Aunque Squint aseguró participarían en una serie de grandes golpes, sólo conocían la existencia del Humo de la Eternidad y el hecho de que asaltarían un tren portador de una expedición de oro.
No tenían la menor idea de la personalidad de Kar. Si esos hombres cayeran en manos de la policía, no podrían declarar quién los dirigía.
Es cierto que se frustraría el robo del cargamento de oro. Pero el jefe supremo de la banda quedaría libre.
Sonó débilmente el teléfono secreto. Squint se dirigió presuroso al aparato.
Recibió más órdenes de Kar. Su rostro delgado y repulsivo parecía preocupado cuando colgó el receptor y cerró el entrepaño oculto.
—¡Maldición! —gimió—. Kar tiene otro golpe para nosotros antes del asalto al tren del oro.
Los otros miraron a Squint y vieron que estaba asustado.
—¡Ese gigante diabólico bronceado que me ha dado tantos disgustos! —murmuró Squint—. ¡Kar dice que debemos liquidarlo como a Jerome Coffern! Ese demonio bronceado se llama Doc Savage y el jefe está echando chispas porque permití que me siguiera el rastro. Dice que es lo peor que pudiera haber sucedido.
—¡Un individuo no debe preocuparnos mucho! —se mofó el pistolero del cuello de toro—. ¡No gallearías tanto, si hubieses visto en acción a ese gigante bronceado! —gimió Squint—.¡No es un ser humano! ¡Actúa más rápido que un tigre! Exterminó a mis compañeros, como si castañetearas los dedos.
—¡Tonterías! —resopló el otro—.¡Llévame donde está ése! Todavía no he encontrado el hombre a quien yo no pudiera vencer.
Squint se pasó una mano por la frente.
—Marchaos todos —ordenó—. Id a vuestras viviendas y aguardad allí. Kar sabe donde encontraros, pues yo se lo dije. Esperad sus órdenes o las mías.
Al empezar a desfilar, agregó tras un instante de reflexión:
—Recordad que el jefe dispone de otros elementos que trabajan para él, aparte nosotros. Yo mismo ignoro quienes son. Pero dispone de otros hombres, y si alguno de vosotros va con el soplo a la policía, es seguro que sería liquidado de manera fulminante.
Los gangsters desaparecieron; ninguno de ellos traicionaría.
Squint, al quedarse solo, se acercó al teléfono secreto.
De repente sus oídos percibieron un sonido suave y extraño, un gorjeo, como el canto de un misterioso pájaro de la selva. Era una nota sin parangón en el universo, melodiosa pero sin tonada definida.
Poseía la cualidad singular de emanar de todas partes a la vez, como si el aire de la habitación lo originara.
El sonido del trino aterró al alma maligna de Squint, quien giró sobre sus talones desorientado.
De sus labios brotó un grito espantoso.
Pues la desvencijada ventana se alzó en silencio y luego, también sin el menor ruido, se descorrió la raída cortina.
Allí, como un gigantesco pájaro de venganza, sobre el antepecho de la ventana, surgía la sentencia de Squint.
—¡Doc Savage! —gimió el hombre rata.
Convulsivo, empuñó el revólver que encontró a bordo del barco pirata.
Las poderosas manos de Doc Savage cogieron una mesa y ésta partió, disparada, como si la impulsara un cañón.
Descargando de lleno sobre el pistolero, le aplastó contra la pared. El cuerpo del
gángster
rodó por el suelo, entre las astillas de la mesa.
Doc Savage se deslizó hacia el teléfono secreto y poniéndose el receptor al oído, escuchó. De sus labios surgió el fantástico gorjeo: la cosa diminuta e inconsciente que hacía en los momentos de profunda concentración.
La singular nota parecía saturar todo el aire de la habitación.
Por línea secreta telefónica se oyó un sonido semejante a un rugido de terror y de rabia.
Luego el receptor resonó al colgarse el otro en el extremo de la línea.
¡Probablemente pasaría mucho tiempo antes que el maligno Kar olvidase aquel fantástico gorjeo! ¡Le perseguiría como una pesadilla hasta en sus sueños!
El amigo de Jerome Coffern
Doc Savage colgó el receptor del teléfono secreto, cerrando luego el entrepaño.
Abandonó la habitación con igual silencio como entrara: Por la ventana dirigiéndose a la calle.
El grupo de curiosos iba dispersándose. No oyeron el grito de agonía del bandido muerto.
No se acercó a su roadster, aunque sus ojos agudos no descubrieron ninguna señal de que los pistoleros de Kar le vigilasen.
Se dirigió hacia el lado de Central Park.
Una vieja medio ciega y harapienta, le alargó un puñado de periódicos de última hora. Se detuvo y tomó uno. Miró los ojos de vieja.
Su diagnóstico experto le indicó que no la podía curar más que un especialista. Anotó un hombre y unas señas y después de firmar el papel, se lo entregó a la viejecita.
