Renny fue el primero en salir. Monk se detuvo un instante a coger su lata de tabaco y luego siguió. Long Tom, Ham y Johnny se zambulleron después.
Oliver Wording Bittman se resistía tembloroso.
—No quiero… —gimió.
—Tampoco nosotros —cortó Doc, con firmeza—. ¡No hay opción!
Y, antes de que fuese demasiado tarde, cogiendo al taxidermista en sus brazos, se lanzó al espacio.
Con igual calma que si se encontrase pisando terreno sólido, abrió el paracaídas de Bittman y, descendiendo unos centenares de pies, abrió el suyo.
Tras una sacudida, flotó suavemente, a tiempo de contemplar el asombroso paraje que le rodeaba.
El vapor, como sospechara, se hacía menos denso al tiempo que el calor aumentaba.
El aire caliente y húmedo, chocando de repente con la capa fría de encima del cráter formaba nubes vaporosas que servían de cortina a los espantosos secretos que el lugar encerraba.
Unos disparos de ametralladoras llamaron la atención de Doc Savage. Al instante sacó su pistola de su funda.
El pterodáctilo había soltado su presa tonta sobre el aeroplano que caía y atacaba a Johnny. Las balas del larguirucho arqueólogo hicieron retroceder al monstruo, pero embistió de nuevo.
Las mandíbulas repelentes se veían completamente distendidas; cada uno de sus múltiples dientes cónicos y horribles eran capaces de atravesar el cuerpo de un hombre.
La pistola ametralladora de Doc Savage lanzó una descarga mortífera sobre los huesos del cuello del animal, destrozándoselos.
El reptil aéreo se desplomó sin vida.
Johnny levantó un rostro lleno de agradecimiento.
—Mis disparos no hicieron mucha mella —gritó.
—Dispara sobre el cuello o los ojos —replicó Doc Savage.
Sintiéronse en aquel momento unas violentas corrientes de aire. Los paracaídas fueron lanzados con fuerza hacia un lado, lejos del borde del cráter.
Mirando abajo, Doc Savage divisó un espectáculo extraordinario. En el fondo, se extendía un lago de barro, largo y estrecho. Una costra, semejante al asfalto y al parecer durísimo, cubría el lago que, a juzgar por el calor del aire húmedo que se precipitaba hacia las capas superiores, debía estar casi candente.
Probablemente ese asombroso lago de barro llegaba, en forma de herradura, a la mitad de la circunferencia del cráter. Los extremos se perdían de vista.
Una pared natural de lava lo limitaba por uno de los lados, bien encima del suelo.
El destrozado aeroplano cayó en el lago de barro, rompiendo con su peso la costra. Al instante, prodújose una erupción. La columna de un geyser de barro hirviente, semejante a lava, se elevó a unos cientos de pies, impulsado por la presión del vapor concentrado bajo la costra.
El vapor lanzaba un rugido ensordecedor.
Unos crujidos estruendosos barrieron el lago de barro cuando la costra se posó. De innumerables lugares surgieron erupciones menores.
El vapor, surgiendo y elevándose por todas partes, envolvió a los paracaídas que descendían.
—¡No veían adonde aterrizaban!
Los paracaídas se agitaron como hojas al viento en el aire perturbado. Los vientos candentes y violentos los alejaron del lago de barro, arrojándolos lejos del suelo del cráter.
Doc Savage, ametralladora en mano, esperaba. Sus ojos broncíneos intentaban horadar aquel mundo vaporoso.
El aire era tan caliente, que trastornaba y poseía una fragancia extraña e inusitada.
Semejaba aquello la atmósfera de un invernadero, impregnado del olor de las plantas rancias y putrefactas.
Los crujidos estruendosos del lago de barro desaparecieron con igual rapidez que se iniciaron.
De repente surgió abajo un espantoso estruendo. Un grito penetrante, parecido a una trompeta, retumbó por todo el cráter. Unos chillidos bestiales hendieron el espacio.
Los crujidos de ramas rompiéndose y los ruidos sordos de cuerpos gigantescos que con sus pisadas hacían temblar la tierra, formaban un concierto de pesadilla que estremecía al más osado.
—¡Renny! ¡Monk! —La voz de Doc Savage resonó a través de aquel clamor infernal—. ¡Arrojad aire por un lado del paracaídas y procurad rehuir la vecindad de ese ruido!
Del fondo del abismo de vapor, donde sus hombres desaparecieron de la vista, brotaron unos gritos de respuesta.
La fronda de un helecho colosal pasó rozando por el lado de Doc, quien aterrizó en un laberinto de plantas trepadoras y siemprevivas.
Más helechos menores, formaban una alfombra esponjosa. Parecía descender sobre una pila enorme de verdes telarañas.
Soltando el paracaídas, saltó a una parte menos enmarañada, donde el suelo era blando como si lo acabaran de arar.
¡El horrible alboroto que oyeran antes cesó de súbito! ¡Pero fue reemplazado por un ruido sordo que parecía provenir de algún monstruo volando!
