores, que los atacantes tendrían que salvar antes de llegar al corazón de la ciudadela, un risco coronado por dos casonas y una iglesia. Penachos de humo salían de las techumbres que albergaba la fortaleza.

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