El nombre era el de un eminente oculista que la curaría, pero cuyos honorarios constituían una pequeña fortuna.
Más, al leer el nombre de Doc Savage, el famoso oftalmólogo, gustosamente curaría a la pobre vieja.
Luego sacó del bolsillo un billete de banco. La viejecita permaneció un largo rato con templando el billete pegado a los ojos; luego prorrumpió a llorar, pues era más dinero del que reuniera en toda su vida.
Este incidente no guardaba relación con el asunto que debía solventar con Kar, excepto que deseaba ver lo publicado respecto a la extraña muerte de Jerome Coffern.
El periódico no llevaba nada nuevo.
Luego penetró en una casa y tomando el ascensor, subió al piso veinte, donde Jerome Coffern había vivido en un modesto piso de tres habitaciones, casi completamente lleno de libros científicos.
La puerta cerrada con llave cedió al instante al manipular Doc con pericia un gancho formado con la hebilla de su cinturón.
Entrando, permaneció unos instantes en suspenso y giró sus ojos en torno de la habitación.
Coffern tenía en gran estima sus libros y acostumbraba colocarlos a cierta distancia de la pared; sin embargo, entonces no estaban de la misma forma. Acostumbraba a tener algunos libros de química encima de la mesa, también puestos de cierto modo que Doc conocía. ¡Y en aquel momento no guardaban la simetría con que los dejara su dueño!
—La habitación sufrió un minucioso registro.
Examinó con rapidez el lugar: sus dedos ágiles y sus ojos sagaces, no pasaron por alto nada. Halló la prueba del registro en la máquina de escribir.
El famoso químico puso una cinta nueva a la máquina antes de redactar un documento extenso. La máquina escribió a todo lo largo de la cinta virgen y, luego, de vuelta, un trozo bastante largo.
Pero donde no se volvió a escribir, se veían con claridad las letras.
Leyó:
«DECLARACIÓN A LA POLICÍA»
«En vista de un incidente reciente en que una bala me pasó rozando, he llegado a la conclusión de que se intenta asesinarme. Además sospecho que mi asaltante es culpable por lo menos de otro asesinato. Comprendo que debiera haberme dirigido a las autoridades pero la naturaleza fantástica horrible, de la cosa, me hizo dudar de mis propias sospechas.
»Esta es mi historia:
»Hace cosa de un año efectué una expedición científica a Nueva Zelanda con Oliver Wording Bittman, el taxidermista, y Gabe Yuder. De Nueva Zelanda, un viaje a la Isla del Trueno fue…»
Aquí, ante la decepción de Doc, terminaba el relato. El resto era ininteligible.
Pero evidentemente Jerome Coffern fue hombre de pocos amigos íntimos y en sus papeles personales no se hacía referencia a nadie llamado Kar.
Recordó que Oliver Wording Bittman era un taxidermista especializado en la preparación de animales raros para los museos.
Pero el nombre de Gade Yuder no le era familiar.
Conocía las señas de Bittman; habitaba en una casa situada dos manzanas más arriba.
No logrando descubrir nada de interés, se dirigió a entrevistarse con Bittman; era posible que éste hubiese oído hablar de Kar por mediación de Jerome Coffern.
Subiendo en el ascensor, trató de recordar cuanto sabía del taxidermista. El nombre no le era desconocido. Exhibía en una sala del Museo Smithsonian una importante colección de animales raros.
Las paredes de varios clubs y hoteles famosos estaban adornadas con diversos trofeos que él instalara.
También recordó que su padre habló una vez en sentido favorable de Bittman. Era un hombre casi tan alto como Doc, pero de una delgadez esquelética. Si una mandíbula prominente denota carácter, era innegable que el profesor poseía un temple sorprendente. Sus ojos eran oscuros y brillaban resueltos: el cabello negro como la endrina; cutis quemado y curtido por el sol y el viento de muchos climas.
Vestía con sencilla elegancia, un traje marrón de corte impecable.
Bittman encendía un aromático cigarrillo cuando Doc penetró en la habitación.
—Usted es Doc Savage —saludó al instante—. Es, en verdad, un gran honor.
Doc asintió con un movimiento de cabeza pero le sorprendió ser reconocido y, al parecer, Bittman adivinó su extrañeza.
—Quizá extrañe que le conozca —sonrió el taxidermista—. Pase a mi biblioteca y le daré la respuesta.
Entraron en dicha habitación.
Bittman juzgaba su obra artística y decorativa, y, en verdad, era un experto en la profesión. Adornaban las paredes muchas docenas de trofeos de animales raros.
Un oso gigantesco de Alaska estaba instalado en un rincón, y parecía vivo.
Por el suelo, se veían muchas pieles, formando una alfombra.
Llegaron a un gran cuadro que colgaba en la pared. En la parte inferior de la pintura había parte de una carta.
El cuadro representaba al padre de Doc Savage y la semejanza entre el padre y el hijo era muy marcada.