El estruendo se alejaba con la velocidad de un tren expreso.
De improviso, surgió la nota baja y gorgueante de Doc Savage. Ahora, más que nunca, el sonido sugería la presencia de un pájaro extraño de la selva virgen.
También parecía el viento filtrándose por la floresta fantástica que les rodeaba.
Y, como siempre, aquel sonido triunfal transmitía un mensaje claro.
Indicaba silencia. ¡La muerte rondaba!
Doc comprendió que aquel infernal concierto que oyeran mientras descendían, significaba una batalla a muerte entre los gigantes de un mundo de reptiles prehistórico.
Reconoció también las plantas que le rodeaban: algunas se habían extinguido hacía milenios.
Había penetrado en una región que perduraba a través de los siglos, una tierra espeluznante, infernal donde la fuerza era la única ley.
¡De pronto percibió muy cerca el jadear de un animal gigantesco! La respiración era acelerada, como si el monstruo hubiese estado librando una batalla mortal.
De repente, la vegetación crujió cuando el monstruo entró en acción.
¡Estaba embistiendo a Doc Savage!
Cambiando de posición con la rapidez de una centella, el hombre quedó en presencia de un monstruo tan terrible y repugnante como jamás contemplaron ojos humanos.
El horroroso animal surgió del vapor como una casa alta, saltando sobre unas patas traseras macizas y balanceándose por medio de una enorme cola, semejante a la de un canguro.
Las dos patas delanteras eran pequeñas, como cuerdas cortas colgando.
¡Sin embargo, a pesar de su ridícula apariencia, eran más gruesas que el cuerpo de Doc Savage!
A la terrible aparición acompañaba el repugnante olor de un animal carnívoro, hediondo y putrefacto. La piel del monstruo se parecía a la de los cocodrilos. Sus garras eran armas terribles de ataque, de tales dimensiones, que con facilidad podrían hacer presa y aplastar a un toro grande.
Quizás lo más espantoso del animal eran los dientes, que servían de arma a un hocico repugnante de tamaño tan inverosímil como el resto del monstruoso ser prehistórico.
Tan grande era el peso del animal, que sus pies se hundían en la tierra esponjosa, cerca de dos metros a cada brinco.
—¿Qué es eso, Doc? —gritó Monk.
—¡Un tiranosaurio! —respondió Doc Savage—. ¡Estén alerta!
El monstruoso animal, después de pasar saltando por el lado de Doc, se detuvo en seco. Un instante después, el animal embistió en dirección del sonido de la voz.
—¡Esquívalo, Monk! —tronó Doc—. ¡Esquívalo! Esa bestia posee probablemente un cerebro pesado, lo cual se supone fue una característica de los dinosaurios prehistóricos. ¡Apártate de su paso y transcurrirán varios segundos antes de que pueda decidirse a seguirte.
Crujieron unos arbustos. Luego, de la ametralladora de Monk salió una lluvia de balas. Los arbustos crujieron de nuevo.
El químico gritó, espantado:
—¡Monk! No intentes disparar otra vez sobre el animal! ¡Tan sólo un cañón sería capaz de abatir a ese monstruo!
—¡No hace falta que me lo digas! —resopló Monk—. ¡Cielos! ¡Aquel murciélago que mordió el ala de nuestro aeroplano, era un angelito al lado de este fenómeno! ¡Ah! ¡Aquí vuelve otra vez!
Se repitió la embestida estruendosa y la esquivada de Monk, que esta vez no disparó. Comprendía que Doc tenía razón. Las ametralladoras no molestarían lo más mínimo al monstruo.
—¡Lo esquivé! —avisó.
—¡Entonces, cierra esa boca! —rugió Ham—. ¡Se enfurece al oír tu voz!
El vapor proveniente de la erupción del lago de barro desaparecía con rapidez. ¡El feroz tiranosaurio podría pronto verlos con toda claridad!
—¡Reunios todos con Monk! —gritó Doc, eludiendo con agilidad al monstruo, cuando éste, al oír su voz, procuró embestirle.
Divisó a Oliver Wording Bittman destacándose en el vapor que se dispersaba. Su mandíbula se estremecía convulsa, pero sostenía la lengua entre los dientes, temeroso de que su chirrido atrajese al terrible reptil.
Doc se sorprendió al ver que Bittman se había acobardado.
Johnny, Long Tom y Ham se reunieron con Monk. También estaban pálidos. Pero en sus ojos brillaba la luz de un valor espléndido.
Ardía en ellos la llama del entusiasmo. Vivían para las aventuras y las emociones y se topaban con ellas en cantidades insospechadas.
—¿Dónde está Renny? —interrogó Doc, a media voz.
¡Su compañero había desaparecido!
El grito de Doc resonó como una enorme campana:
—¡Renny! ¡Renny!
El grito atrajo al gigantesco reptil, pero lograron esquivarlo.
No recibieron la menor respuesta a su angustiosa llamada.
—¡Esa combinación de cocodrilo, rascacielos y canguro, debe haberlo atrapado! —murmuró Monk, lleno de horror.
—¡Qué fin más terrible! —exclamó Johnny—. Se cree que el tiranosaurio es el animal más destructor de la creación. ¡Jamás me hubiese imaginado que vería con mis propios ojos tales cosas en carne y hueso!
—Si quieres vivir para contarlo, debemos alejarnos de ese bicho —declaró Monk—. ¿Cómo lo conseguiremos, Doc?
—Veremos si podemos abandonar este lugar en silencio —sugirió Doc.
Pero el intento casi resultó desastroso. El monstruoso tiranosaurio poseía oídos muy sensitivos y además, como el vapor casi se había disipado por completo, veía a una distancia de muchos metros.
Entonces les acometió.
Doc Savage, para salvar la vida de sus amigos, se arriesgó a atraer al animal mientras los otros escapaban.
Gracias a su agilidad, logró una vez meterse por entre las patas mismas del monstruo, esquivando el mordisco de aquellos dientes fétidos y largos como el brazo de un hombre.
Deslizándose bajo la bóveda de unos helechos, eludió al sanguinario tiranosaurio.
Descendía la oscuridad con rapidez, pues el vapor, aunque dejaba penetrar la luz solar, excluía a los destellos de la luna, casi anulando el período del crepúsculo.
Aunque los días en el fondo del cráter eran probablemente semejantes a un día nublado, las noches eran de una increíble negrura.
Doc logró encontrar a sus compañeros en la espesa oscuridad.
—Será mejor que imitemos a los antecesores de Monk y trepemos a un árbol para pasar la noche —sugirió Ham.
—¡Hum! —gruñó Monk, amoscado—. ¡Hum!
—Podemos subir a ese helecho —apuntó Doc.
El helecho en cuestión parecía una palmera, pero con fronda en la parte superior y era más alto que los árboles corrientes.
Doc y sus compañeros treparon a las ramas más altas.
—Es extraordinario —comentó Johnny—. Aunque esta especie guarda estrecha relación con los helechos encontrados en estado fósil en ciertas partes del mundo, es mucho mayor que…
—Debes considerar —interrumpió Doc—, que este cráter forma parte de una región rezagada en la marcha del tiempo. No obstante, debieron efectuarse algunos cambios en el curso de los siglos. Y, además, la ciencia tan sólo ha arañado la superficie, al comprobar la naturaleza de la fauna y flora prehistórica. Quizás hallemos muchas especies insospechadas hasta…
—¿Cómo dormiremos encaramados aquí, sin caernos? —interrumpió Monk.
—¡Dormir! —se burló Ham—. No habrá mucha ocasión de roncar esta noche. ¡Escuchad!
En un lugar distante del cráter, se desarrollaba otro feroz combate entre los reptiles monstruosos.
Aunque el ruido de la contienda les llegaba en tono apagado, era de tal naturaleza, que heló de espanto a los compañeros.
—¡Qué lugar más infernal! —gimoteó el taxidermista, aterrado.
Pasaron una noche horrible. Tan pronto como cesaba una lucha titánica entre los dinosaurios, empezaba otra.
A veces, simultáneamente y en distintos lugares, se celebraba más de una tumultuosa y sangrienta batalla.
Unos cuerpos gigantescos atravesaban la tupida vegetación, algunos de ellos dando grandes saltos como el tiranosaurio, otros avanzando a cuatro patas.
Era imposible dormir. Doc y sus compañeros juzgaron su refugio de relativa seguridad hasta que un dinosaurio monstruoso empezó a mordisquear la cresta de un helecho que, a juzgar por el ruido, era tan alto como el árbol donde se hallaban encaramados.
Pasaron la noche esperando que ocurriera algún desastre, lo que afortunadamente no sucedió.
La luz del día surgió tan de improviso como desapareciera. Al aparecer el sol, cayó un chaparrón tropical que duró unos minutos.
Pero cuando el agua llegó a la superficie candente del lago de barro, brotaron unas enormes nubes de vapor.
El día se presentaba como una tarde nublada de invierno de Nueva York, debido a las nubes que se cernían perennes sobre el cráter.
Era evidente que los feroces dinosaurios preferían merodear de noche, pues, al amanecer, la horrible carnicería en la hondonada cesó de una manera bien marcada.
Doc condujo al instante a sus compañeros, a excepción del taxidermista, que se negó a abandonar el helecho, a averiguar lo que le había sucedido a Renny.
Encontraron, al fin, su paracaídas a unos centenares de metros del helecho más cercano que podría servir de refugio a un hombre.
Monk pretendía liar un cigarrillo, pero al darse cuenta de lo que yacía junto al paracaídas de Renny, se le helaron las manos.
¡La seda del paracaídas se veía teñida de sangre! ¡Y junto a un charco sangriento, veíase el sombrero de Renny!
¡Al parecer, un dinosaurio devoró a su infortunado compañero!
—Quizás logró escapar —murmuró Long Tom, esperanzado.