Doc se acercó a leer la misiva que consistía en una carta de su padre, dirigida a Oliver Wording Bittman. Decía:
«A usted, mi querido Oliver, no puedo expresarle lo suficiente mi agradecimiento por la ocasión reciente en que me salvó la vida. Gracias a su certera puntería, hoy puedo demostrarle mi gratitud.
»Ante mí tengo la piel de león que seguramente me hubiera matado, de no ser por su rápido disparo. Acabo de recibirla y debo decirle que la obra es una de las mejores muestras del arte taxidermista que jamás vi. La guardaré como un tesoro.
»También recordaré con alegría mi asociación con usted en nuestra reciente expedición africana.
»Le saluda con sincero afecto, su amigo, Clark Savage.»
La nota emocionó con sincero afecto a Doc.
El dolor por la muerte de su padre estaba vivo aún, pues ocurrió hacía poco tiempo. Su padre fue asesinado.
Alivió algo la pena lacerante cuando se puso en persecución del asesino siguiéndole el rastro que le condujo a Centro América, y terminó en un acto de justicia implacable contra el asesino, así como sus peligrosas aventuras en compañía de los cinco amigos que le acompañaron.
Ofreció la mano a Bittman, diciendo:
—Cualquiera que fuera la deuda de gratitud que mi padre tenía contraída con usted, puede considerar que me juzgo también su deudor.
El sabio sonrió, estrechando con firmeza la mano.
A los pocos minutos, la conversación giró en torno a la amistad que le unía a Jerome Coffern.
—En efecto, conocía a Coffern —declaró el taxidermista—. Realizamos juntos esa expedición de Nueva Zelanda. ¡Dice usted que ha muerto! ¡Qué terrible desgracia! ¡Debe castigarse a sus asesinos!
—Cinco de ellos ya recibieron su merecido —replicó Doc—. Pero el jefe de la banda que ordenó el asesinato, está aún libre. ¡Ha de ser castigado! Se trata de un hombre llamado Kar. Yo esperaba que usted podría facilitarme alguna información; o que, por lo menos, me indicaría dónde puede hallarse a Gabe Yuder, el otro miembro de la expedición.
Oliver Wording Bittman permaneció unos minutos silencioso. Sus ojos estaban velados en profundo pensamiento.
—¡Gabe Yuder! —murmuró—. ¿Podría ser éste hombre? Era un individuo sospechoso. No tengo la menor idea de lo que se hizo del él, después de nuestro regreso. Permaneció en Nueva Zelanda y creo que tenía el propósito de regresar aquí más adelante.
—¿Quiere hacer el favor de describírmelo?
Bittman habló en frases cortas, dando una descripción excelente:
—Gabe Yuder era un joven de unos treinta años; robusto, de tipo atlético. Tenía el rostro colorado; boca grande; el labio inferior hendido por la cicatriz de una cuchillada. Sus ojos estaban siempre inyectados de sangre y eran grises recordando la parte inferior de una serpiente. Tenía el pelo cetrino. Su voz era fuerte y grosera. Yuder era un individuo de maneras imperiosas y autoritarias. Tenía los nudillos llenos de cicatrices de golpear a la gente y pegaba a los nativos por el placer de hacerlo. Era una combinación de químico e Ingeniero electricista. Se unió a nuestra expedición con el propósito de buscar petróleo.
—Por la descripción, parece un sujeto de cuidado —comentó Doc—. ¿Puede decirme algo de ese Humo de la Eternidad?
—¿El Humo de la Eternidad? ¿Qué es eso? —preguntó Bittman con extrañeza.
Doc titubeó. No había ningún motivo para no hablar del terrible compuesto disolvente que destruyó a Jerome Coffern. Además Bittman fue amigo de su padre.
Por consiguiente, le explicó lo que era el Humo de la Eternidad.
—¡Cielos! —gimió el taxidermista—. ¡Eso es increíble! ¡No, no puedo decirle nada al respecto!
—¿No observó nada sospechoso en las acciones de Gade Yuder, durante la expedición de Nueva Zelanda?
Oliver Wording Bittman reflexionó profundamente y luego asintió con la cabeza:
—Si, ahora que recuerdo. Sucedió lo siguiente: Nuestra expedición se dividió en dos partes al llegar a Nueva Zelanda, donde yo permanecí para reunir y disecar algunos ejemplares de pájaros exóticos para un museo de Nueva York. Yuder y Jerome Coffern fletaron un bergantín y partieron con el aeroplano de Yuder a una isla cercana.
—¿Un aeroplano? —inquirió Doc.
—Me olvidé decirle —contestó Bittman— que Yuder posee el título de piloto aviador. Se llevó un aeroplano para la expedición. Creo que lo financiaba una compañía petrolera americana.
—¿Cómo se llama esa isla adonde fueron Yuder y Jerome Coffern?
—La isla del Trueno.
—¡La isla del Trueno! —Doc arrugó su frente bronceada al hacer memoria.
Pero existían pocos lugares en el mundo sobre los cuales no poseyera alguna información.